El neurólogo acababa de exponer su plan, demostrando por qué se le había contratado.
—Confiamos plenamente en usted —le dijo Chen, sonriendo—. ¡Vamos a encontrar ese código erróneo!
Mark Gekko asintió sin añadir nada. Alex no le había visto especialmente ilusionado, aunque realmente el software no era su campo.
—De acuerdo, lo haremos —ratificó Boggs—. Lee, genérale al doctor Portago una clave de acceso al sistema. Mark, puedes proporcionarle un ordenador portátil con…
—Si no es inconveniente —se apresuró a decir Alex—, he traído mi Macbook Pro. Me gustaría trabajar con él.
Todos le miraron, conscientes del pequeño desafío. La mitad de los ordenadores del laboratorio eran modelos Boggs-UNO
,
y todos los del complejo usaban el BOS, el sistema operativo que Boggs había creado hacía ya más de una década, enfocado al mundo empresarial. Este y Chen se miraron durante un segundo con cara de complicidad.
—No hay ningún problema… —dijo Chen, para sorpresa de Alex—. Ya lo habíamos previsto: el acceso al sistema se realiza a través de una intranet que ofrece las herramientas de trabajo mediante acceso remoto. Esto significa que es indiferente desde qué ordenador se acceda: todo lo que se haga se guardará en los servidores del laboratorio. No se permitirá la copia de archivos, de textos ni de nada en absoluto al disco duro de su Macbook ni a ningún otro sitio. Los comandos «copiar» y «pegar» solo se aplicarán dentro de la intranet, no a programas ni al entorno de su Mac. De esta forma podrá llevar el portátil a casa con la tranquilidad de que no contiene archivos ni otros datos del laboratorio… ni siquiera por error —dijo, sonriendo.
—Tranquilo, Lee —dijo Alex, aceptando la simbólica derrota—. No pienso sacar ni un solo dato de aquí. ¡Cuando todo esto acabe querré ir a las Bahamas, no a la cárcel!
Más relajados, todos sonrieron.
—Es un detalle digno de agradecer —dijo Boggs, mirando al médico—. Quiero que tengas acceso al sistema hoy mismo. Así podrás encontrar cualquier cosa que necesites: código, experimentos, resultados, el diario del laboratorio…
—Entendido —asintió Alex—. Empezaré repasando el desarrollo y elaboraré una hoja de ruta para crear el software de captura. Esta parte irá destinada sobre todo a Lee. Luego, elaboraremos otro plan que analice las respuestas del dispositivo a las órdenes mentales. Esta parte la desarrollaré con Lia —hizo una pequeña pausa antes de mirar de nuevo a Boggs—. Te remitiré informes diarios de todo el proceso.
Este le miró, sonriendo.
—Perfecto, aunque en realidad no va a ser necesario que me envíes esos informes. Eres nuestra última posibilidad para sacar esto adelante, así que tu trabajo va a ser monitorizado minuto a minuto. Creo que no hace falta que te recuerde lo que nos estamos jugando… —el americano hizo una pausa, durante la que cogió aire, antes de concluir— la vida de las personas que formamos parte de este proyecto.
Unas horas después de la reunión, Alex estaba sentado en uno de los despachos que rodeaban el laboratorio. Había empezado a leer los informes de la base de datos. En ese momento tenía abierto el historial de las versiones del código, un sencillo archivo en el que se detallaba su número, la fecha en que había comenzado a utilizarse y un texto con las novedades.
No le resultó difícil encontrar la versión que generó los primeros problemas. La que estaban usando cuando el técnico alcohólico había empezado a buscar bares por Nueva York era la 1.36. Desde entonces solo habían utilizado letras para denominar los avances. En ese momento estaban detenidos en la 1.36F, la utilizada en el experimento del técnico que se había suicidado.
Leyó los textos de las primeras versiones. Eran fáciles de seguir, pues contenían módulos bastante básicos. A los dos meses de desarrollo las novedades eran más largas y técnicas. A partir de los cuatro meses, como había señalado Chen, tenían una versión operativa bastante inmadura, que en un arrebato de originalidad habían bautizado como 1.0. Personalmente, a él le gustaba más asignar nombres a los programas y a sus versiones. Sonrió, al recordar tres nombres míticos en el mundo de la informática:
Denise
,
Paula
y
Fat Agnus
. Así fue como denominaron sus creadores a tres de los procesadores de un viejo ordenador, el Amiga 500, de finales de los ochenta. Estos nombres trascendieron a los usuarios, y cualquiera que hubiera programado para él los recordaba con cariño. Alex rememoró las muchas horas invertidas en sus prematuros desarrollos en ese ordenador.
Sonrió. Se había ido por las ramas, algo que sabía que solía ayudarle a pensar, pues era la base del pensamiento profundo, ese que funciona cuando se deja a la mente divagar libremente y que permite solucionar problemas aparentemente complejos, pero de forma casi inconsciente. Y algo no encajaba en esos recuerdos: recordó la cadena de pensamientos que acababa de tener para ver qué era, pero no logró averiguarlo. Fastidiado, decidió retomar su lectura.
Unos minutos después, volvía a estar ensimismado: los hombres de Chen habían desarrollado veinticuatro versiones en catorce meses. Buen ritmo, aunque no se podía comparar con el de las siguientes ocho semanas, en las que desarrollaron nada menos que doce versiones. La llegada del chip había acelerado las pruebas, pero algo debía de haberse hecho mal en ese último intervalo de tiempo, y esto era lo que había permitido que el código realizara interpretaciones no programadas del pensamiento inconsciente de los usuarios.
Un pinchazo en la zona lumbar, provocado por permanecer mucho tiempo sentado en la misma postura, le hizo consultar su reloj. Vio que llevaba cuatro horas pegado a la pantalla de su portátil y decidió que ya tenía suficiente. Elaboró un pequeño informe y abrió su correo para enviárselo a Stephen. Nada más abrir el programa recibió uno del americano, en el que le informaba que se había tenido que ausentar. Se encogió de hombros, redactó el correo, pulsó el icono de enviar, y por último llamó a Smith desde su nuevo móvil.
—Smith, creo que voy a volver a…
—Sí señor —le interrumpió la grave voz del gigante—. Estaré en la puerta en cinco minutos.
¿Es que este chico vive aquí?
, pensó, y enseguida supuso que sí, pues era imposible que un individuo como aquel pasara desapercibido en una ciudad como Almería.
Cinco minutos después Alex se alejaba de la base mientras se acomodaba en el asiento trasero del Audi. Aunque hubiera mirado por la ventanilla, no hubiera podido ver las dos figuras que le observaban desde lo alto de una loma. Nunca supo lo afortunado que fue en ese momento, ya que, si lo hubiera hecho, se le habría paralizado el corazón.
La ambición es el último refugio de todo fracaso.
MIGUEL DE UNAMUNO
Alex corrió. Jadeaba, y el pecho empezó a dolerle. Pensó que si seguía así iba a tener un serio disgusto. Redujo ligeramente el paso, pero sin considerar la opción de detenerse. Miró a su alrededor, solo había hierba. Al fondo pareció distinguir una playa. Un pinchazo en el pecho le hizo detenerse finalmente, y se agachó para recobrar fuerzas.
Sintió una arcada y recordó que no podía desfallecer. El planeta estaba librando la peor batalla de toda su historia. Quién iba a suponer que la Tercera Guerra Mundial no la iba a originar el hombre. Y cómo iba alguien a imaginar que el mayor hito de la humanidad —la unión de todas las naciones frente a un enemigo común— iba a durar tan poco. Sabía que él debía estar luchando, pero era algo absurdo. Nunca había servido para manejar un arma, y menos frente a unos seres ante los que no tenía nada que hacer. Tenía que esconderse, sobrevivir, y luego buscar al resto de los supervivientes. Pero eso sería más tarde, ahora solo le preocupaba descansar.
Una brisa de aire fresco le hizo llegar un extraño olor que le devolvió a la realidad. Debía esconderse, y pronto. Si no descansaba, moriría de un infarto. Ya no era un adolescente y llevaba horas corriendo. Oyó sus propias respiraciones, agitadas. El pecho le dolía, pero a pesar de ello siguió caminando. Ascendió por una suave pendiente y al coronarla, vio las ruinas de un viejo castillo. Sintiendo los músculos de su cuerpo como si fueran de plomo, alcanzó el muro exterior, se apoyó en él y sintió el tacto de las hierbas que crecían entre los resquicios de las piedras. Parecía una pequeña fortificación, pero apenas quedaban en pie unos cuantos restos y alguna que otra escalera de piedra, ennegrecida por el paso del tiempo. Ascendió por una de ellas, adosada a la pared donde se había apoyado, y se agachó junto a lo que no sabía si era una ventana o un agujero producido por el deterioro. Por fin su corazón se relajaba.
La tranquilidad duró solo unos minutos, ya que con su visión periférica percibió un movimiento a través de la abertura del muro. De forma instintiva pegó su espalda a la piedra de la pared. Muy lentamente, se asomó por el hueco, y lo que vio le hizo estremecerse. Dos hombres corrían a lo lejos, justo por donde él mismo había caminado minutos antes. Quizás ese fuera el origen del extraño olor que había percibido unos minutos antes: el de la suciedad, el sudor, el miedo y la desesperación humana.
En ese momento vio el motivo de la desesperada huida. Sin prisa aparente, aparecieron varios extraterrestres. A pesar de la distancia, distinguió su nauseabundo aspecto: eran humanoides, con la piel grisácea y bastante más altos que los humanos. Lo que más le impresionaba eran sus cabezas: alargadas, oleosas, y con todo el aspecto de albergar un enorme y diabólico cerebro dentro. Por supuesto, mucho más evolucionado que el suyo.
Uno de los seres alzó su brazo derecho en dirección a los humanos. Por desgracia él ya sabía lo que significaba ese gesto. Los individuos cayeron al suelo, fulminados, como si se hubieran transformado en muñecos de trapo de forma instantánea. Inmediatamente los dos humanos habían dejado de existir, sin más. Dos vidas segadas en un instante.
Lo mismo que va a ocurrir con todo
, pensó, amargado y apretando los puños.
Sin poder dejar de mirar, contempló cómo los invasores seguían su camino y pasaban al lado de los dos cuerpos sin inmutarse. Después desaparecieron de su campo de visión, pero no se atrevió a asomarse más por la abertura. Quién sabía lo que esos seres podían percibir y a qué distancia.
¡Crack!
Contuvo la respiración. No pudo distinguir de dónde procedía el ruido. Quizás había sido el crujido de una rama o una piedra cayéndose, pero estaba seguro de que lo había oído. Decidió que lo mejor era quedarse quieto.
¡Cra… ack!
Esta vez sí lo supo: el ruido procedía del piso inferior. Las manos le temblaron, y su frecuencia cardíaca sobrepasó los cien latidos por minuto. Una vena empezó a abombársele en el cuello, y una oleada de pánico estaba empezando a nacer en su estómago. Si se dejaba llevar, estaba perdido. Por suerte, la parte más racional de su cerebro acudió en su ayuda: si esos seres estaban ahí y hacían ruido era porque eran tan sólidos como él, razonó. Y cualquier materia podía ser destruida. Esta idea le ayudó a sentirse mejor, estaba recuperando el control.
Intentando no mover ni un solo músculo, siguió discurriendo. Si esos seres estaban en la Tierra era porque podían respirar su atmósfera, y lo confirmaba el que no llevaran escafandras ni nada parecido. Por lo tanto, si respiraban oxígeno, por muchos escudos, blindajes o trajes especiales que portasen, ¡podían morir asfixiados! Se animó bastante. Algo más optimista, empezó a pensar en monóxido y dióxido de carbono, ácido cianhídrico y otras sustancias similares que podrían ser mucho más útiles que las armas de fuego. ¡Por fin dio con un punto débil, esos bastardos podían morir! Y aún estaba por ver si soportarían otro tipo de agresiones, como con el fuego o con la electricidad.
Desgraciadamente, la alegría fue efímera. Un nuevo ruido, a su espalda, le hizo volverse sobresaltado. Por primera vez vio a uno de esos seres de cerca. Asomaba por la desvencijada escalera por la que él había ascendido.
¿Cómo iban a saber los hombres que la construyeron, piedra sobre piedra, que un día la iba a utilizar un ser de otro planeta?
, pensó. Por fin vio su rostro: una piel gris, arrugada, el cráneo brillante… los rasgos eran poco definidos. Apenas pudo ver sus ojos, tan negros como el petróleo, húmedos y brillantes. Le parecieron transmitir una gran inteligencia, pero también una infinita crueldad. La boca y la nariz eran dos hendiduras apenas perceptibles. Y algo en el conjunto le trajo a la memoria imágenes de documentales que versaban sobre las SS nazis.
No pudo pensar en nada más. El extraterrestre alzó su mano derecha, hacia él. Alex intentó levantarse, echar a correr. Pero en ese momento una luz azulada le cegó. Supo que era lo último que iba a ver y encogió los brazos en un absurdo reflejo protector. Notó cómo todos los músculos de su cuerpo se relajaban, y supo que su corazón había dejado de latir. Probablemente su cuerpo ya estaba muerto, y su conciencia residía en unas cuantas neuronas que agonizaban. Supuso que enseguida perdería hasta esa mínima conciencia. Y así fue.
Lunes, 9 de marzo de 2009
05:15 horas
Alex gritó, y al hacerlo se dio cuenta de que estaba vivo. Estaba sudando, y notó la cama empapada. Asustado, permaneció unos instantes con la mano sobre el pecho, comprobando cómo descendía su ritmo cardíaco.
¡Joder, estas pesadillas cada vez son más reales!
, se dijo, rememorando los últimos retazos del sueño.
Miró el reloj de su mesita de noche y, al ver la hora, torció el gesto. Desechó la posibilidad de volver a dormirse. Volvió a tumbarse, boca arriba y con las palmas de las manos bajo la nuca, y pensó en los progresos que habían hecho en los últimos días. Habían desarrollado una primera versión del software de captura, a la que habían denominado
Predator
en homenaje al extraterrestre de las películas, y sonrió al pensar que a lo mejor por eso había tenido esa pesadilla.
El nombre le venía como un guante a su software: los depredadores que aparecían en los largometrajes procedían de otro planeta y se caracterizaban por su camuflaje y por la capacidad para localizar a sus víctimas gracias al uso de diferentes espectros de visión. Una vez localizadas, las marcaba con su láser de triple mira. Eran seres de inteligencia superior, y tenían un curioso código de honor que les impedía atacar a seres indefensos. Al igual que ellos, su programa permanecería camuflado, discriminando el código correcto del incorrecto. Para ello analizaría las pautas de respuesta del dispositivo y las pautas anómalas apuntarían al código erróneo, que quedarían así marcadas.