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Authors: Margaret Weis

Tags: #Fantástico, Juvenil e Infantil

Raistlin, el aprendiz de mago (8 page)

BOOK: Raistlin, el aprendiz de mago
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—Pero me lo has contado a mí, así que has roto la promesa —apuntó Raistlin.

— ¡Anda, porque no se refería a ti! — Replicó Caramon—. Eres mi gemelo, así que decírtelo es como decírmelo a mí mismo. Además, sabe de sobra que te lo contaría, así que tuve que prometerlo en nombre de los dos, de modo que si el fantasma viene y me lleva, también te cogerá a ti. ¡Eh, pues no me importaría ver un fantasma! ¿Y a ti, Raist?

Raistlin puso los ojos en blanco, pero guardó silencio y no malgastó aliento. Todavía no había llegado a la escuela y ya estaba agotado. Odiaba su frágil cuerpo, que parecía decidido a echar a perder todos los planes que tenía, todas sus esperanzas, todos sus deseos. Miró con envidia a su robusto, fuerte y sano gemelo.

La gente decía que hubo un tiempo en que los dioses gobernaban a los hombres, pero que se enfadaron con ellos y se marcharon. Antes de irse, los dioses habían arrojado sobre Krynn una montaña de fuego que había destrozado el mundo, y luego los abandonaron a su suerte. Raistlin estaba convencido de que era verdad, porque ningún dios justo y magnánimo habría gastado una broma tan cruel: dividir a una persona en dos, dándole a un gemelo inteligencia sin cuerpo y al otro un cuerpo sin inteligencia.

Con todo, resultaba reconfortante pensar que tras esa decisión había una razón poderosa, un propósito; que su gemelo y él no eran simplemente un fenómeno de la naturaleza. Y sería un alivio saber que había dioses, aunque sólo fuera para poder echarles la culpa.

Kitiara le había contado muchas veces la historia de cómo él estuvo a punto de morir al nacer y cómo ella le salvó la vida cuando la partera le dijo que lo mejor para el bebé sería que se muriera y que lo dejara pasar a mejor vida. Kit parecía enojarse siempre un poco porque Raistlin no le estaba lo suficientemente agradecido. No podía imaginar, siendo fuerte como era, que a veces, cuando el cuerpo de Raistlin ardía por la fiebre y los músculos le dolían tanto que casi no podía aguantarlo, cuando tenía la boca reseca con una sed que era imposible de saciar, su hermano la maldecía en la noche.

Pero Kitiara había sido también la responsable de que hubiera entrado en esta escuela de magia; lo había compensado por lo demás.

Si es que conseguía llegar a esa escuela antes de sufrir un colapso, claro.

Una carreta de un granjero que pasó por el camino fue la salvación de Raistlin. El hombre se paró y preguntó a los chicos adonde iban. Aunque frunció el ceño cuando Raistlin le dijo su destino, aceptó llevarlos. Echó una ojeada al débil chiquillo, que tosía con el polvo y la paja del trigo que el aire traía de los campos.

— ¿Piensas darte esta caminata todos los días? —le preguntó.

—No, señor —respondió Caramon por su hermano, que no podía hablar—. Va a la escuela de magia para aprender a hacer espadas, y se quedará allí solo.

El granjero era un hombre afable que también tenía hijos.

—Veréis, chicos, hago este mismo camino a diario; así que, si me esperáis en el cruce por la mañana, os puedo llevar, y por la tarde os traeré de vuelta. Así al menos estarás con tu familia por la noche.

— ¡Eso sería estupendo! —exclamó Caramon.

—No tenemos dinero para pagarte —dijo Raistlin al mismo tiempo, rojo de vergüenza.

— ¡Bah, no lo hago para que me paguen! —replicó el granjero con aire enfadado. Miró de reojo a los chicos, en especial al robusto Caramon—. Pero no me vendría mal un poco de ayuda en el campo. Mis hijos son todavía demasiado pequeños para eso.

—Yo podría trabajar para ti —se apresuró a ofrecer Caramon—. Te ayudaría mientras Raist está en la escuela.

—Entonces, de acuerdo.

Caramon y el granjero escupieron en las palmas de las manos y se las estrecharon para cerrar el trato.

— ¿Por qué aceptaste trabajar para él? —demandó Raistlin después de instalarse en la parte posterior de la carreta vacía, con los pies colgando por el borde.

—Porque así podrás ir a la escuela y volver sin tener que andar. ¿Por qué? ¿Qué hay de malo en ello?

Raistlin se mordió la lengua. Tendría que haberle dado las gracias a su hermano, pero las palabras se le quedaron atascadas en la garganta como una medicina amarga.

—Bueno, es que... No me gusta que trabajes por mí.

—Oh, diantre, Raist, somos gemelos —argumentó Caramon, sonriendo de oreja a oreja, y le dio un suave codazo en las costillas—. Tú harías lo mismo por mí.

Pensándolo mientras la carreta traqueteaba hacia la escuela de magos de maese Theobald, Raistlin no estaba tan seguro de ello.

La carreta del granjero estaba allí para recogerlos por la tarde, y Raistlin regresó a casa para descubrir que su madre no lo había echado en falta y que su padre no había vuelto todavía.

Kitiara se sorprendió al verlo y exigió saber el motivo. Se encolerizaba siempre si sus planes se frustraban; se había hecho a la idea de que Raistlin se quedaría en la escuela, y no le hacía gracia enterarse de que el niño había decidido hacer otra cosa.

Tuvieron que explicarle lo del granjero dos veces e incluso entonces siguió sospechando que el hombre no se proponía nada bueno. Además, la enfureció aún más la idea de que Caramon trabajara para él. Se convertiría en un agricultor, dijo, despectiva, con las botas manchadas de estiércol en vez de con sangre.

Caramon protestó diciendo que no sería así y estuvieron discutiendo un rato; Raistlin se fue a la cama con dolor de cabeza. Se despertó para encontrar que la disputa había quedado olvidada.

Kit parecía tener otras cosas en la cabeza; estaba preocupada y más irritable de lo habitual, de modo que los chiquillos tuvieron cuidado de estar fuera del alcance de su mano. Se ocupó de que comieran, sin embargo, friendo un poco de tocino veteado de dudoso aspecto que sirvió con lo que quedaba del pan rancio.

Más tarde esa noche, cuando Kitiara dormía ya, las pequeñas y ágiles manos de Raistlin soltaron la bolsa que la muchacha llevaba en el cinturón. Los dedos del niño, con un toque tan delicado como las patas de una mariposa, sacaron el contenido de la bolsita: un pedazo de papel roto y un trozo doblado de cuero grueso que llevó a la cocina, donde los examinó a la mortecina luz del rescoldo del hogar.

Dibujado en el papel había un blasón familiar que representaba un zorro plantado victoriosamente sobre un león muerto. El lema decía: «Nadie más poderoso», y debajo estaba escrito: «Matar». En el suave cuero había dibujado un mapa de la calzada entre Solace y Solamnia.

El niño dobló rápidamente el papel, lo metió en la bolsa y ató ésta al cinturón de Kit. Raistlin no habló de ello con nadie; había aprendido muy pronto que el conocimiento era poder, sobre todo si era el secreto de otra persona.

A la mañana siguiente, Kitiara se había marchado.

6

Hacia calor en la escuela de magia. La fuerte lumbre encendida en la chimenea caldeaba la estancia sin ventanas hasta un punto casi insoportable. La voz de maese Theobald zumbaba entre las corrientes de aire caliente que podían verse irradiando del hogar; uno de los conjuros que gozaba de las preferencias del maestro era uno de fuego, y le encantaba hacer una demostración de su talento cada vez que se le presentaba la ocasión.

A Raistlin no le importunaba tanto como a los otros chicos el excesivo calor e incluso habría disfrutado de él de no ser porque a no tardar tendría que salir al frío y la nieve. El cambio de un extremo a otro, aventurándose en las bajas temperaturas del exterior con las ropas húmedas de sudor, repercutía negativamente en la frágil salud de Raistlin. Ahora empezaba a recuperarse de una fiebre alta y dolor de garganta que lo habían dejado sin voz durante varios días, por lo que se vio obligado a quedarse en casa y guardar cama.

Detestaba perder las clases. Era más inteligente que el maestro y, en el fondo de su alma, sabía que era mejor hechicero que maese Theobald. Aun así, había cosas que podía aprender de él; cosas que eran necesarias. La magia ardía en su interior como una fiebre y le proporcionaba una sensación tan placentera como dolorosa. Lo que el maestro sabía, y Raistlin no, era cómo controlar aquel fuego, cómo conseguir que la magia estuviera al servicio del hechicero, cómo transmitir dicha fiebre a palabras que pudieran escribirse y pronunciarse, cómo utilizarla para crear.

No obstante, maese Theobald era tan inepto en su tarea didáctica que a menudo Raistlin tenía la impresión de estar al acecho, a la espera de abalanzarse sobre el menor atisbo de información útil que por casualidad pasara ante él.

Los alumnos de maese Theobald se sentaban en los altos taburetes e intentaban desesperadamente mantenerse despiertos, cosa nada fácil con aquel calor y después de un copioso almuerzo. Cualquiera que fuera sorprendido dormitando despertaba por un seco fustazo sobre los hombros propinado con la flexible vara de sauce. Maese Theobald era un hombre grande y fofo, pero cuando quería era capaz de moverse rápida y silenciosamente. No había nada que le gustara más que pillar a un alumno dando una cabezada.

El primer día de escuela Raistlin había hablado con desenvoltura a su hermano respecto a ser azotado, pero desde entonces sus delgados hombros habían sentido el trallazo de la vara de sauce, bien que el daño ocasionado fue más profundo en su alma que en su carne. Nunca lo habían golpeado, salvo alguno que otro cachete suave de su hermana, quien siempre los propinó con un espíritu de cariño fraternal. Además, si alguna vez Kitiara golpeaba con más fuerza de lo que se proponía, los gemelos sabían que era la intención lo que contaba.

Por el contrario, cuando maese Theobald descargaba la vara había en sus ojos un brillo y una sonrisa en su rolliza cara que denotaban sin lugar a dudas lo mucho que disfrutaba impartiendo el castigo.

—La letra «a» en el lenguaje de la magia —estaba diciendo el maestro con su monótono y soporífero tono de voz— no se pronuncia «a» como en la lengua vernácula Común ni se pronuncia «ae» como oiréis a los elfos ni tampoco «aj» como la articulan los enanos.

«Sí, sí —pensó Raistlin, aburrido—. Continúa con la clase y deja de darte aires. Seguramente no has oído hablar elfo en tu vida, viejo estúpido, zoquete gordinflón.»

—La letra «a» en el lenguaje de la magia se pronuncia «ei» — continuó el maestro.

Raistlin atendió con los cinco sentidos de manera instantánea. Aquí estaba la información que necesitaba; escuchó atentamente mientras maese Theobald reiteraba la pronunciación:

—«Ei.» Y ahora, caballeretes, repetid conmigo.

Un adormilado coro de «eis» flotó en la caldeada atmósfera de la habitación, subrayado por el «ei» más fuerte y preciso pronunciado por Raistlin. Generalmente su voz era la más queda entre las de sus condiscípulos, ya que no le gustaba atraer sobre sí la atención, principalmente porque el resultado era casi siempre doloroso. Su excitación por haber aprendido algo útil y el hecho de que era uno de los pocos que estaban despiertos y atendiendo al maestro lo habían inducido a hablar en un tono más alto de lo que era su intención.

De inmediato lo lamentó. Maese Theobald lo miró con un brillo aprobador en los ojos —al menos, hasta donde podía advertirse entre las bolsas de grasa que los rodeaban— y golpeó suavemente el escritorio con la vara de sauce.

—Muy bien, maese Raistlin —dijo.

Los condiscípulos más próximos al niño le asestaron miradas malignas con disimulo, y Raistlin supo que le harían pagar el cumplido. El chico que estaba a su derecha, el mayor de la clase con sus casi trece años y al que habían mandado a la escuela porque sus padres no soportaban tenerlo en casa, se inclinó hacia él para susurrar:

—Te he oído besar su gordo trasero todas las mañanas, «maese Raistlin».

El chico, llamado Gordon, hizo un vulgar sonido de besuqueo y los que estaban a su alrededor soltaron risitas contenidas.

El maestro los oyó y, sin quitarles la vista de encima, se puso de pie, de modo que los chicos guardaron silencio al instante. Se dirigió hacia ellos con la vara de sauce en la mano, pero se distrajo al ver a un alumno pequeño que se había quedado profundamente dormido, con la cabeza recostada en los brazos y los ojos cerrados.

Maese Theobald sonrió y la vara se descargó sobre los pequeños hombros. El niño se incorporó bruscamente al tiempo que lanzaba un grito de dolor y sobresalto.

—Así que durmiendo en mi clase, ¿eh? —reprendió el maestro con voz atronadora al pequeño malhechor, que se encogió al ver su expresión iracunda y se limpió las lágrimas disimuladamente.

Durante el incidente Raistlin oyó cierta agitación a su espalda, roces y cuchicheos, pero no se molestó en mirar hacia atrás. Las payasadas de los otros chicos le parecían absurdas y ridículas.

¿Por qué perderían tiempo, un tiempo tan valioso, con tonterías?

Repitió «ei» quedamente, para sus adentros, hasta estar seguro de que lo pronunciaba correctamente, e incluso escribió el sonido de la vocal en su pizarra con el propósito de practicar después. Absorto en su trabajo, hizo caso omiso de las ahogadas risitas que sonaban a su alrededor. Tras haber desmoralizado completamente a uno de estos pilluelos, el maestro volvió a su escritorio muy satisfecho, tomó asiento pesadamente y continuó con la lección.

—La siguiente vocal del lenguaje arcano es la «o». No se pronuncia «o» ni «oj» sino «ou». La pronunciación es de suma importancia, caballeros, y por lo tanto sugiero que prestéis atención.

Si un conjuro se pronuncia incorrectamente no funcionará. Recuerdo que siendo yo alumno del gran hechicero...

Raistlin tamborileó los dedos con irritación al comprender que el maestro se disponía a relatar una de sus anécdotas que siempre resultaban aburridas y que, invariablemente, servían para ensalzar su mediocre talento. El niño se dedicaba a escribir con cuidado la letra «o» con la pronunciación fonética «ou» al lado cuando, repentinamente, el taburete en el que estaba sentado salió disparado hacia atrás.

Cayó al suelo, y al ser tan inesperado, se dio un fuerte batacazo. Sintió un agudo dolor en la muñeca ya que, en un gesto instintivo, había extendido la mano para parar el golpe. El taburete se desplomó con estruendo y sus compañeros prorrumpieron en carcajadas que se acallaron de inmediato.

El maestro, con el semblante rojo como la grana en contraste con la blanca túnica, se incorporó bruscamente de su silla y se quedó plantado, tan furioso que todo él temblaba como si fuera un flan.

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