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Authors: Margaret Weis

Tags: #Fantástico, Juvenil e Infantil

Raistlin, crisol de magia (20 page)

BOOK: Raistlin, crisol de magia
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—¡Déjame en paz! —imploró—. Te lo suplico. Ya he sufrido más que suficiente.

—No soy uno de tus torturadores, mujer —dijo Raistlin con el tono quedo y apaciguador que utilizaba para sosegar a los enfermos. Su mano se cerró sobre la de la joven madre y percibió el temblor que la sacudía. Le acarició la mano con gesto animoso, se acercó a ella y susurró—: Belzor es un fraude, una farsa. Tu hija descansa en paz. Duerme profundamente, como cuando tú la acunabas hasta que la vencía un sueño sin pesadillas.

—Sí, la acunaba. —Los ojos de la mujer se llenaron de lágrimas—.

La mecía contra mi pecho y, al final, se quedaba tranquila, como has dicho. «Ya me siento mejor, mamá», musitaba, y cerraba los ojos. —La joven agarró a Raistlin, frenética—. ¡Quiero creerte! Pero ¿cómo hacerlo? ¿Qué prueba puedes darme?

—Ven al templo mañana por la noche.

—¿Regresar aquí? —La mujer sacudió la cabeza.

—Debes hacerlo —insistió firmemente Raistlin—. Te demostraré que lo que te he dicho es cierto.

—Te creo —susurró y esbozó una débil sonrisa—. Confío en ti. Vendré.

Raistlin volvió la vista al círculo central, a la larga fila de fieles haciendo embelecos a Judith. El brillo de los braseros se reflejaba en las monedas del cesto, donde seguía entrando el flujo de dinero. Belzor había hecho un buen negocio aquella noche.

Uno de los acólitos se acercó, haciendo tintinear el cesti11o de las ofrendas delante de Raistlin con gesto esperanzado.

—Confío en que te veremos en la ceremonia de mañana por la noche, hermano.

—Puedes contar con ello —respondió el joven.

13

Raistlin regresó al recinto ferial reflexionando sobre su plan, dándole vueltas y más vueltas. La forja de su alma había ardido con fuerza abrasadora, pero las llamas murieron rápidamente al quedar expuestas al frío aire nocturno. Acosado por las dudas, se arrepintió de haberle hecho esa promesa a la angustiada madre. Si fracasaba, se convertiría en el hazmerreír de Haven.

Para el joven, la vergüenza y el escarnio eran una amenaza más difícil de asumir que cualquier castigo físico. Se imaginaba a la multitud abucheándolo con regodeo, al sumo sacerdote disimulando su afectada sonrisa compasiva, a Judith contemplando su caída con aire triunfal, y la sola noción lo hizo retorcerse por dentro. Empezó a discurrir excusas. No iría al templo al día siguiente. No se sentía bien. La joven madre sufriría un desengaño, quedaría sumida en la amargura y la tristeza, pero su situación no sería peor de lo que era ya.

Lo indicado, lo correcto, sería poner al corriente de lo ocurrido al Cónclave de Hechiceros. Eran las personas más capacitadas para ocuparse del asunto. El era demasiado joven, demasiado inexperto...

«Sin embargo —se dijo—, ¡qué triunfo sería si tuviera éxito!»

No sólo aliviaría el sufrimiento de la joven madre, sino que también lo haría destacar a él. Sería estupendo que, además de informar al Cónclave del problema, pudiera añadir que lo había solucionado. El gran Par-Salian, quien sin duda ya habría oído hablar de Raistlin Majere con anterioridad, se fijaría en él. Un estremecimiento sacudió al joven. ¡A lo mejor lo invitaban a una reunión con el Cónclave! Con esa actuación demostraría a los demás y a sí mismo que era capaz de utilizar la magia en una situación de crisis. Seguramente lo recompensarían. Y por esa recompensa merecería la pena correr el riesgo.

«Además, cumpliría la promesa hecha a los tres dioses que antaño se interesaron por mí. Si no me es posible demostrar su existencia a los demás, al menos puedo echar abajo la imagen de este falso dios que intenta usurpar su puesto. De ese modo, también conseguiría que tuvieran una buena disposición hacia mí.»

Volvió a darle vueltas a su plan, pero esta vez con ansiedad, con entusiasmo, repasándolo para encontrar los fallos.

El único que se le planteaba estaba en sí mismo. ¿Era lo bastante fuerte, lo bastante diestro, lo bastante arrojado? Por desgracia, ninguna de esas preguntas tendría respuesta hasta que llegara el momento de la verdad.

¿Lo respaldarían sus amigos? Y Tanis, que aunque sólo de nombre era el cabecilla del grupo, ¿se opondría a que intentara siquiera llevar a cabo su plan?

«Lo harán, si los abordo de la manera adecuada.» Encontró a sus compañeros reunidos en torno a la fogata que habían encendido en la parte trasera del puesto de Flint.

Tanis y Kit estaban sentados juntos. Evidentemente, el semielfo no había descubierto todavía el engaño de Kitiara.

Caramon se había sentado en un tronco y tenía la cabeza apoyada en las manos. Flint había regresado de la taberna un poco achispado, porque coincidió con algunos Enanos de las Colinas de la montañas Kharolis, quienes, aunque no pertenecían a su clan, habían viajado cerca de su terruño y se mostraron bien dispuestos a compartir chismorreos y cerveza.

Tas, en cuclillas junto al fuego, asaba castañas en una sartén pequeña.

—Ajh, ya estás aquí —dijo Kit cuando Raistlin apareció—.

Empezábamos a preocuparnos. Estaba a punto de enviar a Tanis a buscarte, aunque ya salió antes para rescatar al kender.

Kit guiñó un ojo cuando Tanis no la miraba, y Raistlin comprendió. Al parecer, también lo hizo Caramon, que levantó la cabeza, ceñudo, miró a su gemelo, suspiró y volvió a hundir la cara en las manos.

—Me duele la cabeza —masculló.

Tanis explicó que había encontrado a Tasslehoff, junto con otros veinte kenders, encarcelado en la prisión de Haven.

Pagó la multa impuesta a quienes «consciente y voluntariamente se asociaban con kenders», sacó a Tas del calabozo y lo llevó a la fuerza de vuelta al recinto ferial. El semielfo confiaba en que mañana, con las distracciones que ofrecía la feria, el kender estaría ocupado y no se acercaría a la ciudad.

Tasslehoff lamentó haberse perdido la aventura de esa noche, en especial lo de la serpiente gigante y el humo tóxico.

La cárcel de Haven había resultado ser una gran decepción.

—Estaba sucia, Raistlin, ¡y había ratas! ¿Puedes creerlo? ¡Ratas! Por culpa de unas simples ratas me perdí una serpiente gigante y un humo tóxico. ¡La vida es muy injusta!

Sin embargo, la naturaleza del kender no le permitía estar triste mucho tiempo. Tras reflexionar que era imposible encontrarse en dos sitios al mismo tiempo (salvo en el caso de tío Saltatrampas, que lo hizo una vez), el kender recuperó su habitual alegría. Tas se olvidó de las castañas (que acabaron quemándose de tal modo que resultaron incomestibles) y se puso a revisar sus recién adquiridas posesiones, aunque, agotado por el ajetreo del día, se quedó dormido con la cabeza recostada en una de sus bolsas.

Flint sacudió la cabeza al escuchar la historia del templo de Belzor. Se atusó la larga barba y dijo que no le sorprendía en absoluto. No se podía esperar otra cosa de los humanos, salvando a los presentes en el grupo.

Kit lo enfocaba como una anécdota divertida.

—Tendríais que haber visto a Caramon —dijo, riendo de buena gana—. Tambaleándose como un enorme oso borracho.

El mocetón gimió y se incorporó sin demasiada estabilidad.

Masculló algo sobre que se sentía enfermo y se dirigió hacia las letrinas de hombres con pasos inseguros.

Sturm frunció el entrecejo. No aprobaba la ligereza con que Kit se tomaba asuntos tan serios.

—No me gustaron esos seguidores de Belzor, pero he de admitir que vimos realizarse un milagro en esa sala. ¿Qué otra explicación puede haber, salvo que Belzor es un dios y que sus clérigos tienen poderes milagrosos?

—Yo te daré una explicación —dijo Raistlin—. Magia.

—¿Magia?

Kit se echó a reír otra vez. Sturm tenía un gesto desaprobador.

—Lo sabía —manifestó Flint, aunque nadie podía imaginar cómo.

—¿Estás seguro, Raistlin? —preguntó Tanis.

—Lo estoy. Conozco el conjuro que ejecutó esa mujer.

—Discúlpame, Raistlin. No es que dude de tus conocimientos, pero sólo eres un novicio —adujo el semielfo, que parecía poco convencido.

—Y, como tal, sólo estoy capacitado para vaciar el orinal del dormitorio de mi maestro. ¿Es eso lo que quieres decir, Tanis?

—No me refería a...

Raistlin desestimó la disculpa del semielfo con un irritado gesto de la mano.

—Sé a lo que te referías. Y lo que pienses sobre mí o mis habilidades me trae sin cuidado. Tengo más pruebas de que es verdad lo que digo, pero, obviamente, no estás interesado en escucharlas.

—Pero yo sí lo estoy —manifestó resueltamente Caramon, que había regresado de su corta visita a los excusados y parecía encontrarse mejor.

—Cuéntanos —pidió Kit, cuyos oscuros ojos relucían con la luz del fuego.

—Sí, muchacho, háblanos de esas pruebas —intervino Flint—. Supe desde el principio que tenía que ver con la magia, fíjate bien.

—Tráeme una manta, hermano —ordenó Raistlin—, o cogeré una pulmonía si me siento en este suelo húmedo.

—Cuando estuvo cómodamente instalado, sentado en la manta cerca de la fogata y tomándose a sorbos un vaso de sidra caliente que le alcanzó Kit, expuso sus razonamientos.

»El primer indicio de que había algo raro fue cuando me enteré de que los clérigos prohibían la entrada al templo a los practicantes de magia. Y no sólo eso, sino que estaban acosando sañudamente al único mago que vive en Haven, un Túnica Roja llamado Lemuel. Caramon y yo lo conocimos esta tarde. Los clérigos forzaron la situación para obligarlo a cerrar su tienda de productos para magia y lo han atemorizado hasta el punto de hacer que abandone su hogar, la casa

donde nació. Si a todo esto se añade que los clérigos prohíben a los magos entrar en el templo cuando se realiza el «milagro », surge la pregunta obvia: ¿por qué? Porque cualquier hechicero, incluso un novicio como yo —añadió Raistlin con acritud—, reconocería el conjuro que Judith ejecuta.

—¿Por qué obligaron a ese conocido tuyo, el tal Lemuel, a cerrar su tienda? —preguntó Tanis—. ¿En qué iba a perjudicarles ese establecimiento?

—El cierre de la tienda de Lemuel les aseguraba que los hechiceros que la frecuentaban, unos hechiceros que podrían descubrir el engaño de Judith, ya no tendrían un motivo para venir a Haven. Cuando Lemuel se marche de la ciudad, los clérigos se considerarán a salvo.

—Pero, entonces, ¿por qué aquel clérigo te invitó al templo, hermanito? —preguntó Kit.

—Con el propósito de asegurarse de que no sería una molestia para ellos —contestó Raistlin—. Recuerda que dijo que no me permitirían entrar a presenciar el «milagro».

Indudablemente, si hubiese ido me habrían instado a renunciar a la magia y abrazar la fe de Belzor.

—A ellos sí que los abrazaría yo —gruñó Caramon mientras abría y cerraba las manazas—. Tengo la peor resaca de mi vida y no he probado una gota de alcohol. La vida no es justa, como dice el kender.

—Pero ¿qué me dices de esas personas que hablaron con Belzor? —argumentó Sturm en favor del milagro—. ¿Cómo sabía Judith todas esas cosas sobre ellas? El nombre cariñoso que le daba un hombre a su esposa o dónde escondió el padre del granjero el dinero, por ejemplo.

—No olvides que los que se presentaron ante Belzor ya habían sido elegidos —contestó Raistlin—. Probablemente Judith sostuvo una entrevista con ellos anteriormente. Mediante un hábil interrogatorio debió de sonsacarles información respecto a los difuntos sin que esas personas se dieran cuenta de que le estaban proporcionando datos. En cuanto al granjero y el dinero escondido, no le dijeron públicamente dónde podía encontrarlo. Cuando vaya al templo le dirán que busque debajo del colchón y, si eso falla, argumentarán que su fe en Belzor es débil y que si contribuye con más dinero le revelarán otro lugar en el que buscar.

—Hay algo que no entiendo —intervino Flint, al hacer un repaso de lo ocurrido—. Si esa viuda es una hechicera, ¿por qué entabló amistad con tu madre y luego la denunció en el funeral de tu padre?

—Eso me desconcertó también al principio —admitió Raistlin—. Pero luego cobró sentido. Judith estaba intentando introducir la religión de Belzor en Solace y lo primero que debió de hacer al llegar a la ciudad fue comprobar si había algún hechicero o cualquier persona con cierto talento arcano que pudiera significar una amenaza para ella. Mi madre, que tenía cierta reputación como adivina, era la elección obvia. Todo el tiempo que Judith vivió en Solace se esforzó en fomentar su religión y hacer prosélitos. Por entonces no realizaba «milagros», quizá porque todavía no dominaba la técnica o porque esperaba a tener el público y el lugar adecuados. No obstante, antes de que pudiera ponerlo en práctica, tú y Tanis echasteis a perder su plan. En el funeral de mi padre, Judith comprendió que la gente de Solace no iba a dejarse enredar en sus manejos.

»Como hemos visto esta noche, Judith y el sumo sacerdote de Belzor, que probablemente es su socio en esta farsa, aprovechan y atizan los peores rasgos de la naturaleza humana: temores, prejuicios y avaricia. Los habitantes de Solace tienden a no temer tanto a los extraños y los aceptan con más facilidad porque la ciudad está en un cruce de caminos.

—Es inmoral el juego que esa viuda se trae entre manos, despojando con engaños a la gente de lo poco que posee —manifestó Flint, sombrío. Las cejas fruncidas le otorgaban un aspecto fiero—. Por no mencionar lo de atormentar a esa pobre chica que había perdido a su hijita.

—Sí, es realmente inmoral —convino Raistlin—. Aunque creo que podríamos ponerle fin.

—Cuenta conmigo —dijo de inmediato Kit.

—Y conmigo —se apresuró a secundar Caramon, aunque era una conclusión inevitable. Si su gemelo hubiera propuesto organizar una expedición para encontrar la Gema Gris de Gargath, el mocetón habría empezado a preparar el equipaje de inmediato.

—Si esos «milagros» no son realmente más que los trucos engañosos de una hechicera, entonces es mi deber descubrirla —declaró Sturm.

Raistlin sonrió, sombrío, y contuvo una acerba réplica.

Necesitaba al trasnochado caballero en ciernes.

—No me importaría ponerle un ojo morado a esa viuda —manifestó el enano, pensativo—. ¿Qué opinas tú, Tanis?

—Antes querría escuchar el plan de Raistlin —contestó el semielfo con su habitual cautela—. Arremeter contra la fe de la gente es peligroso, más que atacarla físicamente.

—Contad conmigo —dijo Tasslehoff al tiempo que se sentaba y se frotaba los ojos—. ¿Qué vamos a hacer?

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