—Le dije que no hay errores de transcripción…, esos errores que aparecen al reconstruir a una persona —recordó Gordon—. Pero eso no es del todo exacto.
—Ah.
—Es cierto que, por lo general, no encontramos indicio alguno de esa clase de errores. Sin embargo se producen probablemente en todos los viajes, aunque en un grado tan insignificante que ni siquiera los detectamos. Pero los errores de transcripción, al igual que la exposición a radiaciones, son acumulativos. Después de un solo viaje pasan inadvertidos, pero después de diez o veinte empiezan a ser visibles. Quizá una pequeña fisura en la piel, semejante a una cicatriz. Una minúscula marca en la córnea. O también pueden presentarse claros síntomas, como la diabetes o trastornos circulatorios. Cuando eso ocurre, han de interrumpirse los viajes, o los problemas se agravan. Eso significa que uno ha alcanzado su límite máximo de viajes.
—¿Y eso ha pasado alguna vez?
—Sí. A algunos animales de laboratorio. Y a varias personas: los precursores, quienes usaron el prototipo.
Stern vaciló.
—¿Y dónde están ahora esas personas?
—La mayoría está todavía aquí, trabajando en la empresa. Pero ya no viajan. No pueden.
—Muy bien, pero yo hablo de un solo viaje —adujo Stern.
—Y nosotros no hemos usado ni calibrado esa máquina desde hace mucho tiempo —respondió Gordon—. Puede estar en condiciones, o puede no estarlo. Escúcheme: imaginemos que viaja en esa máquina, y cuando llega a 1357, descubre que tiene errores tan graves que no se atreve a volver, por no arriesgarse a una mayor acumulación.
—Está diciéndome que tendría que quedarme allí.
—Sí.
—¿Le ha pasado eso a alguien? —preguntó Stern.
Gordon guardó silencio por un instante.
—Posiblemente.
—¿Quiere decir que hay allí alguien más?
—Posiblemente —admitió Gordon—. No estamos seguros.
—Pero es importante saberlo —dijo Stern con repentina agitación—. Eso significa que podría haber alguien allí capaz de ayudarlos.
—No lo sé si esa persona en particular estaría dispuesta a ayudar.
—Pero ¿no deberíamos informarles? ¿Avisarlos?
—No hay manera de ponerse en contacto con ellos —contestó Gordon.
—Creo que sí la hay —afirmó Stern.
Chris despertó tembloroso y aterido antes del amanecer. El cielo presentaba un color gris claro, y una tenue neblina flotaba a ras de tierra. Estaba sentado bajo el cobertizo, apoyado contra la pared, con las piernas encogidas y las rodillas bajo el mentón. Kate, todavía dormida, se hallaba junto a él. Chris se ladeó para mirar afuera, y una mueca de dolor se dibujó en su semblante. Tenía todos los músculos agarrotados y doloridos: los brazos, las piernas, el pecho, el cuerpo entero. Al volver la cabeza, notó molestias en el cuello.
Con sorpresa, advirtió que tenía el hombro del jubón manchado de sangre seca. Por lo visto, la flecha que lo había rozado la noche anterior no sólo le había desgarrado la tela. Chris probó a mover el brazo, conteniendo el aliento a causa del dolor, pero llegó a la conclusión de que era una herida superficial.
Se estremeció, calado por la humedad de la madrugada. En esos momentos lo que más deseaba era el calor del fuego y algo para comer. Se oía los ruidos del estómago. Llevaba más de veinticuatro horas en ayunas. Y tenía sed. ¿Dónde encontrarían agua potable? ¿Podía beberse el agua del Dordogne? ¿O era necesario encontrar un manantial? ¿Y dónde encontraría comida?
Se volvió para preguntárselo a Marek, pero Marek no estaba. Atormentado por las punzadas de dolor, se giró a uno y otro lado, pero Marek había desaparecido.
Se disponía a levantarse cuando oyó aproximarse unos pasos. ¿Marek? No. Eran las pisadas de más de una persona. Y oyó el característico ruido metálico de las lorigas.
Los pasos se acercaron y al cabo de un momento se detuvieron.
Chris contuvo la respiración. A su derecha, a menos de un metro de su cabeza, un guantelete de malla asomó por la ventana y se apoyó en el alféizar. Por encima del guantelete, la manga era verde con ribetes negros.
Los hombres de Arnaut.
—
Hic nemo habitavit nuper
—dijo una voz masculina.
—
Et intellego quare. Specta, porta habet signum rubrum. Estne pestilentiae?
—respondió alguien desde la puerta.
—
Pestilentia? Certo scisne? Abeamus!
La mano se retiró al instante de la ventana, y los pasos se alejaron apresuradamente. El auricular no había traducido nada, porque estaba desconectado. Chris tuvo que fiarse de su latín. ¿Qué era «Pestilentza»? Probablemente «peste». Al ver la marca de la puerta, los soldados se habían marchado de inmediato.
Dios mío, pensó Chris. ¿Era aquélla una casa infectada por la peste? ¿Por eso la habían quemado? ¿Existía aún riesgo de contagio? Mientras lo asaltaban esas dudas, vio horrorizado a una rata negra corretear entre la hierba y escabullirse por la puerta. Chris sintió un escalofrío. Kate se despertó y bostezó.
—¿Qué hora…?
Chris le cubrió los labios con un dedo y movió la cabeza en un gesto de negación.
Oía aún a los soldados, sus voces cada vez más débiles en el gris amanecer. Chris salió con sigilo de debajo del pequeño cobertizo, se arrastró hasta la ventana y miró al exterior con cautela.
Vio al menos a una docena de hombres en las inmediaciones, todos con los colores verde y negro de Arnaut. Registraban metódicamente las chozas próximas a los muros del monasterio. Mientras Chris observaba la escena, apareció Marek, caminando en dirección a los soldados. Iba encorvado y renqueaba. Llevaba un puñado de plantas en una mano. Los soldados le dieron el alto. Marek los saludó con una servil reverencia. Parecía encogido, más débil. Mostró las plantas a los soldados. Éstos se rieron y lo apartaron de un empujón. Marek siguió adelante, todavía encorvado y con actitud sumisa.
Kate vio a Marek pasar ante la casa quemada y desaparecer tras la esquina del muro del monasterio. Obviamente no iba a reunirse con ellos mientras estuvieran allí los soldados.
Chris, con una mueca de dolor, volvió a rastras hasta el cobertizo. A juzgar por la sangre seca del jubón, tenía el hombro herido. Kate lo ayudó a desabrocharse el jubón, y él contrajo el rostro y se mordió el labio. Con delicadeza, apartó la camisa de hilo desplazando el holgado cuello y vio que un moretón violáceo de contornos amarillentos le cubría por completo el lado izquierdo del pecho. Allí debía de haberlo golpeado la lanza de sir Guy en la justa.
Viendo la expresión de su cara, Chris preguntó:
—¿Es grave?
—Creo que es sólo una magulladura, y quizá alguna costilla hundida.
—Me duele horrores.
Kate deslizó la camisa sobre el hombro, dejando a la vista la herida de la flecha. Era una incisión oblicua a flor de piel de unos cinco centímetros de longitud, recubierta de sangre coagulada.
—¿Cómo está? —preguntó Chris, mirando a Kate.
—Es sólo un corte.
—¿Se ha infectado?
—No, parece limpio.
Kate bajó un poco más el jubón y vio que el moretón se extendía también por la espalda y el costado, bajo el brazo. Tenía medio cuerpo magullado. Debía de ser muy doloroso. Le asombraba que no se quejara más. Al fin y al cabo, aquél era el mismo Chris que agarraba una rabieta si le servían la tortilla del desayuno con champiñones de lata en lugar de frescos, o apretaba los labios en un mohín de enojo si el vino elegido no era de su agrado.
Empezó a abrocharle el jubón.
—Puedo hacerlo yo solo.
—Déjame que te ayude.
—He dicho que puedo hacerlo yo solo.
Kate se apartó, alzando las palmas de las manos.
—Bueno, bueno.
—Además, tengo que mover los brazos para desentumecerlos —añadió Chris, contrayendo el rostro a cada botón. Se los abrochó todos él solo. Pero después se recostó contra la pared y cerró los ojos, sudando por el esfuerzo y el dolor.
—Chris…
Él abrió los ojos.
—Estoy bien, de verdad. No te preocupes. Estoy perfectamente.
Y no hablaba en tono irónico.
Kate tuvo la sensación de hallarse ante un desconocido.
Cuando Chris se vio el hombro y el pecho —del color violáceo de la carne podrida—, le sorprendió su propia reacción. La contusión era grave. Normalmente se habría sentido horrorizado, o como mínimo asustado. En cambio, sintió una súbita despreocupación, casi indiferencia. El dolor apenas le permitía respirar, pero el dolor no importaba. Simplemente se alegraba de seguir con vida y tener otro día por delante. De pronto sus habituales quejas, reparos e incertidumbres se le antojaban intrascendentes. En lugar de todo eso, descubrió en su interior una fuente inagotable de energía, una vitalidad casi agresiva que nunca antes había experimentado. La notaba fluir por su cuerpo, como una especie de calor. Mirando alrededor, el mundo le parecía más vivo, más sensual de como lo recordaba.
Para Chris, el gris amanecer adquirió una belleza prístina. En el aire fresco y húmedo percibía la fragancia de la hierba y la tierra mojadas. Las piedras de la pared en la que estaba apoyado lo sostenían, demostrando así su función. Incluso el dolor le resultaba provechoso, ya que alejaba de su mente sentimientos superfluos. Se sintió renovado, alerta y listo para cualquier cosa. Aquél era un mundo distinto, con normas distintas.
Y por primera vez tomó conciencia de que estaba allí.
Plena conciencia.
Cuando los soldados se fueron, Marek regresó.
—¿Os habéis formado una idea de la situación? —preguntó al entrar.
—¿Qué situación? —dijo Chris.
—Los soldados buscan a tres personas de Castelgard: dos hombres y una mujer. —¿Por qué?
—Arnaut quiere hablar con ellos.
—¿No es maravillosa la popularidad? —comentó Chris con una sonrisa sarcástica—. Todo el mundo va detrás de nosotros.
Marek les entregó un manojo de hierbas y hojas húmedas.
—Plantas silvestres. Es el desayuno. Comed.
Chris masticó ruidosamente las plantas.
—Deliciosas —declaró, y no lo decía en broma.
—La planta de hojas dentadas es tanaceto. Alivia el dolor. La del tallo blanco es sauce, y reduce la inflamación.
—Gracias —contestó Chris—. Está todo muy bueno.
Marek lo observaba con incredulidad.
—¿Se encuentra bien? —preguntó a Kate.
—En realidad, creo que está perfectamente.
—Estupendo. Comed, y luego iremos al monasterio. Si conseguimos eludir a los guardias.
Kate se quitó la peluca.
—Eso no será problema —dijo—. Buscan a dos hombres y una mujer. Veamos, ¿quién tiene el cuchillo más afilado?
Por suerte, Kate llevaba el cabello ya bastante corto, y Marek tardó sólo unos minutos en cortarle los mechones más largos. Entre tanto, Chris comentó:
—He estado pensando en lo que ocurrió anoche.
—Es evidente que alguien más tiene un auricular —dijo Marek.
—Exacto —convino Chris—. Y creo que sé de dónde salió.
—De Gómez —apuntó Marek.
Chris asintió con la cabeza.
—Eso supongo. ¿Tú no lo cogiste?
—No. No se me ocurrió.
—Estoy seguro de que otra persona podría metérselo en el oído aunque no lo llevara bien ajustado.
—Sí —dijo Marek—. Pero la pregunta es quién. Estamos en el siglo
XIV
. Un objeto minúsculo de color rosa del que salen vocecillas es hechicería. Aterrorizaría a cualquiera que lo encontrase. Quienquiera que lo cogiese, lo tiraría como una patata caliente y lo aplastaría de inmediato. O se echaría a correr como un poseso.
—Lo sé —respondió Chris—. Por eso cuando pienso en ello, sólo veo una explicación posible.
Marek movió la cabeza en un gesto de asentimiento.
—Y esos hijos de puta no nos lo dijeron.
—Decirnos ¿qué? —preguntó Kate.
—Que hay aquí alguien más, alguien del siglo
XX
.
—Es la única respuesta posible —afirmó Chris.
—Pero ¿quién? —dijo Kate.
Chris llevaba toda la mañana dándole vueltas a eso.
—De Kere —contestó—. Tiene que ser De Kere.
Marek negaba con la cabeza.
—Piénsalo —prosiguió Chris—. Está aquí desde hace sólo un año, ¿correcto? Nadie conoce su procedencia, ¿correcto? Se ha ganado la confianza de Oliver, y nos odia a todos porque sabe que también nosotros podríamos llegar a ocupar su puesto, ¿correcto? Ordena a sus hombres retirarse de la tenería, vuelve hasta la calle,
hasta que hablamos
…, y entonces viene derecho a nosotros. Te lo aseguro: es De Kere; no puede ser otro.
—Sólo hay un problema —dijo Marek—. De Kere habla un occitano impecable.
—Y tú también.
—No. Yo lo hablo con la falta de fluidez de un extranjero. Vosotros oís las traducciones del auricular. Yo oigo sus propias palabras. De Kere habla como un nativo, con total naturalidad, y su acento coincide con el de los demás. Y en el siglo
XX
el occitano es una lengua muerta. Tiene que ser nativo.
—Quizá sea lingüista.
Marek volvió a negar con la cabeza.
—No es De Kere —declaró—. Es Guy Malegant.
—¿Sir Guy?
—Sin duda —aseguró Marek—. Empecé a sospechar algo cuando nos atraparon en el pasadizo. ¿Recuerdas? Estábamos casi en total silencio, y él abre la puerta y nos descubre. Ni siquiera fingió sorprenderse. No sacó la espada. Dio la voz de alarma al instante. Porque ya sabía que nos encontrábamos allí.
—Pero no fue así como ocurrió —corrigió Chris—. Sir Guy vino al pasadizo porque sir Daniel entró en la habitación.
—¿Entró sir Daniel? —repitió Marek—. No lo recuerdo.
—Puede que Chris tenga razón —terció Kate—. Podría ser De Kere. Cuando yo estaba en el pasaje entre la capilla y el castillo, encaramada a bastante altura en la pared, De Kere ordenó a los soldados que os mataran, y recuerdo que a aquella distancia no debería haberlo oído, y sin embargo lo oí claramente.
Marek la miró con atención.
—¿Y qué ocurrió luego?
—De Kere habló en susurros a un soldado…, y no oí qué decía.
—Ahí lo tienes —repuso Marek—. No lo oíste porque no llevaba un auricular. Si lo hubiera llevado, lo habrías oído todo, incluidos los susurros. Pero no lo llevaba. Es sir Guy. ¿Quién decapitó a Gómez? Sir Guy y sus hombres. ¿Quién sería más lógico que volviera hasta el cadáver a recuperar el auricular? Sir Guy. Los otros hombres se aterrorizaron al ver los destellos de la máquina. Sólo sir Guy permaneció impasible. ¿Por qué? Porque sabía qué era. Es de nuestro siglo.