—Un buen rato, posiblemente —contestó el sapo—. Es reincidente, y peca con frecuencia.
—Desearía que informarais al Ilustrísimo señor abad de la presencia de estos respetables hombres —dijo el monje—, ya que traen noticias de Edwardus de Johnes.
—Tened la seguridad de que le informaré —contestó el sapo con tono aburrido. Sin embargo, Marek percibió un asomo de repentino interés en su mirada. Echando un vistazo al sol, añadió—: Es casi la hora tercia. ¿Compartirán vuestros invitados nuestra humilde comida?
—Muchas gracias, pero no, debemos… —empezó a decir Marek.
Chris tosió. Kate clavó un dedo en la espalda a Marek.
—La compartiremos si no es molestia —rectificó Marek.
—Bienvenidos seáis, por la gracia de Dios.
Se disponía a salir hacia el refectorio cuando un monje joven irrumpió en la antesala con la respiración agitada.
—¡Mi señor Arnaut viene hacia aquí! —anunció—. ¡Desea ver al abad de inmediato!
El sapo se puso en pie de un brinco y les dijo:
—Ahora debéis desaparecer.
Acto seguido, abrió una puerta lateral.
Así fue como accedieron a una pequeña y sencilla habitación contigua a los aposentos del abad. Los chirridos de la cama se interrumpieron, y a continuación oyeron los susurros del sapo, que hablaba al abad con tono apremiante.
Al cabo de un momento, se abrió otra puerta y entró una mujer, con las piernas desnudas y el rostro sonrojado, arreglándose apresuradamente la ropa. Era muy hermosa. Cuando la mujer se volvió, Chris vio con asombro que era lady Claire.
Ella advirtió su expresión y preguntó:
—¿Por qué me miráis así?
—Esto, mi señora…
—Escudero, el reproche que se adivina en vuestro semblante es sumamente injusto. ¿Cómo os atrevéis a juzgarme? Soy una delicada mujer, sola en tierra extranjera, sin nadie que me defienda, proteja o guíe. Pese a ello, debo encontrar el modo de llegar a Burdeos, a ochenta leguas de distancia, y desde allí viajar a Inglaterra si quiero reclamar las heredades de mi esposo. Ésa es mi obligación como viuda, y en estos tiempos de guerra y confusión haré sin vacilar lo que sea necesario para cumplirla.
Chris pensó que la vacilación no formaba parte de la personalidad de aquella mujer. Su audacia lo dejaba atónito. Marek, por su parte, la contemplaba con franca admiración. Con tono grandilocuente, dijo:
—Os ruego le disculpéis, mi señora, pues es joven y a menudo irreflexivo.
—Las circunstancias cambian. Necesitaba una carta de presentación que sólo el abad podía darme. Empleo cuantos métodos de persuasión tengo a mi alcance.
En ese momento lady Claire saltaba sobre un solo pie, intentando mantener el equilibrio mientras se enfundaba las calzas. Tras ceñírselas bien, se arregló el vestido y luego se puso el griñón en la cabeza, atándolo expertamente bajo la barbilla de modo que sólo fuera visible su cara.
En cuestión de minutos, parecía una monja. Sus ademanes se tornaron recatados, su voz más baja, más dulce.
—Ahora, por un azar, sabéis algo de mí que no quería dar a conocer a nadie. En ese sentido, pues, estoy a vuestra merced, y os suplico silencio.
—Contad con ello —respondió Marek—, ya que vuestros asuntos no nos atañen.
—A cambio, también yo os prometo mi silencio —dijo Claire—, pues resulta evidente que el abad no desea que De Cervole descubra vuestra presencia en el monasterio. Todos guardaremos nuestros mutuos secretos. ¿Tengo vuestra palabra?
—A fe mía que la tenéis, mi señora —aseguró Marek.
—Sí, mi señora —contestó Chris.
—Sí, mi señora —dijo Kate.
Al oír la voz de Kate, Claire la observó con expresión ceñuda y se aproximó a ella.
—¿Decís verdad?
—Sí, mi señora —repitió Kate.
Claire le palpó el pecho, notando los senos bajo la ceñida tira de tela que Kate se había puesto alrededor para disimularlos.
—Os habéis cortado el pelo, damisela. ¿Sabéis que disfrazarse de hombre se castiga con la muerte? —preguntó, mirando a Chris de soslayo.
—Lo sabemos —contestó Marek por Kate.
—Para llegar al punto de renunciar a vuestro sexo, debéis de seguir al maestro con gran entrega.
—Así es, mi señora.
—En tal caso, ruego encarecidamente a Dios que sobreviváis. La puerta se abrió, y el sapo les hizo una seña.
—Venid, respetables amigos. A vos, mi señora, os pido que os quedéis; el abad atenderá vuestra solicitud en breve. Pero vosotros, respetables amigos, acompañadme.
En el patio, Chris se inclinó hacia Marek y susurró:
—André, esa mujer es un veneno.
Marek sonreía.
—Reconozco que tiene cierta chispa…
—André, te lo aseguro: no puedes fiarte de nada de lo que dice.
—¿Tú crees? A mí me ha parecido muy franca —contestó Marek—. Quiere protección, y está en lo cierto.
—¿Protección? —dijo Chris, mirándolo fijamente.
—Sí. Quiere un paladín —comentó Marek con semblante pensativo.
—¿Un paladín? ¿De qué hablas? Tenemos sólo… ¿cuántas horas nos quedan?
Marek consultó el temporizador que llevaba en la muñeca.
—Once horas diez minutos.
—Entonces, ¿de qué hablas? ¿Un paladín?
—Ah, sólo era una idea —respondió Marek. Echó un brazo a los hombros de Chris—. Nada importante.
Estaban sentados a una larga mesa en compañía de un gran número de monjes. Frente a cada uno de ellos humeaba un tazón de caldo de carne, y en el centro de la mesa había fuentes rebosantes de verdura, ternera y capones asados. Y nadie movía un solo dedo mientras los monjes rezaban con la cabeza gacha.
Pater noster qui es in coelis
santivicetur nomen tuum
adventat regnum tuum
fiat voluntas tua
Una y otra vez, Kate lanzaba furtivas miradas a la comida. Los capones humeaban. Parecían tiernos y jugosos. De pronto notó que los monjes sentados cerca de ella mostraban extrañeza por su silencio. Por lo visto, Kate debería haber conocido aquella oración.
A su lado, Marek rezaba en alto con voz clara.
Panem nostrum quotidianum
da noble hodíe
et dimmitte nobis debita nostra
Kate no sabía latín, y no podía unirse a ellos, así que permaneció callada hasta el «Amén» final.
Alrededor, los monjes alzaron la vista y la saludaron con inclinaciones de cabeza. Kate temía aquel momento, porque le hablarían y sería incapaz de contestar. ¿Qué haría?
Observó a Marek, aparentemente relajado. ¿Y por qué no iba a estarlo? Al fin y al cabo, él conocía el idioma.
Un monje le tendió una fuente de ternera sin decir nada. De hecho, todos guardaban silencio. Las fuentes pasaban de mano en mano, y nadie pronunciaba una sola palabra. El único sonido era el leve tintineo de los cuchillos contra los platos. ¡Comían en silencio!
Kate aceptó la fuente con un gesto de asentimiento y se sirvió una generosa ración, y luego otra, refrenándose sólo al advertir la mirada de desaprobación de Marek. Le entregó la fuente.
Al fondo del refectorio, un monje comenzó a leer un texto en latín, y su voz llegaba a los oídos de Kate como una lejana cadencia mientras comía vorazmente. Estaba muerta de hambre. No recordaba cuánto tiempo hacía que no había disfrutado tanto de una comida. Miró de reojo a Marek, que comía con una plácida sonrisa en los labios. Kate se concentró en el caldo, que estaba delicioso) y al cabo de un momento volvió a mirar a Marek.
Ya no sonreía.
Marek había permanecido atento a las entradas del refectorio, una alargada sala rectangular. Había tres: una a su derecha, una a su izquierda, y otra enfrente, en la parte central del refectorio.
Minutos antes había visto reunirse cerca de la puerta de la derecha a un grupo de soldados vestidos de verde y negro. Se asomaron a echar una ojeada, como si les interesara la comida, pero se quedaron fuera.
Y en ese momento vio a un segundo grupo de soldados ante la puerta de enfrente. Kate lo miró, y él, inclinándose, le susurró al oído:
—La puerta de la izquierda.
Los monjes sentados alrededor les dirigieron miradas de desaprobación. Kate asintió con la cabeza, indicando a Marek que lo comprendía.
¿Adónde conducía la puerta de la izquierda? Allí no había soldados, y al otro lado se veía sólo un espacio oscuro. Diera a donde diera, tendrían que arriesgarse. Marek cruzó una mirada con Chris y señaló discretamente con el pulgar: era hora de marcharse.
Chris movió la cabeza en un casi imperceptible gesto de asentimiento. Marek apartó su tazón de caldo, y cuando hacía ya ademán de levantarse, un monje de hábito blanco se acercó a él y le anunció al oído:
—El abad os recibirá ahora.
El abad de Sainte-Mère era un hombre enérgico de poco más de treinta años, con cuerpo de atleta y mirada astuta de mercader. Llevaba un hábito negro exquisitamente bordado y un collar de oro macizo, y la mano que ofreció para que se la besaran lucía sortijas en cuatro dedos. Los recibió en un patio soleado, y empezó a pasear al lado de Marek mientras Chris y Kate los seguían a unos pasos de distancia. Había soldados con los colores verde y negro por todas partes. El abad era de carácter alegre, pero tenía la costumbre de cambiar repentinamente de tema, como si pretendiera coger desprevenido a su interlocutor.
—Os pido mis más sinceras disculpas por la presencia de estos soldados —dijo el abad—, pero sospecho que unos intrusos, hombres de Oliver, han penetrado en el recinto del monasterio, y debemos extremar nuestras precauciones hasta que los encontremos. Y mi señor Arnaut ha tenido la deferencia de ofrecernos protección. ¿Habéis comido bien?
—Muy bien, gracias a Dios y a su ilustrísima.
El abad sonrió complacido.
—La adulación no es de mi agrado —dijo—. Y nuestra orden la proscribe.
—Lo tendré en cuenta —respondió Marek.
El abad miró a los soldados y suspiró.
—Con tantos soldados, es inútil organizar partidas.
—¿A qué partidas os referís?
—Partidas, partidas de caza —repuso el abad con tono impaciente—. Ayer por la mañana salimos de cacería y volvimos con las manos vacías, sin un corzo siquiera. Y el grueso de las tropas de Cervole aún no había llegado. Ahora ya están aquí, dos mil hombres. Las piezas que ellos no cobren huirán asustadas. Pasarán meses antes de que haya otra vez caza en estos bosques. ¿Qué nuevas me traéis del maestro Edwardus? Contadme, porque necesito saber de él con urgencia.
Marek frunció el entrecejo. Ciertamente el abad parecía tenso, ávido de noticias. Pero daba la impresión de que esperaba una información concreta.
—El maestro Edwardus está en La Roque, su ilustrísima.
—Ah. ¿Con sir Oliver?
—Sí, su ilustrísima.
—Es una lástima. ¿Os transmitió algún mensaje para mí? —Debió de advertir perplejidad en la expresión de Marek—. ¿No?
—Edwardus no me dio ningún mensaje, su ilustrísima.
—¿Algo en clave, tal vez? ¿Alguna frase trivial o inconexa?
—Lo lamento pero no —respondió Marek.
—Más lo lamento yo. ¿Y ahora está en La Roque?
—Sí, su ilustrísima.
—Una situación ciertamente aciaga —comentó el abad—. Pues, según creo, La Roque es inexpugnable.
—No obstante, si existe un pasadizo secreto para acceder… —dijo Marek.
—Ah, el pasadizo, el pasadizo —lo interrumpió el abad, haciendo un gesto de rechazo—. Ese pasadizo será mi perdición. No oigo hablar de otra cosa. Todo el mundo desea descubrir el pasadizo, y Arnaut el primero. El maestro me prestaba sus servicios revisando los viejos documentos de Marcellus. ¿Estáis seguro de que no os dijo nada?
—Nos dijo que buscáramos al hermano Marcelo.
El abad soltó un resoplido.
—Ese pasadizo secreto fue obra del ayudante y escriba del Laon, que era el hermano Marcelo, cierto. Pero en los últimos años el viejo Marcelo estaba fuera de su sano juicio. Por eso le permitíamos vivir en el molino. Pasaba el día entero mascullando y hablando solo, y de pronto empezaba a vociferar, diciendo que veía demonios y espíritus, se le quedaban los ojos en blanco y agitaba sin control brazos y piernas, hasta que las visiones desaparecían. —El abad movió la cabeza en un gesto de negación—. Los otros monjes lo veneraban, interpretando esas visiones como prueba de devoción, y no como lo que en realidad eran: el síntoma de un trastorno. Pero ¿por qué os pidió el maestro que acudierais a él?
—El maestro dijo que Marcelo tenía una llave.
—¿Una llave? —repitió el abad—. ¿Una
llave
? —Parecía muy irritado—. Claro que tenía una llave. Tenía muchas llaves, y todas se encuentran en el molino, pero no podemos… —Dio un traspié y a continuación miró a Marek con expresión de sorpresa.
Alrededor, los hombres apostados en el patio empezaron a gritar y señalar hacia arriba.
—Su ilustrísima… —dijo Marek.
El abad escupió sangre y se desplomó en brazos de Marek, que lo tendió con cuidado en el suelo. Notó la flecha en la espalda del abad antes de verla. Más flechas zumbaron y se clavaron en la tierra cerca de ellos, temblando las astas entre la hierba.
Marek alzó la vista y divisó varias figuras vestidas de marrón en el campanario de la iglesia, disparando en rápida sucesión. Una flecha arrancó a Marek el bonete de la cabeza; otra le desgarró la manga del jubón. Otra se hundió en el hombro del abad.
La siguiente flecha traspasó el muslo a Marek. Sintió un dolor intenso y ardiente que se extendió por toda la pierna y perdió el equilibrio, cayendo de espaldas en la hierba. Intentó levantarse, pero estaba demasiado aturdido. Volvió a caer de espaldas mientras las flechas silbaban alrededor.
En el lado opuesto del patio, Chris y Kate corrieron a guarecerse de la lluvia de flechas. Kate lanzó un alarido, se tambaleó y se fue de bruces a tierra. Una flecha asomaba de su espalda. Se apresuró a levantarse, y Chris vio que la flecha le había atravesado el jubón bajo la axila pero no la había herido. Otra flecha rozó la pierna a Chris, rasgándole las calzas. Y por fin llegaron a la galería porticada y se lanzaron al suelo tras uno de los arcos. Alrededor, las flechas impactaban contra las paredes y los arcos de piedra.
—¿Estás bien? —preguntó Chris.
Kate, con la respiración entrecortada, movió la cabeza en un gesto de asentimiento.
—¿Dónde está André?
Chris se levantó y miró con cautela desde detrás de la columna.