Cuando me desperté el sol me daba en la cara. En un primer momento no supe dónde estaba, pero en seguida me vino a la cabeza. También me di cuenta de que era domingo y no tenía que ir a trabajar. Eso era una gran suerte, porque lo primero que oí fue el tañido de las campanas de la parroquia llamando a la gente a misa, y si hubiese sido un día laborable, eso habría significado que había dormido tres horas. Nick y yo habíamos dormido en casa de Spintwice y cuando levanté la cabeza, vi que estaba yo solo en la gran cama de invitados, con una sabana arrugada a mi lado que me indicaba dónde había dormido Nick. Recordé que antes de quedarnos completamente dormidos habíamos intercambiado unas pocas frases murmuradas, pero no podía decirse que hubiéramos tenido una conversación. Me había quedado roque casi al instante, el furioso remolino que giraba en mi cabeza con los hechos más recientes se había detenido misteriosamente, al menos por un rato, gracias al buen humor del enano. Por primera vez en una semana no soñé, o si lo hice, no lo recordaba. En ese momento, el sol proyectaba recuadros de luz sobre la pared. Me incorporé apoyándome en un codo, y miré a
Lash
, enrollado a los pies de la cama, con la cola bajo el mentón, en una posición parecida a la de la filigrana. Se movió algo nervioso, soltó un gemido de buenos días, y bostezó abriendo mucho la boca.
Oía voces en la habitación de al lado. Estiré los brazos lujuriosamente bajo las sábanas, clavé los ojos en el techo, donde una mosca inmensa se revolvía inquieta, atrapada en una telaraña, y zumbaba como un mecanismo de relojería. Perezosamente, mi cabeza se fue volviendo a llenar de preguntas y detalles.
—Nick —dije un rato más tarde, cuando Spintwice nos servía bacón y pan para el desayuno—, hoy saldré a explorar. ¿Vienes conmigo?
—¿A explorar adonde?
Me puse a masticar contemplativamente.
—No estoy muy seguro —repuse—. Quizá vuelva a Las Tres Amigas.
—Tienes que ir con mucho cuidado, si vas en pleno día —dijo Nick.
—No haré ninguna tontería —repliqué impaciente—. ¿Vendrás?
Spintwice miraba a uno y a otro durante la conversación.
—Esperaba que Nick se quedara a ayudarme esta mañana —dijo—. El otro día me llegaron unos libros y no he tenido tiempo de echarles una ojeada ni de clasificarlos. Pensé que te gustaría echarme una mano.
Para Nick eso era una propuesta irresistible, por supuesto, y yo lo entendí. Prometí que volvería por la tarde para explicarles qué había descubierto.
Lash
y yo nos quedamos solos al salir de la tienda y, a paso rápido, nos sumergimos en la vida de las calles. Corriendo como un relámpago a través de las callejuelas estrechas de Clerkenwell, nos dirigimos al centro de la ciudad.
Poco después pasamos ante una fila de altas mansiones de ladrillo, bien cuidadas, con verjas alrededor, los aposentos de los criados en el sótano y unos pocos peldaños que llevaban a la magnífica puerta principal, ante la que colgaba una cesta con flores. Ése era el tipo de casas donde vivían los médicos y los comerciantes prósperos. Un par de pordioseros miserables, viejos, con los sombreros rotos que se abrían en lo alto como si fueran cajas con las tapas abiertas, vagaban por la zona molestando a los criados. Esperando delante de una de las casas, había un carruaje negro, tirado por un paciente caballo, de porte aristocrático.
Me paré y me aferré a una verja con los barrotes acabados en punta. Había visto antes ese caballo y ese carruaje.
Para asegurarme, crucé la calle para echar un vistazo al caballo desde el otro lado, y así era: en el lomo derecho, tenía una larga cicatriz, inconfundible.
En ese mismo momento, un caballero vestido de negro y gris, con unos zapatos relucientes, salió ligero de la puerta de la casa más cercana y bajó los peldaños hasta el carruaje. No tenía tiempo de esconderme, sólo podía intentar pasar lo más inadvertido posible en el otro lado de la calle, simulando recoger hojas de un árbol muy cargado, con la esperanza de que nadie reparara en mí. Lo observé con mucho cuidado. Tenía un rostro arrogante, con la nariz en alto y las mejillas hundidas, como si siempre notara un olor desagradable bajo la nariz. Se oyó el murmullo de una conversación, cuando saludó a alguien que ya estaba dentro del carruaje, seguramente, el hombre a quien llamaban Su Señoría. Alguien dio una orden al cochero y, al mismo tiempo que levantaba las riendas, volvió la cabeza hacia la ventana de la cabina y repitió la dirección de forma clara e inteligible.
—A casa de Fellman, en la City Road, señor. ¡Arre!
El carruaje se puso en movimiento. No podía creer la suerte que había tenido. ¡Fellman era el nombre del fabricante de papel del que Cramplock me había hablado!
El único problema era no perderles la pista. El carruaje negro y brillante avanzaba rápida y ligeramente, con las ruedas rojas rodando casi silenciosamente mientras recorría las calles. Yo corría desde la acera, persiguiendo el carruaje a una distancia prudencial, por si acaso me veían desde la ventana trasera, pero rápidamente lo perdí de vista, y no tardé en darme cuenta de que no tenía ninguna oportunidad de atraparlo. La calle estaba despejada y el coche podría llegar a su destino en pocos minutos. Dejé de correr.
Mientras caminaba, el aire era cada vez más y más fresco, las casas a mi alrededor cada vez más nuevas, y al poco rato, entre los edificios, se empezaron incluso a vislumbrar en la distancia campos y colinas verdes. Cuando llegué a la City Road, me puse a mirar arriba y abajo buscando alguna señal del caballero elegantemente vestido, pero en ese barrio los hombres vestidos con elegancia no eran una excepción, y sabía que él no habría llamado la atención de nadie. Le pregunté a un hombre si sabía dónde se hallaba la casa de Fellman, y servicialmente me envió calle arriba en dirección al Ángel. No había ningún cartel, me dijo el hombre, pero todo el mundo conocía el molino de papel de Fellman.
A pesar de lo soleado de aquel domingo, parecía que en aquella zona los edificios no admitieran demasiada luz. Dos altas hileras de casas hechas de ladrillos oscuros formaban las dos paredes de una estrecha garganta intimidante y en la que casi no había rastro de actividad humana. Al meterme en esa calle,
Lash
se quedó atrás, rezagado, olisqueando la esquina, como si no le apeteciera cambiar la luz del sol por aquella penumbra estremecedora. Le dije que no fuera tonto, pero yo mismo noté como se me ponían los pelos de punta, cuando un poco más arriba, reconocí el inconfundible carruaje de Su Señoría, esperando, negro e imponente, en silencio.
Guié a
Lash
calle arriba, con mucha cautela, y antes de llegar a la altura del carruaje, capté un extraño olor. A nuestra derecha, había un gran arco de ladrillo, con una sucia placa rectangular en la que sólo se podían distinguir tres palabras: Pasaje, Escalones, Altos. Me aventuré a través del arco y me encontré en un patio pequeño, lleno de malas hierbas, en el que aquel olor desagradable todavía era más intenso. Ése era el molino de la fábrica de papel, aunque ese día no se vieran muchos indicios de actividad industrial. El taller, que ocupaba todo un lado del patio, tenía las ventanas tapiadas con tablones clavados, y dentro no había ninguna señal de movimiento ni luz.
Lash
trotó hasta una esquina de aquel patio de adoquines, donde se encontraba una cuba llena de algo pestilente y podrido que le llamó la atención. En la otra esquina había un par de grandes bidones de metal, y al levantar una de las tapas, vi que contenían un amasijo pegajoso de lino húmedo, tibio y pestilente, que me hizo apartar la nariz y dejar caer la tapa de golpe con un sonoro clang.
Sorprendentemente, cuando probé de abrir la puerta del taller, ésta cedió con un chirrido suave.
—¡
Lash
! —lo llamé secamente.
Volvió trotando y, dejando la puerta entreabierta, lo até por la correa a una valla de la parte trasera del patio y le ordené muy serio que estuviera en silencio hasta mi vuelta. Él se lamió el hocico y se sentó a esperar.
Al entrar dentro de puntillas, reconocí el familiar olor a papel húmedo. Me encontraba en lo que parecía ser un almacén, con pilas de cajas, estanterías llenas de papel, sacos viejos y un gran bidón de metal exactamente igual a los de fuera. Pasé la mano por el papel apilado. Era áspero y amarillento, y a juzgar por la espesa nube de polvo que se levantó al soplar, llevaba años allí. Por lo que parecía, últimamente Fellman tenía algunos problemas para vender papel. «Ahora todo se hace a máquina», no se cansaba de repetirme Cramplock siempre que abría una nueva resma de papel. Levanté una hoja y la miré a contraluz. No me sorprendió encontrar la filigrana con el perro dormido.
A mi derecha, a través de una puerta abierta, pude ver el taller, lleno de cubas, bancos y marcos de secado, y a mi izquierda había otra puerta más pequeña, detrás de cual, al escuchar más atentamente, pude oír las voces apagadas de unos hombres. No capté ni una palabra de lo que decían, pero parecía haber más de dos personas hablando. Al acercarme con sigilo hacia la puerta, me llamaron la atención unas palabras inconfundibles, impresas en un pedazo de papel sucio que estaba a mis pies.
¡lo MAS EXTRAORDINARIO
Nunca Visto
!
CAMILLA
la
BURRA ADIVINA
¡Eso lo había impreso yo el otro día! Lo recogí del suelo. Era sin ninguna duda uno de mis carteles. ¿Cómo habría llegado hasta ahí?
De hecho, sólo era la mitad de un cartel. Alguien lo había partido en dos, con un corte limpio, y lo había doblado. Cuando le di la vuelta, descubrí que había algo escrito en el reverso. Y también lo reconocí.
Cada vez están más cerca. He mentido pero saben
demasiado y vigilan la tienda.
Yo tan solo os aviso.
WCH
Me costó leer la apiñada caligrafía. No había ninguna duda. Eso lo había escrito el señor Cramplock.
Pero justo cuando acabé de leerlo, las voces y los ruidos que venían de detrás de la puerta me pusieron en alerta. ¡Alguien se acercaba! Me metí el pedazo de papel en el bolsillo y busqué algún sitio donde esconderme. El único escondrijo que parecía ser lo suficientemente grande para mí era el bidón de metal. Salté dentro y descubrí que en el fondo había un amasijo de hojas viejas y rotas que apestaba. Me hundí en esa pasta de hojas y cerré la tapa justo a tiempo.
Por una abertura entre el bidón y la tapa, pude ver a unos hombres que cruzaban la puerta. Eran tres: el caballero de la nariz en alto, cuyo carruaje había seguido; en segundo lugar, un hombre gordo al que nunca había visto, vestido con ropa vieja y horrible, y después, con un hormigueo de emoción que me atravesó el cuerpo, reconocí al hombre que Nick y yo habíamos visto en La Cabeza de la Muñeca, ¡el tipo al que le habíamos robado el periódico!
Parecía como si dos de ellos se prepararan para irse, pero se entretuvieron, charlando a menos de un metro del bidón donde yo estaba escondido. Intenté aguantar a respiración.
—La carta lo explica todo —decía el hombre arrogante, con una voz tan pomposa y arrastrada que casi no se podía entender.
Se oyó una tos gutural, casi una carcajada.
—No lo dudo —fue la respuesta—, pero usted sabe muy bien que no puedo leerla. Yo sólo fabrico el papel, y dejo que la gente ponga encima lo que le dé la gana, y saquen de eso el beneficio que quieran.
—No puedo evitar pensar en que pueda ser una trampa —dijo el tercer hombre—. Me han informado de que ese diablillo ha sido visto donde no debería estar.
Se me pusieron los pelos de punta.
—¿Se refiere al chaval del contramaestre? —preguntó el fabricante de papel con su voz áspera—. Está en todas partes, eso dicen. Pero nosotros seremos muchos. —Vi, horrorizado, como se acercaba a mí y se apoyaba en la tapa del cubo. Su voz resonaba a pocos centímetros de mi cabeza—. Los niños y los contramaestres —se burló— son fáciles de eliminar.
Tragué saliva.
—No se preocupe por el contramaestre —intervino mordaz el hombre del traje elegante—. No es a los de su calaña a los que tiene que temer más.
—De todas maneras —dijo el tercer hombre—, pasemos el mensaje, y nos vemos a las nueve en El Carnero Viejo.
¡El Carnero Viejo! Era una taberna que estaba a medio camino entre la imprenta de Cramplock y la prisión, y era aún más famosa que el resto de tabernas de la zona por la deshonestidad de los clientes que la frecuentaban.
Se volvió a oír la voz del hombre elegante.
—Les deseo suerte, caballeros. Su Señoría y yo esperamos ser informados cuanto antes de todos los acontecimientos. Buenos días. —Y se fue, seguramente para volver al carruaje que lo esperaba en silencio, con Su misteriosa Señoría sentado pacientemente dentro de la cabina.
—¿Irá usted ahora a ver a Flethick? —gruñó Fellman al otro hombre.
—Puede que sí —fue la respuesta—, está justo en mi ruta.
En ese momento se oyeron unos golpes rítmicos en uno de los lados del cubo, y se me clavaron en la cabeza como una campana. Cuando el hombre que estaba al lado del cubo volvió a hablar, sus palabras sonaron poco claras. Supuse que, tras vaciar su pipa, se la había llevado a la boca para encenderla.
—Asegúrese… de que… no le siguen —dijo entre dientes.
—¿Me toma por idiota, señor Fellman?
—Siempre tomo a las personas por idiotas hasta que no me demuestran lo contrario, señor Follyfeather. —Esa respuesta provocó un silencio tenso—. Ahora —continuó Fellman—, si me permite, tengo asuntos que resolver.
A través de la rendija de la tapa, pude ver como el otro hombre se iba. Fellman se quedó vigilándolo, mirando por la ventana durante dos o tres minutos, hasta que se aseguró de que se había ido. Luego volvió a entrar en la habitación de al lado.
¡Vaya! Así que el hombre que nos habíamos encontrado en La Cabeza de la Muñeca era el señor Follyfeather, el que trabajaba en la Aduana. Recordé el nombre al instante, estaba en el documento de aduanas que encontré en la guarida de Coben y Jiggs. Nick y yo no habíamos sido tan discretos como habíamos pensado. Me maldije al darme cuenta de que seguramente habían espiado cada uno de nuestros movimientos, aunque sí que habían caído en el error de considerarnos la misma persona. Esa gente no era de la misma calaña que Coben y Jiggs, ni de la del contramaestre. Fellman tenía un punto de grosero y vulgar, pero los otros dos eran personas ricas, educadas, importantes, aunque no por ello menos criminales que el resto, según parecía, y en cierta manera resultaban más amenazantes.