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Authors: Margaret Weis

Tags: #Fantástico, Juvenil e Infantil

Raistlin, el aprendiz de mago (10 page)

BOOK: Raistlin, el aprendiz de mago
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Antimodes se tragó lo que iba a decir, con el resultado de estar a punto de atragantarse. Tosió para aclararse la garganta y continuó caminando, aunque no vio nada más porque estaba absorto en sus pensamientos, de manera que hasta que se encontró frente a maese Theobald no me consciente de que seguía en la clase.

Se paró bruscamente y levantó la cabeza al tiempo que daba un respingo.

—Oh... eh... Buen trabajo el de vuestros alumnos, maestro. Excelente, sí. Si no os importa, me gustaría tener una conversación con vos en privado.

—Sinceramente, no puedo dejar la clase...

—Será un momento. Estoy seguro de a que estos jóvenes caballeros —Antimodes les sonrió a los chicos— no les importará continuar con su trabajo durante vuestra ausencia.

Era plenamente consciente de que los «jóvenes caballeros» aprovecharían la oportunidad para jugar a las canicas, hacer dibujos obscenos en sus pizarras de prácticas y salpicarse con tinta unos a otros.

—No os haré perder vuestro valioso tiempo más que lo imprescindible, maese Theobald —dijo el archimago con sumo respeto.

Ceñudo, el maestro salió de la clase a regañadientes y condujo a su huésped a sus aposentos.

Una vez allí, cerró la puerta y se volvió hacia Antimodes. —Bien, señor, os ruego que os deis prisa. Antimodes oía el clamor que había estallado ya en la clase.

—Me gustaría hablar con cada alumno individualmente, maese Theobald, si no es molestia.

Querría hacerles unas cuantas preguntas.

Al oír la petición del archimago, al maestro casi se le salieron las cejas de la frente. Después se unieron en el entrecejo, con desconfianza. Nunca, en todos los años que llevaba dedicándose a la enseñanza, un archimago se había molestado en visitar su clase y mucho menos pedir una entrevista en privado con los estudiantes. Maese Theobald sólo podía llegar a una conclusión, y así lo hizo.

—Si el Cónclave no está satisfecho con mi labor... —empezó con aire enojado.

—Pues claro que lo está. Y mucho —se apresuró a asegurarle Antimodes para tranquilizarlo—.

Es sólo un trabajo de investigación que estoy realizando. —Agitó la mano—. Un estudio acerca del razonamiento filosófico que induce a los jóvenes a emplear su tiempo en este tipo de conocimientos. La explicación hizo que el maestro resoplara con desdén. Por favor, mandádmelos de uno en uno —pidió Antimodes.

Maese Theobald volvió a resoplar, giró sobre sus talones, y regresó a la clase.

Antimodes se instaló en una silla y se preguntó qué demonios iba a decirles a estos galopines.

En realidad, sólo quería hablar con un alumno, pero no estaba dispuesto a hacer distinciones con Raistlin otra vez. Seguía estrujándose el cerebro cuando el primero, el chico mayor de la escuela, entro en la habitación y se quedó plantado delante del archimago, intimidado.

—Soy Gordon, señor. —El chico hizo una inclinación desmañada.

—Y bien, Gordon, muchacho —empezó Antimodes, tan azorado como el chiquillo pero procurando ocultarlo—, ¿cómo te propones incorporar el uso de la magia en tu vida cotidiana?

—Bueno, s... señor —balbució Gordon, obviamente desconcertado—. No lo sé muy bien. —

Antimodes frunció el ceño y el chico se puso a la defensiva.

»Sólo estoy aquí, señor, porque mi madre me obliga a venir. Yo no quiero tener nada que ver con la magia.

—Entonces, ¿a qué quieres dedicarte? —preguntó Antimodes, sorprendido.

—Quiero ser carnicero —respondió con prontitud Gordon.

Antimodes suspiró.

—Tal vez deberías sostener una charla con tu madre, explicarle lo que piensas.

El chico sacudió la cabeza y se encogió de hombros.

—Ya lo he intentado. Da igual, señor; estaré aquí hasta que sea lo bastante mayor para servir como aprendiz, y entonces cortaré por lo sano y me largaré.

—Gracias —dijo, cortante, Antimodes—. Todos lo agradeceremos. Por favor, dile al siguiente que pase.

Al final de las cinco primeras entrevistas, la antipatía de Antimodes por maese Theobald se había convertido en una profunda compasión. También se sentía alarmado y consternado. Había descubierto más en quince minutos charlando con estos cinco chiquillos que en los cinco meses que llevaba viajando por todo Ansalon.

Era plenamente consciente —Par-Salian y él lo habían hablado a menudo— de que el populacho sentía desconfianza y recelo hacia los magos. Como tenía que ser. A los hechiceros debía envolverlos un halo de misterio, y sus conjuros tenían que inspirar sobrecogimiento y la debida dosis de miedo.

Empero, entre estos chicos no había hallado ni sobrecogimiento ni miedo. Ni siquiera mucho respeto. Podría culparse de ello a maese Theobald y, de hecho, Antimodes lo hacía responsable de parte del problema. Ciertamente, el maestro no hacía nada para alentar la inspiración en sus estudiantes, para sacarlos del cotidiano estercolero de ignorancia en el que estaban sumidos.

Pero había algo más. A esta escuela no asistía ningún hijo de familia noble y, por lo que sabía Antimodes, eran muy pocos los niños nobles que había en cualquier escuela de magia de Ansalon. Sólo entre los elfos se consideraba adecuado el estudio del arte arcano para las clases altas, e incluso a éstos se los disuadía de su intención de dedicar sus vidas a tal menester. El rey Lorac de Silvanesti había sido uno de los últimos elfos de sangre real que había pasado la Prueba. La mayoría era como Gilthanas, el hijo menor del Orador de los Soles de Qualinesti, que podría haber sido un excelente mago si hubiera dedicado el tiempo necesario a estudiar el arte, pero que sin embargo se limitó a tocar el tema superficialmente, se negó a someterse a la Prueba, rehusó comprometerse.

En cuanto a los humanos, estos chiquillos eran hijos de comerciantes y artesanos de clase media en su gran mayoría, lo que no estaba mal; el propio Antimodes procedía de una familia así. Pero al menos él sabía lo que quería y había estado dispuesto a luchar por conseguirlo a pesar de que sus padres eran totalmente contrarios a la mera idea de que estudiara magia. A estos niños, en cambio, se les había enviado aquí porque sus padres no sabían qué otra cosa hacer con ellos, porque no los consideraban aptos para hacer cualquier otra cosa.

¿Realmente estaban tan mal considerados los magos?

Deprimido, Antimodes se arrellanó en el sillón excesivamente mullido, que había apartado de la chimenea todo lo posible, y se puso a darle vueltas al asunto. Su desánimo se había ido incrementando desde el viaje a Solamnia.

Los caballeros y sus familias se habían mostrado corteses, pero así trataban siempre a cualquier viajero humano acomodado y con buenos modales. Invitaron a Antimodes a quedarse en sus moradas, le sirvieron carnes asadas y buenos vinos, y lo entretuvieron con trovadores. Pero ni una sola vez hablaron de magia ni le pidieron que los ayudara con sus conjuros ni hicieron siquiera alusión a su condición de hechicero. Si Antimodes lo sacaba a colación, respondían con vagas sonrisas y cambiaban de tema. Actuaban como si el archimago sufriera algún tipo de deformidad o enfermedad. Eran demasiado corteses, demasiado educados para rechazarlo o insultarlo abiertamente, pero Antimodes era plenamente consciente de que apartaban la mirada de su persona cuando creían que no los veía. En realidad, les repugnaba.

Y ahora sentía asco de sí mismo, al verse por primera vez a través de los ojos de estos chiquillos. Había soportado mansamente el trato distante y frío de los solámnicos, incluso los había adulado con una total falta de dignidad para ganarse su voluntad. Había callado quién y lo que era. Ni una sola vez durante el viaje sacó su blanca túnica; guardó las bolsitas con los componentes de hechizos y escondió bajo la cama los estuches de pergaminos.

—A mi edad debería haberlo previsto —se reprochó amargamente—. Qué ridículo tan espantoso debo de haber hecho. Sin duda pusieron los ojos en blanco y soltaron hondos suspiros de alivio cuando me marché. Menos mal que Par-Salian no lo sabe, y doy gracias porque no le mencioné mi intención de viajar a Solamnia.

—Saludos de nuevo, archimago —dijo una voz infantil. Antimodes parpadeó, volviendo al momento presente, y vio que Raistlin había entrado en el cuarto. El archimago había esperado ansioso este encuentro, ya que el niño había despertado un profundo interés en él desde que se conocieron. Las conversaciones con los otros chiquillos sólo habían sido un ardid, ideado con el propósito de hablar en privado con este crío extraordinario. No obstante, sus recientes des-cubrimientos habían tenido un efecto tan devastador en Antimodes que ahora no encontraba placer en charlar con el único estudiante que mostraba aptitudes para la magia.

¿Qué futuro le aguardaba a este niño? ¿Una época en la que lapidarían a los magos? Al menos, pensó Antimodes amargamente, el populacho le había tenido miedo a Esmila, la hechicera Túnica Negra, y el miedo llevaba implícito cierto respeto. ¡Cuánto peor habría sido si se hubieran limitado a reírse de ella! Mas, ¿no se encaminaban hacia ese destino? ¿Acabaría la magia en las manos de carniceros desilusionados?

Raistlin tosió suavemente y rebulló, inquieto, cambiando el peso de uno a otro pie. Antimodes comprendió que se había quedado mirando al niño fijamente, en silencio, el tiempo suficiente para hacer que se sintiera incómodo.

—Discúlpame, Raistlin. —Le hizo una seña para que se acercara a él—. He viajado muy lejos y estoy cansado, aparte de que no ha sido del todo satisfactorio.

—Lamento oír eso, señor —dijo el chiquillo, que lo observaba con aquellos azules ojos demasiado viejos y sabios.

—Y yo lamento haber alabado tu trabajo en la clase. —Antimodes sonrió tristemente—. Debí darme cuenta.

— ¿Por qué, señor? —Raistlin estaba perplejo—. ¿Acaso no estaba bien, como dijisteis?

—Bueno, sí, pero tus condiscípulos... No tendría que haberte hecho sobresalir. Conozco a los chicos de tu edad, ¿comprendes? Yo mismo fui un tanto buscapleitos, siento decirlo. Me temo que te lo harán pasar mal.

—Son unos patanes ignorantes. —Raistlin se encogió de hombros.

— ¡Ejem! Sí, bueno, eh... —Antimodes frunció el ceño en un gesto de desaprobación. Pase que él, un adulto, lo pensara, pero no parecía apropiado que lo dijera un niño. Resultaba desleal.

—No llegan a mi nivel —continuó Raistlin—, de modo que quieren arrastrarme al suyo. En ocasiones me hacen daño. —Los azules ojos que sostenían la mirada del archimago eran tan claros y brillantes como un pedazo de hielo.

—Lo... lo siento —dijo el archimago, consciente de que era una frase manida e insuficiente, pero este niño lo desconcertaba hasta tal punto con su frialdad y sus agudas observaciones que no se le ocurría nada más inteligente.

— ¡No me compadezcáis! —estalló el chiquillo, y en el hielo hubo un destello ardiente—. No me importa —añadió con más calma y volvió a encogerse de hombros—. En realidad lo tomo como un halago. Me tienen miedo.

El populacho le había tenido miedo a Esmila, la hechicera Túnica Negra, y el miedo llevaba
implícito cierto respeto. ¡Cuánto peor habría sido si se hubieran limitado a reírse de ella!

Antimodes recordó sus propias reflexiones, y oírlas repetidas en la atiplada voz infantil le produjo un escalofrío en la espina dorsal. Un niño no tendría que ser tan avisado, no debería verse obligado a cargar con el peso de un discernimiento cínico tal a tan temprana edad.

Entonces Raistlin sonrió y fue una sonrisa ingenua.

—Es un martillazo. He pensado en lo que me dijisteis, señor. Lo de los golpes de martillo que forjan el alma y el agua que la templa. Sólo que no lloro. O, si lo hago —agregó, endureciendo la voz—, es cuando no me ven. Antimodes lo miraba desconcertado, sorprendido. Una parte de él deseaba estrechar contra sí a este chiquillo precoz en tanto que otra parte lo instaba para que lo cogiera y lo arrojara al fuego, que lo aplastara como se hace con el huevo de una víbora. Esta dicotomía emocional lo perturbó hasta el punto que tuvo que levantarse del sillón y dar una vuelta por el cuarto antes de sentirse capaz de reanudar la conversación.

Raistlin permaneció callado, esperando pacientemente a que el archimago acabara de entregarse a ese comportamiento inexplicable y extraño que tan a menudo exteriorizaban los adultos. La mirada del niño se apartó de Antimodes y vagó por el cuarto hasta detenerse en los estantes de libros, donde se quedó prendida intensa, vorazmente.

Aquello le recordó a Antimodes algo que tenía intención de decirle al niño y que, a causa de la inquietante conversación, había estado a punto de olvidar. Regresó al sillón, donde tomó asiento echado ligeramente hacia adelante.

—Quería comentarte, jovencito, que vi a tu hermana cuando estuve en... Durante mi viaje.

Los ojos de Raistlin se volvieron hacia el archimago con un brillo de interés.

— ¿A Kitiara? ¿La visteis, señor?

—Sí. Me quedé bastante sorprendido, para ser sincero. Uno no espera que... Bueno, que una chica de su edad... —Calló al no saber muy bien cómo continuar bajo la intensa mirada del pequeño. Raistlin comprendió el motivo de su vacilación.

—Se marchó de casa poco después de que empezara en la escuela, archimago. Creo que deseaba marcharse antes, pero estaba preocupada por Caramon y por mí. Sobre todo por mí. Supuso que ya podía valerme por mí mismo.

—Aún eres sólo un niño —argumentó severamente Antimodes, que había decidido que la precocidad ya había llegado demasiado lejos—. Un niño de seis años.

Pero sé cuidar de mí mismo —repuso Raistlin» y la sonrisa, la mueca burlona que el archimago ya había visto con anterioridad, asomó a sus labios. El rictus se hizo más amplio cuando la voz estentórea y arengadora del maestro resonó a través de la puerta.

»Kitiara volvió a casa al cabo de un par de meses tras su marcha —continuó Raistlin—, antes de que entrara el invierno. Le dio dinero a papá para pagar su estancia. Papá le dijo que no era necesario, pero ella insistió; no volverá a aceptar nada más de él. Llevaba una espada, una de verdad, y en la hoja había sangre seca. Le trajo otra a Caramon, pero papá se enfadó y se la quitó. Kitiara no se quedó mucho. ¿Dónde la visteis?

—No recuerdo el nombre del lugar —contestó, evasivo, Antimodes—. Esas ciudades pequeñas acaban pareciendo las mismas al cabo de un tiempo. Estaba en una taberna con algunos... compañeros.

Estuvo a punto de decir «malas compañías», pero no quería intranquilizar al niño, que parecía realmente encariñado con su hermanastra. La había visto entre soldados mercenarios de la peor calaña, de los que venden sus servicios e incluso sus almas si llegaba el caso de que alguien las quisiera.

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