—A ver si este aparato tiene buen gusto literario… —dijo, sonriendo—, me gustaría encontrar
El Emblema del Traidor
, un
thriller
histórico de Juan Gómez-Jurad…
Sin que acabara la frase, vio cómo se dibujaba sobre el suelo una línea semitransparente que se dirigía hacia la plaza de Callao. A la derecha, aparecieron dos imágenes. En una se veía la fachada de una tienda con un texto debajo: «Fnac Madrid. Calle Preciados, 28. Abierto de lunes a domingo. Distancia: 700 metros.» En la imagen inferior se veía una foto de la fachada de otro establecimiento: «Casa del Libro. Gran Vía, 29. Abierto de lunes a domingo. Distancia: 1.000 metros.» Un mensaje parpadeaba muy despacio en la parte inferior de su campo de visión, a modo de subtítulo: «¿Desea ir a alguno de estos dos establecimientos?»
Sin pensar en lo que hacía, movió el mando y vio cómo la línea hacía de guía, indicándole el camino a los dos establecimientos. En el momento en el que iba a abrir la boca para admitir que el dispositivo funcionaba de forma espectacular, Lia le interrumpió de nuevo.
—Alex, ahora viene lo mejor de todo el proyecto. En vez de decir dónde quieres ir a buscar el libro, por favor, limítate a pensarlo.
Negando con la cabeza inconscientemente, con un claro gesto de incredulidad, Alex pensó que lo lógico sería ir al más cercano. Antes de que concluyera esa idea, las imágenes y el texto cambiaron. Se borró la información referente a la Casa del Libro y empezó a parpadear una silueta, delimitando el contorno del llamativo edificio anaranjado de la Fnac. En la parte inferior de la pantalla, el mensaje cambió: «Destino: tienda Fnac Madrid. Distancia: 698 metros. Tiempo de llegada, 5 minutos.»
Alex estaba realmente sorprendido. Aquello era mucho más de lo que él mismo habría podido soñar.
Este maldito dispositivo no interpreta órdenes mentales… ¡Me está leyendo el mismísimo pensamiento!
, concluyó, llevándose las manos a la cabeza.
Se quitó las gafas rápidamente y miró a Lia. Ella le sonreía.
Le llegó un aroma a café recién hecho que aspiró profundamente. La cantina en la que se encontraba era amplia, bien iluminada y con paredes y suelos brillantes de aluminio. Un lineal de autoservicio contenía diversos platos y bebidas, y numerosas mesas ocupaban el resto del local. En las paredes había amplios ventanales falsos, que mitigaban la claustrofóbica sensación que provocaba el resto del complejo. Frente a él estaban Boggs y Lia. Ella era la que hablaba:
—La estructura del dispositivo es en sí bastante sencilla: una diminuta placa base que alberga un potente procesador, una memoria flash de 256 gigas, 4 gigas de memoria RAM, una potente tarjeta gráfica y varios chips: GPS, 3G, WiFi, acelerómetros y brújula digital. Todos de última generación y algunos en fase experimental. El resultado es un dispositivo inalámbrico que cabe en un bolsillo y que se conecta a las gafas.
—Un momento —interrumpió Alex—, me parece un logro que hayáis condensado un ordenador de última generación en algo más pequeño que un móvil. Lo que no entiendo es cómo gestiona la inmensa información que maneja: los miles de datos necesarios para el reconocimiento del entorno y los programas de interpretación, como el mental. Eso por no hablar de los datos adicionales, como las búsquedas y las bases de datos.
Lia y Boggs se miraron. Este comenzó a decir:
—En realidad, es muy simple: una parte del dispositivo la componen las dos pantallas transparentes de las gafas, que superponen la información. Todo lo que se proyecta en ellas se desplaza conforme lo hacen los objetos de tu campo de visión. Esa parte fue la más fácil, gracias a los acelerómetros y la brújula digital. —Alex se echó hacia delante, entrecruzando las manos—. La otra parte es el ordenador que te ha comentado Lia y, por supuesto, el software. Dadas las limitaciones técnicas que tenía el hardware, nos centramos en depurar el código y los algoritmos de compresión.
Alex asintió con la cabeza, y dijo:
—Cuanta menos información tenga que gestionar, mejor aprovecháis el procesador…
—¡Exacto! —sonrió Stephen—. Las gafas llevan incorporadas unas microcámaras que envían imágenes del entorno hacia el dispositivo de bolsillo. Con las coordenadas GPS, los datos de la brújula y los acelerómetros, sabemos dónde está el usuario, pero también dónde mira y hacia dónde se dirige.
—Cuando usamos el simulador desactivamos el GPS y la brújula —dijo Lia, poniendo la mano sobre el brazo de Stephen—. Esa información la genera un ordenador, conectado al joystick que has utilizado.
—Con toda esa información —continuó Boggs— el dispositivo solicita lo que necesita de una base de datos, que a su vez se alimenta de los datos que captura de Internet… En cuanto la obtiene, superpone las etiquetas en los sitios adecuados, y las desplaza siguiendo los movimientos del usuario. Como ves, es un desarrollo tan simple como efectivo.
—Supongo que eso fue solo el principio… —murmuró Alex, mirando a Lia.
Ella sonrió, y a Alex se le iluminó el rostro.
—Cierto —contestó ella, mientras se le ruborizaban las mejillas—. Hasta aquí la parte que cualquier otro hubiera podido hacer, y que seguro que están desarrollando en algún otro lugar. Nosotros, además, desarrollamos el programa de reconocimiento de voz.
—Pero decidisteis dar un paso más… —le interrumpió Alex—. ¡Nada menos que leer la mente!
—Bueno, ya sabes que «leer la mente», literalmente, no es posible —dijo Boggs—. Lo que hicimos fue añadir un nuevo programa que interpretaba las ondas cerebrales cuando el usuario «pensaba» las órdenes, en vez de «pronunciarlas» en voz alta. Tardamos más de lo previsto, pero al final funcionó… De hecho, funcionó espectacularmente bien.
—Alto, Stephen, para un momento —le interrumpió Alex, alzando la mano—. Admito que el reconocimiento de voz y la interpretación de las ondas cerebrales son tecnologías relativamente asequibles. Pero me estás hablando de un procesador que maneja gran cantidad de información, que se comunica por WiFi, que proyecta imágenes en tiempo real en dos pantallas, y que gestiona varios programas, entre ellos uno que interpreta ondas cerebrales. ¿Me puedes decir cuál estáis utilizando? Es el único componente que no os he oído mencionar.
Lia agachó la cabeza.
—Uno increíble —contestó Boggs, mucho más serio—. Te explico: al principio, para que una sola unidad del dispositivo funcionara de forma fluida, nos teníamos que apoyar nada menos que en cuatro prototipos de servidores XServe: procesadores Quad Core Xeon, 12 gigas de RAM… auténticos monstruos del cálculo, como imaginas.
—¿Y cómo habéis pasado de un servidor de cincuenta kilos a una cajita de menos de trescientos gramos? —preguntó divertido Alex—. Y no vamos a hablar del precio…
—Esa es la información más clasificada del proyecto —respondió Boggs—. Al principio, ni con los XServe a pleno rendimiento el programa funcionaba fluidamente. Los textos y las imágenes iban mal sincronizados con el entorno, y los técnicos se mareaban con las pruebas. La solución apareció cuando la empresa que subvenciona la mayor parte del proyecto nos visitó para presenciar una de las pruebas. Estábamos convencidos de que nos iban a suspender los fondos, pero finalmente se mostraron bastante satisfechos.
El neurólogo frunció el entrecejo.
—Sé que es sorprendente —añadió Lia—. Enseñamos un maravilloso prototipo de aparato de realidad aumentada que necesitaba una carretilla para su transporte, un enchufe cercano y que provocaba vómitos y mareos si lo forzabas. Para nosotros, al menos en esa fase, era un completo fracaso —concluyó, bajando la mirada y agarrando con fuerza su taza.
Alex pensó que Lia siempre había sido muy dura consigo misma. También le llamaba la atención el atractivo de sus ojos cuando se ponían tristes.
—Para nuestra sorpresa —dijo Boggs—, los directivos nos anunciaron que estaban muy contentos con nuestros avances. Añadieron que era el proyecto ideal para probar una «pieza» que nos harían llegar y que podíamos usar bajo ciertas condiciones. Una de ellas era que no podíamos manipularla, y otra, por supuesto, que no podíamos ni comentar su existencia, bajo pena de sanciones que ya conoces.
Alex se dio cuenta de que a Stephen le estaba costando encontrar algunas palabras, y algo le dijo que no se debía a la barrera del lenguaje.
—Al cabo de unos días nos entregaron un prototipo de un nuevo procesador —siguió Lia, algo más animada—. Recuerdo la primera prueba que hicimos nada más acoplarlo al dispositivo de bolsillo… ¡Ninguno nos creíamos los resultados!
—Que no son otra cosa que lo que tú has experimentado hoy —añadió Boggs, con los ojos brillantes—. Ese chip se entiende a la perfección con nuestro código, lo procesa a una velocidad mil veces superior a los anteriores, y sin calentarse siquiera, ¡es asombroso! Es una tecnología que se anticipa veinte años, por decirlo así.
—Y nuestro proyecto con él es el invento del siglo —puntualizó ella, con una sonrisa que se le antojó agridulce a Alex—. Si ese chip se puede comercializar, en unos meses el aparato podría estar en el mercado. ¡Y todo el mundo querrá uno! ¿Quién va a querer caminar por las calles sin él, sabiendo todo lo que se pierde por no llevarlo encima?
—¿Cuál es el problema, entonces? —preguntó Alex, cada vez más intrigado.
Aparentemente habían logrado un desarrollo que se adelantaba en decenios al resto de la industria, pero Lia tenía una cierta tristeza en sus ojos, nadie mejor que él sabía captar eso. Algo no estaba saliendo del todo bien, pensó.
—Esa es la clave… —contestó Boggs—. Tenemos un gran producto de innovación tecnológica, pero también un problema: es el motivo por el que estás aquí. Como has comprobado, nuestras rutinas de lectura de ondas cerebrales funcionan muy bien, gracias a la potencia del chip, y además sabemos que es así precisamente porque estas rutinas están poco depuradas.
—Pues para estar «poco depuradas» —replicó Alex, con una sonrisa—, parecen leer la mente. Supongo que será una sensación ficticia, como consecuencia de la enorme velocidad del procesador, ¿no?
—No —le interrumpió Boggs—. El dispositivo no es que parezca anticiparse al pensamiento… —Alex se puso rígido, pensando que la otra posibilidad era, sencillamente, imposible—, lo que ocurre es que el programa envía órdenes antes de que nosotros generemos las ondas. Hablando claro, el dispositivo sabe lo que vamos a pensar,
antes
de que nosotros seamos conscientes de nuestro propio pensamiento.
El que piensa en la muerte está ya muerto a medias.
HEINRICH HEINE
Cuando volvieron al laboratorio, Alex aún no se había recuperado de la impresión. Alguien había recogido la pantalla desplegable, que ahora estaba enrollada a un lado. Un grupo de técnicos revisaba datos en los ordenadores del centro de la sala, mientras otros tecleaban a toda velocidad o discutían frente a sus monitores. Delante de uno de ellos se encontraba Chen. A él se dirigió Boggs:
—Lee, ¿puedes atendernos? —le preguntó.
El asiático levantó la vista de su tableta digital y miró sonriendo al grupo de tres personas. Alex se dio cuenta de que aquella sonrisa tenía un fondo triste, al igual que la de Lia. Pensó que en esa historia debía de haber algo más.
—Me preguntaba cuándo vendríais —dijo Chen.
—Parece que aún hay sorpresas aguardándome… —contestó el médico, en un tono ácido.
—Aún no le hemos explicado en qué punto estamos… ahora —dijo Boggs, adelantándose—. Me gustaría que lo hicierais vosotros dos, que sois los expertos en este campo.
Lia asintió con la cabeza, se volvió hacia Alex y comenzó a hablar en un tono neutro:
—Ya conoces que el dispositivo de realidad aumentada parece saber aparentemente lo que vamos a pensar, incluso antes que nosotros mismos. Lo que no sabes es cómo llegamos a esa conclusión. Por favor, Lee, explícale esa parte.
—¡Por supuesto! —dijo Chen, sonriente—. Casi todos los días hacíamos una prueba, similar a la que hoy ha experimentado usted. El protocolo siempre era el mismo: un técnico comenzaba a dar órdenes al dispositivo, primero verbales y luego mentales. Finalizábamos con un paseo libre. Al principio las pruebas solo las hacía un grupo reducido de personas, ya que las órdenes tenían que ser muy concretas. Pero cuando empezamos a usar el nuevo chip descubrimos que podíamos escribir código sin tener que optimizarlo demasiado, ¡el chip lo procesaba sin problema!
—Al conocer esto —interrumpió Lia—, la empresa nos obligó a recortar los plazos del proyecto. Al parecer alguien había iniciado un desarrollo parecido. Así que obedecimos.
—A costa de desarrollar código no optimizado… —dijo Alex—. Una idea propia de ejecutivos y burócratas.
—No tuvimos elección —admitió ella—. Lo aceleramos tanto que, en algún momento, cometimos un error.
—La culpa es mía —dijo Chen muy serio—. En algún lugar del código debe de haber un error de programación, y el programa hace, por decirlo de alguna forma, más cosas de las que debería.
—¿Qué significa «más cosas de las que debería»? —preguntó Alex, arqueando las cejas.
—Que obtuvimos unos hallazgos sorprendentes —dijo el asiático bajando la vista—. Uno de mis técnicos, tras una sesión de pruebas, me pidió tener una reunión a solas. Estaba preocupado. Me dijo que durante el tiempo que había estado caminando por una simulación de Nueva York había pasado por una docena de bares y al menos siete licorerías. Analizamos la ruta y descubrimos que no fue casual: el software le había guiado para que pasara por aquellos sitios.
—Supongo que el chico estaría deseando tomar un trago —dijo Alex—, y el simulador le ofreció una pequeña muestra de la enorme oferta de esa ciudad. Y sin embargo debió de sentirse como un alcohólico, ¿no crees?
—Eso pensé yo —admitió Chen—, pero la historia es algo más compleja: el chico efectivamente fue alcohólico antes de entrar a trabajar en este laboratorio —Alex notó un hormigueo—, pero, según afirma, lleva años sin probarlo. El problema es que, cuando hizo el experimento, no sentía el más mínimo deseo de beber.
Alex intentaba comprender lo que acababa de oír: de alguna forma, el software del dispositivo había hecho manifiesto un deseo oculto del técnico. Tan oculto, que ni el propio muchacho lo sabía, pero le había hecho recorrer una ruta en la que el número de oportunidades para satisfacerlo era inusitadamente alto. Era algo inconcebible, así que su siguiente pregunta fue directa: