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Authors: Michael Crichton

Tags: #Ciencia Ficción

Rescate en el tiempo (46 page)

BOOK: Rescate en el tiempo
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—Dudo que sir Guy viera los destellos de la máquina —argumentó Chris.

—Pero lo que realmente delata a sir Guy —continuó Marek es su pésimo occitano. Habla como un neoyorquino, con una pronunciación muy nasal.

—Bueno, pero es de Middlesex, ¿no? Y no creo que sea de alta cuna. Da la impresión de que recibió la orden de caballero por su valor, y no en herencia.

—En la justa, no consiguió derribarte con la primera lanza —observó Marek—. Ni manejaba tan bien la espada como para matarme en un cuerpo a cuerpo. Créeme: es Guy de Malegant.

—En fin —dijo Chris—, sea quien sea, ahora sabe que nos dirigimos al monasterio.

—Así es —confirmó Marek, apartándose de Kate y examinando su nuevo aspecto—. De manera que en marcha.

Kate se tocó el pelo con aprensión.

—¿Debo alegrarme de no tener un espejo? —preguntó.

Marek movió la cabeza en un gesto de asentimiento.

—Probablemente.

—Parezco un hombre.

Chris y Marek cruzaron una mirada.

—Más o menos —contestó Chris.

—¿Más o menos?

—Sí, lo pareces. Pareces un hombre.

—O poco te falta —agregó Marek. Se pusieron en pie.

15.12.09

La maciza puerta de madera se abrió apenas un par de dedos. Desde la penumbra interior los escrutó un rostro ensombrecido por una cogulla blanca.

—Dios os conceda prosperidad y descendencia —saludó el monje con tono solemne.

—Dios os conceda salud y sabiduría —respondió Marek en occitano.

—Venimos a ver al hermano Marcelo.

El monje asintió con la cabeza como si ya les estuviera esperando.

—Podéis entrar —dijo el monje—. Llegáis a tiempo, porque aún está aquí.

Abrió la puerta un poco más y los hizo pasar a todos uno por uno.

Accedieron a una reducida antesala de piedra, muy oscura. Se percibía un fragante aroma a rosas y naranjas. De algún lugar del monasterio llegaba una suave salmodia.

—Podéis dejar ahí vuestras armas —dijo el monje, señalando hacia un rincón.

—Buen hermano, lamentablemente no podemos dejarlas —contestó Marek.

—Aquí no tenéis nada que temer —aseguró el monje—. Desarmaos o partid.

Marek se dispuso a protestar, pero finalmente se desprendió del cinto de la espada.

El monje los guió por un silencioso pasillo. Las paredes eran de piedra desnuda. Doblaron una esquina y siguieron por otro pasillo. El monasterio era inmenso y laberíntico.

Era un monasterio cisterciense, y los monjes vestían hábito blanco de tela corriente. La austeridad de la orden del Cister era un intencionado reproche contra las órdenes más corruptas de los benedictinos y los dominicos. Los monjes cistercienses debían mantener una estricta disciplina, en un ambiente de severo ascetismo. Durante siglos los cistercienses no permitieron decorar con ninguna clase de tallas sus sobrios edificios, ni iluminar con imágenes ornamentales sus manuscritos. Su dieta alimenticia consistía en verduras, pan y agua, excluyendo carnes y salsas. Los camastros eran duros; las celdas, frías, casi sin muebles. Todos los aspectos de su vida monástica eran resueltamente espartanos. Pero de hecho esa rigurosa disciplina tenía…

Se oyó un golpe sordo.

Marek se volvió hacia el sonido. En ese momento entraban en un claustro, un patio abierto en el interior del monasterio, con pasillos porticados en tres lados, concebido como lugar de lectura y contemplación.

Otro golpe.

De pronto oyeron risas. Estridentes voces de hombres.

Más golpes.

Ya en el claustro, Marek vio que en el centro se habían suprimido la fuente y el jardín, dejando en su lugar un rectángulo de tierra lisa y bien apisonada. Dentro del rectángulo, cuatro hombres sudorosos, vestidos con amplios blusones de hilo, jugaban a una especie de frontón.

Otro golpe.

La pelota rodó por el suelo, y los hombres se empujaron y apartaron mutuamente, dejándola rodar. Cuando se detuvo, un hombre la cogió, exclamó
«Tenez!»
, y la sirvió por encima de la cabeza golpeándola con la palma de la mano. La pelota rebotó contra la pared lateral del claustro. Los hombres gritaron y forcejearon para ocupar posiciones ventajosas. Bajo los arcos, monjes y nobles lanzaban voces de aliento y hacían tintinear en sus manos bolsas con dinero para apuestas.

Sujeta a una de las paredes, había una plancha de madera alargada, y cada vez que la pelota daba en la plancha, el público gritaba aún más enfervorecido.

Marek tardó un momento en comprender qué era lo que veían sus ojos: un partido de tenis en su forma original.

El
tenez
, así llamado por la voz de aviso dada por el jugador antes del servicio: «¡Tórnala!», era un juego reciente, creado hacía sólo veinticinco años, y causó furor en la época. Las raquetas y las redes llegarían varios siglos después; por entonces, el juego era una de las diversas variantes del frontón, practicado por gente de todas las clases sociales. Los niños lo jugaban en las calles. Entre la nobleza gozó de tal aceptación que se convirtió en incentivo para construir nuevos monasterios, que muchas veces se dejaban inacabados una vez edificado el claustro. En las familias reales existía la preocupación de que los príncipes descuidaran su instrucción como caballeros en favor de maratonianos partidos de tenis, jugados con frecuencia a la luz de las antorchas hasta bien entrada la noche. Las apuestas iban unidas invariablemente al tenis. El rey Juan II de Francia, por esas fechas cautivo en Inglaterra, había gastado a lo largo de los años una pequeña fortuna en pagar sus deudas de juego. (El rey Juan era conocido como Juan el Bueno, y se decía de él que quizá fuera bueno en algo pero desde luego no en tenis).

—¿Jugáis aquí a menudo? —preguntó Marek.

—El ejercicio físico tonifica el cuerpo y aviva la mente —respondió el monje sin vacilar—. Aquí jugamos en dos claustros.

Mientras atravesaban el claustro, Marek advirtió que varios de los apostantes vestían mantos verdes con ribetes negros. Eran hombres rudos, con modales de bandido.

Dejaron atrás el claustro y subieron por una escalera.

—Según parece —comentó Marek—, el monasterio acoge de buen grado a los hombres de Arnaut de Cervole.

—Verdad es —respondió el monje—, porque, a modo de favor, nos devolverán el molino.

—¿Os ha sido arrebatado? —preguntó Marek.

—Por así decirlo. —El monje se acercó a una ventana con vistas al Dordogne y al molino, a unos quinientos metros río arriba—. Con sus propias manos, los monjes de Sainte-Mère construyeron el molino conforme a los designios de nuestro venerado arquitecto, el hermano Marcelo. Marcelo es muy respetado en el monasterio. Como debéis de saber, ejerció de arquitecto al servicio del anterior abad, el obispo Laon. Por consiguiente, el molino que él proyectó, y nosotros construimos, es propiedad del monasterio, como lo son las rentas generadas.

»Aun así, sir Oliver nos exige el pago de un tributo por la explotación del molino, pese a no tener ningún derecho, salvo la circunstancia de que sus huestes controlan este territorio. Es por ello que el ilustrísimo señor abad ha recibido con agrado la promesa de Arnaut de devolver el molino al monasterio y eliminar el impuesto. Y de ahí nuestro trato cordial con los hombres de Arnaut.

Escuchando aquello, Chris pensó: ¡Mi tesis! Todo era tal como habían revelado sus investigaciones. Aunque cierta gente todavía consideraba la Edad Media una época oscura y retrasada, Chris sabía que en realidad había sido un período de intenso desarrollo tecnológico, y en ese sentido, no muy distinto del siglo
XX
. De hecho, la mecanización industrial, que más tarde se convirtió en un rasgo distintivo de Occidente, se originó en la Edad Media. La mayor fuente de energía de la época —la energía hidráulica— experimentó una dinámica evolución, y su uso se diversificó enormemente: no se restringió ya a la molienda de grano, sino que pasó a emplearse también en el cardado de fibras textiles, la herrería, la elaboración de cerveza, la carpintería, la preparación de argamasa, la fabricación de papel y cuerda, el prensado de aceitunas, la producción de tintes, y el accionamiento de los fuelles que suministraban calor a las fraguas. En toda Europa, los ríos se represaban, y volvían a represar a un kilómetro río abajo; se colocaban ruedas hidráulicas bajo todos los puentes. En algunos lugares, cascadas de molinos, uno tras otro utilizaban sucesivamente la energía de las corrientes de agua.

Por lo general, los molinos se explotaban como un monopolio, y representaban una importante fuente de ingresos… y de conflictos. Pleitos, asesinatos y batallas eran concomitantes a la actividad molinera. Y aquél era un ejemplo más…

—Y sin embargo —decía Marek— veo que el molino sigue en poder de lord Oliver, ya que su estandarte ondea en las torres y sus arqueros vigilan desde las almenas.

—Oliver retiene el puente del molino —respondió el monje_, porque el puente está cerca del camino de La Roque, y quien controla el molino, controla también el camino. Pero Arnaut no tardará en quitarle el molino.

—Y devolvéroslo a vosotros.

—Así es.

—¿Y qué hará el monasterio a cambio por Arnaut?

—Le daremos nuestra bendición, claro está —contestó el monje. Y al cabo de un momento añadió—: Y además le pagaremos generosamente.

Cruzaron un scriptorium, donde los monjes, sentados en hilera ante sus caballetes, copiaban manuscritos en silencio. Pero a Marek le parecía que allí nada encajaba. En lugar de trabajar acompañados de un canto meditativo, se oían de fondo los golpes y el vocerío procedentes del claustro. Y pese a la expresa proscripción de las ilustraciones impuesta por la orden, muchos monjes pintaban imágenes en las esquinas y los márgenes de los manuscritos. Los iluminadores tenían dispuestos alrededor pinceles y platos de piedra con diferentes colores, Algunas de las ilustraciones exhibían un vistoso recargamiento.

—Por aquí —dijo el monje, y los condujo escalera abajo hasta un reducido patio bañado por el sol.

A un lado, Marek vio a ocho soldados con los colores de Arnaut, y reparó en que llevaban sus espadas.

El monje los guió hasta una pequeña casa situada junto al patio y los hizo pasar al interior. Oyeron un gorgoteo de agua y vieron un surtidor con una enorme pila. Oyeron unos salmos cantados en latín. En el centro de la sala, dos monjes lavaban un cuerpo pálido y desnudo que yacía en una mesa.

—Frater Marcellus —musitó el monje con una parca reverencia.

Marek contempló estupefacto la escena. Tardó unos segundos en comprender lo que veía ante él.

El hermano Marcelo estaba muerto.

14.52.07

Su reacción los delató. El monje se dio cuenta al instante de que no sabían que Marcelo había muerto. Frunciendo el entrecejo, cogió a Marek del brazo y dijo:

—¿A qué habéis venido?

—Albergábamos la esperanza de hablar con el hermano Marcelo.

—Murió anoche.

—¿De qué murió? —preguntó Marek.

—No lo sabemos. Pero como veis, su edad era muy avanzada.

—Teníamos una petición urgente que hacerle —declaró Marek—. Quizá si pudiera ver sus pertenencias…

—Carecía de pertenencias.

—Pero sin duda algunos efectos personales…

—Vivía con lo más elemental —contestó el monje.

—¿Puedo ver su celda?

—Eso no es posible, lo lamento.

—Pero os estaría muy agradecido si…

—El hermano Marcelo vivía en el molino. Ocupaba allí una habitación desde hacía muchos años.

—Ah.

El molino se hallaba en poder de las huestes de Oliver. No podían entrar allí, al menos de momento.

—Pero acaso yo pueda ayudaros —ofreció el monje—. Decidme: ¿Cuál era esa petición tan urgente?

Pese al tono en apariencia despreocupado de la pregunta, Marek receló de inmediato.

—Se trataba de un asunto privado —dijo—. No puedo revelarlo.

—Aquí no hay nada privado —repuso el monje, dirigiéndose hacia la puerta.

Marek presintió que se disponía a dar la voz de alarma.

—Era una petición del maestro Edwardus.

—¡El maestro Edwardus! —El monje cambió radicalmente de actitud—. ¿Por qué no lo habéis dicho antes? ¿Y qué sois del maestro Edwardus?

—A fe que somos sus ayudantes.

—¿Es eso cierto?

—Sí, en verdad lo es.

—¿Por qué no lo habéis dicho de buen comienzo? El maestro Edwardus es aquí bienvenido, ya que realizaba un servicio para el abad cuando fue prendido por los hombres de Oliver.

—Ah.

—Acompañadme inmediatamente —dijo el monje—. El abad tendrá interés en veros.

—Pero hemos…

—El abad tendrá interés. ¡Venid!

Cuando salieron de nuevo al sol, Marek vio un mayor número de soldados vestidos de verde y negro en los patios del monasterio. Y aquellos soldados no estaban ociosos, sino alertas, prestos al combate.

La casa del abad, situada en un apartado rincón del monasterio, era pequeña, de madera tallada. Los condujeron a una reducida antesala forrada con paneles de madera, donde había un monje de mayor edad, cargado de espaldas y pesado como un sapo, sentado ante una puerta cerrada.

—¿Está el Ilustrísimo señor abad?

—Ciertamente. Ahora está aconsejando a una penitente.

En la habitación contigua se oía un rítmico chirrido.

—¿Cuánto tiempo de oración le impondrá? —preguntó el monje.

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