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Authors: Margaret Weis

Tags: #Fantástico, Juvenil e Infantil

Raistlin, el aprendiz de mago (12 page)

BOOK: Raistlin, el aprendiz de mago
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—Papá ha estado ausente durante las tres últimas semanas y probablemente no vuelva hasta finales de mes. Mamá se acordó que venías a casa hoy. —Caramon miró de reojo a su hermano—. Últimamente, desde que la viuda Judith empezó a quedarse con ella cuando le vienen los días malos, está mucho mejor, Raist. Tú mismo verás el cambio.

— ¿La viuda Judith? —inquirió Raistlin, cortante ¿Quién es? ¿Y qué quieres decir con que se queda con ella? ¿Qué pasa contigo y con papá?

Caramon rebulló, incómodo, en el asiento.

—Ha sido un mal invierno, Raist. Tú estabas ausente y papá tenía que trabajar. No podía tomarse un descanso o nos habríamos muerto de hambre. Cuando la nieve cubrió la granja del señor Juncia y no me necesitaron, conseguí un trabajo en el establo para dar de comer a los caballos y limpiar las cuadras. Probamos a dejar sola a mamá, pero... En fin, que no funcionó.

Un día volcó una vela y no se dio cuenta. Faltó poco para que prendiera fuego a la casa. Hemos hecho todo lo que hemos podido, Raist.

Su gemelo no dijo nada, sumido en un silencio torvo, furioso con su padre y con su hermano.

No tendrían que haber dejado a su madre al cuidado de extraños. También estaba furioso consigo mismo por haberla abandonado.

—La viuda Judith es muy agradable, Raist —continuó Caramon, a la defensiva—. A mamá le cae muy bien, y, como ya he dicho, está mucho mejor. Judith viene todas las mañanas y ayuda a mamá a vestirse y a peinarse. Hace que coma algo y después se ponen a coser y hacer ese tipo de cosas. Judith habla mucho con mamá y evita que le den los ataques. —Miró con inquietud a su hermano—. Lo siento, quería decir trances.

— Y de qué hablan? —preguntó Raistlin.

—No lo sé. —Su hermano parecía sobresaltado— Cosas de mujeres, supongo. Nunca les he prestado atención.

—¿Y cómo podemos permitirnos pagar a esa mujer?

—No le pagamos. —Caramon esbozó una sonrisa—. ¡Eso es lo mejor del caso, Raist! Lo hace gratis.

—¿Desde cuándo vivimos de la caridad ajena? —demandó Raistlin.

No es caridad, Raist. Le ofrecimos pagarle, pero no quiso aceptarlo. Ayudar a otros es parte de su religión, esa nueva orden de la que hablan en Haven, los belzoritas o algo por el estilo. Es una de ellos.

—Esto no me gusta —dijo Raistlin, ceñudo—. Nadie hace algo por nada. ¿Qué pretende?

— ¿Qué puede pretender? No es como si tuviéramos una casa llena de joyas. La viuda Judith es una buena persona, Raist. ¿Es que no puedes creer algo así?

Por lo visto, no, ya que Raistlin siguió haciendo preguntas:

— ¿Cómo disteis con tan «buena persona», hermano mío?

—De hecho fue ella la que dio con nosotros —contestó Caramon después de tomarse un momento para recordar— Vino a la puerta un día y dijo que había oído que mamá no se encontraba bien. Sabía que los hombres de la casa —Caramon dijo aquel plural con un dejo de orgullo— teníamos que salir a trabajar y aseguró que estaría encantada de quedarse con mamá mientras estuviéramos fuera. Nos contó que era viuda y que sus hijos se habían hecho mayores y se habían marchado, que también estaba sola. Y que el sumo sacerdote de Belzor les había mandado que ayudaran a otros.

—¿Quién es Belzor? —inquirió desconfiadamente Raistlin.

Para entonces, hasta la paciencia de Caramon se había agotado.

—En nombre del Abismo, Raist, no lo sé —replicó—. Pregúntaselo tú mismo, pero sé amable con la viuda Judith, ¿vale? Se ha comportado muy bien con nosotros.

Raistlin no se tomó la molestia de contestar y se sumió de nuevo en un silencio meditabundo.

Ni él mismo sabía por qué le incomodaba este asunto. Tal vez se debía únicamente a su sentimiento de culpabilidad por haber abandonado a su madre al cuidado de extraños. Empero, había algo que no le olía bien. Caramon y su padre eran demasiado confiados, demasiado dados a creer en la bondad de la gente, y era fácil engañarlos. Nadie dedicaba horas y horas de su tiempo cuidando de otro si no esperaba sacar algo a cambio. Nadie. Caramon echaba miradas preocupadas, ansiosas, a su hermano.

—No estás enfadado conmigo, ¿verdad, Raist? Siento haberte gritado. Es sólo que... Bueno, ni siquiera conoces a la viuda y ya te...

—Tienes un aspecto estupendo, hermano mío —interrumpió Raistlin, que no quería oír nada más sobre Judith.

Caramon enderezó la espalda con orgullo.

—Papá me midió en el dintel de la puerta y he crecido diez centímetros desde el otoño. Ahora soy más alto que cualquiera de nuestros amigos, incluso Sturm.

Raistlin se había dado cuenta. Saltaba a la vista que Caramon había dejado de ser un muchachito y que durante el invierno se había convertido en un joven bien parecido, más fornido y alto de lo que correspondía a su edad, con una mata de cabello ondulado y unos grandes ojos casi insoportablemente francos. Era alegre y cachazudo, amable con los mayores, divertido y sociable. Reía de buena gana cualquier broma, aunque fuera a su costa. Todos los jóvenes y niños de la ciudad, desde el serio y casi siempre taciturno Sturm Brightblade hasta los pequeñines del granjero Juncia, que pedían a voces encaramarse a sus anchos hombros, lo consideraban un amigo.

En cuanto a los adultos, sus vecinos, en especial las mujeres, sentían pena por el solitario jovencito y siempre lo estaban invitando a compartir la mesa con la familia. Puesto que Caramon jamás rechazaba un almuerzo gratis aun en el caso de que acabara de comer algo, probablemente era el joven mejor alimentado de todo Solace.

—¿Alguna noticia de Kitiara? —preguntó Raistlin.

—Ninguna en todo el invierno. Hace más de un año que no sabemos nada de ella. ¿Crees que...? Quiero decir... A lo mejor ha muerto...

Los gemelos intercambiaron una mirada y en ese momento el parecido entre ambos, por lo general inapreciable, se hizo evidente. Los dos sacudieron la cabeza, y Caramon se echó a reír.

—Vale, de acuerdo, no ha muerto. Entonces, ¿dónde se mete?

—En Solamnia —dijo Raistlin.

— ¿Qué? —Su hermano estaba estupefacto—. ¿Cómo lo sabes?

— ¿En qué otro sitio iba a estar? Se marchó para buscar a su padre o, al menos, a sus parientes, su familia.

— ¿Y para qué los necesita? Nos tiene a nosotros.

Raistlin resopló con desdén y no dijo nada.

—Volverá por nosotros, de todas formas —afirmó Caramon con seguridad—. ¿Irás con ella, Raist?

—Tal vez. Después de que pase la Prueba.

— ¿La Prueba? ¿Es como las que me hace papá? —Caramon estaba indignado—. Te equivocas en una cochina suma y te manda a la cama sin cenar. ¡Uno podría morirse de hambre! Además, ¿para qué le sirven las matemáticas a un guerrero? ¡Zas! ¡Zas! —Caramon blandió una imaginaria espada en el aire y el caballo se asustó.

» ¡Eh! Vaya, lo siento,
Bess.
Bueno, supongo que necesito aprender los números para contar las cabezas de todos los goblins que voy a matar o para saber cuántos trozos de empanada he de cortar, pero nada más. Desde luego, no necesito multiplicaciones ni divisiones y todo eso.

—Entonces serás un ignorante —dijo fríamente Raistlin—. Como un enano gully.

Caramon palmeó el hombro de su hermano.

—No me importa. Tú puedes hacer todas las multiplicaciones por mí.

—Puede que llegue el día en que no esté contigo para hacerlas, Caramon —susurró su hermano.

—Siempre estaremos juntos, Raist —manifestó con complacencia el mocetón—. Somos gemelos. Yo necesito tus multiplicaciones, y tú necesitas mis cuidados.

Raistlin suspiró para sus adentros, admitiendo que en eso su hermano tenía razón. «Tampoco estaría tan mal. Su fuerza muscular combinada con mi cerebro...»

— ¡Para la carreta! —ordenó.

Sobresaltado, Caramon tiró bruscamente de las riendas e hizo que el caballo frenara.

— ¿Qué pasa? ¿Tienes ganas de hacer pis? ¿Quieres que te acompañe? ¿Qué te ocurre?

Raistlin se bajó del pescante.

—Quédate aquí esperándome. No tardaré.

Salió de la vereda de tierra y se metió entre el denso follaje. Más adelante, un campo de trigo se mecía como un lago dorado que lamiera las orillas de los verdes pinares. Raistlin se abrió paso entre la hierba alta y los matorrales, apartándolos con impaciencia, buscando la mancha blanca que había atisbado desde la carreta.

Ahí estaba. Era una planta de flores blancas de pétalos cerosos, en ramillete, encajadas entre las grandes hojas verdes de dentados bordes. Unos filamentos minúsculos sobresalían de las hojas.

Raistlin examinó la planta y la identificó sin dificultad. El problema era cómo recogerla. Corrió de vuelta a la carreta.

— ¿Qué es? —Caramon estiró el cuello—. ¿Una serpiente? ¿Has encontrado una serpiente?

—Una planta —contestó Raistlin. Cogió de la parte trasera de la carreta el hatillo de ropa y sacó una camisa, con la que volvió a su hallazgo.

Una planta... —repitió su hermano, perplejo. Su rostro se animó—. ¿Se puede comer?

Raistlin no contestó. Se arrodilló junto a la planta, con la camisa enrollada alrededor de la mano.

Con la izquierda abrió una pequeña navaja que llevaba en el cinturón y, con extremado cuidado para que la mano desprotegida no rozara los filamentos, cortó varias hojas por el tallo. Las recogió con la mano protegida con la camisa y, transportándolas con precaución, regresó a la carreta.

— ¿Tanto lío por un puñado de hojas? —Caramon lo miraba de hito en hito.

— ¡No las toques! —advirtió Raistlin.

— ¿Por qué no? — Su hermano retiró la mano rápidamente.

— ¿Ves esos pequeños filamentos en las hojas? — ¿Fila... qué?

—Pelos. Los pelillos de las hojas, ¿los ves? Esta planta se llama ortiga espinosa. Si tocas las hojas te levanta grandes ronchas rojas en la piel. Es muy doloroso, y a veces hay gente que muere si tiene una reacción alérgica a ellas.

— ¡Caray! —Caramon miró fijamente las hojas de ortiga que su hermano había dejado en el fondo de la carreta—. ¿Para qué quieres una planta así? — Las estudio —repuso el aprendiz de mago, que se encaramó de nuevo al pescante.

— ¡Pero te pueden hacer daño! —protestó Caramon—. ¿Por qué quieres estudiar algo que podría dañarte?

—Tú practicas con la espada que te trajo Kitiara. ¿Recuerdas la primera vez que la empuñaste? ¡Estuviste a punto de cercenarte un pie!

—Todavía tengo la cicatriz —admitió tímidamente el mocetón—. Sí, supongo que tienes razón.

—Chasqueó la lengua, y el carro se puso en marcha.

Los hermanos siguieron charlando de otras cosas, aunque fue Caramon el que más habló para poner a su gemelo al corriente de las novedades ocurridas en Solace: los que se habían mudado últimamente a la ciudad, los que se habían marchado, los que habían nacido y los que habían muerto.

Relató las pequeñas aventuras de su grupo de amigos, chicos con los que habían crecido. Y un suceso realmente notable: un kender se había instalado en la ciudad, el mismo que había ocasionado una gran conmoción en la feria. Se había quedado en la casa de ese forjador enano que tenía tan mal genio, que por cierto se había puesto furioso, pero no podía hacer nada al respecto, a no ser ahogar al kender, cosa que podía suceder en cualquier momento. Raistlin escuchaba en silencio, dejando que la voz de su hermano fluyera sobre él, tan cálida como el sol primaveral.

La alegre y despreocupada chachara de Caramon borró parte del terror que despertaba en Raistlin su regreso a casa y volver a ver a su madre, cuya salud empeoraba de manera progresiva, a su entender. Los inviernos la consumían, minaban sus fuerzas, y cada primavera, cuando volvía, la encontraba un poco más pálida, más delgada, más perdida en su mundo de sueños. En cuanto a que la tal viuda Judith la estaba ayudando, lo creería cuando lo viera.

—Puedo dejarte en el cruce de caminos, Raist —ofreció Caramon—. Yo he de trabajar en el campo hasta la puesta de sol. O si quieres puedes venir conmigo y descansar en la carreta hasta la hora de volver a casa. Así podríamos regresar juntos a pie.

—Te acompaño, hermano — contestó Raistlin plácidamente.

Caramon enrojeció de placer. Empezó a contarle a su gemelo todo lo relativo a la vida familiar del señor Juncia y de sus pequeños.

A Raistlin lo traían sin cuidado todos ellos. Había pospuesto la hora de su vuelta a casa, se había asegurado de no estar solo cuando se encontrara de nuevo con Rosamun y, además, había hecho feliz a su hermano. La verdad es que a Caramon se lo hacía feliz con poco.

El joven aprendiz de mago miró hacia atrás, a las hojas de la ortiga espinosa que había recogido.

Viendo que empezaban a ponerse mustias con el sol, las envolvió más en la camisa, con tierno cuidado.

—Jon Farnish —llamó maese Theobald mientras tomaba asiento tras el escritorio—. La tarea era recoger seis plantas que pudieran utilizarse como componentes de conjuros. Adelántate y muéstranos lo que has encontrado.

El alumno, con el rojo cabello reluciente y la pecosa cara mostrando una expresión solemne y estudiosa —al menos mientras estuviera en presencia del maestro— se bajó del taburete y caminó hacia la parte delantera de la clase. Jon saludó con una inclinación de cabeza a maese Theobald, que asintió, sonriente. El maestro sentía cierta predilección por el muchacho, que siempre se mostraba tremendamente impresionado cuando maese Theobald ejecutaba un conjuro por muy insignificante que fuera.

Dándole la espalda a Theobald, de cara a sus compañeros de clase, Jon puso los ojos en blanco, hinchó los carrillos y bajó las comisuras de la boca haciendo una ridícula caricatura de su maestro. Sus condiscípulos se taparon la boca para ocultar la sonrisa o bajaron precipitadamente la vista a los pupitres. De hecho, uno de ellos soltó una risa que de inmediato trató de disimular tosiendo, con el resultado de que estuvo a punto de ahogarse.

El maestro frunció el ceño.

—Silencio, por favor. Jon Farnish, no dejes que estos escandalosos individuos te molesten.

—Lo intentaré, maestro —respondió Jon.

—Continúa, por favor.

—Sí, maestro. —Jon metió la mano derecha en una bolsita que sostenía en la izquierda—. La primera planta que recogí...

Enmudeció de golpe, dio un respingó y chilló de dolor. Arrojó la bolsita al suelo y se apretó la mano derecha.

—¡Algo..., algo me ha picado! —balbució—. ¡Ay! ¡Me arde y me duele mucho! ¡Ay!

Las lágrimas le corrían a raudales por las mejillas. Se metió la mano en la axila y empezó a dar brincos de dolor delante de la clase.

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