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Authors: Margaret Weis

Tags: #Fantástico, Juvenil e Infantil

Raistlin, el aprendiz de mago (9 page)

BOOK: Raistlin, el aprendiz de mago
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— ¡Maese Raistlin!
¿A
qué viene interrumpir mi lección con ese escándalo?

—Se quedó dormido, señor, y se cayó del taburete —dijo Gordon amablemente.

Sentado en el suelo mientras se frotaba la muñeca dolorida, Raistlin reparó en el cordel que había tirado el taburete. Alargó la mano para cogerlo, pero el trozo de cuerda se soltó de la pata con un tirón y serpenteó sobre el suelo para desaparecer bajo la manga de Devon, uno de los secuaces de Gordon que se sentaba detrás de él.

¡Durmiendo! ¡Interrumpiéndome! — Maese Theobald agarro la vara de sauce y se dirigió hacia Raistlin.

Viendo venir el golpe, encogió los hombros
y
levantó los brazos para protegerse en lo posible.

La vara se descargó y le hizo un corte en el brazo, a punto de darle en la cara. El maestro levantó la mano, dispuesto a golpear una vez más.

La rabia, ardiente como el fuego de una forja, hinchió a Raistlin y consumió su miedo y su dolor. El primer impulso fue incorporarse de un salto y atacar al maestro, pero un soplo de sentido común, frío como el hielo, recorrió su cuerpo. El niño lo sintió como algo físico, una frialdad que tocó cada terminación nerviosa y lo hizo temblar a pesar de su abrasadora cólera.

Se vio a sí mismo atacando al maestro, como un necio, un chiquillo debilucho de brazos flacos chillando con una vocecilla aguda, agitando con impotencia sus pequeños puños. Y, lo que era peor, se vio como el perdedor, porque maese Theobald lo vencería y los otros chicos, los responsables de su situación, se reirían y se refocilarían.

«No. Seré yo quien saldrá vencedor de este enfrentamiento.»

Raistlin dio un ahogado respingo y se desplomó en el suelo, donde se quedó completamente quieto, tendido de espaldas y las piernas dobladas, con las rodillas juntas. Una mano se deslizó pesadamente hacia el suelo, y la otra quedó fláccida sobre el delgado tórax mientras sus párpados se cerraban. Respiró lo más levemente que le fue posible, sin hacer ruido.

Había estado enfermo muchas veces durante su corta vida y sabía cómo fingir una indisposición. Continuó tendido, pálido y aparentemente sin vida, a los pies del sorprendido maestro.

— ¡Diantre! —Exclamó Devon, el chico que había atado el cordel a la pata del taburete—. ¡Lo habéis matado!

Tonterías —dijo maese Theobald, aunque su voz se quebró al hablar. Bajó la vara de sauce—.

Sólo está... desmayado, eso es todo. Gordon —carraspeó para aclararse la garganta y volvió a empezar—. Gordon, trae un poco de agua. El chico corrió a hacer lo que le había mandado. Sus pies sonaban en el suelo, y Raistlin lo oyó manosear torpemente el cubo del agua. Siguió tendido sin moverse, con los ojos cerrados, sin hacer el menor ruido. Descubrió que estaba disfrutando con esto; disfrutando de la atención prestada, del miedo y del desconcierto de todos.

Gordon regresó corriendo con el cacillo lleno de agua, gran parte de la cual derramó en el suelo y en la falda de la blanca túnica del maestro. — ¡Torpe zoquete! ¡Dame eso! —Maese Theobald le dio un bofetón a Gordon y le quitó el cacillo. Luego se arrodilló junto a Raistlin y con gran cuidado mojó los labios del niño.

» RaistIin —musitó en un quedo
y
ahogado susurro—. Raistlin, ¿puedes oírme?

El chiquillo sintió unas tremendas ganas de reír y tuvo que hacer todo un alarde de control para contenerse. Siguió inmóvil un minuto más y después, cuando sentía que la mano del maestro empezaba a temblar por la ansiedad, movió levemente la cabeza de lado a lado y soltó un quedo gemido.

— ¡Bien! — suspiró maese Theobald con alivio—. Está recobrando el sentido. Echaos atrás, muchachos. Necesita aire. Lo llevaré a mis aposentos.

Los fuertes y carnosos brazos del maestro levantaron a Raistlin, que dejó floja la cabeza y los brazos y las piernas colgando fláccidos. Mantuvo cerrados los ojos y, de tanto en tanto, gemía.

De esta guisa fue llevado por el maestro hacia sus aposentos, seguidos de cerca por todos los otros chicos a pesar de que Theobald les ordenó varias veces, con voz destemplada, que se quedaran en la clase.

El maestro tumbó a Raistlin en un sofá e hizo que los demás muchachos regresaran a la clase con amenazas, aunque no con la vara de sauce, advirtió Raistlin a través de los párpados entreabiertos. Theobald llamó a voces a una sirvienta.

Luego regresó solo a la habitación y Raistlin parpadeó y abrió los ojos, aunque los mantuvo desenfocados, deliberadamente, durante unos segundos antes de volverlos hacia maese Theobald.

— ¿Qué... ha ocurrido? —musitó con voz débil. Miró en derredor, como aturdido, mientras intentaba incorporarse—. ¿Dónde estoy?

Simulando que el esfuerzo había sido excesivo, se desplomó de nuevo en el sofá al tiempo que respiraba entre jadeos. El maestro se inclinó sobre él.

—Tuviste... eh... una mala caída —dijo, hurtando los ojos pero echando miradas de reojo al niño—. Te caíste del taburete.

Raistlin bajó la vista hacia su brazo, donde un feo verdugón rojizo se marcaba en la pálida piel.

Alzó los ojos hacia el maestro.

—Me escuece el brazo —susurró.

El maestro bajó la vista al suelo y se alegró cuando la sirvienta, una mujer de mediana edad que cocinaba, hacía la limpieza y se ocupaba de los chicos, entró en la habitación. Era extremadamente fea, con la cara señalada de cicatrices, y le faltaba el cabello en un lado de la cabeza. Se le había abrasado cuando, supuestamente, fue alcanzada por un rayo. Tal vez ésa era la razón de que tuviera tan pocas luces.

Marm, que así se llamaba, mantenía limpio el lugar y todavía no había envenenado a nadie con sus comidas. Eso era más o menos todo cuanto se podía decir sobre ella. Los chicos cuchicheaban que el estado de la mujer era el resultado de un conjuro fallido de maese Theobald y que éste la tenía empleada por un sentimiento de culpabilidad.

—El muchacho ha sufrido una mala caída, Marm —dijo el maestro—. Ocúpate de él, ¿quieres? Yo he de volver a la clase.

Lanzó un último vistazo ansioso a Raistlin y después salió de la habitación recurriendo al orgullo que le quedaba para adoptar un aire pomposo.

Marm abandonó el cuarto un momento y regresó con un paño húmedo y frío que puso sobre la frente de Raistlin, así como con una galleta. El paño estaba demasiado mojado y el agua grasienta resbaló sobre los ojos del chiquillo; la galleta estaba quemada por debajo y sabía como un pedazo de carbón. Gruñendo, Marm lo dejó solo y regresó a sus quehaceres, fueran cuales fueran. A juzgar por el agua grasienta, debía de estar fregando platos.

Cuando se hubo ido, Raistlin se quitó el trapo y lo arrojó a un lado con gesto de asco. Tiró la galleta a la chimenea que, como siempre, estaba encendida; después volvió a tumbarse cómodamente en el sofá, acurrucado entre los blandos cojines, y escuchó la voz del maestro con su tono monótono, y en cierto modo manso, a través de la puerta abierta:

—La letra «u» se pronuncia «ue». Repetid conmigo.

—«Ue» —dijo Raistlin, muy complacido consigo mismo. Observó cómo las llamas consumían los leños y sonrió.

Maese Theobald no volvería a golpearlo.

7

La lección de otro día fue de escritura.

Un mago no sólo tenía que saber pronunciar las palabras mágicas de forma correcta, sino que también tenía que saber escribirlas, dar a cada letra la forma apropiada. Las palabras del lenguaje arcano debían escribirse con precisión, exactitud, limpieza y cuidado sobre el pergamino o, en caso contrario, el conjuro no funcionaba. Escribir la palabra conjuradora
shirak,
por ejemplo, con el redondel de la «a» un poco torcido y el trazo de la «k» demasiado apretado daba por resultado que el mago, en lugar de tener la luz deseada, se quedaba a oscuras.

Casi todos los alumnos de maese Theobald, de acuerdo con la natural torpeza de los niños, se enredaban con estos menesteres. Las plumas, a las que tenían que sacar punta ellos mismos, se partían, se despuntaban, se doblaban, se rompían o escapaban de entre los dedos, demasiado apretados. Invariablemente, los chiquillos acababan con más tinta encima que sobre el pergamino, a menos que el tintero no se volcara, cosa que ocurría con bastante frecuencia.

Cualquiera que hubiera visitado la escuela las tardes de clase de escritura podría haber imaginado, viendo las caras y las manos llenas de tinta de innumerables demonios pequeños, que se había metido en el Abismo por equivocación.

Esta idea le pasó por la mente a Antimodes en el instante en que cruzó la puerta, así como un repentino y fugaz recuerdo de sus días en la escuela evocado, principalmente, por un olor muy peculiar —una mezcla de cuerpecillos sudorosos por el excesivo calor, sopa de berza que habían tenido que tragarse en el almuerzo, tinta y badana— que lo hizo sonreír.

—El archimago Antimodes —anunció la sirvienta o algo aproximado a eso, ya que se enredó completamente con el nombre.

Antimodes se paró en la puerta. Los rostros frustrados, encendidos, y manchados de tinta de doce niños se levantaron de su trabajo para mirarlo con un brillo esperanzado en los ojos. Tal vez era un salvador, alguien que los liberaría del suplicio de su tarea. El otro niño, el decimotercero, también levantó la cabeza, pero no con la prontitud de sus compañeros. En aquel rostro se advertía que estaba absorto en su trabajo y sólo cuando lo terminó alzó la cara para mirar al visitante.

Antimodes se sintió complacido, y mucho, al comprobar que aquella cara estaba casi completamente limpia de tinta, salvo por un tiznajo sobre la ceja izquierda,
y
que no había en ella una expresión de alivio, sino más bien de irritación, como si al niño le molestara que lo hubieran interrumpido.

Esa expresión irritada se borró rápidamente, empero, cuando reconoció a Antimodes, al igual que el archimago reconoció al chiquillo.

Maese Theobald se levantó de la silla con presteza, obsequioso y circunspecto, celoso e inseguro como siempre. No le gustaba Antimodes porque el maestro sospechaba, y con razón, que el archimago se había opuesto a su nombramiento como instructor y había votado en contra en el Cónclave. Su oposición se vio superada por la opinión de la mayoría, entre ellos Par-Salian, quien había expuesto argumentos poderosos a favor de Theobald, siendo el principal que no había otros candidatos. ¿Qué otra cosa podían hacer con él?

Hasta sus propios amigos coincidían en que Theobald no llegaría nunca a ser más que un mago mediocre. Hubo otros, Antimodes entre ellos, que cuestionaron el que hubiera conseguido superar la Prueba, para empezar. Par-Salian se mostraba evasivo cada vez que Antimodes sacaba el tema a colación, y el archimago terminó por creer que Theobald la había superado con la condición de que aceptara un puesto como docente, tarea a la que nadie quería dedicarse. No se le ocurrió ninguna otra explicación mejor.

Él mismo, de dársele a escoger, habría preferido ir al Monte Noimporta a instruir a los gnomos en el arte de la pirotecnia antes que enseñar magia a unos mocosos. En consecuencia, se puso de parte de la mayoría aunque a regañadientes.

Posteriormente no tuvo más remedio que admitir que Par-Salian y los demás tenían razón.

Theobald no era un maestro particularmente bueno, pero se ocupaba de que sus chicos —las niñas tenían su propia escuela en Palanthas, dirigida por una hechicera algo más competente— adquirieran los conocimientos básicos, y eso era lo único que hacía falta. Jamás encendería la llama del saber en los alumnos mediocres; pero, si el fuego de la grandeza ya ardía por sí mismo, maese Theobald lo avivaría.

Los dos magos se saludaron con fingida cordialidad delante de los niños. — ¿Cómo estáis, señor? —Muy bien, ¿y vos, mi querido señor? Antimodes fue elegante en el saludo y generoso en sus alabanzas de la clase, en la que a su modo de ver hacía un bochorno insoportable, además de estar mal ventilada y sucia.

Maese Theobald se mostró pródigo en su bienvenida, aunque desde el primer momento tuvo la certeza de que Par-Salian había enviado a Antimodes para hacer una inspección, y despertó en él un amargo resentimiento el hecho de que el archimago llevara con despreocupada naturalidad una lujosa capa de fina lana que debía de costar el salario de maestro de todo un año.

—Bueno, bueno, archimago, ¿siguen las calzadas cubiertas de nieve?

—No, no, maestro. Están bastante transitables, incluso en el norte. Ah, entonces ¿venís de allí?

Sí, de Lemish —respondió suavemente Antimodes. En realidad había estado mucho más al norte que aquella pintoresca villa rodeada de frondosos bosques, pero no tenía la menor intención de hablar de sus viajes con Theobald.

Al maestro no le gustaba viajar, de modo que arqueó las cejas en un gesto de crítica y mostró su desaprobación dándose media vuelta y poniendo fin a la conversación.

—Muchachos, tengo el inmenso honor de presentaros al archimago Antimodes, hechicero de los Túnicas Blancas. Los chiquillos saludaron con entusiasmo. —Estábamos practicando con la escritura —dijo Theobald—, y casi habíamos terminado el trabajo por hoy. ¿Os gustaría, tal vez, ver algunas de esas tareas, archimago?

En realidad sólo había un alumno en el que estaba interesado Antimodes, pero caminó solemnemente por los pasillos entre los pupitres y observó con fingido interés las letras que tenían todo tipo de formas salvo la correcta, así como un juego de tres en raya cuyo autor trató en vano de ocultar volcando el tintero sobre el papel.

—No está mal —dijo—. Muy... creativos... algunos de estos trabajos. —Llegó al pupitre de Raistlin, que era su verdadera meta, y allí se detuvo y manifestó con total sinceridad—: Bien hecho. Un niño que había detrás de Raistlin hizo un ruido grosero. Antimodes se volvió hacia él.

—Disculpad, señor —dijo el chico, aparentemente arrepentido—. Es por la col del almuerzo.

Antimodes sabía que aquel ruido no lo había provocado la col, y también comprendió lo que tal cosa implicaba; de inmediato se dio cuenta de su error. Recordó la forma de ser de los niños; de hecho, él mismo había sido una buena pieza de pequeño. No tendría que haber halagado a Raistlin; los otros chicos eran envidiosos y vengativos, y se lo harían pagar.

Intentando remediar su desliz, se preparó para apuntar alguna falta —después de todo, nadie era perfecto— y se volvió hacia Raistlin.

En los labios del niño había una sonrisa complacida, un gesto que casi podría interpretarse como un gesto de burla.

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