Naturalmente, él no estaba allí con nosotros. Volvería unos días después de Atenas, le contaríamos la anécdota —se la contaría mamá, ciega ante su mueca de desprecio, ante su amor ausente—, él no prestaría atención, con un pie ya en otro festín, lejos, en las antípodas: sin nosotros. Pese a todo, me miraría con una chispa de decepción en lo más hondo de sus pupilas, a menos que fuera repulsión, o quizá crueldad —sin duda las tres cosas a la vez—, y me diría: «Así es cómo se sobrevive, este gato es una lección viviente», y sus palabras sonarían como el lúgubre tañido de una campana, palabras para herir, para hacer daño, para atormentar a la niñita asustada, tan débil, tan insignificante: sin importancia.
Era un hombre brutal. Brutal en sus gestos, en su manera dominadora de apoderarse de los objetos, en su risa satisfecha y en su mirada de rapaz; jamás lo vi relajarse; cualquier cosa era un pretexto para mostrarse tenso. Recién terminado el desayuno, los escasos días en que se dignaba regalarnos con su presencia, empezaba el martirio; en una atmósfera de drama psicológico, con sobresaltos vocales, se debatía la supervivencia del Imperio: ¿qué comeríamos ese día? La compra en el mercado se desarrollaba en un ambiente de histeria. Mi madre se plegaba a sus deseos, como de costumbre, como siempre. Y luego él se marchaba de nuevo, rumbo a otros restaurantes, otras mujeres, otras vacaciones en las que no estábamos nosotros, en las que no figurábamos, no me cabe la menor duda, ni como recuerdos siquiera; tan sólo quizá, en el momento de la partida, como moscas, moscas indeseables a las que se ahuyenta de un manotazo para quitarlas de en medio y no pensar en ellas: éramos sus coleópteros.
Ocurrió una tarde, cuando ya oscurecía. Caminaba por delante de nosotros, con las manos en los bolsillos, entre las tiendecitas turísticas de la única calle comercial de Tinos, con paso imperioso, sin dignarse mirarnos. Habría podido abrirse la tierra bajo nuestros pies, que no le habría importado; él avanzaba, y correspondía a nuestras piernitas de niños aterrorizados colmar el abismo que se abría entre nosotros. Todavía no sabíamos que eran las últimas vacaciones que habría de pasar con nosotros. El verano siguiente acogimos, aliviados y exultantes, la noticia de que no nos acompañaría. Tuvimos sin embargo que acostumbrarnos bien pronto a otra calamidad: la de mamá errando como un alma en pena en los escenarios de nuestro solaz, y ésta se nos antojó peor todavía, porque por su misma ausencia se las agenciaba para hacernos aún más daño. Pero aquel día estaba presente y bien presente, y subía la pendiente a velocidad descorazonadora —llevándome una mano al costado para aplacar el dolor, yo me había detenido ante un restaurante modesto iluminado con luces de neón y estaba aún tratando de recuperar convulsivamente el resuello cuando vi con terror que daba media vuelta y volvía a bajar, seguido de Jean que, lívido, me miraba fijamente con sus ojos lacrimosos; se me cortó la respiración.
Pasó delante de mí sin verme, entró en el establecimiento humilde y destartalado, saludó al dueño y, mientras nosotros, indecisos, permanecíamos en la entrada sin saber qué hacer, señaló algo detrás del mostrador, alzó una mano con los dedos bien separados para indicar «tres», nos hizo un rápido ademán para que entráramos y se sentó a una mesa, en el fondo de la sala.
Eran loukoumades, esos buñuelitos perfectamente redondos que se sumergen en aceite hirviendo el tiempo justo para que la epidermis quede crujiente, y el interior, tierno y algodonoso, y que acto seguido se embadurnan de miel y se sirven muy calientes, en un platito, con un tenedor y un gran vaso de agua. Ya estamos otra vez, siempre igual: pienso como él. Como él analizo con sumo detalle la sucesión de sensaciones, como él las envuelvo en adjetivos, las distiendo, las dilato lo que dura una frase, una melodía verbal, y de ese pasto sólo dejo que subsistan palabras de prestidigitador que hacen creer al lector que ha comido lo mismo que nosotros... Soy digna hija de mi padre...
Probó un buñuelo, hizo una mueca, apartó el plato y nos observó. Sin verlo yo sentía que, a mi derecha, Jean se esforzaba lo indecible por tragar; en cuanto a mí, aplazaba el momento de probar el siguiente bocado y, petrificada, me lo quedé mirando como una tonta, mientras nos observaba. —¿Te gusta? —me preguntó con su voz ronca y dura.
Pánico y desorientación. A mi lado, Jean jadeaba sin ruido. Hice un esfuerzo por contestar.
—Sí —acerté apenas a farfullar. —¿Por qué? —prosiguió él, con un tono más seco por momentos, pero me daba cuenta de que en el fondo de esos ojos que me observaban de verdad por primera vez en años brillaba una chispa nueva, inédita, como una motita de expectación, de esperanza, inconcebible, angustiante y paralizante porque hacía tiempo que me había acostumbrado a que ya no esperara nada de mí. —¿Porque está bueno? —me aventuré a responder, encogiéndome ante su mirada.
Había perdido. Cuántas veces, desde entonces, habré repasado en mi cabeza —con imágenes— ese episodio desgarrador, ese momento en que algo habría podido cambiar radicalmente, en que la aridez de mi infancia sin padre habría podido metamorfosearse en un amor nuevo, deslumbrante... Como a cámara lenta, sobre el lienzo doloroso de mis esperanzas defraudadas, desfilan los segundos; la pregunta, la respuesta, la espera seguida del aniquilamiento. La chispa en sus ojos se apaga tan rápido como ha prendido. Asqueado, me da la espalda y paga, y yo vuelvo a sumirme de inmediato en las mazmorras de su indiferencia.
Pero qué estoy haciendo aquí, en esta escalera, con el corazón en un puño, rumiando machaconamente estos horrores superados hace tiempo —o que, al menos, deberían estarlo, deberían haber capitulado, después de tantos años de sufrimiento necesario sobre el diván, asidua de mi propia palabra, conquistando cada día un poco más el derecho de no ser ya más odio, de no ser ya más terror sino tan sólo yo misma. Laura. Su hija... No. No pienso ir a verlo. He pasado el duelo del padre que nunca tuve.
Desembarcábamos en medio del jaleo, el ruido, el polvo y el cansancio general. España, que habíamos cruzado de parte a parte en dos días extenuantes, no era ya más que un fantasma que erraba en las fronteras de nuestra memoria.
Mugrientos, agotados por los kilómetros recorridos en carreteras azarosas, malhumorados por las breves paradas y la restauración escasa, abotargados de calor en el auto cargado hasta los topes que, lentamente, avanzaba al fin por el muelle, permanecíamos aún unos instantes en el universo del viaje pero presentíamos ya lo que habría de ser el deslumbramiento de la llegada.
Tánger. Tal vez la ciudad más poderosa del mundo. Poderosa por su puerto, por su estatus de ciudad bisagra, ciudad de embarque y desembarco, a medio camino entre Madrid y Casablanca, y poderosa por no ser, pese a todo, como Algeciras al otro lado del estrecho, una ciudad portuaria. Consistente, inmediatamente sí misma y concentrada en sí misma pese a sus muelles abiertos siempre hacia otros lugares, animada por una vida autosuficiente, enclave de los sentidos en todas las encrucijadas, Tánger nos atrapaba con fuerza desde el primer minuto. Nuestro periplo llegaba a su fin. Y aunque nuestro destino fuera Rabat, cuna de la familia de mi madre, en la que, desde el regreso a Francia, pasábamos todos los veranos, ya en Tánger sentíamos que habíamos llegado. Aparcábamos el auto ante el hotel Bristol, modesto pero limpio, en una calle empinada que llevaba a la medina.
Una ducha más tarde, y a pie, llegábamos al escenario de una suculencia anunciada.
Estaba a la entrada de la medina. Cual alegre cortejo, bajo los soportales de la plaza, una hilera de restaurantitos de pinchos morunos acogía a los viandantes.
Entrábamos en el «nuestro», subíamos al piso de arriba donde una única mesa, muy grande, acaparaba todo el espacio de una estrecha sala de paredes pintadas de azul que se asomaba a la rotonda de la plaza, y nos sentábamos, nerviosos, con el estómago excitado ante el menú que, inmutablemente fijado, nos aguardaba. Un ventilador, renqueante pero concienzudo, más que refrescarnos confería a la estancia el encanto de los espacios venteados; el camarero, siempre presuroso, dejaba sobre la superficie algo pegajosa de Formica unos vasos y una jarra de agua helada. Mi madre pedía los platos en un árabe perfecto. Apenas transcurrían cinco minutos, y ya los teníamos en la mesa.
Quizá no encuentre lo que ando buscando, pero al menos habré tenido ocasión de rememorar todo aquello: la carne asada, la ensalada mechouia, el té de menta y los cuernos de gacela. Yo me sentía Alí Babá; y todo lo demás era su cueva de los tesoros, ese ritmo perfecto, esa rutilante armonía entre unidades, exquisitas en sí mismas, pero cuya sucesión estricta y ritual frisaba lo sublime. Las albóndigas, cocinadas respetando su firmeza y que, sin embargo, no conservaban de su paso por el fuego ni rastro de sequedad, llenaban mi boca de carnívoro profesional con una oleada caliente, especiada, jugosa y compacta de placer masticatorio. Los pimientos dulces, untuosos y frescos, enternecían mis papilas subyugadas por el rigor viril de la carne, y las preparaban de nuevo para tan poderoso ataque. Había de todo y en abundancia. De vez en cuando bebíamos a sorbitos pequeños esa agua con gas que se encuentra también en España pero de la que Francia no posee verdadero equivalente: un agua insolente, mordaz, que nos devolvía vigor; picaba lo justo en la lengua, ni mucho ni poco. Cuando, al fin, ahítos y hasta un poco aturdidos, apartábamos el plato y buscábamos en el banco un respaldo inexistente sobre el que descansar, el camarero traía el té, lo servía según el ritual consagrado, y dejaba sobre la mesa, por la que antes había pasado una bayeta fugitiva, un plato de cuernos de gacela. Ya nadie tenía hambre, pero eso es precisamente lo bueno con los dulces: sólo se pueden apreciar en toda su sutileza cuando no se comen para saciar el hambre, y esa orgía de dulzura azucarada no colma una necesidad primaria sino que envuelve el paladar con la benevolencia del mundo.
Si hoy mi búsqueda ha de llevarme a alguna parte sin duda no será muy lejos de ese contraste: el extraordinario contraste, quintaesencia de la civilización, entre la aspereza de una carne sencilla y poderosa, y la ternura cómplice de una golosina superflua. Toda la historia de la humanidad, de la tribu de depredadores sensibles que somos, se resume en esos festines de Tánger e ilustra a su vez el extraordinario poder que tienen estos banquetes para provocar en nosotros el júbilo.
Nunca más habré de regresar a esa hermosa ciudad marítima, esa a cuyo puerto se arriba, refugio tan largo tiempo esperado en los abismos de la tempestad — nunca más ya. Pero ¿qué importa? Voy en busca de mi redención. En estos atajos, donde se experimenta la naturaleza de nuestra condición de hombres, lejos del prestigio de los lujosos banquetes de mi carrera, es donde he de buscar ahora el instrumento de mi liberación.
La primera vez fue en el restaurante de Marquet. Es algo digno de ver, al menos una vez en la vida hay que haber sido testigo de cómo esa gran fiera toma posesión de la sala, esa majestad leonina, que con una regia inclinación de cabeza saluda al maître, como cliente habitual, como invitado de prestigio, como dueño y señor que es. Se queda de pie, en el centro casi de la sala, charla con Marquet, que acaba de salir de sus cocinas, de su madriguera, le pone la mano en el hombro mientras se dirigen a su mesa. Hay mucha gente a su alrededor, hablan alto, se los ve a todos espléndidos de arrogancia y gracia mezcladas, pero salta a la vista que lo miran de reojo, a escondidas, que brillan en su sombra, que están suspendidos de su voz. Es el Maestro y, rodeado por los astros de su corte, dispone mientras los demás cacarean.
Tuvo el maître que murmurarle al oído:
—Está hoy aquí uno de sus jóvenes colegas.
Se volvió hacia mí, me escrutó un breve instante durante el cual me sentí radiografiado hasta en mis más íntimas mediocridades y me dio la espalda. Apenas un momento después me invitaron a sentarme a su mesa.
Era una clase magistral, uno de esos días en que, vistiendo el hábito de guía espiritual, invitaba a almorzar con él a la flor y nata de la joven crítica gastronómica europea y, cual pontífice reconvertido en predicador, desde lo alto de su cátedra, enseñaba el oficio a unos pocos adeptos deslumbrados. El Papa, con toda su pompa, rodeado de sus cardenales: ese concilio gastronómico en el que reinaba él más que nadie sobre una elite en adoración tenía algo de misa solemne. La regla era sencilla.
Se comía, se comentaba para complacerlo, él escuchaba, y se abatía la sentencia. Yo estaba paralizado. Como el joven ambicioso pero tímido que comparece por primera vez ante el Padrino, el muchacho de provincias en su primera velada en París, el admirador devoto que se encuentra con la Diva, el pequeño zapatero cuya mirada se cruza con la de la Princesa, el joven autor que franquea por primera vez el umbral del templo de la edición —como ellos, estaba petrificado. Él era Cristo, y en esa Santa Cena, yo era Judas, no porque tuviera ninguna voluntad de traicionar, sino por ser un impostor, extraviado en el Olimpo, invitado por error y cuya insignificancia mezquina estaba a punto de revelarse. Guardé, pues, silencio durante todo el almuerzo, y él no requirió nada de mí, reservando el azote o la caricia de sus decretos al rebaño de costumbre. Llegados a los postres, sin embargo, me exhortó sin palabras. Todos glosaban sin éxito una bola de sorbete de naranja.
Sin éxito: todos los criterios son subjetivos. Lo que, según el rasero del sentido común, parece mágico y magistral, se hace patéticamente añicos ante el embate de las olas del genio. Su conversación me aturdía; el arte del decir suplantaba al de la degustación. Prometían todos, por la maestría y la precisión de sus comentarios, por el virtuosismo y el dominio de sus parlamentos que traspasaban el sorbete de parte a parte con rayos de sintaxis y fulguraciones poéticas, llegar a ser algún día esos maestros del verbo culinario que el aura de su decano mantenía aún, provisionalmente, en la sombra. Mas la esfera anaranjada y desigual, de flancos casi grumosos, seguía sin embargo licuándose en el plato, y esa avalancha silenciosa arrastraba consigo parte de su reprobación. Nada de lo que oía lo complacía.
Irritado, al borde de un intenso mal humor, un desprecio casi, que volvía contra sí mismo por haberse dejado atrapar de esa guisa con tan triste compañía... sus ojos tenebrosos me atrapan, me invitan... Yo carraspeo, aterrorizado, ruborizado de confusión, porque ese sorbete me inspira muchas cosas pero desde luego nada que aquí pueda comentarse, en este concierto y este fraseo de altos vuelos, en el seno de este elenco de estrategas del buen comer, ante este genio vivo de pluma inmortal y ojos relampagueantes. Y, sin embargo, no queda más remedio, algo tengo que decir, y sin tardanza, porque toda su persona irradia impaciencia y hastío. Carraspeo, pues, de nuevo, me humedezco los labios y me lanzo.