—Chris, lo representas fortificado —observó Johnston, aparentemente complacido.
—Sé que es una idea arriesgada…
—No, no. Tiene sentido.
En la literatura se encontraban alusiones a molinos fortificados, y desde luego se habían documentado incontables batallas por los molinos y los derechos de uso de los molinos. Sin embargo se conocían pocos molinos fortificados: uno en Buerge y otro descubierto recientemente cerca de Montauban, en el valle contiguo. En opinión de la mayoría de los historiadores especialistas en la Edad Media, la fortificación de molinos era una práctica poco común.
—Las bases de las columnas al borde del agua son descomunales —explicó Chris—. Cuando el molino se abandonó, los lugareños lo usaron como cantera, al igual que el resto de construcciones de los alrededores. Se llevaron las piedras para edificar sus propias casas. Pero, no obstante, dejaron las rocas de las bases de las columnas, sencillamente porque eran demasiado grandes para moverlas. A mi juicio, eso induce a pensar en un puente macizo, probablemente fortificado.
—Puede que tengas razón —dijo Johnston—. Y creo…
La radio que Chris llevaba prendida del cinturón crepitó.
—¿Chris? ¿Está ahí contigo el profesor? Ha llegado el director general…
Johnston dirigió la mirada hacia el camino de tierra que discurría por la orilla del río, más allá de la excavación del monasterio. Un Land Rover verde con rótulos blancos en los paneles laterales avanzaba velozmente hacia ellos, levantando una gran nube de polvo.
—Sí, sin duda —comentó—. Ése debe de ser François. Siempre con tantas prisas…
—¡Edouard! ¡Edouard! —François Bellin agarró al profesor por los hombros y le besó las dos mejillas. Bellin era un hombre corpulento, casi calvo y desbordante. Hablaba un francés rápido—. Mi querido amigo, siempre me parece que hace una eternidad que no nos vemos. ¿Estás bien?
—Muy bien, François —respondió Johnston, retrocediendo un paso para alejarse de aquella efusividad. Cuando Bellin se mostraba tan cordial, era síntoma inequívoco de que se avecinaba algún problema—. ¿Y tú, François? ¿Cómo te va?
—Igual que siempre, igual que siempre. Pero a mi edad con eso basta. —Bellin echó un vistazo alrededor y luego apoyó la mano en el hombro de Johnston con aire de complicidad—. Edouard, tengo que pedirte un favor. Me hallo en un compromiso.
—¿Ah, sí?
—Ya conoces a esa periodista, la de
L´Express
…
—No —repuso Johnston—. Me niego rotundamente.
—Pero Edouard…
—Ya hablé con ella por teléfono. Es una de esas personas que ve conspiraciones en todas partes. El capitalismo es dañino; las grandes compañías son diabólicas…
—Sí, sí, Edouard, todo eso es verdad. —Bellin se inclinó para acercarse más a Johnston—. Pero se acuesta con el ministro de Cultura.
—Eso no mejora mucho el panorama —dijo Johnston.
—Edouard, por favor. La gente empieza a prestarle atención. Puede crearnos problemas. A mí. A ti. A este proyecto.
Johnston dejó escapar un suspiro.
—Ya sabes que aquí se tiene la impresión de que los norteamericanos, como carecen de una cultura propia, se dedican a destruir la de los demás. Hay ya conflictos con el cine y la música. Y se ha hablado de prohibir que los norteamericanos trabajen en los lugares de interés cultural franceses.
—Eso no es nuevo —contestó Johnston.
—Y tu propio patrocinador, la ITC, ha pedido que hables con ella.
—¿Lo ha pedido?
—Sí —confirmó Bellin—. Una tal señorita Kramer ha insistido en que hables tú con esa periodista.
Johnston volvió a suspirar.
—Serán sólo unos minutos, te lo prometo —aseguró Bellin, haciendo una señal en dirección al Land Rover—. Está en el todoterreno.
—¿La has traído tú personalmente? —preguntó Johnston.
—Edouard, quiero que lo entiendas. Es necesario tomar en serio a esa mujer. Se llama Louise Delvert.
Cuando la periodista salió del Land Rover, Chris vio a una mujer de unos cuarenta y cinco años, esbelta y morena, de rostro atractivo y marcadas facciones. Tenía estilo a la manera de ciertas europeas maduras, transmitiendo una sofisticada y discreta sexualidad. Parecía vestida para una expedición, con camisa y pantalones de color caqui, y en torno al cuello las correas de la cámara fotográfica, la videocámara y la grabadora. Bloc en mano, se encaminó hacia ellos con actitud resuelta.
Pero cuando se acercaba, aflojó el paso.
—Profesor Johnston —dijo Louise Delvert en perfecto inglés a la vez que tendía la mano. En sus labios se dibujó una sonrisa cálida y sincera—. No sabe cuánto le agradezco que me dedique un poco de su tiempo.
—No hay de qué —respondió Johnston, aceptando su mano—. Ha hecho usted un largo viaje, señorita Delvert. Con mucho gusto la ayudaré en todo lo que me sea posible.
Johnston siguió sosteniendo su mano. Ella siguió sonriendo. Así permanecieron durante otros diez segundos mientras Louise Delvert le decía que era muy amable de su parte y él contestaba que, al contrario, era lo mínimo que podía hacer por ella.
Pasearon por las excavaciones del monasterio, el profesor y la señorita Delvert delante, Bellin y Chris detrás, no demasiado cerca pero sí lo suficiente para escuchar la conversación. Bellin mantenía una plácida sonrisa de satisfacción, y Chris pensó que había más de una manera de lidiar con un ministro de Cultura conflictivo.
En cuanto al profesor, había enviudado hacía muchos años, y aunque corrían rumores sobre sus aventuras, Chris nunca lo había visto con una mujer, y en ese momento lo observaba fascinado. Johnston no cambió de actitud; simplemente concedió a la periodista toda su atención. Daba la impresión de que no hubiera nada en el mundo más importante que ella. Y a Chris le pareció que las preguntas de Louise Delvert eran mucho menos hostiles de lo que ella había planeado.
—Como ya sabrá, profesor —decía—, mi periódico elabora desde hace algún tiempo un reportaje sobre la empresa estadounidense ITC.
—Sí, estoy enterado de ello.
—¿Y no es cierto que la ITC patrocina este proyecto arqueológico?
—Sí, así es.
—Según nuestras informaciones, contribuyen con un millón de dólares al año —prosiguió Delvert.
—Ésa es más o menos su aportación, sí.
Continuaron caminando en silencio por un momento. Delvert parecía buscar las palabras adecuadas para formular su siguiente pregunta.
—En mi periódico hay quienes piensan que eso es mucho dinero para gastarlo en arqueología medieval.
—Bien, pues dígales a esas personas de su periódico que están equivocadas —contestó Johnston—. De hecho, es una inversión media para un yacimiento de estas proporciones. La ITC nos proporciona doscientos cincuenta mil dólares en concepto de costes directos, ciento veinticinco mil en costes indirectos pagados a las universidades, otros ochenta mil en becas, sueldos y dietas, y cincuenta mil para sufragar los gastos de laboratorio y archivos.
—Pero seguramente hay otros muchos gastos —dijo Delvert, enrollándose un mechón de pelo en torno al bolígrafo y mirando a Johnston con un rápido parpadeo.
Está haciéndole caídas de ojos, pensó Chris. Nunca había visto a una mujer recurrir a eso. Sólo una francesa podía conseguirlo.
Por lo visto, el profesor no lo notó.
—Sí, sin duda hay otros muchos gastos —respondió—, pero no los administramos nosotros. El resto son los costes de reconstrucción del propio yacimiento. Eso se contabiliza aparte, ya que, como sabe, los costes de reconstrucción se comparten con el Gobierno francés.
—Naturalmente. Así pues, ¿opina que el medio millón de dólares que su equipo gasta es una cantidad normal?
—Bueno, podemos preguntarle a François —dijo Johnston—. Pero en la actualidad hay en marcha veintisiete excavaciones arqueológicas en esta región de Francia. Van desde el yacimiento paleolítico en el que trabajan conjuntamente la Universidad de Zúrich y la Carnegie-Mellon, hasta el
castrum
romano del que se ocupa la Universidad de Burdeos en colaboración con Oxford. El coste medio anual de esos proyectos se sitúa alrededor del medio millón de dólares.
—No lo sabía. —Delvert miraba a Johnston a los ojos con franca admiración.
Demasiado franca, pensó Chris. De pronto se le ocurrió que quizá había interpretado mal la situación. La actitud de la periodista podía ser simplemente un ardid para sonsacar información.
Johnston volvió la cabeza hacia Bellin, que caminaba detrás de él.
—¿Y tú qué dices, François?
—Creo que sabes perfectamente lo que haces… o sea, lo que dices —contestó Bellin—. La financiación oscila entre cuatrocientos y seiscientos mil dólares anuales. El coste se encarece un poco con los equipos escandinavos, alemanes y norteamericanos, y también en los yacimientos paleolíticos. Pero sí, el promedio viene a ser de medio millón.
La señorita Delvert no apartó la atención de Johnston.
—Y a cambio de esa financiación, profesor Johnston, ¿con qué frecuencia ha de tratar con la ITC?
—Casi nunca.
—¿Casi nunca? ¿En serio?
—El presidente de la compañía, Robert Doniger, vino hace dos años. Es muy aficionado a la historia, y mostró un gran entusiasmo, como un niño. Y la ITC envía a un vicepresidente una vez al mes, poco más o menos. Ahora hay aquí una precisamente. Pero por lo general nos dejan tranquilos.
—¿Y qué sabe usted de la ITC? —preguntó Delvert.
Johnston se encogió de hombros.
—Llevan a cabo investigaciones en física cuántica. Fabrican componentes para equipos de resonancia magnética, aparatos médicos y demás. Y desarrollan diversas técnicas de datación basadas en la teoría cuántica para determinar la antigüedad de cualquier objeto. En esto último colaboramos con ellos.
—Entiendo. ¿Y dan resultado, esas técnicas?
—En la granja donde hemos fijado nuestro centro de operaciones tenemos varios dispositivos, prototipos —explicó Johnston—. Por el momento, son aún demasiado frágiles para el trabajo de campo. Se averían continuamente.
—Pero ¿es ésa la finalidad del patrocinio de la ITC, probar su equipo?
—No. Es más bien al contrario. La ITC produce equipo de datación por el mismo motivo que financian nuestro trabajo: porque Bob Doniger es un entusiasta de la historia. Somos su pasatiempo.
—Un pasatiempo caro —observó Delvert.
—Para él no —contestó Johnston—. Es multimillonario. Compró una Biblia de Gutenberg por veintitrés millones. Adquirió en una subasta el Tapiz de Ruán por diecisiete millones. El coste de nuestro proyecto es calderilla para él.
—Quizá, pero el señor Doniger es también un implacable hombre de negocios.
—Sí.
—¿De verdad cree que costea esta excavación por mero interés personal? —preguntó Delvert, usando un tono desenfadado, casi burlón.
—Señorita Delvert, uno nunca sabe cuáles son las auténticas intenciones de los demás —repuso Johnston, mirándola fijamente.
El profesor también recela de ella, pensó Chris.
La propia Delvert pareció percibirlo y adoptó de pronto una actitud más formal.
—Sí, claro. Pero se lo pregunto por una razón. ¿No es cierto que los resultados de su investigación en este proyecto no le pertenecen? ¿Que todos sus hallazgos, todos sus descubrimientos, son propiedad de la ITC?
—Sí, en efecto.
—¿Y no le importa? —preguntó Delvert.
—Si trabajara para Microsoft, Bill Gates sería el propietario de los resultados de mi investigación. Todos mis hallazgos y descubrimientos serían propiedad de Bill Gates.
—Sí, pero eso no es lo mismo.
—¿Por qué? —dijo Johnston—. La ITC es una empresa técnica, y Doniger creó este fondo siguiendo las pautas que suelen aplicar las empresas técnicas en estos casos. Las condiciones del acuerdo no me preocupan. Tenemos derecho a publicar nuestros descubrimientos; incluso nos pagan por publicarlos.
—Después de que ellos den su aprobación.
—Sí. Les enviamos nuestros artículos antes de publicarlos. Pero nunca han puesto el menor reparo.
—¿No cree, pues, que para la ITC este proyecto forme parte de un plan de mayor envergadura? —Insistió Delvert.
—¿Usted sí lo cree?
—No lo sé. Por eso se lo pregunto. Y porque desde luego se observan aspectos desconcertantes en el comportamiento de la ITC.
—¿Cuáles son esos aspectos? —quiso saber Johnston.
—Por ejemplo, es una de las principales consumidoras de xenón del mundo.
—¿Xenón? ¿Se refiere al gas?
—Sí. Se utiliza en el láser y los tubos electrónicos.
—Por mí, pueden consumir todo el xenón que deseen —contestó Johnston con un gesto de indiferencia—. No veo en qué me concierne eso a mí.
—¿Y qué me dice de su interés en metales exóticos? Recientemente la ITC compró una compañía nigeriana para asegurarse el abastecimiento de niobio.
—Niobio. —Johnston movió la cabeza en un gesto de incomprensión—. ¿Qué es el niobio?
—Un metal semejante al titanio.
—¿Para qué sirve?
—Se emplea en los imanes superconductores y en los reactores nucleares —aclaró Delvert.
—¿Y no entiende para qué lo usa la ITC? —Johnston volvió a mover la cabeza—. Tendrá que preguntárselo a ellos.
—Ya lo he hecho. Según me dijeron, es para «la investigación en magnetismo avanzado».
—Pues ahí tiene la respuesta. ¿Existe algún motivo para dudar de su veracidad?
—No —contestó Delvert—. Pero, como usted mismo ha dicho, la ITC es una compañía de investigación. En los laboratorios de su sede central, un lugar llamado Black Rock, en Nuevo México, trabajan doscientos físicos. Es indiscutiblemente una empresa de alta tecnología.
—Sí…
—Y yo me pregunto qué interés puede tener una empresa de alta tecnología en adquirir tantas tierras.
—¿Tierras? —repitió Johnston.
—La ITC ha comprado extensas parcelas de tierra en remotos rincones del planeta: las montañas de Sumatra, el norte de Camboya, el sureste de Pakistán, las selvas centrales de Guatemala, el Altiplano de Perú.
—¿Está segura? —preguntó Johnston con el entrecejo fruncido.
—Sí. También han hecho adquisiciones aquí en Europa. Al oeste de Roma, quinientas hectáreas. En Alemania, cerca de Heidelberg, setecientas hectáreas. En Francia, mil hectáreas de terreno montañoso en el nacimiento del río Lot. Y por último justo aquí.