—Perfecto. ¿Se encuentra bien?
—Es como estar dentro de un molinillo de pimienta —dijo Marek.
Gordon se echó a reír.
—La calibración ha concluido. El resto del proceso requiere una sincronización exacta, y por tanto la secuencia es automática. Limítese a seguir las instrucciones al pie de la letra, ¿entendido?
—Entendido.
Un nuevo chasquido indicó que se había cortado la comunicación del interfono. Marek estaba solo.
—«Se ha iniciado la secuencia de escaneo —anunció una voz grabada—. Vamos a conectar los láseres. Mire al frente. No levante la vista».
Al instante un vivo resplandor azul inundó el interior del tubo. El aire mismo parecía brillar.
—«Los láseres están polarizando el gas xenón que en este momento se insufla en el compartimiento. Cinco segundos».
¿Xenón?, pensó Marek.
El color azul que lo envolvía aumentó de intensidad. Se miró una mano y apenas la vio en el aire trémulo.
—Hemos alcanzado el nivel de concentración de xenón. Ahora respire hondo.
¿Que respire hondo?
, pensó Marek.
¿Que inhale el xenón?
—Manténgase en esa posición sin moverse durante treinta segundos. ¿Preparado? Permanezca inmóvil…, abra los ojos…, respire hondo…, contenga la respiración…
Ahora
.
Los tubos iniciaron una vertiginosa rotación y al cabo de un instante, uno por uno, retrocedieron y volvieron a adelantarse, casi como si lo miraran, y algunos repetían el proceso para echarle una segunda mirada. Cada tubo parecía moverse de manera independiente. Marek experimentó la extraña sensación de ser observado por un centenar de ojos.
—No se mueva, por favor —dijo la voz grabada—. Quedan veinte segundos.
Alrededor, los tubos zumbaban y ronroneaban. Y súbitamente todos se detuvieron. Varios segundos de silencio. Sólo se oía el leve piñoneo de los aparatos. A continuación, los tubos comenzaron a desplazarse adelante y atrás, y también lateralmente.
—No se mueva, por favor. Diez segundos.
Los tubos empezaron a trazar círculos, sincronizándose lentamente hasta que por fin giraron todos juntos como una unidad. Un momento después se detuvieron.
—Escaneo concluido. Gracias por su colaboración.
La luz azul se apagó y la puerta se abrió. Marek salió de la cápsula.
En la sala contigua, Gordon se hallaba sentado frente a un terminal de ordenador. Los otros habían acercado sillas alrededor.
—La mayoría de la gente —explicaba Gordon— no sabe que un escáner corriente de hospital, al efectuar una resonancia magnética, altera el estado cuántico de los átomos del cuerpo, generalmente el momento angular de las partículas nucleares. La experiencia de la resonancia magnética en el terreno del diagnóstico médico nos indica que variar el estado cuántico del organismo no tiene efectos perjudiciales. De hecho, el paciente ni siquiera lo nota.
—Aun así, un equipo convencional de resonancia magnética opera con un campo magnético muy potente, por ejemplo de 1,5 teslas, es decir, unas veinticinco mil veces superior al campo magnético de la tierra. Nosotros podemos prescindir de eso. Utilizamos interferómetros cuánticos superconductores, más conocidos como SQUID, a los cuales, gracias a su extrema sensibilidad, les basta con el campo magnético terrestre para medir la resonancia. Aquí no usamos imanes.
Marek entró en la sala.
—¿Qué tal he quedado? —preguntó.
El monitor mostraba una imagen translúcida de los miembros de Marek, punteados en rojo.
—Aquí vemos la médula ósea, dentro de los huesos largos, la columna vertebral y el cráneo —dijo Gordon—. Ahora sigue construyendo hacia el exterior, un aparato orgánico tras otro. Aquí están los huesos. —Vieron un esqueleto íntegro—. Ahora se añaden los músculos…
Observando cómo aparecían los sucesivos conjuntos de órganos, Stern comentó:
—Su ordenador procesa a una velocidad increíble.
—Ah, lo hemos ralentizado mucho —dijo Gordon—. De lo contrario, no verían las distintas etapas. El tiempo real de procesamiento es prácticamente nulo.
—¿Nulo? —repitió Stern.
—Esto es otro mundo —aseguró Gordon, asintiendo con la cabeza—. Aquí los antiguos supuestos carecen de vigencia. —Se volvió hacia los demás—. ¿Quién es el siguiente?
Se dirigieron hacia el fondo del pasillo, donde se hallaba el rótulo T
RÁNSITO
.
—¿Para qué hemos hecho todo eso? —preguntó Kate.
—Lo llamamos «precompresión» —explicó Gordon—. Nos permite transmitir más deprisa, porque la mayor parte de la información acerca de ustedes está ya almacenada en la máquina. Luego sólo nos queda realizar un último escaneo para contrastar diferencias antes de la transmisión.
Entraron en otro ascensor, descendieron y cruzaron otra puerta de cristal con blindaje de agua.
—Muy bien, ya hemos llegado —anunció Gordon.
Salieron a un espacio enorme, cavernoso y bien iluminado. Se oía el eco de todos los sonidos. El aire era frío. Avanzaban por una pasarela metálica suspendida a treinta metros de altura. Mirando hacia abajo, Chris vio tres círculos concéntricos formados por paredes de cristal llenas de agua. La pared exterior se componía de tres tramos semicirculares separados por brechas de anchura suficiente para permitir el paso de una persona. Dentro del círculo delimitado por esta primera pared había otros tres semicírculos menores, formando una segunda pared. Y más adentro, la tercera pared presentaba la misma estructura que las dos anteriores. Los sucesivos semicírculos estaban dispuestos de manera que las brechas no quedaran alineadas, con lo cual el conjunto ofrecía un aspecto laberíntico.
Un espacio de unos seis metros de diámetro ocupaba el centro de los tres círculos concéntricos. Allí, en posición vertical, había media docena de artefactos parecidos a jaulas, aproximadamente del tamaño de las cabinas telefónicas. No estaban colocados en ningún orden en particular. Placas de metal de color mate cubrían la parte superior. Una neblina blanca flotaba en el recinto. Alrededor había depósitos de presión, y serpenteaban cables eléctricos por todas partes. Parecía un taller, y de hecho unos cuantos hombres trabajaban en ese momento en algunas de las jaulas.
—Esto es la zona de transmisión, que llamamos sala de tránsito —dijo Gordon—. Con un robusto blindaje, como ven. Hay una segunda zona en construcción, pero todavía tardaremos unos meses en tenerla a punto. —Señaló a través del cavernoso espacio en dirección a una segunda serie de paredes concéntricas. Aún no contenían agua, y eran por tanto transparentes.
Desde la pasarela, un ascensor por cables descendía hasta el espacio central.
—¿Podemos bajar ahí? —preguntó Marek.
—No, aún no.
Abajo, un técnico alzó la vista y saludó con la mano.
—¿Cuánto falta para la comprobación de registro, Norm?
—Un par de minutos. Gómez viene ya para aquí.
—Muy bien. —Gordon se volvió hacia el grupo—. Vamos a la cabina de control y observaremos desde allí.
Bañadas en una intensa luz azul, las máquinas se hallaban sobre plataformas. Eran de un color gris mate y emitían un leve zumbido. Una capa de vapor blanco cubría el suelo, ocultando las bases. Dos técnicos abrigados con parkas azules trabajaban arrodillados en la base abierta de una de las máquinas.
En esencia, las máquinas eran cilindros abiertos con los extremos superior e inferior metálicos. Cada máquina se alzaba sobre una gruesa base de metal. Tres barras dispuestas en el perímetro sostenían la placa metálica del techo.
Varios técnicos extraían cables negros de un bastidor reticular situado sobre ellos y los conectaban después al techo de una de las máquinas, como empleados de una gasolinera llenando el depósito de un coche.
Las máquinas no se parecían a nada que Kate hubiera visto hasta entonces. Dentro de la estrecha sala de control, observaba con atención las enormes pantallas. A sus espaldas había dos técnicos en mangas de camisa sentados ante sendas consolas. Las pantallas daban la impresión de estar mirando por una ventana, pese a que en realidad la sala de control no tenía ventanas.
—Ante ustedes se encuentra la más reciente versión de nuestra tecnología CTC —explicó Gordon—. Esas siglas significan Curva de Tiempo Cerrada, es decir, la topología del espacio— tiempo que utilizamos para retroceder al pasado. Hemos tenido que desarrollar tecnologías totalmente nuevas para crear estas máquinas. Ahora ven, de hecho, la sexta versión, ya que el primer prototipo operativo se construyó hace tres años.
Chris contemplaba las máquinas en silencio. Kate Erickson curioseaba por la sala de control. Stern, nervioso, se frotaba un labio con la mano. Marek observaba a Stern.
—Todo el equipamiento tecnológico importante está situado en la base de la máquina —prosiguió Gordon—, incluida la memoria cuántica de arsemuro de indio-galio, los láseres del ordenador y la batería eléctrica. Los láseres de vaporización, lógicamente, están en las barras metálicas. Ese metal de color mate es niobio; los depósitos de presión son de aluminio; los elementos de almacenamiento son de polímeros.
Una joven pelirroja de cabello corto y ademanes secos entró en la sala de tránsito. Llevaba una camisa de color caqui, pantalón corto y botas; parecía vestida para un safari.
—Gómez será una de sus guías en este viaje —anunció Gordon—. Irá al pasado dentro de unos instantes para realizar lo que denominamos una «comprobación de registro». Ya ha registrado la información necesaria en su marcador de navegación, fijando la fecha de destino, y ahora va a verificar la exactitud de los datos introducidos. —Pulsó el botón del interfono—. ¿Sue? Enséñanos tu marcador de navegación, ¿quieres?
La mujer alzó una oblea blanca de forma rectangular, poco mayor que un sello de correos. Cabía holgadamente en la palma de su mano.
—Usará eso para retroceder al pasado y también para llamar a la máquina llegado el momento del regreso —dijo Gordon—. Enséñanos el botón, Sue, ¿quieres?
—Es un poco difícil verlo —advirtió Gómez, colocando la oblea de perfil—. Aquí hay un pequeño botón; ha de apretarse con la uña. Sirve para llamar a la máquina cuando uno se dispone a volver.
—Gracias, Sue.
—Cabriola de campo —notificó de pronto uno de los técnicos de la sala de control.
Todos se volvieron hacia él. En su consola, un monitor mostraba una superficie ondulante tridimensional con un pronunciado pico en medio, como la cúspide de una montaña.
—Un término curioso —comentó Gordon—, y todo un clásico. Dado que nuestros sensores de campo tienen como base el SQUID, detectamos discontinuidades casi insignificantes en el campo magnético local, y a éstas las llamamos «cabriolas de campo». Empezamos a registrarlas dos horas antes de un evento. Y de hecho la serie a la que pertenece ésta se inició hace unas dos horas. Indica que hay una máquina de regreso.
—¿Qué máquina? —preguntó Kate.
—La máquina de Sue.
—Pero si aún no ha salido.
—Ya lo sé —respondió Gordon—. Todos los eventos cuánticos contradicen el conocimiento intuitivo.
—¿Quiere decir que reciben una señal de que está volviendo antes de que haya salido? —Sí.
—¿Por qué? —preguntó Kate.
Gordon lanzó un suspiro.
—Es complicado. En realidad, lo que detectamos en el campo magnético es una función de probabilidad: un aviso del posible regreso de una máquina. Pero, por lo general, no nos planteamos así esa señal. Decimos simplemente que vuelve. Sin embargo, para ser exactos, una cabriola de campo indica de hecho que es muy probable que vuelva una máquina.
Kate movía la cabeza en un gesto de incomprensión.
—No lo entiendo.
—Digamos que en el mundo corriente nos valemos de determinadas ideas respecto a la causa y el efecto —explicó Gordon—. Primero se producen las causas y después los efectos. Pero ese orden no siempre se cumple en el mundo cuántico. Aquí los efectos y las causas pueden ser simultáneos, y los efectos pueden preceder a las causas. Esto es un pequeño ejemplo de ello.
La mujer, Gómez, entró en una de las máquinas. Introdujo la oblea blanca en una ranura de la base, frente a ella.
—Acaba de instalar el marcador de navegación, que guía la máquina en el viaje de ida y vuelta —informó Gordon.
—¿Y cómo sabe que volverá? —preguntó Stern.
—Una transmisión en el multiverso genera una especie de energía potencial, como un muelle tensado que realiza una fuerza inversa para volver a su posición original. El viaje de ida es la parte delicada. Ésa es la información que lleva codificada la oblea de cerámica. —Gordon se inclinó y pulsó el botón del interfono—. ¿Cuánto tardarás en volver, Sue?
—Un minuto, quizá dos.
—Muy bien. Pasamos a sincronización.
De pronto los técnicos empezaron a hablar, al mismo tiempo que accionaban interruptores en una consola y verificaban las lecturas en el monitor.
—Control de helio.
—Capacidad máxima —respondió el otro técnico.
—Control de resonancia magnética eléctrica.
—Correcto.
—Todo a punto para la alineación de láseres.
Un técnico accionó un interruptor, y de las barras metálicas surgió un gran número de rayos láser dirigidos al centro de la máquina, salpicando de puntos verdes el rostro y el cuerpo de Gómez, que estaba quieta, con los ojos cerrados.
Las barras empezaron a girar lentamente. La mujer permanecía inmóvil. Los rayos láser trazaron líneas horizontales verdes sobre su cuerpo. Las barras se detuvieron.
—Láseres alineados.
—Hasta dentro de un momento, Sue —dijo Gordon. Volviéndose hacia el grupo, anunció—: Muy bien, allá vamos.
Las paredes curvas de cristal y agua que circundaban las jaulas adquirieron una tonalidad azulada. La máquina comenzó de nuevo a girar lentamente. En el centro, la mujer seguía en la misma posición; la máquina se movía en torno a ella.
El zumbido subió de volumen. La rotación se aceleró. La mujer estaba tranquila y relajada.
—En este viaje, Gómez consumirá sólo uno o dos minutos —dijo Gordon—, pero la batería tiene carga para treinta y siete horas. Ése es el tiempo límite que estas máquinas pueden pasar en un sitio sin volver aquí.
Las barras giraban a gran velocidad. De pronto oyeron un rápido tableteo, como los disparos de una ametralladora.
—Eso es el control de holgura: los sensores infrarrojos verifican el espacio alrededor de la máquina tanto en el punto de destino como en el de regreso. Si detectan algún obstáculo en un radio de dos metros, se interrumpe la transmisión. Es una medida de seguridad. No querríamos que la máquina apareciese dentro un muro de piedra. Bien, empieza a liberarse el xenón. Allá va.