—¿Cómo puedes estar tan seguro?
—Porque pasó por aquí el día antes de que descubrieran a los Brodie.
Aquello era mucho más de lo que Betterton había esperado. Se preguntó si eso era lo que hacían los reporteros de investigación.
—¿Qué aspecto tenía?
—Alto, delgado, pelo rubio y una fea verruga bajo un ojo. Llevaba una gabardina muy chula, como las que salen en las películas de espías.
—¿Recuerdas qué coche conducía?
—Un Ford Fusión azul oscuro.
Betterton se acarició la barbilla en actitud pensativa. Sabía que el Fusión era un modelo frecuente en las compañías de alquiler de vehículos.
—¿Has contado algo de esto a la policía, Grass?
Una expresión truculenta apareció en el rostro de Billy.
—La policía no me ha preguntado nada.
Betterton tuvo que hacer un esfuerzo para no ponerse en pie de un salto y correr hacia su coche. Permaneció sentado y prosiguió la conversación.
—Un feo asunto lo de los Brodie.
Billy convino que, en efecto, lo había sido.
—Últimamente ha habido mucho movimiento por los alrededores —siguió Betterton—. Sobre todo con lo del accidente de la tienda de Tiny.
Billy lanzó un escupitajo al polvo.
—Eso no fue un accidente.
—¿Qué quieres decir?
—Ese fulano del FBI. Lo hizo volar por los aires.
—¿Lo hizo volar? —repitió Betterton.
—Le metió un balazo al tanque de propano. Todo saltó por los aires. Y de paso dejó unas cuantas barcas como un colador.
—Caramba... ¿Y por qué hizo todo eso? —Había dado con un filón.
—Según parece, Tiny y sus amigos se metieron con él y con la mujer que lo acompañaba.
—Esos se meten con todo el mundo. —Betterton reflexionó un momento—: ¿Qué podía hacer un agente del FBI en un sitio como este?
—Ni idea. Ahora ya sabes tanto como yo. —Grass abrió otra cerveza.
La última frase era la señal de que Billy B. estaba cansado de tanta charla. Betterton se levantó.
—Vuelve otro día —dijo Billy B.
—Lo haré. —Betterton bajó los peldaños. Entonces se detuvo, metió la mano en el bolsillo de su camisa y sacó el paquete de cigarrillos.
—Quédatelo —dijo. Lo lanzó suavemente al regazo de Billy y regresó a su Nissan con el aire más serio posible.
Había ido hasta Armadillo Crossing obedeciendo una corazonada y volvía con una historia por la que
Vanity Fair
o
Rolling Stone
serían capaces de matar: un matrimonio que había fingido su propia muerte para acabar salvajemente asesinado años después; una tienda de cebos y artículos de pesca que volaba por los aires; un misterioso lugar conocido como Spanish Island; un extranjero igualmente misterioso y, para rematar, un agente del FBI medio loco llamado Pendergast.
La mano seguía doliéndole, pero en ese momento apenas lo notaba. Tenía la sensación de que aquel iba a ser un buen día.
Nueva Orleans, Luisiana
La consulta de Peter Beaufort parecía más el elegante despacho de un profesor que la consulta de un médico. Las estanterías estaban llenas de libros encuadernados en piel, en las paredes colgaban magníficos óleos y acuarelas paisajistas, el mobiliario era antiguo y estaba perfectamente encerado: ni rastro de acero inoxidable y menos aún de linóleo. Tampoco había a la vista diagramas de órganos, grabados de anatomía, tratados de medicina ni esqueletos articulados colgando de un gancho. El propio Beaufort lucía un traje de buen corte y no llevaba bata ni estetoscopio. Tanto en su forma de vestir como en sus maneras y su apariencia, evitaba ofrecer el menor indicio de su profesión.
Pendergast se acomodó en el sillón reservado a las visitas. De niño había pasado muchas horas allí, bombardeando a Beaufort con todo tipo de preguntas sobre anatomía y fisiología, y conversando acerca de los misterios del diagnóstico y el tratamiento.
—Gracias por recibirme tan temprano, Beaufort —dijo.
El forense sonrió.
—De pequeño me llamabas por el apellido. ¿No crees que ya eres lo bastante mayor para llamarme Peter?
Pendergast inclinó la cabeza. El tono del médico era despreocupado y cortés. Sin embargo, Pendergast lo conocía lo suficiente para darse cuenta de que no se sentía cómodo.
Encima de la mesa había un sobre de papel manila. Beaufort lo abrió, se puso las gafas y repasó las páginas que había dentro. La voz le falló, y se aclaró la garganta.
—No hace falta que te andes con sutilezas —dijo Pendergast.
—Entiendo. —Beaufort dudó—. En tal caso, seré directo. Las pruebas son irrefutables. El cuerpo de esa tumba era el de Helen Pendergast.
El agente del FBI no dijo nada, de modo que Beaufort prosiguió.
—Lo hemos cotejado en múltiples niveles. Para empezar, el ADN en el cepillo del pelo concuerda con el de los restos que exhumamos.
—¿Hasta qué punto concuerda?
—Más allá de cualquier sombra de duda razonable. Solicité media docena de pruebas para las cuatro muestras extraídas del cepillo y de los restos. Pero no es solo el ADN, también coinciden las placas dentales, con la pequeña cavidad en el número dos, el segundo molar superior derecho. A pesar del paso de los años, tu mujer seguía teniendo unos dientes muy bonitos.
—¿Y las huellas dactilares?
Beaufort volvió a aclararse la garganta.
—Bueno, con el calor y la humedad de esta parte del país... solo pude recuperar huellas parciales, pero lo que recuperé también coincide. —Pasó una hoja—. Mi análisis forense confirma que el cuerpo fue parcialmente devorado por un león. Además de las evidencias físicas
perimortem,
marcas de colmillos en los huesos y demás, encontramos ADN de
Leo pantera,
es decir, de león.
—Has dicho que las huellas dactilares eran solo parciales. Eso no es suficiente.
—Aloysius, las pruebas de ADN son concluyentes. Se trata del cuerpo de tu esposa.
—No puede ser porque Helen está viva.
Siguió un largo silencio. Beaufort extendió las manos en un gesto de impotencia.
—Permíteme que te diga que esto es impropio de ti. La ciencia nos dice otra cosa, y tú respetas la ciencia más que nadie.
—La ciencia se equivoca.
Pendergast apoyó una mano en el brazo del sillón, se disponía a levantarse, pero entonces vio la expresión de Beaufort y se detuvo. Estaba claro que el forense todavía no había terminado.
—Dejando a un lado esta cuestión —dijo Beaufort—, hay algo más que deberías saber. Puede que no sea nada. —Intentó quitarle importancia, pero Pendergast intuyó que la tenía—. ¿Estás familiarizado con la ciencia del ADN mitocondrial?
—Vagamente, solo como herramienta forense.
Beaufort se quitó las gafas, las limpió y volvió a ponérselas. Parecía extrañamente incómodo.
—Entonces disculpa si repito lo que ya sabes. El ADN mitocondrial es algo totalmente aparte del ADN normal de una persona. Se trata del material genético que hay en las mitocondrias de todas las células del cuerpo, y se hereda sin que cambie de generación en generación a través de la línea materna. Esto quiere decir que todos los descendientes, hembras y varones, de una mujer determinada tendrán el mismo ADN mitocondrial, lo que llamamos ADNmt. Esta clase de ADN es sumamente útil en los trabajos forenses, existen bases de datos separadas para él.
—¿Y por qué es relevante en este caso?
—Entre las pruebas que llevé a cabo con los restos de tu esposa, hice pasar su ADN y su ADNmt a través de una red de bases de datos médicos interrelacionados. Además de confirmar el ADN de Helen, hallaron una coincidencia en una de las bases de datos más especiales, una coincidencia que se refería a su ADNmt.
Pendergast aguardó.
Beaufort parecía cada vez más incómodo.
—Fue en la base de datos del DTG.
—¿Qué es el DTG?
—El Doctors' Trial Group.
—¿La organización que se dedica a cazar nazis?
Beaufort asintió.
—Exacto. Fue fundada para llevar ante la justicia a los médicos nazis del Tercer Reich que colaboraron o participaron en el Holocausto. Surgió tras el llamado Juicio de los doctores de Nuremberg, después de la guerra. Muchos de ellos escaparon de Alemania y encontraron cobijo en Sudamérica, pero el DTG no ha dejado de perseguirlos desde entonces. Su base de datos constituye una impecable recopilación científica de información genética de esos médicos.
Cuando Pendergast habló nuevamente, lo hizo en voz muy baja.
—¿Qué clase de coincidencia has encontrado... exactamente?
El forense cogió otra hoja.
—Una coincidencia con el doctor Wolfgang Faust, nacido en Ravensbrück, Alemania, en 1908.
—¿Y eso qué significa?
Beaufort respiró hondo.
—Faust fue médico de las SS en Dachau durante los últimos años de la Segunda Guerra Mundial. Cuando la guerra terminó, él desapareció. En 1985 el DTG lo localizó, pero era demasiado tarde para llevarlo ante los tribunales: había muerto en 1978 de causas naturales. El DTG encontró su tumba y exhumó los restos para comprobarlo. Así fue como el ADN de Faust llegó a la base de datos del DTG.
—Dachau... —susurró Pendergast mirando a Beaufort fijamente—. ¿Y qué relación hay entre este médico y Helen?
—Solo que ambos descienden de la misma mujer. Podría remontarse a una generación o a cien.
—¿Tienes más información sobre ese médico?
—Como habrás imaginado, el DTG es una organización bastante secreta relacionada con el Mossad, o al menos eso dicen. Salvo por lo que se refiere a su base pública de datos, sus archivos son estrictamente confidenciales. El expediente sobre Faust es pobre, y yo no he hecho más averiguaciones.
—¿Cuáles son las implicaciones de todo esto?
—Únicamente una investigación genealógica exhaustiva podría determinar el vínculo existente entre el doctor Faust y Helen. Dicha investigación debería analizar los antepasados de tu mujer por línea materna, su madre, su abuela, su bisabuela y así sucesivamente. Y lo mismo con Faust. Tu esposa y ese médico nazi comparten una misma antepasada, pero, hasta donde sabemos, bien podría tratarse de una mujer de la Edad Media.
Pendergast dudó un momento.
—¿Pudo haber conocido mi mujer al tal Faust?
—Eso solo podría habértelo aclarado ella.
—En ese caso —dijo Pendergast como si hablara consigo mismo—, tendré que preguntárselo cuando la vea.
Hubo un largo silencio. Luego Beaufort habló de nuevo.
—Helen está muerta. Tu... quijotesca obsesión me preocupa.
Perdergast se levantó con expresión inescrutable.
—Gracias, Beaufort. Me has sido de gran ayuda.
—Por favor, considera lo que acabo de decirte. Piensa en la historia de tu familia... —Su voz se apagó.
Pendergast esbozó una fría sonrisa.
—Ya no necesitaré de tus servicios. Que tengas un buen día.
Nueva York
Laura Hayward cortó la carne, jugosa y sonrosada, la separó del hueso y se la llevó a la boca. Cerró los ojos.
—Está perfecta, Vinnie.
—He improvisado, pero gracias. —D'Agosta hizo un gesto con la mano para quitarse importancia. Aun así, bajó la vista hacia su propio plato para ocultar la expresión de satisfacción que sabía se reflejaba en su rostro.
Siempre le había gustado cocinar, al principio lo hacía de la forma despreocupada y poco exigente propia de los solteros: carne a la plancha, pollo asado y alguna que otra especialidad italiana aprendida de su abuela. Sin embargo, desde que se había ido a vivir con Laura Hayward se había convertido en un chef. La cosa había empezado a partir de cierta sensación de culpabilidad, una manera de compensar el haberse instalado en el piso de Hayward y que ella no le dejara compartir los gastos del alquiler. Más adelante, cuando por fin aceptó dividirlos entre los dos, el interés de D'Agosta por la cocina no disminuyó. En parte porque la propia Hayward no era ninguna incompetente a la hora de preparar platos suculentos. Y en parte, sin duda, debido a la influencia de los refinados gustos de gourmet del agente Pendergast. No obstante, su relación con Laura también había tenido que ver. A D'Agosta le parecía que había algo amoroso en el hecho de cocinar, para él era una forma de expresar lo que sentía por ella, algo más significativo que las flores o incluso las joyas.
Poco a poco había pasado de la cocina del sur de Italia a la francesa, con la que había aprendido las técnicas básicas de muchos platos de altura al tiempo que se había dejado fascinar por las salsas y sus incontables variedades. También se había interesado por la cocina regional estadounidense. Por lo general, Hayward trabajaba más horas que él, y eso permitía a D'Agosta entretenerse en los fogones, con su libro de recetas abierto, para preparar algún plato especial y presentárselo cuando ella llegara, a modo de ofrenda. Y cuanto más lo hacía, mayor destreza alcanzaba: su habilidad creció, preparaba los platos con más rapidez y facilidad, y adquirió un completo dominio de las recetas y sus variantes. Esa noche, en la que había servido
carré
de cordero con
persillade,
podía decir sin faltar a la verdad que había sido pan comido.
Durante unos minutos comieron en silencio, disfrutando de su mutua compañía. Luego, Hayward se limpió los labios con la servilleta, bebió un sorbo de Pellegrino y preguntó con simpática ironía:
—Bueno, cariño, ¿qué tal hoy en la oficina?
D'Agosta no pudo reprimir una carcajada.
—Singleton está poniendo en marcha otra de sus campañas de moral para el departamento.
Hayward meneó la cabeza.
—Ese Singleton..., siempre con su manual de psicología policial bajo el brazo.
D'Agosta tomó un bocado de espinacas a la crema.
—Corrie Swanson ha venido a verme. Otra vez.
—Es la tercera vez que te da la lata.
—Al principio era un fastidio, pero ahora diría que nos hemos hecho amigos. No deja de preguntar por Pendergast, que si dónde está, que si cuándo volverá...
Hayward frunció el ceño. A pesar de su informal colaboración meses atrás, la menor mención del agente del FBI bastaba para incomodarla.
—¿Y qué le dijiste?
—La verdad. Que ya me gustaría saberlo.
—¿No has tenido más noticias de él?
—No desde que me llamó desde Edimburgo, cuando me dijo que no quería que lo ayudara.