La entrada no podía ser más sencilla: cuatro paredes que parecían de acero anodizado conformaban una pequeña entrada cuadrada y anodina. Lo más llamativo era una maceta artificial, y tres puertas deslizantes, similares a la de entrada. Una se ubicaba frente a él, las otras dos a los lados. Una tenue luz azulada e indirecta transmitía una sensación confortable y de pulcritud.
El diseñador de este complejo debe de haber visto las mismas películas de ciencia ficción que yo…
, pensó, sonriendo.
—¡Bienvenido a tu casa! —Boggs, ataviado con una bata gris, apareció por la puerta de la izquierda, que se había abierto sin hacer ruido—. Espero que el viaje haya sido agradable y Smith, una grata compañía. Será tu, digamos, chófer, durante el tiempo que estés con nosotros.
—Es callado, desde luego… —contestó Alex, meditando sobre la pausa que había hecho Boggs antes de pronunciar la palabra «chófer»—. En fin, ya estoy aquí y con muchas ganas de conocer este misterioso proyecto.
—Primero me gustaría que conocieras a algunos de los integrantes del equipo, aunque creo que ya conoces a una… —dijo Stephen, guiñando un ojo—. Acompáñame, por aquí.
Boggs le guio a través de la puerta central. Esta conducía a un pasillo estrecho y alargado, que albergaba aún más puertas metálicas. Se dirigieron a la que había ubicada al fondo, mientras Boggs decía:
—He de confesarte que estoy muy contento de que estés con nosotros. Este proyecto es uno de los más atractivos que he conocido y sus posibles aplicaciones parecen no tener límites. Sin embargo, ciertos problemas nos han hecho detener su desarrollo… de nuevo.
—«¿De nuevo?» —preguntó Alex, aunque no era la única duda que tenía en mente.
—Sí… —dijo Boggs—, te haré un pequeño resumen. Pero antes quiero que conozcas a tus compañeros.
Atravesaron la puerta y llegaron a una plataforma de acero pulido, allí se asomaron a una gran sala en forma de cúpula de unos treinta metros de altura. Alrededor de ella había despachos y laboratorios. Decenas de técnicos manejaban ordenadores y distintos equipos de alta tecnología. En el centro de la misma había varios terminales de ordenador dispuestos en semicírculo, que parecían ser el centro de coordinación. Sentadas frente a ellos había varias personas, tecleando a las órdenes de una mujer que no paraba de señalar y dar indicaciones. Blanca, de treinta y cinco años y con el pelo liso, se movía de un modo que le resultó al médico demasiado familiar.
No puede ser…
, pensó, agarrándose a la barandilla.
A pesar de estar a varias decenas de metros de ella, sus neuronas analizaron la información y enseguida rescataron de su memoria a quién pertenecían esos rasgos. En milésimas de segundo la información se hizo consciente en su corteza cerebral. Al hacerlo, la adrenalina se le disparó.
¡No puede ser casualidad!
, fue su primer pensamiento tras reconocerla.
Tenía unos ojos de un azul profundo como el mar y una sonrisa que helaba el corazón: era Alicia —más conocida como Lia— Santana. Ella era la única mujer de la que se había enamorado. En ese instante sintió un sudor frío resbalar por su frente e inútilmente intentó agarrarse a algo. Todo empezó a girar a su alrededor, y tuvo la sensación de que iba a caerse.
No almacenes en la memoria lo que puedas almacenar en el bolsillo.
ALBERT EINSTEIN
—¿Te encuentras mejor? —le preguntó Boggs, mientras descendían por un ascensor hasta el nivel del suelo.
—Lo siento, tengo vértigo… Al asomarnos al laboratorio me he visto a treinta metros del suelo, algo que no me esperaba.
Lo que realmente no esperaba era ver a Lia, pero se cuidó mucho de decirlo. Respiró hondo e intentó relajarse, pero sentía cómo su corazón se aceleraba con cada metro que descendía. Finalmente, el ascensor se detuvo y las puertas se abrieron. La sala, vista desde abajo, le pareció más grande.
—Me alegro de que estés mejor —dijo Boggs, mientras salía—, pues ha llegado el momento de que te explique de qué va todo esto. Antes haremos las primeras presentaciones.
—Genial… —dijo Alex, en tono irónico.
Caminaron unos pasos en dirección al centro de la sala. A medio camino se encontraron con un joven asiático que, nada más verles, se les acercó.
—Este es Lee Chen, nuestro experto en software —anunció Boggs.
—Encantado —dijo el programador, inclinando la cabeza.
Su mirada y sus gestos le inspiraron confianza.
—Chen —continuó diciendo Boggs— es uno de los mejores ingenieros informáticos del planeta y dirige un equipo de doce personas. Son los responsables del código del proyecto: desde el programa que arranca el sistema hasta las rutinas de inteligencia artificial más complejas… ¡Este chico es un genio!
—Es un placer y un honor para mí contar con usted, doctor Portago —dijo Chen, ruborizándose—. A pesar de las buenas palabras del doctor Boggs, ahora estamos parados por un problema con el código de interpretación neuronal. Ahí es donde necesitamos su ayuda.
—¿Interpretación neuronal? —preguntó Alex—. ¿No estaréis…?
—¡Tranquilo! —contestó Boggs—. Todo a su debido tiempo. Déjame que te presente a los otros chicos del equipo y enseguida te enseñaremos una pequeña demostración de nuestro trabajo. Creo que a Lia ya la conoces…
Alex por fin la vio, frente a él, y apenas prestó atención a las palabras de Boggs: era la directora y coordinadora de pruebas. Tenía a su cargo a siete personas, tres hombres y cuatro mujeres, ingenieros de diversas especialidades, desde la robótica hasta la psicología. Lia le regaló una amplia sonrisa y le preguntó qué tal se encontraba. A él se le ocurrieron cientos de respuestas, pero se limitó a escrutar sus azules y profundos ojos. En ellos percibió un mensaje que le resultó evidente: «nada de tonterías». Sabía que Lia tenía un humor muy cambiante y que llevarle la contraria entrañaba un enorme riesgo. Decidió contestar cortésmente, como si no la conociera, y seguir saludando al resto de sus compañeros.
Al frente del hardware estaba Mark Gekko, de treinta y pocos años, caucásico, de aspecto fuerte, con el pelo alborotado, unas gafas gruesas y cara de niño despistado. Coordinaba un equipo de treinta operarios responsables de los cables, routers y placas base, entre otros. Cualquier ensamblaje era posible en sus manos.
El equipo de seguridad estaba dirigido por Jones, que compartía bastantes rasgos con Smith. A pesar de no llegar a la envergadura de este, el físico de Jones no invitaba a bromas. Alex empezó a pensar que en ese proyecto parecía haber implicada alguna otra organización, y más relacionada con «hombres de negro» de Langley que con profesores de Harvard.
Lo que más le llamó la atención fue la unidad de asistencia sanitaria, que contaba con dos especialistas en medicina intensiva, tres turnos de enfermería para cubrir las veinticuatro horas del día y una moderna sala que no tenía nada que envidiar a las mejores unidades de cuidados intensivos. Le pareció exagerado.
—Estamos preparados para cualquier percance —le explicó Stephen—. Podemos estabilizar a una persona grave y disponer un traslado de forma eficaz y discreta.
Veinte minutos después ya conocía a casi todo el personal del laboratorio. El núcleo del experimento lo componían más de cincuenta personas, otras cinco se encargaban de la seguridad, más el personal de mantenimiento, limpieza, suministros y cocina. Alex conocía algunos pueblos cercanos con menos habitantes.
—Bien, ya conoces a casi todo el mundo —exclamó Boggs—. Ha llegado el momento de que te hagamos la demostración.
Una pareja de técnicos desplegaron una gran pantalla semicircular que abarcó todo el campo de visión de Alex, y le invitaron a sentarse sobre una silla hidráulica. En el reposabrazos derecho había un joystick, similar a los que había utilizado para jugar al ordenador durante su adolescencia. Sonriendo, pensó que hacía mucho tiempo que no manejaba uno.
—Como ya sabes —explicó Boggs— nuestro trabajo se basa en un proyecto de realidad aumentada. Los diseños disponibles actualmente en el mercado captan una imagen de nuestro entorno y la analizan. Buscan en sus bases de datos o se ayudan de un chip GPS y, con suerte y tras un rato de espera, por fin nos dicen qué es lo que tenemos delante de nosotros. Si somos pacientes, hasta pueden superponer sobre ella información adicional de utilidad, como por ejemplo dónde está el McDonald’s más cercano. Como comprenderás, nosotros vamos un poco más allá.
Un operario le colocó unas gafas con una gruesa montura de plástico y cristales anchos sin graduación. Quizás eran un poco grandes y pesadas, pero podían pasar por unas gafas corrientes. Supuso que sería uno de esos modelos para ver imágenes en tres dimensiones.
—Hace dos años —siguió hablando Boggs— empezamos a trabajar en un dispositivo que reconociera el entorno a gran velocidad y perfección, pero que también ofreciera una información fidedigna y adaptada a las necesidades de cada usuario. Hemos conseguido desarrollar un aparato, alejado de complicados interfaces de usuario, que responde a una sola gran exigencia: la sencillez. Este proyecto es el que te va a mostrar nuestra directora de pruebas. Creo que te gustará la presentación.
Alex sonrió, pensando en que seguramente cualquier cosa que viniera de Lia le gustaría. Estaba completamente seguro de que se trataba de una presentación filmada en 3D, así que cuando vio proyectadas en la pantalla imágenes en dos dimensiones, se decepcionó ligeramente.
—Estás viendo una simulación de las calles de Roma —la voz de Lia le generó un agradable cosquilleo en el vientre, algo que no podía evitar—. Es como si estuvieras ahora mismo allí. Si mueves hacia delante el joystick, verás que la imagen se desplaza, como si caminaras. Hacia los lados, giras. Pruébalo.
Obedeció, y el programa respondió con una fluidez espectacular, incluso simulando los pasos que hubiera dado al andar. Sonriendo, probó a empujar con fuerza la palanca hacia delante, y le agradó comprobar que el programa simulaba que corría. Realmente parecía que estaba en Roma.
—Estupendo, Alex —dijo Lia—, ahora mueve la palanca con suavidad, vamos a activar nuestro dispositivo.
¿Es que todavía no está en marcha?
, pensó, cuando oyó un suave zumbido que salía de las gafas. Entonces abrió los ojos de par en par. Seguía en Roma, pero todo había cambiado. Ahora no solo veía las calles, las casas y las tiendas. Sobre el cristal de sus gafas se iluminaban ahora miles de píxeles, proporcionando información. Todo tenía ahora un nombre asociado mediante una etiqueta que flotaba alrededor de cada imagen. Veía los nombres de las calles y de los comercios, junto a una detallada descripción de su actividad. Probó a mover la cabeza, enfocando diferentes zonas de la enorme pantalla, y todo se desplazó con suavidad. La información parecía formar parte del entorno. Se dio cuenta de que uno de los factores que contribuía a eso era que veía de forma muy nítida los textos en los que centraba su atención, y más difuminados aquellos que quedaban en la periferia de su campo visual.
Fue consciente de que había tardado tan solo unos segundos en adaptarse a aquel sistema perceptivo, y enseguida se decidió a actuar por su cuenta. Empujó el joystick hacia delante, y el sistema respondió acelerando la animación. Los portales y los nombres de las calles parpadeaban, tenues, para llamar su atención, y cuando pasaba a su lado, rápidamente. Sonriendo, avanzó por la Via Ostilia. Era facilísimo captar la información, a pesar de que se desplazaba corriendo. Unos instantes después de pasar por el número seis, giró a su derecha. A pesar de la velocidad, vio nítidamente el nombre Capo d’Africa. El sistema le resaltó el Teatro Ivelise con un leve parpadeo, que vio de pasada. Cuando volvió a fijarse en el centro de la enorme pantalla, se paró en seco, soltando la palanca.
Al frente se alzaba, majestuoso y milenario, el Coliseo. Su contorno parpadeó dos veces, y varias perspectivas del monumento aparecieron a un lado. Junto a ellas, un nítido texto comenzó a moverse, lentamente, de abajo arriba: «Piazza del Colosseo, 9, 00184 Roma, Lazio. El Coliseo (
Colosseum
en latín), originalmente llamado Anfiteatro Flavio (
Amphitheatrum Flavium
), es un gran edificio situado en el centro de la ciudad de Roma, capital de Italia. En la antigüedad poseía un aforo de 50.000 espectadores, con ochenta filas de gradas. Los que estaban cerca de la arena eran el emperador y los senadores, y a medida que se ascendía se situaban los estratos inferiores de la…»
Haciendo un esfuerzo por abrir la boca, Alex habló:
—Impresionante…
—Aún no has visto lo mejor —comentó Boggs por los altavoces del laboratorio—. La que estás manejando es la primera versión operativa del software del dispositivo. Vamos a explicarte cómo se controla una versión posterior, la 1.20, antes de ejecutarla.
¿Pero es que hay más?
, se preguntó Alex. Antes de que pudiera decir palabra alguna, los textos desaparecieron y dejó de oírse el zumbido de las gafas. La pantalla semicircular quedó en blanco. Tras unos largos segundos, se vio situado al lado de la conocida fuente de la Plaza de España de Madrid, mirando hacia la Gran Vía.
—Alex —oyó decir a Lia—, empieza a andar. Por tu bien, no corras…
Él obedeció y volvió a sentir el zumbido. Como por arte de magia aparecieron de nuevo infinidad de rótulos superpuestos sobre los portales, bares, hoteles y cines. Hasta sobre los quioscos había información. No pudo evitar sonreír de nuevo, intentando mirar todo lo que le rodeaba para ver hasta qué grado de detalle llegaba el etiquetado. Avanzó unos metros y se detuvo a mirar un periódico. El dispositivo lo catalogó inmediatamente: «Diario
El Mundo
, descargando noticias…», y los titulares de prensa empezaron a desfilar a un lado de su visión. Admiró los potentes algoritmos de procesamiento de información que debía de tener integrado ese dispositivo.
—Por favor —le dijo su compañera—, me gustaría que dijeras en voz alta algo que te gustaría localizar.
Alex apenas se podía creer lo que acababa de oír.
—¿Le hablo al dispositivo?, ¿es eso lo que quieres decir?
—Bueno, más o menos —respondió ella.
Captó el tono irónico en su respuesta y se preguntó si le estaría tomando el pelo. Enseguida se dio cuenta de que el reconocimiento de voz era ya una tecnología muy desarrollada, así que decidió poner a prueba la capacidad de interpretación del software: