Plankwood, Luisiana
Marcellus Jennings, director de la Oficina de Salud Pública del distrito de St. Charles, se hallaba sentado tras su escritorio en tranquila contemplación. Todo estaba ordenado, como a él le gustaba. No había un solo memorando fuera de lugar en la antigua bandeja de entrada, tampoco había rastro de polvo ni ningún clip por ahí suelto. Cuatro lápices, perfectamente afilados, descansaban junto al cartapacio con cantos de cuero. A su derecha tenía un ordenador, apagado. En la pared colgaban tres diplomas que daban fe de su asistencia a tres conferencias en el estado de Luisiana. Una pequeña estantería albergaba una serie de manuales y guías, que raras veces se abrían pero que siempre estaban limpios de polvo.
Llamaron a la puerta.
—Adelante —dijo Jennings.
La puerta se abrió, y Midge, su secretaria asomó la cabeza.
—Un tal Pendergast quiere verlo, señor —le dijo.
A pesar de que era la única cita que tenía prevista ese día, Jennings abrió un cajón de su escritorio, sacó una agenda y lo consultó. Puntual, muy puntual. Él admiraba la puntualidad.
—Hágalo pasar —contestó guardando la agenda.
Instantes después, la visita entró. Jennings se levantó para recibirlo, pero se quedó de piedra por la sorpresa. El hombre que acababa de entrar parecía hallarse a las puertas de la muerte. Enjuto, grave y pálido como una estatua de cera, vestido con un austero traje negro, pensó inevitablemente en la Parca. Solo le faltaba la guadaña. Jennings se disponía a tenderle la mano para estrechársela, pero se contuvo y se limitó a señalarle las sillas que había frente a su escritorio.
—Siéntese, por favor. —Observó cómo el recién llegado entraba y tomaba asiento, lenta y dolorosamente.
Pendergast... Pendergast... El nombre le resultaba vagamente familiar, pero no supo por qué. Se inclinó hacia delante, apoyó los codos en la mesa y entrelazó sus gordezuelos dedos.
—Bonito día —comentó.
El hombre llamado Pendergast no correspondió a su observación.
—Bien. —Jennings se aclaró la garganta—. ¿Qué puedo hacer por usted, señor Pendergast?
En respuesta, Pendergast sacó una cartera de piel, la abrió y la dejó encima del escritorio.
Jennings miró el reluciente emblema.
—¿FBI? ¿Se trata de un asunto oficial?
—No. Estoy aquí por una cuestión personal. —La voz era suave y melodiosa, con un toque de distinción sureña.
—Entiendo. —Jennings aguardó.
—He venido por una exhumación.
—Entiendo —repitió Jennings—. ¿Se trata de una exhumación ya realizada o de una petición para realizar una?
—Una nueva orden de exhumación.
Jennings apartó los codos de la mesa, se apoyó en el respaldo de la silla, se quitó las gafas y se puso a limpiarlas con la parte ancha de su corbata de poliéster.
—¿A quién desea exhumar?
—A mi esposa, Helen Esterhazy Pendergast.
La limpieza de las gafas se detuvo un momento. Luego volvió a empezar, a un ritmo más lento.
—¿Y dice usted que no es necesaria una orden judicial ni una petición de la policía para determinar la causa de la muerte?
Pendergast negó con la cabeza.
—Como le he dicho, se trata de un asunto personal.
Jennings se llevó una mano a la boca y carraspeó educadamente.
—Comprenda, señor Pendergast, que estas cosas deben hacerse a través de los canales adecuados. Tenemos normas y las tenemos por una buena razón. La exhumación de restos humanos no es algo que pueda tomarse a la ligera.
Pendergast no dijo nada, de modo que Jennings, animado por el sonido de su propia voz, prosiguió:
—Si no dispone usted de una orden judicial o de algún otro tipo de solicitud oficial, como por ejemplo una petición del forense argumentando sospechas sobre las causas de la muerte, solo hay una circunstancia que permita aprobar una exhumación...
—Que la familia del difunto desease trasladar los restos —concluyó Pendergast.
—Bueno, sí, así es —dijo Jennings. La interrupción lo había cogido desprevenido, y por un instante le costó recobrar el ritmo de su discurso—. ¿Es ese su caso, señor Pendergast?
—Lo es.
—Bien, entonces creo que podemos proceder con los trámites.
Se volvió, abrió el cajón del archivador que había bajo la estantería y sacó unos impresos que dejó encima del cartapacio. Los examinó brevemente.
Supongo que sabrá que es necesario cumplimentar ciertos requisitos. Por ejemplo, necesitamos el certificado de defunción de su esposa.
Pendergast metió la mano en el bolsillo de su chaqueta y sacó una hoja doblada, la desdobló y la dejó en la mesa, junto a la placa del FBI.
Jennings la examinó.
—Muy bien. Pero... ¿Qué es esto? Veo que el cementerio de origen es Saint-Savin, que está en el otro extremo del distrito. Me temo que tendrá que presentar su solicitud en las oficinas de la sección oeste.
Jennings levantó la vista del papel y vio que los plateados ojos de Pendergast lo miraban fijamente.
—Técnicamente hablando, usted también tiene jurisdicción.
—Sí, pero se trata de una cuestión de protocolo. Los asuntos de Saint-Savin se realizan en la sección oeste.
—Señor Jennings, lo he elegido a usted por una razón muy especial: solo usted puede hacer esto por mí. Nadie más.
—Me siento halagado, desde luego. —Jennings experimentó una oleada de satisfacción por semejante declaración de confianza—. Supongo que podemos hacer una excepción. Bueno, entonces tenemos las tasas de la solicitud...
La pálida y delgada mano desapareció nuevamente en el bolsillo de la americana y reapareció, en esta ocasión, con un cheque debidamente firmado y cumplimentado con el importe correspondiente.
—Bien, bien —dijo Jennings examinándolo—. También necesitamos la autorización de la dirección del cementerio donde se hallan enterrados actualmente los restos.
Otro papel aterrizó en la mesa, junto a los otros.
—¿Y el permiso del cementerio al que van a ser transferidos los restos?
Pendergast depositó, con deliberada lentitud, un papel más en la pulida madera.
Jennings contempló la ringlera de documentos que tenía delante.
—¡Es usted un hombre organizado! —Intentó sonreír, pero la grave expresión de su visitante le disuadió—. Me parece que tenemos todo lo necesario. ¡Ah, no! Nos falta el impreso de la compañía que se encargará del traslado de los restos al nuevo cementerio.
—Eso no será necesario, señor Jennings.
El funcionario miró con perplejidad al espectro que estaba sentado frente a él.
—No le entiendo.
—Creo que si echa un vistazo a las dos autorizaciones del cementerio todo quedará aclarado.
Jennings se puso las gafas y leyó ambos documentos. Luego, levantó la vista rápidamente.
—¡Pero si se trata del mismo cementerio!
—En efecto. Así pues, no habrá necesidad de llevar los restos de un cementerio a otro.
—¿Hay algún problema con el actual emplazamiento de su difunta esposa?
—Ninguno, lo elegí personalmente.
—¿Se trata entonces de una construcción nueva? ¿Hay que mover el cuerpo de sitio porque van a hacer algún cambio en Saint-Savin?
—Escogí ese cementerio precisamente porque no ha cambiado ni cambiará y porque no aceptan enterrar a nadie más.
Jennings se inclinó hacia delante.
—Entonces, ¿puedo preguntarle por qué quiere mover el cuerpo?
—Porque es la única manera de que pueda tener acceso temporal a los restos de mi esposa.
Jennings se pasó la lengua por los labios.
—¿Acceso?
—Durante la exhumación me acompañará un médico forense debidamente acreditado por las autoridades de Luisiana. Realizaremos un examen de los restos en un laboratorio forense móvil que estará aparcado en el mismo cementerio. Luego el cuerpo será enterrado de nuevo en una tumba contigua a la que había ocupado antes, todo en el panteón de la familia Pendergast. En la solicitud se explican los detalles.
—¿Un examen forense? ¿Se trata de un problema de herencia o algo parecido?
—No, es una cuestión estrictamente privada y personal.
—Todo esto es de lo más irregular, señor Pendergast. Nunca había visto una solicitud parecida. Lo lamento, pero no es algo que yo pueda aprobar. Tendrá que acudir a los tribunales.
Pendergast lo miró fijamente durante unos segundos.
—¿Es su última palabra?
—Las normas para una exhumación son muy claras. No puedo hacer nada —dijo Jennings extendiendo las manos.
—Entiendo. —Pendergast recogió la placa del FBI y se la guardó. Dejó los papeles en la mesa—. ¿Le importaría acompañarme un momento, señor Jennings?
—¿Adónde?
—Solo será un minuto.
El funcionario se levantó a regañadientes.
—Quiero mostrarle —dijo Pendergast— por qué lo elegí a usted para esta petición.
Salieron del despacho, caminaron por el pasillo hasta la entrada principal y salieron al exterior. Pendergast se detuvo en lo alto de la escalinata.
Jennings miró la ajetreada calle.
—Bonito día, como dije antes —comentó por decir algo.
—Desde luego —fue la respuesta.
—Eso es lo que me gusta de esta parte de Luisiana. El sol parece brillar más que en otros sitios.
—Sí, confiere un brillo especial a todo lo que ilumina. Fíjese por ejemplo en esa placa. —Pendergast señalaba una antigua placa de bronce en la fachada de ladrillo del edificio.
Jennings la miró. Pasaba ante ella todos los días, camino de su despacho, pero hacía años que no se había parado a leer su inscripción.
ESTE EDIFICIO DEL AYUNTAMIENTO DE PLANKWOOD,
LUISIANA, FUE CONSTRUIDO CON LOS FONDOS
GENEROSAMENTE DONADOS POR
COMSTOCK ERASMUS PENDERGAST
EN EL AÑO DE NUESTRO SEÑOR DE I892.
—Comstock Pendergast... —murmuró Jennings. Con razón el apellido le había resultado vagamente familiar.
—Un hermano de mi bisabuelo. La famillia Pendergast, como ve, lleva mucho tiempo ayudando económicamente a algunas poblaciones de los distritos de Nueva Orleans y St. Charles, lugares donde distintas ramas de nuestra familia han vivido a lo largo de los años. Actualmente, aunque ya no estemos por aquí, nuestro legado sobrevive.
—No hay duda —dijo Jennings sin dejar de mirar la placa. Empezaba a hacerse una desagradable idea de por qué Pendergast había elegido su oficina para presentar la solicitud.
—No es algo que vayamos proclamando por ahí, pero lo cierto es que hay unas cuantas fundaciones con nuestro nombre que siguen haciendo donaciones en distintas poblaciones, y entre ellas se encuentra Plankwood.
Jennings apartó la vista de la placa y miró a Pendergast.
—¿Plankwood?
Pendergast asintió.
—Nuestras fundaciones financian becas, ayudan a mantener el fondo de jubilación de la policía, compran libros para la biblioteca y financian el trabajo de la Oficina de Salud Pública. Sería una lástima que todo eso disminuyera... o, quizá, desapareciera.
—¿Desaparecer? —repitió Jennings.
—Los proyectos se cancelan. —El rostro de Pendergast asumió una expresión triste—. Reducciones de salario, pérdida de puestos de trabajo... —dijo, mirando fijamente al funcionario.
Jennings se llevó una mano a la barbilla y la frotó en actitud pensativa.
—Pensándolo bien, señor Pendergast, estoy seguro de que podremos revisar favorablemente su petición. Siempre que usted me garantice que se trata de un asunto de la mayor importancia.
—Se lo garantizo, señor Jennings.
—En ese caso, daré curso a su solicitud. —Lanzó una mirada a la placa—. Incluso me atrevo a prometerle que aceleraremos el papeleo. De ese modo, en unos diez días, tal vez una semana, podrá tener aprobada su solicitud.
—Gracias. Pasaré a recogerla mañana por la tarde —repuso Pendergast.
—¿Qué? —Jennings se quitó las gafas y parpadeó a la luz del sol—. Oh, claro. Mañana por la tarde.
Boston, Massachusetts
Un hombre de ojos hundidos y sin afeitar cruzó arrastrando los pies la plaza Copley, bajo la sombra de la torre John Hancock. Salvo por alguna que otra mirada al tráfico que pasaba, mantenía la cabeza gacha y las manos en los bolsillos de su mugrienta gabardina.
Caminó por Dartmouth Street y entró en la estación de metro de Copley. Pasó ante la cola de gente que compraba Charlie-Cards, se agachó bajo la escalera de cemento, se detuvo y miró alrededor. A su derecha había una fila de bancos adosados a la pared. Se dirigió hacia ellos, se sentó en el extremo más alejado y allí se quedó, con las manos en los bolsillos y la mirada perdida.
Unos minutos más tarde hizo su aparición otro hombre. No habría podido ser más diferente. Era alto y delgado, vestía un traje bien cortado y una gabardina Burberry. En una mano llevaba un ejemplar del
Boston Globe
cuidadosamente doblado; en la otra, un paraguas negro. Un sombrero de ala ancha gris dejaba su rostro en sombra. Su único rasgo llamativo era una gran verruga bajo su ojo derecho. Se sentó junto al mendigo y empezó a hojear el periódico.
Cuando el Green Line entró en la estación haciendo chirriar los frenos, el hombre del sombrero comenzó a hablar en voz baja, sin apartar la vista del diario.
—Diga cuál es la naturaleza del problema —ordenó en un inglés con fuerte acento.
—Se trata de Pendergast —repuso el mendigo, manteniendo la cabeza agachada—, mi cuñado. Ha descubierto la verdad.
—¿La verdad? ¿Toda?
—Aún no, pero la descubrirá. Es un hombre sumamente competente y peligroso.
—¿Qué sabe exactamente?
—Sabe que lo que ocurrió en África, lo del león, fue un asesinato. Sabe todo lo referente al Proyecto Aves. Y sabe... —Esterhazy dudó— todo lo de Slade, Longitude Pharmaceuticals, la familia Doane... y Spanish Island.
—Ah, sí, Spanish Island —dijo el hombre—. Acabamos de enterarnos de eso. Ahora sabemos que la muerte de Charles Slade, hace doce años, fue un complicado montaje y que siguió viviendo hasta hace medio año. Es una noticia de lo más desafortunada. ¿Por qué no nos contó todo eso?
—Porque yo tampoco lo sabía. —Esterhazy procuró que su mentira sonara lo más convincente posible—. Se lo juro, no sabía nada de eso. —Tenía que volver a meter al genio dentro de la botella, de lo contrario podía considerarse muerto. Se dio cuenta de que había subido el tono de voz y se obligó a bajarlo—. Fue Pendergast quien lo descubrió todo, y seguro que acabará averiguando lo que todavía no sabe.