Beaufort había conocido a la familia Pendergast cuando, siendo un joven patólogo del distrito de St. Charles, lo llamaron para que fuera a la plantación Penumbra tras una serie de envenenamientos causados por una vieja tía medio loca. ¿Cómo se llamaba? ¿Cordelia? No, Cornelia. Se estremeció al recordarlo. Por entonces Aloysius era un niño que pasaba los veranos en Penumbra. A pesar de las lamentables circunstancias de su visita, el joven Aloysius se había pegado a él como un perrito y lo seguía a todas partes, fascinado por la patología forense. Después de eso apareció por su laboratorio del sótano del hospital durante varios veranos seguidos. El muchacho tenía una inteligencia viva y penetrante, además de una curiosidad insaciable, quizá incluso excesiva e inquietantemente morbosa. Por supuesto, aquella morbosidad se quedaba en nada en comparación con la de su hermano... Pero esa reflexión era demasiado turbadora y Beaufort la ahuyentó.
Justo en ese momento, Pendergast alzó la vista y sus miradas se cruzaron. Se acercó, caminando como si flotara, y le estrechó la mano.
—Mi querido Beaufort —dijo. Pendergast siempre, incluso de niño, le había llamado por el apellido—. Gracias por venir.
—Es un placer, Aloysius. Me alegro de verte después de todos estos años, aunque lamento que tenga que ser en estas circunstancias.
—De no haber sido por la muerte, ni siquiera nos habríamos conocido, ¿no es así?
Aquellos penetrantes y plateados ojos se volvieron hacia él y Beaufort sintió que un escalofrío le recorría la columna vertebral. Nunca había visto a Aloysius Pendergast nervioso o tenso; sin embargo, a pesar de esa fachada de calma, esa mañana parecía ambas cosas.
Los trabajadores acabaron de colocar las pantallas protectoras y Beaufort centró su atención en lo que estaba ocurriendo. Jennings no había dejado de mirar el reloj y de tirar del cuello de su camisa.
—Empecemos, por favor —dijo con voz aguda y tensa—. ¿Quién tiene el permiso de exhumación?
Pendergast lo sacó de un bolsillo de su abrigo y se lo entregó. El funcionario lo examinó rápidamente, asintió y se lo devolvió.
—Quiero recordar que nuestro deber es proteger en todo momento la salud pública y preservar la dignidad y el respeto hacia los muertos.
Miró la lápida, en la que se leía sencillamente:
HELEN ESTERHAZY PENDERGAST
—¿Estamos todos de acuerdo en que esta es la tumba que nos concierne?
Hubo un gesto de asentimiento generalizado. Jennings dio un paso atrás.
—Muy bien. La exhumación puede empezar.
Dos sepultureros, que además de las prendas protectoras llevaban guantes de goma y mascarilla, cortaron el verde suelo en rectángulos que, con gran precisión, retiraban y apilaban a un lado. Un operario permanecía cerca a los mandos de una pequeña retroexcavadora.
Una vez retirado el césped, los dos sepultureros cogieron dos palas cuadradas y, alternándose en las paletadas, amontonaron la negra tierra en el hule dispuesto junto a la tumba. El agujero fue tomando forma; los dos operarios excavaron unas paredes rectas y perpendiculares. Luego se apartaron y dejaron sitio para que la pequeña retroexcavadora hiciera su trabajo.
La máquina y los dos hombres se fueron alternando: los sepultureros pulían el agujero y la retroexcavadora extraía la tierra. Los reunidos observaban en un silencio casi litúrgico. A medida que la fosa se fue haciendo más profunda, el aire se llenó de olor a limo y a fragancias extrañas, como huele el bosque profundo. Un leve vapor ascendió al calor de los rayos del sol. Jennings sacó una mascarilla del bolsillo de su abrigo y se la colocó.
Beaufort lanzó una mirada discreta al agente del FBI. Pendergast contemplaba la fosa abierta como hipnotizado; su tensa expresión se le antojó inescrutable. Se había mostrado evasivo en cuanto al motivo por el cual deseaba exhumar los restos de su esposa, se había limitado a decir que deseaba que el laboratorio móvil estuviera listo para realizar cualquier prueba de identidad. Incluso tratándose de una familia tan notablemente excéntrica como los Pendergast, la situación resultaba inexplicable y perturbadora.
Los trabajos prosiguieron durante quince minutos. Los dos hombres con mascarillas y prendas protectoras hicieron una breve pausa para descansar y enseguida reanudaron la tarea durante media hora más. Poco después, una de las palas chocó con un objeto pesado e hizo un ruido sordo.
Los reunidos alrededor de la tumba cruzaron una mirada. Todos salvo Pendergast, cuyos ojos seguían clavados en el foso abierto a sus pies.
Los sepultureros siguieron igualando —ahora con más cuidado— las paredes del agujero y continuaron cavando, dejando poco a poco al descubierto el contenedor de cemento donde descansaba el ataúd. La retroexcavadora, equipada con unos ganchos, levantó la tapa y dejó al descubierto el ataúd. Era de caoba, aún más oscura que la tierra que la rodeaba, y estaba adornada con asideros, cantoneras y barras de latón. Un nuevo olor se añadió al ya cargado ambiente: el de la descomposición.
Cuatro hombres más se acercaron a la tumba; llevaban un contenedor destinado a albergar el ataúd y los restos exhumados. Lo dejaron en el suelo y se dispusieron a ayudar a los sepultureros. Mientras el grupo observaba en silencio, deslizaron unas cintas bajo la caja y, entre los seis, empezaron a izar a mano —despacio, con cuidado— el ataúd de su lugar de descanso.
Beaufort observaba. Al principio pareció como si el féretro se resistiera a que lo movieran, pero luego, con un crujido, se liberó y comenzó a ascender.
Los presentes dieron un paso atrás para dejar sitio y los sepultureros de Saint-Savin sacaron el ataúd de la fosa y lo dejaron en el suelo, junto al contenedor. Jennings se acercó mientras se ponía unos guantes de látex. Se arrodilló junto al ataúd y examinó la placa con el nombre.
—«Helen Esterhazy Pendergast» —dijo a través de la mascarilla—. El nombre del ataúd coincide con el que figura en el permiso de exhumación.
Con el contenedor abierto, Beaufort vio que su interior consistía en una capa de cinc embreado cubierto por una membrana de plástico sellada con poliestireno. Lo de rigor. Tras un gesto afirmativo de Jennings, que se había retirado rápidamente, los sepultureros levantaron el ataúd de Helen Pendergast cogiéndolo por las cintas y lo depositaron dentro del nuevo contenedor. Pendergast observó la maniobra con rostro inexpresivo. No había movido un músculo, salvo para parpadear, desde que las labores de exhumación habían comenzado.
Cuando el ataúd estuvo dentro del contenedor, los operarios colocaron la tapa y la cerraron. El director del cementerio se acercó con una pequeña placa de latón con el nombre inscrito. Mientras los sepultureros se quitaban las prendas protectoras y se lavaban las manos con desinfectante, clavó la placa en la tapa del contenedor.
Beaufort respiró hondo. Faltaba muy poco para que se pusiera manos a la obra. Los operarios levantaron el contenedor cogiéndolo por los asideros y lo llevaron hasta la parte de atrás del laboratorio móvil, aparcado cerca de allí, a la sombra de los magnolios. El generador zumbaba suavemente. El ayudante de Beaufort abrió las puertas traseras y ayudó a los operarios a alzar el contenedor y meterlo dentro.
Beaufort esperó hasta que las puertas estuvieron de nuevo cerradas y luego siguió a los operarios de vuelta hasta el panteón. El grupo seguía reunido, y allí permanecería hasta que el proceso hubiera concluido. Algunos trabajadores empezaron a rellenar la fosa mientras los otros, con la ayuda de la retroexcavadora, abrían una nueva junto a la anterior. Cuando el trabajo con los restos hubiera finalizado, estos serían enterrados en ella. Beaufort sabía que aquel traslado, por pequeño que fuera, era la única vía que Pendergast había encontrado para conseguir que la exhumación fuera aprobada. Y aun así se preguntó a qué tipo de presiones se habría visto sometido el nervioso y sudoroso Jennings.
Pendergast se movió al fin y miró al forense. La tensión y la expectación del momento parecían haber acentuado sus demacradas facciones.
Beaufort se acercó y le habló en voz baja.
—Estamos listos. Dime exactamente qué pruebas quieres que hagamos.
El agente del FBI lo miró.
—De ADN, muestras de cabello, huellas dactilares si es posible, placas dentales, todo.
Beaufort pensó en la mejor manera de decirlo.
—Me sería de ayuda conocer el propósito de todo esto.
Siguió una larga pausa antes de que Pendergast respondiera.
—El cuerpo de ese ataúd no es el de mi esposa.
Beaufort intentó asimilarlo.
—¿Qué te hace pensar que pueda haber habido un... error?
—Limítate a hacer las pruebas, por favor —dijo Pendergast en voz baja. Luego sacó del bolsillo una bolsa de plástico que contenía un cepillo para el cabello y se la entregó—. Necesitarás una muestra de su ADN.
Beaufort cogió la bolsa y se preguntó qué clase de hombre era capaz de conservar un cepillo de su mujer más de diez años después de su muerte. Se aclaró la garganta.
—¿Y si es su cuerpo?
Al no recibir respuesta, el forense hizo otra pregunta.
—¿Quieres estar presente cuando abramos el ataúd?
Pendergast clavó sus hipnóticos ojos en Beaufort.
—Esa cuestión me es indiferente.
Se volvió hacia a la tumba y no añadió nada más.
Nueva York
La cola para la comida de la misión de Bowery Street serpenteaba desde la primera fila de mesas hacia las humeantes bandejas del mostrador.
—¡Mierda! ¡Otra vez pollo con albóndigas de harina! —protestó el hombre de delante.
Esterhazy cogió una bandeja distraídamente, se sirvió pan de maíz y avanzó arrastrando los pies.
Llevaba tiempo manteniendo un perfil bajo, el más bajo posible. Había llegado en autobús desde Boston y no había vuelto a utilizar tarjetas de crédito ni a retirar efectivo de los cajeros automáticos. Se hacía llamar por el nombre que figuraba en su pasaporte falso y usaba un móvil que había adquirido con dicha identidad. Se alojaba en una habitación de un hotel barato de Second Street donde preferían cobrar en efectivo, y, cuando era posible, subsistía alimentándose en centros de caridad como aquel. Tras su viaje a Escocia le quedaba una cantidad de dinero considerable; por el momento el asunto económico no era motivo de preocupación. Aun así le convenía hacerlo durar. Los recursos de Pendergast eran terroríficamente inagotables, y no estaba dispuesto a correr riesgos. Además, sabía que ellos siempre le darían más.
—¡Maldita gelatina verde! —El tipo de delante seguía quejándose. Tendría unos cuarenta años, lucía una rala perilla y una mugrienta camisa de leñador. En su rostro se veían todas las huellas posibles del vicio y la corrupción—. ¿Por qué no nos dan gelatina roja?
«La banalidad del mal», se dijo Esterhazy al tiempo que cogía un entrante sin mirar siquiera en qué consistía. Aquello no era vida. Tenía que dejar de huir y volver a la ofensiva. Pendergast debía morir. Había intentado acabar con él en dos ocasiones. A la tercera iría la vencida, como suele decirse.
«Todo el mundo tiene un punto débil. Encuentre el de Pendergast y golpéele ahí.»
Salió de la cola con la bandeja en la mano y fue a sentarse en el único sitio libre que vio, junto al tipo de la perilla. Cogió el tenedor y jugueteó con la comida con aire ausente.
Si lo pensaba bien, no podía sino darse cuenta de lo poco que sabía acerca de Pendergast. Aunque había estado casado con su hermana y la relación entre ellos dos era amistosa, siempre se había mostrado distante y frío, un enigma. Si había fracasado en sus intentos de acabar con él, había sido sin duda porque no lo comprendía en absoluto. Tenía que averiguar más cosas de él: sus movimientos, lo que le gustaba y lo que no, sus vínculos emocionales. Qué lo conmovía, qué le interesaba.
«Nos ocuparemos de usted, como siempre hemos hecho.»
Esterhazy apenas podía tragar la comida con aquella frase resonándole en los oídos. Dejó el tenedor, se volvió hacia el mendigo sentado junto a él y lo miró hasta que el otro dejó de comer y levantó la vista.
—¿Algún problema?
—La verdad es que sí —repuso Esterhazy con una sonrisa amistosa—. ¿Puedo hacerte una pregunta?
—¿Sobre qué? —contestó el otro con repentina suspicacia.
—Alguien me persigue, alguien que amenaza mi vida y de quien no puedo librarme.
—Pues cárgate a ese cabrón —respondió el mendigo sorbiendo su gelatina.
—Ese es el problema. No puedo acercarme a él lo bastante para matarlo. ¿Tú qué harías?
Los hundidos ojos del mendigo brillaron con malicia; dejó la cuchara. Ese era un problema que entendía bien.
—Hazte amigo de alguien cercano a él. Alguien débil. Sin recursos. Una zorra.
—Una zorra... —repitió Esterhazy.
—Pero no una zorra cualquiera, su zorra. Llegarás a él a través de su zorra.
—Tiene sentido.
—Pues claro que tiene sentido. Yo tuve una bronca con ese camello, quería meterle una bala en el culo, pero el muy cabrón siempre estaba rodeado de su gente. Sin embargo, tenía a su lado a aquella putilla tan sexy que...
La historia se prolongó un buen rato. Pero Esterhazy había dejado de escuchar. Daba vueltas a una idea:
«Su zorra...».
Savannah, Georgia
La elegante mansión dormitaba en el fresco y fragante atardecer de otoño. Fuera, en Habersham Street, y más allá de la plaza Whitfield, los paseantes charlaban animadamente y los turistas tomaban fotos de la cúpula del parque y de los históricos edificios de ladrillo que la rodeaban. Sin embargo, en el interior de la mansión reinaba la más absoluta quietud.
Hasta que, con un sonido metálico, la cerradura giró y alguien empujó suavemente la puerta de atrás.
El agente especial Pendergast entró sin hacer ruido en la cocina, apenas una sombra en la penumbra. Cerró con llave tras él, luego se apoyó en la puerta y aguzó el oído. La casa estaba desierta, pero aun así se quedó muy quieto en el silencio. Olía a cerrado; todas las cortinas estaban corridas. Hacía mucho que nadie entraba en aquella casa.
Recordó la última vez que había estado allí, varios meses atrás, en circunstancias muy diferentes. Desde entonces, Esterhazy se había mantenido oculto, y lo había hecho muy bien. Sin embargo, habría algún rastro. Alguna pista. De todos los lugares posibles, esa casa era donde tenía más posibilidades de encontrar esa información..., nadie desaparece sin dejar rastro.