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Authors: Alexander Kent

Tags: #Histórico

Rumbo al Peligro (16 page)

BOOK: Rumbo al Peligro
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Colpoys dejó su vaso y se puso en pie. Al parecer, en el tiempo que él había necesitado para llegar andando desde el muelle hasta la residencia, Dumaresq había resuelto sus asuntos.

Por la expresión de su cara cuando apareció en el umbral de una puerta en forma de arco, Bolitho supuso que estaba muy lejos de sentirse satisfecho.

—Tenemos que volver al barco —dijo Dumaresq.

Esta vez, la despedida protocolaria se dio por finalizada en la residencia. Bolitho se enteró de que el virrey no se encontraba en Río, pero que volvería a la ciudad en cuanto se le avisase de la visita de la
Destiny
.

Dumaresq se lo explicó todo mientras salía a la luz del sol y saludaba, llevándose la mano al sombrero, a los guardias que se despedían de él.

Lanzó un gruñido con su resonante voz.

—Eso significa que «insiste» en que yo espere hasta que vuelva. No nací ayer, Bolitho. Estas gentes son nuestros más antiguos aliados, pero algunos de ellos tienen menos categoría que un pirata de poca monta. ¡Muy bien, virrey o no, en cuanto el
Heloise
se una a nosotros y yo esté preparado, zarparemos sin esperar más!

Dirigiéndose a Colpoys dijo:

—Que sus hombres marchen de vuelta. —Cuando el grupo de casacas rojas empezó a moverse formando una nube de polvo, Dumaresq subió de un salto al carruaje—. Usted venga conmigo. Cuando lleguemos al muelle quiero que lleve un mensaje en mi nombre. —Extrajo un sobre pequeño de su casaca—. Ya lo tenía preparado. Desde el principio esperaba lo peor. El cochero le llevará hasta allí, y no me cabe duda de que la noticia de su visita será conocida en toda la ciudad antes de que pase una hora. —Sonrió siniestramente—. Pero el virrey no es el único que puede alardear de astucia.

En el momento en que sobrepasaban ruidosamente a Colpoys y sus sudorosos infantes de marina, Dumaresq dijo:

—Lleve a un hombre con usted. —Miró el rostro expectante de Bolitho—. Una especie de guardaespaldas, si quiere llamarlo así. Me he fijado en ese luchador profesional en el bote de popa. Stockdale, creo que se llama. Llévele a él.

Bolitho estaba atónito. ¿Cómo podía Dumaresq estar pendiente de tantas cosas al mismo tiempo? Allí fuera un hombre estaba al borde de la muerte, y la propia vida de Palliser no iba a ser muy valiosa si fracasaba en su intento de obtener información. Había alguien en Río que debía de tener alguna relación con el oro desaparecido, pero no se trataba de la misma persona a la que él iba a llevar la carta de Dumaresq. Había también un barco, su tripulación y el navío apresado, el
Heloise
, y les quedaban miles de millas por delante antes de saber si tendrían éxito en su misión o bien fracasarían. Para ser un hombre de veintiocho años ascendido a comandante, sin duda Dumaresq cargaba con una pesada carga de responsabilidades. Todo eso hacía que el reloj desaparecido de Jury pareciera una cuestión casi trivial.

Una mestiza de gran estatura y cabello negro que llevaba un cesto de fruta en la cabeza se detuvo para ver pasar el carruaje. Sus hombros desnudos tenían el color de la miel, y cuando vio que ellos la miraban, les obsequió con una descarada sonrisa.

—Una chica preciosa —comentó Dumaresq—. Un par de soberbias amarraderas que todavía no conozco. ¡Quizá más tarde valga la pena correr el riesgo de tener que pasar por el ingrato trámite de pagar con tal de poder saborearla!

Bolitho no supo qué decir. Estaba acostumbrado a oír los comentarios groseros de los marineros, pero en boca de Dumaresq parecía demasiado vulgar y desagradable.

—Vaya lo más rápido que pueda. Mañana quiero embarcar un suministro de agua dulce, y antes hay que hacer un montón de cosas. —Dicho esto, se abalanzó escaleras abajo y desapareció en la yola.

Poco después, con Stockdale sentado frente a él y ocupando la mitad del carruaje, Bolitho le indicó al cochero la dirección escrita en el sobre.

Dumaresq había pensado en todo. Tanto Bolitho como cualquier otro forastero hubieran sido detenidos e interrogados acerca de su presencia allí. Pero el emblema del virrey estampado en ambas puertas del carruaje les abría el acceso a cualquier parte.

La casa en la que finalmente se detuvo el carruaje era un edificio bajo rodeado por un ancho muro. Bolitho supuso que se trataba de una de las casas más antiguas de Río, lujosa, y con un amplio jardín y una cuidada avenida de entrada.

Bolitho fue recibido por un sirviente negro que no mostró el menor signo de sorpresa y que le condujo hasta un vestíbulo circular adornado con jarrones de mármol llenos de flores como las que había visto en el jardín y diversas estatuas que se erguían en huecos separados como cordiales centinelas de bienvenida.

Bolitho vaciló en el centro del vestíbulo, sin saber muy bien qué hacer. Ante él pasó otro sirviente con la vista fija a la lejanía, en algún objeto indeterminado, ignorando por completo la carta que Bolitho sostenía en las manos.

—¡Yo me encargaré de que se muevan, señor! —atronó Stockdale.

Se abrió una puerta silenciosamente y Bolitho vio a un hombre poco corpulento con pantalones blancos y una camisa con muchas chorreras observándole.

—¿Pertenece usted a la dotación del barco? —le preguntó.

Bolitho le miró fijamente. Era inglés.

—Ejem… sí, señor. Soy el teniente Richard Bolitho de la fragata de Su Majestad Británica…

El hombre fue a su encuentro con la mano extendida.

—Sé cómo se llama el barco, teniente. A estas alturas ya todo Río lo sabe.

Le condujo hasta una habitación con las paredes cubiertas de libros y le ofreció asiento. Cuando un sirviente que pasaba completamente desapercibido cerró la puerta, Bolitho vio la imponente figura de Stockdale en pie, en el mismo sitio en que lo había dejado. Listo para protegerle, dispuesto, sospechó él, a no dejar piedra sobre piedra en la casa si era necesario.

—Me llamo Jonathan Egmont. —Sonrió amablemente—. Ese nombre no significará nada para usted. Es usted muy joven para tener ya esa graduación.

Bolitho apoyó las manos en los brazos de la butaca. Era pesada y estaba bien tallada. Al igual que la casa, hacía mucho tiempo que estaba allí.

Se abrió otra puerta y un nuevo sirviente esperó hasta que aquel hombre llamado Egmont se percatara de su presencia.

—¿Un poco de vino, teniente?

Bolitho tenía la boca completamente seca.

—Le agradecería un vaso, señor.

—Póngase cómodo entonces, mientras yo leo lo que su comandante tiene que comunicarme.

Bolitho observó la estancia mientras Egmont se acercaba a un escritorio y rasgaba el sobre de la carta escrita por Dumaresq con un estilete de oro. Las estanterías estaban llenas de incontables libros; el suelo estaba cubierto por lujosas alfombras. No era fácil apreciar los detalles, pues todavía estaba un poco deslumbrado por la luz del sol, y en cualquier caso las ventanas permanecían entornadas hasta el punto de mantener la estancia en una penumbra tal que resultaba difícil incluso ver con claridad al anfitrión. Un rostro que denota inteligencia, pensó. Era un hombre de unos sesenta años, aunque había oído decir que ese tipo de clima podía acelerar el envejecimiento. Era difícil intentar adivinar qué estaba haciendo allí, o cómo Dumaresq le había conocido.

Egmont dejó cuidadosamente la carta sobre el escritorio y miró a Bolitho desde el otro extremo de la habitación.

—¿No le ha explicado nada de esto su comandante? —Vio la expresión que se dibujó en el rostro de Bolitho y negó con la cabeza—. No, por supuesto que no; ha sido una torpeza por mi parte preguntarlo.

—Quería que le trajera la carta lo antes posible —dijo Bolitho—. Es todo lo que sé.

—Ya veo. —Por un instante pareció inseguro, incluso receloso. Luego dijo—: Haré lo que pueda. Me llevará algún tiempo, desde luego, pero teniendo en cuenta que el virrey no se encuentra en su residencia, no me cabe duda de que su comandante deseará quedarse y esperar un poco.

Bolitho abrió la boca para decir algo, pero volvió a cerrarla cuando los batientes de una puerta se abrieron hacia dentro dejando paso a una mujer que transportaba una bandeja.

Se puso en pie, terriblemente consciente de lo arrugada que estaba su camisa, de que llevaba el pelo pegado a la frente debido al sudor que le había empapado todo el cuerpo durante el viaje. Junto a la que estaba seguro de que se trataba de la criatura más hermosa que hubiera visto nunca, se sintió como un vagabundo.

Iba vestida completamente de blanco, y llevaba el vestido ceñido a la cintura con un estrecho cinturón dorado. Tenía el pelo negro azabache, como él, y aunque recogido con un lazo en la nuca, lo llevaba peinado de tal forma que le caía sobre los hombros, cuya piel parecía de seda.

Ella le miró de pies a cabeza, con la cabeza ligeramente ladeada.

Egmont también se había puesto en pie, y dijo con frialdad.

—Le presento a mi esposa, teniente.

Bolitho hizo una inclinación de cabeza.

—Es un honor, señora.

No sabía qué más decir. Ella le hacía sentir torpe e incapaz de pronunciar palabra; y todo eso sin haber hablado todavía con él. Dejó la bandeja sobre la mesa y extendió la mano hacia él.

—Es usted bienvenido en esta casa, teniente. Puede besarme la mano.

Bolitho la tomó entre las suyas, sintiendo su suavidad, su perfume, que hacía que le diera vueltas la cabeza.

Llevaba los hombros desnudos, y a pesar de la penumbra que reinaba en la estancia vio que sus ojos eran de color violeta. Era más que bella. Incluso su voz, cuando le había ofrecido la mano, resultaba excitante. ¿Cómo podía ser su esposa? Debía de ser mucho más joven que él. Era española o portuguesa, inglesa no, desde luego. A Bolitho le hubiera parecido lógico incluso que procediera directamente de la luna.

—Richard Bolitho, señora —balbució.

Ella dio un paso atrás y se llevó los dedos a la boca. Luego se echó a reír.

—¡Bo—li—tho! Creo que me resultará más fácil llamarle teniente. —Arrastró por el suelo su vestido con un gracioso balanceo y dirigiendo la mirada a su esposo añadió—: Aunque más adelante supongo que podré llamarle Richard.

Egmont dijo:

—Escribiré una carta que se llevará usted, teniente. —Parecía mirar al vacío, más allá incluso de su esposa. Como si ella no estuviese allí—. Haré lo que pueda —concluyó.

Ella se giró de nuevo hacia Bolitho.

—Por favor, venga a visitarnos mientras esté en Río. Considere ésta su casa. —Hizo una ligera y pausada reverencia sin dejar de mirarle fijamente a la cara, hasta que por fin añadió dulcemente—: Ha sido un verdadero placer conocerle.

Cuando hubo salido de la habitación, Bolitho se sentó en la butaca como si no le sostuvieran las piernas.

—Lo tendré listo en un momento —dijo Egmont—. Disfrute del vino mientras yo escribo unas líneas.

Cuando hubo acabado, y mientras sellaba el sobre con lacre de color escarlata, Egmont comentó displicente:

—La memoria es algo muy poderoso. Llevo aquí muchos años, y en todo ese tiempo raras veces me he movido, excepto cuando así lo exigían mis negocios. Y entonces, un buen día, aparece un barco del rey comandado por el hijo de un hombre que me fue muy querido; y ese día, de repente, todo cambia. —Hizo una brusca pausa antes de seguir hablando—: Pero seguramente tiene usted prisa por volver a sus obligaciones. —Le tendió la carta—. Buenos días.

Stockdale le miró con curiosidad cuando salió de la estancia tapizada de libros.

—¿Todo listo, señor?

Bolitho se detuvo al ver abrirse otra puerta, y apareció ella; su largo vestido le confería, casi a la perfección, la apariencia de una más de las estatuas, perfilada contra la oscuridad de la estancia que tenía detrás. No habló, ni siquiera esbozó una sonrisa, pero se le quedó mirando de forma tan explícita que le hizo pensar a Bolitho que ella estaba ya comprometiéndose a algo. Entonces movió la mano y la posó por un momento en el pecho; Bolitho sintió su corazón latir con tanta fuerza como si quisiera escapar del pecho y unirse al de ella.

Cuando la puerta se cerró él casi creyó que todo había sido producto de su imaginación o que el vino que había tomado era demasiado fuerte.

Miró a Stockdale, y por la expresión que vio en su magullado rostro supo que aquello había sucedido realmente.

—Será mejor que volvamos al barco, Stockdale. Stockdale le siguió hacia el exterior inundado por la luz del sol. Justo en el momento oportuno, pensó.

Ya había anochecido cuando el bote salía a toda prisa de las escaleras del desembarcadero hacia la plataforma de embarque de la fragata. Bolitho trepó a ella y cruzó el portalón sin dejar de pensar en la hermosa mujer del vestido blanco.

Rhodes estaba esperando con la dotación de a bordo y le susurró rápidamente:

—El primer teniente le está buscando, Dick.

—¡Señor Bolitho, preséntese en popa! —El perentorio tono de voz de Palliser silenció a Rhodes antes de que pudiera decir una sola palabra más.

Bolitho subió al alcázar y saludó llevándose la mano al sombrero.

—¿Señor?

—¡Le estaba esperando! —le espetó Palliser.

—Sí, señor. Pero el comandante me encargó una misión.

—¡Una misión que requería mucho tiempo, al parecer!

Bolitho hizo un esfuerzo para reprimir la indignación que le invadía. No importaba lo que hiciese o intentase hacer; Palliser nunca se mostraba satisfecho. Dijo con toda la calma de que fue capaz:

—Bueno, señor, ahora ya estoy aquí.

Palliser le miró con suspicacia, como si buscara algún indicio de insolencia. Luego dijo:

—Durante su ausencia, el oficial de la policía militar registró, siguiendo mis órdenes, las pertenencias de unos cuantos hombres. —Hizo una pausa para ver la reacción de Bolitho—. ¡No sé qué tipo de disciplina pretende usted inculcar a los miembros de su división, pero permítame decirle que se necesita algo más que intentar comprarlos con licores y vino para mantener su autoridad! El reloj del señor Jury apareció entre las pertenencias de uno de sus gavieros, Murray; ¿qué tiene usted que decir al respecto?

Bolitho se lo quedó mirando sin dar crédito a lo que acababa de oír. Murray le había salvado la vida a Jury. De no haber sido por su rápida forma de actuar aquella noche en la cubierta del
Heloise
, el guardiamarina no seguiría con vida. Y si Jury no hubiera lanzado a Bolitho su espada cuando éste perdió su sable, también él sería un cadáver. El vínculo creado por aquel dramático episodio unía muy especialmente a los tres hombres, aunque ninguno de ellos hubiera hablado del tema. Bolitho protestó:

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