—¿Y qué quieres decir con eso? —preguntó Chee—. ¿Que la máquina se equivoca?
—No se me ocurre otra explicación —contestó Beverly—. ¿No es cierto que el hardware puede producir errores de registro? ¿Y no falla a veces el software de reproducción a escala?
—He comprobado la máquina, Bev. Está en perfectas condiciones.
Beverly se encogió de hombros.
—Lo siento, pero no me lo creo. Tiene que haber algún problema en el equipo. Mira, si tan seguro estás de esos resultados, baja a patología y examina directamente el cuerpo de ese hombre.
—Ésa era mi intención —repuso Chee—. Pero ya han pasado a retirar el cadáver.
—¿Ya? —dijo Wauneka—. ¿Cuándo?
—A las cinco de la madrugada. Alguien de su empresa.
—Pero la empresa está cerca de Sandia —adujo Wauneka—. Quizá el cadáver esté aún en camino…
—No. —Chee negó con la cabeza—. Lo han incinerado esta mañana.
—¿Dónde?
—Aquí en Gallup, en el tanatorio.
—¿Lo han incinerado aquí? —dijo Wauneka, sorprendido.
—Como lo oyes —respondió Chee—. Ya te digo que en este asunto hay algo raro.
Beverly Tsosie se cruzó de brazos y observó a los dos hombres.
—Yo no veo nada raro —declaró—. Su empresa ha considerado que era la mejor solución, porque así podían arreglarlo todo por teléfono, a distancia. Debieron de llamar al tanatorio para encargarles que vinieran a recoger el cadáver y lo incineraran. Es una práctica corriente, sobre todo cuando el difunto no tiene parientes vivos. Así que dejaos de estupideces, y tú, Calvin, avisa al servicio de asistencia para que reparen esa máquina. Tienes un problema con el equipo de resonancia magnética… y eso es todo.
Jimmy Wauneka deseaba zanjar el caso Traub cuanto antes. Pero al bajar de nuevo a la sala de urgencias vio la ropa y los efectos personales del anciano en una bolsa de plástico. No tenía más remedio que volver a telefonear a la ITC. En esta ocasión habló con una tal señorita Kramer, otra vicepresidenta. El doctor Gordon estaba reunido y no podía ponerse.
—Llamo con relación al doctor Traub —dijo.
—Ah, sí. —Un triste suspiro—. Pobre doctor Traub, era tan buen hombre…
—El cadáver ha sido incinerado esta mañana, pero aún están aquí sus efectos personales. No sé qué quieren que hagamos con ellos.
—El doctor Traub no tenía familiares vivos —contestó la señorita Kramer—. Dudo que a alguien de la empresa le interese quedarse con su ropa o ninguna otra cosa. ¿A qué efectos personales se refiere?
—Bueno, encontramos una especie de plano en un bolsillo. Parece una iglesia, o quizá un monasterio.
—Ajá.
—¿Tiene idea de por qué llevaba encima el doctor Traub el plano de un monasterio? —preguntó Wauneka.
—No, no sabría decirle. Para serle sincera, el doctor Traub se comportaba últimamente de una manera un poco extraña. Estaba muy deprimido desde la muerte de su esposa. ¿Seguro que es un monasterio?
—No, tanto como seguro no. En realidad, no sé qué es. ¿Quieren conservar el dibujo?
—Si no le importa enviárnoslo… —dijo la señorita Kramer.
—¿Y el objeto de cerámica?
—¿El objeto de cerámica?
—El doctor Traub tenía un trozo de cerámica, cuadrado, de unos dos centímetros de lado, con las siglas ITC grabadas —explicó Wauneka.
—Ah, comprendo. Eso no es problema.
—Me pregunto qué puede ser.
—¿Qué puede ser? Una placa de identificación —respondió la señorita Kramer.
—No se parece a ninguna placa de identificación de las que yo conozco.
—Es un modelo nuevo. Las usamos para abrir puertas de seguridad.
—¿También quiere que se la devuelva?
—Si no le representa mucha molestia… Mire, le daré nuestro número de FedEx, y bastará con que lo meta todo en un sobre y lo deje en la oficina o el buzón más cercano.
Jimmy Wauneka colgó el auricular y pensó: Farsante.
Telefoneó al padre Grogan, el sacerdote católico de su parroquia, y le describió el plano, mencionándole también la abreviatura escrita al pie de la hoja: «mon.ste.mere».
—Eso ha de ser el monasterio de Sainte-Mère —dijo el padre Grogan de inmediato.
—¿Es un monasterio, pues?
—Sí, sin duda.
—¿Dónde está? —preguntó Wauneka.
—No lo sé. No es un nombre español.
«Mère»
significa «Madre» en francés. «Santa Madre» se refiere a la Virgen María. Quizá esté en Luisiana.
—¿Cómo podría localizarlo?
—Por algún sitio guardo una guía de monasterios —contestó el padre Grogan—. Dame un par de horas, y lo consultaré.
—Lo siento, Jimmy, pero yo no veo aquí ningún misterio.
Carlos Chávez era el subjefe de policía de Gallup, cercano ya a la edad de jubilación, y Jimmy Wauneka contaba con su asesoría desde que estaba al frente del departamento. En ese momento Chávez, retrepado en su silla con los pies sobre el escritorio, escuchaba a Wauneka con manifiesta expresión de escepticismo.
—Lo extraño —dijo Wauneka— es que recogieron a ese hombre cerca de la cañada de Corazón, trastornado y delirando, pero no presentaba quemaduras del sol, ni deshidratación, ni síntoma alguno de haber estado a la intemperie en medio del desierto.
—Eso es porque lo dejaron allí abandonado. Su familia lo obligó a bajar del coche.
—No. No tenía parientes vivos.
—Bueno, entonces llegó allí conduciendo él mismo —sugirió Chávez.
—Nadie vio ningún coche en los alrededores.
—¿Quién es nadie?
—La pareja que lo recogió —contestó Wauneka.
Chávez lanzó un suspiro.
—¿Fuiste personalmente a la cañada de Corazón a ver si había algún coche?
—No —admitió Wauneka tras una breve vacilación.
—Por tanto, diste por buena la palabra de esa gente.
—Sí, supongo.
—¿Supones? —dijo Chávez—. Lo cual significa que aún podría haber por allí un coche abandonado.
—Sí, es posible.
—Bien, ¿y después qué has hecho?
—Esta mañana he telefoneado a su empresa, la ITC —respondió Wauneka.
—¿Y qué te han dicho?
—Que Traub estaba deprimido por la muerte de su mujer.
—Tiene lógica.
—No estoy muy seguro —dijo Wauneka—. Averigüé que Traub vivía en un bloque de apartamentos y me puse en contacto con el administrador de la finca. La esposa murió hace un año.
—Así pues, esto ha ocurrido en una fecha cercana al aniversario de su muerte, ¿no? Es cuando suele ocurrir, Jimmy.
—Creo que debería ir a Black Rock y hablar con alguien de ITC Research.
—¿Para qué? —preguntó Chávez—. Eso está a cuatrocientos kilómetros del lugar donde se encontró a ese hombre.
—Lo sé, pero…
—Pero ¿qué? ¿Cuántas veces se queda aislado algún turista en las reservas? ¿Tres o cuatro al año? Y en la mayoría de los casos aparecen muertos, o mueren poco después, ¿no?
—Sí —admitió Wauneka.
—Y siempre por una de dos razones: bien son místicos de la New Age que vienen para estar en comunión con el dios águila y el coche se les queda atascado en la arena o se les avería, bien están deprimidos. O lo uno o lo otro. Y ese hombre estaba deprimido.
—Eso dicen…
—Por la muerte de su mujer. Oye, yo lo creo. —Chávez suspiró—. En esas circunstancias, unos se deprimen y otros saltan de alegría.
—Pero quedan algunas preguntas sin respuesta —prosiguió Wauneka—. Hay una especie de plano… y un objeto de cerámica…
—Jimmy, siempre quedan preguntas sin respuesta. —Chávez lo miró con los ojos entornados—. ¿Qué pasa? ¿Quieres impresionar a esa monada de médica?
—¿Qué médica?
—Ya sabes a quién me refiero.
—No, por Dios —replicó Wauneka—. Según ella, no hay nada anormal en todo esto.
—Y tiene razón. Déjalo correr.
—Pero…
—Jimmy, hazme caso: déjalo ya —insistió Chávez.
—De acuerdo.
—Lo digo muy en serio.
—De acuerdo —repitió Wauneka—, lo dejaré estar.
Al día siguiente la policía de Shiprock detuvo a una pandilla de chicos de trece años que viajaba en un coche robado con matrícula de Nuevo México. La documentación del vehículo hallada en la guantera estaba a nombre de Joseph Traub. Los chicos declararon que habían encontrado el coche abandonado en la cuneta cerca de la cañada de Corazón, con las llaves en el contacto. Habían estado bebiendo, y el interior del coche había quedado hecho un desastre, pegajoso a causa de la cerveza derramada.
Wauneka no se molestó en ir a examinarlo.
Un día después el padre Grogan le devolvió la llamada.
—He consultado lo que me preguntaste —dijo, y no existe en todo el mundo ningún monasterio de Sainte-Mère.
—Bien, gracias —respondió Wauneka—. Es lo que suponía. Otro punto muerto.
—En el pasado hubo en Francia un monasterio con ese nombre, pero quedó reducido a cenizas en el siglo
XIV
. Ahora está en ruinas, y de hecho un equipo de arqueólogos de Yale y la Universidad de Toulouse empezó a excavarlo hace un tiempo. Sin embargo, por lo que se ve, apenas hay nada en pie.
—Ya… —dijo Wauneka, pero de pronto recordó unas frases pronunciadas por el anciano antes de morir, uno de sus absurdos pareados: «Yale en Francia, gran discrepancia». O algo parecido.
—¿Dónde?
—En el suroeste de Francia, cerca del río Dordogne.
—¿Dordogne? ¿Cómo se escribe eso? —preguntó Wauneka.
El esplendor del pasado es una ilusión. Tal como lo es también el esplendor del presente.
E
DWARD
J
OHNSTON
El helicóptero avanzaba a través de una espesa niebla gris. En el asiento trasero, Diane Kramer se movía inquieta. Cuando la niebla se disipaba momentáneamente, veía las copas de los árboles a corta distancia debajo de ella.
—¿Es necesario ir tan despacio? —comentó.
André Marek, sentado enfrente, junto al piloto, se echó a reír.
—Descuide, no hay el menor peligro —aseguró. Pero Marek parecía de esos hombres que jamás se preocupan por nada. Tenía veintinueve años y era alto y fuerte; los músculos se dibujaban claramente bajo su camiseta de manga corta. A juzgar por su aspecto, nadie habría dicho que era profesor adjunto de historia en Yale, ni subdirector del proyecto Dordogne, a cuyo centro de operaciones se dirigían en ese instante. Con apenas un leve dejo de su lengua materna, el holandés, Marek añadió—: La niebla enseguida desaparecerá.
Kramer lo sabía todo de él: licenciado por la Universidad de Utrecht, Marek pertenecía a la nueva hornada de historiadores «experimentales», cuyo propósito era recrear partes del pasado para tener una experiencia directa de la historia y comprenderla mejor. Marek aplicaba ese enfoque hasta un extremo obsesivo: había estudiado con todo detalle la indumentaria, el habla y las costumbres medievales; supuestamente, sabía incluso cómo competir en una justa. Viéndolo, Kramer lo creía muy capaz.
—Me sorprende que el profesor Johnston no nos acompañe —dijo Kramer. En realidad, esperaba tratar con Johnston en persona. Al fin y al cabo, era una ejecutiva de alto rango de la compañía que financiaba la investigación. El protocolo exigía que el propio Johnston la guiara en su visita al yacimiento. Además, había planeado iniciar su labor de persuasión en el helicóptero.
—Lamentablemente el profesor Johnston tenía un compromiso previo —explicó Marek.
—¿Ah, sí?
—Con François Bellin, el director general del Patrimonio Histórico. Viene hoy de París.
—Comprendo. —Kramer se dio por satisfecha. Johnston naturalmente debía atender primero a las autoridades. La marcha del proyecto Dordogne dependía de las buenas relaciones con el gobierno francés—. ¿Hay algún problema?
—No creo. Son viejos amigos. Ah, ya casi hemos llegado.
De pronto el helicóptero dejó atrás la niebla y salió a la luz de la mañana. Las casas de labranza proyectaban largas sombras.
Cuando sobrevolaron una granja, las ocas del corral se alborotaron, y una mujer con delantal alzó el puño hacia ellos en un gesto airado.
—Se ha enfadado con nosotros —dijo Marek, señalándola con su musculoso brazo.
Sentada detrás de él, Kramer se puso las gafas de sol y comentó:
—Bueno, son las seis de la mañana. ¿Por qué hemos venido tan temprano?
—Por la luz —respondió Marek—. Al despuntar el sol, las sombras revelan los contornos, los límites de los sembrados y todo eso. —Señaló hacia sus pies. En los montantes delanteros del helicóptero había acopladas tres pesadas cajas amarillas—. En este momento llevamos instalado un sistema de estereotrazadores cartográficos: radar de barrido lateral y sensores de rayos infrarrojo y de haz ultravioleta.
—¿Y qué es eso otro? —preguntó Kramer, señalando por la ventanilla trasera un tubo plateado de casi dos metros de longitud que pendía bajo la cola del helicóptero.
—El magnetómetro de protones.
—Ya. ¿Y para qué sirve?
—Busca anomalías magnéticas en el terreno que podrían indicar la presencia de paredes, cerámica o metales enterrados —explicó Marek.
—¿Les gustaría tener algún otro aparato que consideran necesario?
Marek sonrió.
—No, señorita Kramer. Nos han proporcionado todo lo que hemos pedido, gracias.
Hasta ese instante el helicóptero había volado casi a ras de la ondulada superficie de un denso bosque. Allí, en cambio, se veían afloramientos de roca gris, profundos despeñaderos que surcaban el paisaje. Marek hablaba sin cesar, y Kramer tenía la impresión de estar oyendo a un experto guía con la lección bien aprendida.
—Aquellos despeñaderos de piedra caliza son los restos de una antigua playa —explicó Marek—. Hace millones de años el mar cubría esta parte de Francia. Cuando el mar retrocedió, dejó tras de sí una playa. Con el paso del tiempo, por efecto de la compresión, la playa se convirtió en piedra caliza. Es un mineral muy blando. Tras esas paredes rocosas se esconde un laberinto de cavernas.
Kramer veía en efecto un gran número de cuevas, negras aberturas en la roca.
—Hay muchas, sí —dijo.
Marek asintió con la cabeza.
—Esta parte del sur de Francia es uno de los lugares del planeta que el hombre ha habitado de manera más continuada. Han vivido aquí seres humanos durante al menos cuatrocientos mil años. Existe un registro histórico ininterrumpido desde el hombre de Neanderthal hasta nuestros días.