Rescate en el tiempo (7 page)

Read Rescate en el tiempo Online

Authors: Michael Crichton

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: Rescate en el tiempo
13.43Mb size Format: txt, pdf, ePub

Kramer movió la cabeza en un impaciente gesto de asentimiento.

—¿Y dónde está el proyecto? —preguntó.

—Enseguida llegamos.

El bosque dio paso a una amplia extensión de campos y granjas dispersas. En ese momento se dirigían hacia un pueblo enclavado en lo alto de un monte. Kramer vio un conjunto de casas de piedra, carreteras estrechas, y la torre de un castillo elevándose hacia el cielo.

—Eso es Beynac —dijo Marek, de espaldas a ella—. Y ahora empezamos a recibir nuestra señal Doppler.

Kramer oyó en sus auriculares un pitido electrónico intermitente de frecuencia cada vez mayor.

—Atento —advirtió el piloto.

Marek conectó su equipo. Se encendió media docena de luces verdes.

—Muy bien —dijo el piloto—, iniciamos la primera transección. Tres, dos, uno.

El ondulado y boscoso relieve descendió en un abrupto declive, y Diane Kramer vio abrirse bajo ellos la cuenca del Dordogne.

El río Dordogne fluía en meandros como una serpiente marrón por el cauce que sus aguas habían excavado cientos de años atrás. Pese a la temprana hora, varios kayaks surcaban ya su superficie.

—En la Edad Media, el Dordogne constituía una frontera militar —informó Marek—. Este lado del río era francés y el lado opuesto inglés. Se desataban hostilidades con mucha frecuencia. Beynac, ahora justo debajo de nosotros, era una plaza fuerte francesa.

Kramer bajó la mirada y contempló un pintoresco pueblo de construcciones de piedra y tejados oscuros. A esas horas los turistas no invadían aún sus callejas angostas y tortuosas. Se hallaba a la orilla misma del Dordogne, encajonado entre el río y un precipicio en lo alto del cual se alzaban las murallas de un viejo castillo.

—Y allí está Castelnaud, la correspondiente plaza fuerte inglesa —prosiguió Marek, señalando al otro lado del río.

Coronando un monte lejano, Kramer vio un segundo castillo, éste construido enteramente de piedra amarilla. Era pequeño, pero una completa restauración le había devuelto su antigua belleza, y sus tres torres circulares se encumbraban en el aire con gran elegancia, unidas por altas murallas. En torno a su base se arracimaba también un atractivo pueblo turístico.

—Pero esto no es nuestro proyecto… —comentó Kramer.

—No —contestó Marek—. Estoy mostrándole la disposición general de esta región. A lo largo del Dordogne encontramos una y otra vez castillos rivales emparejados. Nuestro proyecto incluye también dos castillos enemigos, pero está unos cuantos kilómetros río abajo. Ahora volamos hacia allí.

El helicóptero se escoró, poniendo rumbo al oeste sobre el sinuoso paisaje. Dejaron atrás la anterior zona turística, y Kramer advirtió complacida que la mayor parte del terreno que sobrevolaban se componía de bosques. Pasaron a corta distancia de un pequeño pueblo llamado Envaux, cerca del río, y luego volvieron a ganar altura para adentrarse de nuevo entre las montañas. Al rebasar una cima, apareció ante ellos un claro. En el centro se encontraban las ruinas de unas cuantas casas de piedra, sus paredes dispuestas en ángulos irregulares. Sin duda aquello había sido un pueblo en otro tiempo, situado al amparo de un castillo. Pero la muralla no era más que una hilera de escombros, y del castillo apenas nada quedaba en pie. Kramer vio sólo las bases de dos torres redondas y porciones derruidas de la muralla que las conectaba. Dispersas entre las ruinas, había algunas tiendas de campaña blancas. Varias docenas de personas trabajaban en los alrededores.

—Hasta hace tres años todo esto pertenecía a un cabrero —dijo Marek—. Los franceses tenían prácticamente olvidadas estas ruinas, que estaban cubiertas por el bosque. Hemos talado los árboles e iniciado la reconstrucción. Lo que ve fue antiguamente la famosa fortaleza de Castelgard.

—¿Esto es Castelgard? —Kramer exhaló un suspiro. Era muy poco lo que quedaba de la plaza fuerte: unas cuantas paredes que indicaban la existencia del pueblo, y del castillo casi nada—. Creía que habría algo más.

—Y con el tiempo lo habrá —aseguró Marek—. En su día, Castelgard era un pueblo grande, con un castillo impresionante. Pero la restauración requiere varios años.

Kramer se preguntaba cómo explicaría eso a Doniger. El proyecto Dordogne no estaba tan avanzado como Doniger imaginaba. Hallándose aún tan fragmentado el yacimiento, sería en extremo difícil iniciar una reconstrucción global. Y sin duda el profesor Johnston rechazaría cualquier sugerencia en esa línea.

—Hemos instalado nuestro centro de operaciones en aquella granja —decía Marek, señalando hacia una casa de labranza rodeada de varias edificaciones anexas, no muy lejos de las ruinas, junto a una de las edificaciones había una tienda de campaña verde—. ¿Quiere que volemos en círculo sobre Castelgard para echar otro vistazo?

—No —contestó Kramer, procurando que la decepción no se reflejara en su voz—. Sigamos adelante.

—Bien, entonces iremos al molino.

El helicóptero viró hacia el norte para dirigirse al río. El terreno descendía hasta una franja llana en las márgenes del Dordogne. Empezaron a cruzar el río, amplio y marrón oscuro, y llegaron a una isla densamente poblada de árboles cercana al lado opuesto. Entre la isla y la orilla norte corría un ramal del río más impetuoso y estrecho, de unos cuatro metros y medio de anchura. Y allí Kramer vio los restos de otra estructura, en estado tan ruinoso, de hecho, que no era fácil adivinar qué había sido en otro tiempo.

—¿Y eso? —preguntó, mirando hacia abajo—. ¿Qué es eso?

—Eso es el molino de agua. Antiguamente un puente atravesaba el río, y bajo él estaban las ruedas del molino. Usaban la energía hidráulica para moler el grano y accionar los enormes fuelles empleados en la fabricación de acero.

—Aquí no hay nada reconstruido —observó Kramer, y suspiró.

—No —admitió Marek—. Pero lo hemos estudiado bien. Chris Hughes, uno de nuestros estudiantes de postgrado, ha llevado a cabo una investigación exhaustiva. Precisamente ahí está Chris ahora, acompañado del profesor.

Kramer vio a un joven de complexión recia y cabello oscuro y, junto a él, a una figura alta e imponente en la que reconoció de inmediato al profesor Johnston. Ninguno de los dos alzó la vista cuando el helicóptero pasó sobre ellos; estaban absortos en su trabajo.

A continuación el helicóptero se apartó del río y sobrevoló un llano situado al este, aproximándose a una serie de paredes bajas dispuestas de forma rectangular, visibles como líneas oscuras bajo los oblicuos rayos del sol matutino. Kramer supuso que las paredes no se levantaban del suelo más que unos pocos centímetros, pero perfilaban claramente lo que semejaba el trazado de un pequeño pueblo.

—¿Y eso? ¿Otro pueblo?

—Casi —respondió Marek—. Es el monasterio de Sainte-Mère, uno de los más ricos y poderosos de Francia en su época. Quedó asolado por un incendio en el siglo
XIV
.

—Ahí abajo se ven muchas excavaciones —comentó Kramer.

—Sí, es nuestro yacimiento más importante.

Al pasar por encima, Kramer vio las bocas cuadradas de los grandes pozos que habían abierto para acceder a las catacumbas situadas bajo el monasterio. Sabía que el equipo dedicaba mucha atención a ese emplazamiento, porque esperaba encontrar bajo tierra nuevos escondrijos de documentos monásticos; ya habían descubierto unos cuantos.

El helicóptero cambió de rumbo y, cobrando altura, se acercó a los despeñaderos del lado francés y a un pequeño pueblo.

—Ahora llegamos a nuestro cuarto y último yacimiento: la fortaleza enclavada sobre el pueblo de Bezenac —anunció Marek—. En la Edad Media se la conocía como La Roque. Aunque se encuentra en la orilla francesa del río, la construyeron en realidad los ingleses con la intención de establecer una cabeza de puente permanente en territorio francés. Como ve, su extensión es considerable.

Y en efecto lo era: un vasto complejo militar en lo alto de un monte, provisto de dos murallas concéntricas que delimitaban una superficie de más de veinte hectáreas. Kramer lanzó un suspiro de alivio. La fortaleza de La Roque se hallaba en mejor estado que los restantes yacimientos del proyecto y conservaba más paredes en pie. Era fácil imaginar lo que había sido en el pasado.

Pero también había allí congregado un hervidero de turistas.

—¿Dejan entrar a los turistas? —preguntó Kramer, consternada.

—En realidad no es decisión nuestra —contestó Marek—. Como sabe, éste es un yacimiento nuevo, y el gobierno francés quiso que se abriera al público. Pero naturalmente volveremos a prohibir el paso cuando se inicien las obras de reconstrucción.

—¿Y eso cuándo será?

—Ah…, dentro de dos años, cinco a lo sumo.

Kramer guardó silencio. El helicóptero trazó un círculo en el aire y se elevó.

—Bueno, ya hemos terminado —dijo Marek—. Desde esta altura se ve todo el proyecto: la fortaleza de La Roque, el monasterio del llano, el molino y, al otro lado del río, la fortaleza de Castelgard. ¿Quiere visitar algo de nuevo?

—No —respondió Diane Kramer—. Podemos regresar. Ya he visto suficiente.

Capítulo 7

Edward Johnston, profesor honorario de historia en Yale, echó un vistazo al cielo con los ojos entornados cuando el helicóptero pasó sobre ellos por segunda vez. Iba hacia el sur, rumbo a Domme, donde había un helipuerto. Johnston consultó su reloj y dijo:

—Sigamos, Chris.

—Bien —contestó Chris. Se volvió hacia el ordenador colocado en un trípode, acopló el GPS y puso el equipo en marcha—. La instalación me llevará un momento.

Christopher Stewart Hughes era uno de los estudiantes de postgrado de Johnston. El profesor —como todos lo llamaban— tenía a cinco estudiantes de postgrado trabajando en el proyecto, más dos docenas de universitarios a quienes había cautivado durante su curso de introducción a la civilización occidental.

Era fácil dejarse cautivar por Edward Johnston, pensó Chris. Aunque pasaba ya de los sesenta años, Johnston era un hombre de espaldas anchas y se mantenía en buena forma; sus ágiles movimientos producían una impresión de vigor y energía. Bronceado, de ojos oscuros y propenso al sarcasmo, a menudo recordaba más a Mefistófeles que a un profesor de historia.

Sin embargo vestía como un típico profesor universitario: incluso allí, en los yacimientos, llevaba diariamente camisa y corbata. Su única concesión al trabajo de campo eran los vaqueros y las botas de montañismo.

El hecho de que Johnston fuese tan querido entre sus alumnos se debía al modo en que se implicaba en sus vidas: los invitaba a comer en su casa una vez por semana; cuidaba de ellos; si alguno tenía un problema con sus estudios o su familia o se veía en apuros económicos, Johnston siempre estaba dispuesto a prestarle ayuda, con tal naturalidad que parecía lo más normal del mundo.

Con sumo cuidado, Chris extrajo la pantalla transparente de cristal líquido del estuche metálico que había dejado a sus pies. A continuación la encajó verticalmente en el soporte situado sobre el ordenador y reinició el sistema para que reconociera la presencia del nuevo dispositivo.

—Faltan sólo unos segundos —dijo—. El GPS está haciendo una calibración.

Johnston asintió pacientemente y sonrió.

Chris era estudiante de postgrado en la especialidad de historia de la ciencia —una disciplina en extremo controvertida—, pero él eludía hábilmente las polémicas concentrándose no en la ciencia moderna, sino en la ciencia y la tecnología medievales. Por tanto iba camino de convertirse en un experto en técnicas metalúrgicas, confección de armaduras, rotación trienal de cultivos, química de curtido de pieles y una docena más de materias del período. Como tema de su tesis doctoral, había elegido la tecnología de los molinos medievales, un área fascinante y poco estudiada.

Y naturalmente su interés específico era el molino de Sainte-Mère.

Johnston aguardó con calma.

Cuando Chris cursaba tercero de carrera, sus padres murieron en un accidente de tráfico. Chris, hijo único, quedó desolado y se planteó abandonar los estudios. Johnston acogió en su casa a su joven alumno durante tres meses y actuó como padre sustitutivo en los años siguientes, aconsejándolo sobre las cuestiones más diversas, desde la administración de la herencia familiar hasta los problemas con sus novias. Y había tenido muchos problemas con las novias.

Tras la muerte de sus padres Chris mantuvo relación con muchas mujeres. La creciente complejidad de su vida —miradas asesinas de una amante despechada durante un seminario; desesperadas llamadas nocturnas a su habitación debido a la falta en 1 menstruación de una novia mientras él estaba en la cama con otra mujer; citas clandestinas en un hotel con una profesora adjunta de filosofía que por entonces tramitaba un difícil divorcio— inevitablemente influyó de manera negativa en sus resultados académicos Y entonces Johnston tomó cartas en el asunto, pasando varias tardes con él para hablar de la situación.

Pero Chris se mostró remiso a escucharlo, y poco después apareció como tercera parte implicada en el juicio de divorcio. Sólo la intervención personal del profesor Johnston evitó que lo expulsaran de Yale. La reacción de Chris a ese súbito peligro fue abstraerse en sus estudios. Sus notas mejoraron enseguida, y terminó el quinto de su promoción. Pero a la vez desarrolló una actitud en exceso prudente. Ahora, a los veinticuatro años, tendía a una minuciosidad obsesiva, y era propenso a los trastornos gástricos. Sólo seguía siendo temerario en cuestiones de faldas.

—Por fin —dijo Chris—. Ya aparece.

El monitor de cristal líquido mostró un perfil de color verde brillante. A través de la pantalla transparente veían las ruinas del molino, con el perfil verde superpuesto. Ése era el método más avanzado para modelar estructuras arqueológicas. Antiguamente dependían de las maquetas arquitectónicas convencionales, hechas de espuma de poliuretano blanca y cortadas y montadas a mano. Pero era una técnica lenta, y resultaba difícil efectuar modificaciones.

En la actualidad todas las maquetas se realizaban por ordenador, y el montaje era rápido y las revisiones sencillas. Además, el nuevo método les permitía contrastar las maquetas in situ. Se introducían en el ordenador las coordenadas topográficas de las ruinas; usando como referencia la posición del trípode establecida por el GPS, la pantalla ofrecía una perspectiva exacta.

Vieron rellenarse el perfil verde, configurando formas sólidas. Mostraba un compacto puente cubierto, construido de piedra, y debajo tres ruedas hidráulicas.

Other books

Silence by Preston, Natasha
Surprise Package by Henke, Shirl
The Essential Writings of Ralph Waldo Emerson by Ralph Waldo Emerson, Brooks Atkinson, Mary Oliver
Reckless in Moonlight by Cara Bristol
Hell Hath No Curry by Tamar Myers
MECH EBOOK by Larson, B. V.