—Mantén los miembros distendidos —aconsejó Marek a Chris—. Relaja el cuerpo.
—¿Que me relaje? —protestó Chris.
Pero Kate ya se había deslizado sobre el parapeto y colgaba de la muralla por el exterior. Se soltó y cayó de pie como los gatos. Alzó la vista y les hizo señas para que la siguieran.
—Está muy alto —dijo Chris—. No quiero romperme una pierna…
Oyeron voces a su derecha. Tres soldados corrían hacia ellos por el adarve con las espadas en alto.
—Entonces quédate —respondió Marek, y saltó.
Chris se lanzó detrás de él, cayó con un gruñido y rodó por tierra. Se puso en pie lentamente. No tenía nada roto.
Empezaba a sentirse aliviado y muy satisfecho de sí mismo cuando la primera flecha pasó zumbando junto a él y se clavó entre sus pies. Los soldados les disparaban desde el adarve. Marek lo agarró del brazo y, tirando de él, corrió hasta unos espesos matorrales a diez metros de distancia. Se echaron a tierra y esperaron.
Casi de inmediato rehilaron más flechas sobre sus cabezas, pero esta vez procedían del exterior del recinto amurallado. En la creciente oscuridad, Chris apenas distinguía a los soldados con sobrevestes de colores verde y negro apostados ladera abajo.
—¡Ésos son hombres de Arnaut! —dijo Chris—. ¿Por qué nos atacan?
Marek no contestó. Arrastrándose, comenzó a alejarse. Kate lo siguió. Una flecha silbó junto a Chris, pasando tan cerca del hombro que el asta le desgarró la tela del jubón. Notó una punzada de dolor.
Se echó cuerpo a tierra y fue tras ellos.
—Traigo buenas y malas noticias —anunció Diane Kramer al entrar en el despacho de Doniger poco antes de las nueve de la mañana.
Sentado ante el ordenador, Doniger tecleaba con una mano y sostenía una lata de Coca-Cola en la otra.
—Dame primero las malas.
—Los heridos fueron trasladados anoche al hospital universitario. Cuando llegaron, ¿adivina quién estaba de guardia? La misma médica que atendió a Traub en Gallup, una tal Tsosie.
—¿La misma médica trabaja en los dos hospitales?
—Sí. Está en plantilla en el hospital universitario, pero va dos días por semana a Gallup.
—¡Mierda! —exclamó Doniger—. ¿Y eso es legal?
—Claro. Pero el caso es que la doctora Tsosie examinó a nuestros técnicos con lupa. Incluso sometió a resonancias magnéticas a tres de ellos. Reservó el escáner expresamente en cuanto supo que se trataba de un accidente relacionado con la ITC.
—¿Resonancias magnéticas? —Doniger frunció el entrecejo—. Eso significa que debió de detectar anomalías en Traub.
—Sí —confirmó Kramer—. Porque, según parece, hicieron una resonancia magnética a Traub. Así que indudablemente buscaba algo. Defectos físicos. Tejidos desalineados.
—Mierda —repitió Doniger.
—Además, armó mucho revuelo con sus indagaciones, despertando suspicacias y paranoias por todo el hospital, y avisó a ese Wauneka, el policía de Gallup. Por lo visto, son amigos.
Doniger lanzó un gemido.
—Esto es lo último que necesitaba.
—¿Quieres oír ahora las buenas noticias? —preguntó Kramer.
—Escucho.
—Wauneka se pone en contacto con la policía de Albuquerque. El jefe de policía en persona se presenta en el hospital. Van también un par de periodistas. Todos impacientes por conocer la bomba informativa. Esperan contaminación radiactiva. Esperan un resplandor en la oscuridad. Y en lugar de eso se encuentran con una situación bochornosa. Todas las heridas son leves. Producidas en su mayoría por esquirlas de cristal. Incluso las heridas de metralla son superficiales, metal incrustado en la piel.
—El blindaje de agua debió de reducir la velocidad de los fragmentos —comentó Doniger.
—Sí, eso mismo he pensado. Pero esa gente se lleva una gran decepción. Y luego el detalle final, las resonancias magnéticas, el golpe de gracia, un triple fracaso. Ninguno de nuestros empleados presenta errores de transcripción. Porque, claro está, son sólo técnicos. El jefe de policía de Albuquerque se pone hecho una furia. El director del hospital se pone hecho una furia. Los periodistas se marchan a informar sobre un incendio en un bloque de apartamentos. Entretanto, un enfermo con cálculos renales está a punto de morir porque, como la doctora Tsosie ha monopolizado el escáner, no pueden hacerle una resonancia magnética a tiempo. De pronto, la doctora ve peligrar su empleo. Wauneka cae en desgracia. Se ponen los dos a cubierto.
—Perfecto —dijo Doniger, sonriente, dando un puñetazo en la mesa—. Se lo tienen bien merecido, esos gilipollas.
—Y como colofón —añadió Kramer con tono triunfal—, la periodista francesa, Louise Delvert, ha accedido a visitar nuestras instalaciones.
—¡Por fin! ¿Cuándo viene?
—La próxima semana. Le enseñaremos las tonterías de siempre.
—Este empieza a ser un gran día —afirmó Doniger—. Sabes, quizá aún consigamos mantener este asunto bajo mano. ¿Eso es todo?
—La rueda de prensa será a mediodía.
—Eso forma parte de las malas noticias —dijo Doniger.
—Y Stern ha visto el antiguo prototipo. Quiere viajar al pasado. Gordon se ha negado en redondo, pero Stern quiere que tú se lo confirmes.
Doniger guardó silencio por un instante.
—Pues yo digo que puede ir —respondió por fin.
—Bob…
—¿Por qué no vamos a permitírselo?
—Porque es muy arriesgado. Esa máquina tiene un blindaje mínimo. No se usa desde hace años, y nos consta que causó graves errores de transcripción en quienes la utilizaron. Es muy posible que ni siquiera volviese.
—Lo sé. —Doniger le quitó importancia a todo aquello con un gesto—. Nada de eso es el núcleo.
—¿Cuál es el núcleo? —preguntó Kramer, confusa.
—Baretto.
—¿Baretto?
—¿He oído un eco? Por Dios, Diane, piensa un poco.
Kramer, ceñuda, negó con la cabeza.
—Ata cabos —prosiguió Doniger—. Baretto murió un par de minutos después de llegar al punto de destino, ¿no es así? Lo traspasaron varias flechas al principio mismo del viaje.
—Sí…
—En esos primeros minutos todos se quedan cerca de las máquinas, juntos, en grupo. ¿Correcto? ¿Qué razón hay, pues, para pensar que sólo Baretto resultó muerto?
Kramer permaneció callada.
—Lo lógico es suponer que quienquiera que matase a Baretto, probablemente los mató a todos —continuó Doniger—. Al equipo completo.
—De acuerdo…
—Y de ahí se desprende que probablemente no volverán. El profesor no volverá. El grupo entero ha desaparecido. Es una desgracia, sí, pero podemos Justificar de muchas formas la desaparición de un grupo de personas: un trágico accidente en el laboratorio, con todos los cuerpos incinerados, o un avión estrellado. Nadie sospecharía.
Se produjo un silencio.
—Excepto Stern —dijo Kramer—. Él conoce toda la historia.
—Exacto.
—Así que quieres enviarlo también al pasado. Librarte de él de la misma manera. De un plumazo.
—Nada más lejos —se apresuró a rectificar Doniger—. Eh, yo me opongo. Pero él se ofrece voluntario. Quiere ayudar a sus amigos. ¿Quién soy yo para impedírselo?
—Bob, a veces eres un verdadero gilipollas.
Doniger prorrumpió en carcajadas. Tenía una risa aguda, histérica y estridente, como la de un niño. Muchos científicos reían así, pero a Kramer ese sonido le recordaba a una hiena.
—Si consientes que Stern viaje en esa máquina, dimito.
Al oírla, Doniger rió aún con más ganas, echando atrás la cabeza. Kramer se enfureció.
—Hablo en serio, Bob.
Doniger dejó por fin de reír y se enjugó las lágrimas.
—Vamos, Diane. Lo decía en broma. Claro que no voy a permitirle viajar en esa máquina. ¿Dónde está tu sentido del humor?
Kramer se volvió para marcharse.
—Informaré a Stern de que no puede ir —dijo—. Pero no bromeabas.
Doniger rompió a reír de nuevo. Su risa de hiena resonó en el despacho. Kramer, indignada, dio un portazo al salir.
Llevaban cuarenta minutos de penoso ascenso por la ladera boscosa situada al noreste de Castelgard. Por fin alcanzaron la cima del monte, la cota más alta de los alrededores, y pudieron detenerse a recobrar el aliento y otear la zona.
—¡Dios mío! —exclamó Kate, mirando al frente con expresión de asombro.
Veían el río y, en la orilla opuesta, el monasterio. Sin embargo lo que realmente atrajo su atención fue el imponente castillo, elevándose a gran altura por encima del monasterio: la fortaleza de La Roque. Era colosal. En el azul cada vez más oscuro del crepúsculo, el castillo rutilaba por efecto de la luz procedente de un centenar de ventanas e innumerables teas dispuestas a lo largo de las almenas. No obstante, a pesar de la viva iluminación, la fortaleza ofrecía un aspecto siniestro. La muralla exterior parecía negra sobre el agua quieta del foso. Dentro del recinto se alzaba otra muralla completa, provista de varias torres redondas, y en el centro estaba el castillo propiamente dicho, con el gran salón y una oscura torre rectangular de unos treinta metros de altura.
—¿Se parece a la moderna La Roque? —preguntó Marek a Kate.
—En absoluto —contestó ella, negando con la cabeza—. Esta fortaleza es gigantesca. El castillo moderno tiene sólo una muralla. Aquí hay dos.
—Por lo que yo sé, nadie la capturó nunca por la fuerza —comentó Marek.
—Ahora ves por qué —dijo Chris—. Fijaos en el emplazamiento.
En sus lados oriental y meridional, la fortaleza coronaba un despeñadero de piedra caliza, una pared de ciento cincuenta metros de altura que caía a plomo sobre el Dordogne. Al oeste, donde la ladera, aunque escarpada, no era vertical, se hallaban enclavadas las casas de piedra del pueblo, pero quienquiera que subiese por el camino a través del pueblo se tropezaría al final con un ancho foso y varios puentes levadizos. Al norte, la pendiente era más suave, pero en esa zona se había talado una amplia extensión de bosque, convirtiéndola en una explanada al descubierto: intentar el asalto desde allí, era una maniobra suicida para cualquier ejército.
—Mirad allí —dijo Marek, señalando a lo lejos.
Bajo la luz crepuscular, un destacamento de soldados se aproximaba al castillo desde el oeste. Dos caballeros con antorchas encabezaban la marcha, y al resplandor de éstas, Marek, Chris y Kate distinguieron vagamente a sir Oliver, sir Guy y el profesor Johnston, seguidos por los demás caballeros del séquito en columna de a dos. Se hallaban tan lejos que en realidad los reconocieron por las siluetas y posturas. Pero Chris, al menos, no tenía la menor duda de lo que veía.
Suspiró cuando los jinetes cruzaron el foso por el puente levadizo y penetraron en la fortaleza a través de una enorme barbacana formada por dos torres gemelas semicirculares, una obra de fortificación conocida como puerta en doble D, porque las torres, vistas desde arriba, semejaban dos des idénticas. Los soldados de guardia en lo alto de las torres observaron pasar bajo ellos al destacamento.
Dejando atrás la barbacana, los jinetes entraron en otro patio cerrado, donde había unos cuantos barracones de madera.
—Ahí está acuartelada la tropa —dijo Kate.
El destacamento atravesó ese patio, cruzó un segundo foso por un segundo puente levadizo, y traspuso una segunda barbacana con torres gemelas aún mayores: unos diez metros de altura, y resplandecientes por la luz proyectada desde docenas de aspilleras.
Una vez en el patio interior del castillo, desmontaron. Oliver condujo al profesor hacia el gran salón, y ambos desaparecieron por la puerta.
—El profesor dijo que si nos separábamos, debíamos ir al monasterio en busca del hermano Marcelo, que tiene la llave —recordó Kate—. Supongo que se refería a la llave del pasadizo secreto.
Marek asintió con la cabeza.
—Y eso haremos. Pronto anochecerá, y entonces nos pondremos en marcha.
Chris miró ladera abajo. En la oscuridad, veía reducidos piquetes de soldados distribuidos por los campos hasta la orilla misma del río.
—¿Quieres ir al monasterio esta noche?
Marek volvió a asentir.
—Por arriesgado que parezca ahora —dijo—, mañana será mucho peor.
No había luna. Sólo alguna que otra nube surcaba el cielo negro y estrellado. Guiados por Marek, descendieron por la ladera, bordearon el pueblo de Castelgard en llamas y se adentraron en un lóbrego paisaje. Sorprendido, Chris advirtió que, una vez adaptada la vista a la oscuridad, veía bastante bien a la luz de las estrellas. Debido probablemente a que no había contaminación atmosférica, pensó. Recordó haber leído que en siglos anteriores se divisaba el planeta Venus en pleno día tal como en el presente vemos la luna. Por supuesto, eso era imposible desde hacía cientos de años.
Le sorprendió asimismo el profundo silencio de la noche. Lo más sonoro que oían eran sus propios pasos a través de la hierba y los matorrales.
—Iremos hasta el camino y luego bajaremos al río —musitó Marek.
Avanzaron lentamente. Con frecuencia, Marek se detenía y, agachándose, escuchaba con atención durante dos o tres minutos antes de seguir adelante. Pasó casi una hora hasta que avistaron el camino que discurría entre el pueblo y el río. Era una franja clara destacándose sobre el fondo relativamente más oscuro de la hierba y el follaje que lo flanqueaban.
Allí, Marek paró una vez más. Reinaba un silencio absoluto. Se oía sólo el murmullo del viento. Impaciente por seguir, Chris aguardó un minuto e hizo ademán de erguirse.