—Pendergast... —La voz del hombre del sombrero estaba teñida de disgusto—. ¿Se puede saber por qué no ha acabado con él todavía? Nos prometió que lo haría.
—Lo he intentado, y en más de una ocasión.
El hombre del sombrero no contestó. Pasó la página y continuó leyendo.
Tardó unos minutos en volver a hablar.
—Estamos muy decepcionados con usted, Judson.
—Lo siento. —Esterhazy notó que la sangre le subía a las mejillas.
—No olvide nunca sus orígenes, Judson. Nos lo debe todo.
Asintió en silencio; el rostro le ardía de vergüenza..., vergüenza por el miedo que sentía, por su sumisión, su dependencia, su fracaso.
—¿Sabe Pendergast de la existencia de nuestra organización?
—Todavía no. Pero es como los pit bull. Nunca suelta su presa. Hay que arrebatársela. No podemos permitirnos que ande a sus anchas. Se lo repito, tenemos que matarlo.
—Es usted el que no puede permitirse que Pendergast ande a sus anchas —contestó el hombre de la verruga—. Debe ocuparse de él de una vez por todas.
—¡Dios santo, ya lo he intentado!
—No con el empeño suficiente. Resulta francamente molesto que crea que puede pasarnos el problema. Todo el mundo tiene un punto débil. Encuentre el de Pendergast y golpéele ahí.
Esterhazy notó que temblaba de frustración.
—Me está pidiendo algo imposible. Por favor, necesito que me ayuden.
—Claro, puede contar con nosotros para cualquier cosa que necesite. Le ayudamos con el pasaporte y volveremos a hacerlo. Dinero, armas, pisos francos, lo que sea. Además, tenemos el
Vergeltung.
Sin embargo, de Pendergast tendrá que ocuparse usted. Hacerlo de manera rápida y definitiva sería una buena manera de limpiar su nombre y congraciarse nuevamente con nosotros.
Esterhazy permaneció un momento en silencio, asimilando el alcance de aquellas palabras.
—¿Dónde está amarrado el
Vergeltung?
—En Manhattan, en el puerto deportivo de la calle Setenta y nueve... —El hombre del sombrero hizo una pausa—. Nueva York, ¿no es allí donde vive el agente Pendergast?
Aquello le sorprendió tanto que Esterhazy no pudo evitar alzar la vista y mirar al otro un instante.
Este volvió a la lectura del periódico, como dando por concluida la conversación. Al cabo de un momento, Esterhazy se levantó para marcharse. Mientras lo hacía, el otro hombre habló de nuevo.
—¿Se ha enterado de lo que le ha ocurrido al matrimonio Brodie?
—Sí —respondió Esterhazy. Se preguntó si la frase llevaba implícita alguna amenaza.
—No se preocupe, Judson —prosiguió el hombre—, nos ocuparemos de usted, como siempre hemos hecho.
Otro tren entró chirriando en la estación. El hombre del sombrero se concentró en el periódico y no volvió a abrir la boca.
Malfourche, Mississippi
Ned Betterton conducía su abollado Nissan por la calle principal —la única en realidad— de Malfourche. Aunque formaba parte de su trabajo, la mayoría de las veces procuraba evitar el pueblo: la mentalidad allí estaba demasiado enraizada en los pantanos. Pero los Brodie habían vivido allí. Sí, en pretérito. Kranston le había dado permiso a regañadientes para que siguiera investigando el caso, pero solo porque el horrible doble asesinato había sido un notición y el
Bee
no podía pasarlo por alto como si no hubiera tenido lugar. «Acaba con esa historia lo más deprisa que puedas y pasa a otra cosa», había mascullado.
Betterton había asentido obedientemente, pero no pensaba darse ninguna prisa por acabar. Lo primero que hizo fue lo que debería haber hecho desde el primer momento: comprobar la historia que los Brodie le habían contado. Y esta se había desmoronado a la primera. Bastaron unas cuantas llamadas telefónicas para saber que, si bien en San Miguel, México, existía un pequeño hotel llamado Casa Magnolia, los Brodie nunca lo habían regentado ni nunca habían sido sus propietarios. Simplemente se habían alojado en él en una ocasión, años atrás.
Le habían mentido descaradamente.
Ahora alguien había asesinado a los Brodie —el peor crimen de la zona en una generación—, y Betterton estaba seguro de que el suceso tenía algo que ver con su extraña desaparición y aún más extraña reaparición. Detrás podía haber cualquier cosa: drogas, espionaje industrial, tráfico de armas, lo que fuera.
Estaba convencido de que en Malfourche se hallaba el meollo del misterio. Allí era donde habían reaparecido los Brodie y también donde habían sido brutalmente asesinados. Es más, había oído rumores de extraños negocios en el pueblo meses antes de que el matrimonio reapareciera. También se había producido una explosión en Tiny's, una especie de bar y tienda de cebos de cierta fama. El informe oficial había atribuido la causa a una fuga en el depósito de propano, pero algunos rumores contaban cosas mucho más interesantes.
Pasó por delante de la pequeña casa de los Brodie, donde no hacía mucho que los había entrevistado. En esos momentos era el escenario de un crimen sin resolver: estaba precintada y había un coche patrulla aparcado delante.
Main Street giró hacia el oeste y el extremo del pantano Black Brake se le ofreció a la vista: una tupida franja pardusca que parecía una nube baja y plomiza en una tarde por lo demás soleada. Betterton entró en la zona comercial, un puñado de tristes escaparates y rótulos despintados. Aparcó cerca del embarcadero y apagó el motor. El esqueleto de un nuevo edificio se elevaba en el mismo lugar donde antes se hallaba Tiny's. Junto a los pantalanes había un montón de maderos requemados. Parte de la fachada, que daba a la calle, estaba terminada, y media docena de tipos desaliñados, sentados en los peldaños de la entrada, mataban el tiempo bebiendo cerveza en latas envueltas con bolsas de papel.
Betterton se apeó y fue hasta ellos.
—Hola a todos —dijo.
Los hombres lo observaron con aire suspicaz.
—Buenas —saludó al fin uno de ellos.
—Me llamo Ned Betterton y soy del
Ezerville Bee
—explicó—. Hace calor. ¿A alguien le apetece una cerveza bien fría?
Su ofrecimiento provocó un cruce de miradas.
—¿A cambio de qué?
—¿De qué puede ser? De información. Soy periodista.
El silencio fue la única respuesta.
—Tengo unas cuantas birras heladas en el maletero. —Betterton volvió lentamente hacia su coche (uno no debía apresurarse con gente como aquella), abrió el maletero y sacó una nevera portátil. Se la echó al hombro y volvió junto a los operarios. La dejó en la escalera, metió la mano, abrió una lata y dio un buen trago. Enseguida otras manos sacaron latas del hielo medio derretido.
Betterton se sentó y dejó escapar un suspiro.
—Estoy escribiendo un artículo sobre el asesinato del matrimonio Brodie. ¿Alguna idea de quién pudo matarlos?
—Quizá los cocodrilos —apuntó alguien, provocando un coro de risas burlonas.
—La policía ya nos ha interrogado —dijo un tipo delgado, con pantalón de peto y barba de una semana—. No sabemos nada.
—Yo creo que los mató ese agente del FBI —dijo con voz pastosa un hombre viejo y desdentado que parecía medio borracho.
—¿Del FBI? —preguntó Betterton al instante. Aquello era una novedad.
—El que vino con esa mujer policía de Nueva York.
—¿Qué querían? —Betterton se dio cuenta enseguida de que su tono denotaba demasiado interés. Intentó disimularlo bebiendo otro trago de cerveza.
—Querían saber el camino a Spanish Island —contestó el hombre desdentado.
—¿Spanish Island? —Betterton nunca había oído hablar de ese sitio.
—Sí, ya es coincidencia... —dijo el viejo arrastrando las palabras.
—¿Coincidencia? ¿Qué es coincidencia?
Siguió una ronda de miradas incómodas. Nadie dijo nada.
«¡La leche!», se dijo Betterton: en su búsqueda casi había dado con un filón.
—Mejor te callas —espetó el tipo delgado al viejo desdentado.
—¿Por qué, Larry? Si no he dicho nada.
Aquello era demasiado fácil, pensó Betterton. Estaba claro que ocultaban algo gordo, todos ellos, y él estaba a punto de saber qué era.
En ese instante, una gran sombra cayó sobre él. Un hombre alto y corpulento había salido de la penumbra del inacabado edificio. Llevaba afeitada su rosada cabeza, y una enorme papada le rodeaba el cuello como un salvavidas. En la nuca se le erizaban unos pocos cabellos rubios. Masticaba una pelota de tabaco que le formaba un bulto en la mejilla. Cruzó sus fuertes brazos y recorrió con la vista a los reunidos hasta que sus ojos se posaron en Betterton.
Este comprendió que solo podía tratarse del mismísimo Tiny. Ese hombre era una leyenda local, un cacique de los pantanos. De pronto se preguntó si el filón no estaría más lejos de lo que había creído.
—¿Qué coño quiere? —preguntó Tiny en tono amable.
—He venido por lo de ese agente del FBI —se arriesgó Betterton instintivamente.
La expresión que apareció en el rostro de Tiny no fue agradable.
—¿Pendergast?
«Pendergast.» Así pues, ese era su nombre. Y le sonaba... Una de esas familias ricas del Sur, de antes de la guerra.
Los diminutos ojos de Tiny se achicaron aún más.
—¿Es amigo de ese fisgón de mierda?
—Soy del
Bee.
Investigo el asesinato de los Brodie.
—Periodista —dijo Tiny con expresión siniestra.
Betterton reparó por primera vez en la cicatriz que tenía en el cuello, y que parecía latir con la vena que corría por debajo de ella.
Tiny miró al grupo.
—¿Qué coño hacéis hablando con un periodista? —Escupió un salivazo marrón.
Los otros se levantaron de uno en uno y la mayoría se alejaron, arrastrando los pies, no sin antes haberse llevado las últimas cervezas.
—Periodista —repitió Tiny.
Betterton lo vio venir, pero no fue lo bastante rápido. El tipo lo agarró por el cuello de la camisa y se lo retorció.
—Ya puede decir de mi parte a ese cabronazo que si lo pillo por aquí, le daré tal somanta de hostias que estará una semana escupiendo dientes.
Retorció un poco más el cuello de Betterton, hasta que este casi no pudo respirar y acto seguido lo arrojó al suelo.
Betterton rodó por el polvo. Aguardó un momento. Se irguió.
Tiny seguía ahí plantado, con las manos convertidas en puños, dispuesto para la pelea.
Betterton era menudo. De pequeño, niños grandotes lo habían zarandeado a placer creyendo que no corrían ningún riesgo. La cosa había empezado en el jardín de infancia y no había acabado hasta el primer año en el instituto.
—¡Eh, que ya me marcho! —exclamó con voz chillona y quejumbrosa—. Por Dios santo, ¡no hace falta que me pegue!
Tiny se relajó.
Betterton puso su mejor cara de asustado y se le acercó a gatas, con la cabeza gacha, como si se humillara.
—No busco pelea. De verdad.
—Me alegra oír eso...
Betterton se levantó bruscamente y aprovechó su inercia para lanzar un directo a la mandíbula de Tiny. El hombretón cayó al suelo como un trozo de mantequilla lanzado contra una pared de hormigón.
La lección que Ned Betterton había aprendido en el instituto era: por muy grande y fuerte que fuera el otro, había que responder. De lo contrario, no dejaría de repetirse e iría a peor. Tiny rodó por el suelo, mascullando maldiciones, pero estaba demasiado aturdido para levantarse y perseguirlo. Betterton caminó a toda prisa hasta su coche, dejando atrás a los hombres que seguían por allí y que lo miraban boquiabiertos.
—Disfruten de las cervezas, caballeros.
Mientras se alejaba, con las manos temblándole en el volante, recordó que se suponía que en media hora debía estar cubriendo el concurso de pasteles de la Asociación de Mujeres Auxiliares. Al cuerno. Para él se habían acabado los concursos de pasteles.
Distrito de St. Charles, Luisiana
El doctor Peter Lee Beaufort siguió en su coche a la furgoneta del laboratorio móvil forense —pintada de un discreto color gris— cuando esta cruzó la verja de entrada del cementerio de Saint-Savin. Un bedel cerró las puertas con llave tras ellos. Los dos vehículos, el familiar de Beaufort y el laboratorio móvil, enfilaron el estrecho camino de gravilla flanqueado por magnolios y sanguiñuelos. Saint-Savin era uno de los cementerios más antiguos de Luisiana, y sus flores y parterres estaban impecablemente cuidados. A lo largo de los dos últimos siglos, los personajes más destacados de Nueva Orleans habían sido enterrados allí.
Si supieran lo que estaba a punto de tener lugar en el cementerio, se dijo Beaufort, se llevarían una buena sorpresa.
El camino se bifurcó una vez y, luego, otra más. Por delante del laboratorio móvil, Beaufort vio unos cuantos vehículos: algunos coches oficiales, un Rolls-Royce antiguo y una camioneta del cementerio. La furgoneta se detuvo en una estrecha loma, tras ellos, y él la siguió al tiempo que echaba un vistazo al reloj.
Eran las seis y diez de la mañana; el sol, que apenas había iniciado su ascenso en el horizonte, lanzaba sus rayos dorados sobre el mármol y el césped. Para asegurar la máxima privacidad, las exhumaciones siempre tenían lugar a primera hora.
Beaufort se apeó del coche. Mientras se acercaba al panteón familiar, vio a varios trabajadores vestidos con ropa protectora que colocaban unos biombos alrededor de una de las tumbas. Era un día inusitadamente fresco incluso para principios de noviembre, algo que agradeció en el alma. Las exhumaciones realizadas en días calurosos eran de lo más desagradable.
Teniendo en cuenta la riqueza y la larga historia de la familia Pendergast, el panteón contaba con muy pocas tumbas. Beaufort, que hacía décadas que los conocía, sabía que la mayoría de sus miembros habían preferido que los enterraran en la plantación Penumbra. Sin embargo, algunos habían mostrado cierta aversión hacia aquel asilvestrado y neblinoso camposanto —o a las catacumbas del subsuelo— y preferido algo más tradicional.
Rodeó las pantallas protectoras y pasó por encima de la baja verja de hierro que rodeaba el panteón. Aparte de a los técnicos, vio a los sepultureros, al director de los servicios fúnebres del Saint-Savin y a un tipo obeso y nervioso que supuso era Jennings, el funcionario del Departamento de Salud Pública. En el extremo más alejado se encontraba Aloysius Pendergast, inmóvil y silencioso, de blanco y negro, un espectro monocromático. Lo observó con curiosidad. No había visto al agente del FBI desde que era joven. A pesar de que su rostro no había cambiado demasiado, parecía más demacrado que nunca. Sobre el traje negro llevaba un largo abrigo de color crema que parecía de pelo de camello, pero, dado su sedoso aspecto, el forense pensó que seguramente sería de vicuña.