Nadie salvo quizá Helen.
Pendergast recorrió la cocina con sus pálidos ojos. Estaba casi obsesivamente limpia y, como el resto de la casa, era del todo masculina en la elección del mobiliario: la pesada mesa de roble, la enorme tabla de trinchar, los macizos cuchillos, los armarios de oscura madera de cerezo y las encimeras de granito negro.
Fue de la cocina al vestíbulo y subió al primer piso. Las puertas del rellano estaban cerradas y las abrió una tras otra. Una de ellas conducía a la escalera de la buhardilla. Pendergast subió por ella hasta una habitación con el techo a dos aguas que olía a polvo y naftalina. Tiró de un cordel que colgaba de una desnuda bombilla y esta bañó la estancia con una luz inclemente. Había varias cajas y baúles ordenadamente apilados contra la pared, todos cerrados. En una esquina, un espejo de cuerpo entero cubierto de polvo y telarañas.
Pendergast sacó del bolsillo de su chaqueta una navaja de cachas nacaradas. Metódicamente, sin prisas, fue abriendo las cajas y registrando su contenido. A continuación les llegó el turno a los baúles. Cuando hubo acabado, volvió a sellar las cajas con cinta de embalar, cerró los candados de los baúles y lo dejó todo como lo había encontrado.
Cuando se encaminaba hacia la escalera se detuvo ante el espejo, limpió una parte con la manga y se miró en él. El rostro que le devolvió la mirada le pareció casi el de un extraño. Dio media vuelta.
Apagó la luz y bajó al primer piso, que consistía en dos cuartos de baño, el dormitorio de Esterhazy, un estudio y la habitación de invitados. Entró primero en los baños, abrió los armarios y los botiquines y examinó su contenido. Vació en los retretes los tubos de pasta de dientes, de crema de afeitar y las latas de talco para tener la seguridad de que era eso lo que contenían y no algo de valor. Luego lo devolvió todo a su sitio. La habitación de invitados fue la siguiente. Allí no encontró nada de interés.
Su respiración se aceleró ligeramente.
A continuación pasó al dormitorio de Esterhazy. Estaba tan meticulosamente limpio y ordenado como el resto de la casa.
Varias novelas de tapa de dura y biografías llenaban una estantería; una colección de porcelanas de Wedgwood y Quimper tenía su sitio en un aparador.
Retiró la colcha y las sábanas y examinó el colchón: lo palpó, cortó el forro y miró entre sus muelles. Palpó a fondo las almohadas, revisó el somier y después volvió a hacer la cama. Abrió el armario ropero y registró cada prenda en busca de cualquier cosa que pudiera estar escondida en ellas. Abrió los cajones de la antigua cómoda Duncan Phyfe y revolvió su contenido; no se molestó en ordenarlo antes de cerrarlos. Revisó los libros, hojeándolos rápidamente, y los devolvió a su sitio sin respetar el orden. Sus movimientos eran cada vez más rápidos, casi bruscos.
Lo siguiente fue el estudio. Se acercó al único archivador, forzó la cerradura con un violento giro de la navaja y fue abriendo uno tras otro los cajones, sacando las carpetas, examinando su contenido con detalle y dejándolas como las había encontrado. Tardó casi una hora en repasar las facturas, recibos del banco, correspondencia, declaraciones de la renta y demás documentos legales que le brindaron un interesante pero intrascendente perfil de Esterhazy. Después le llegó el turno a la biblioteca, con sus libros de medicina, y al contenido del escritorio. Encima de la mesa había un ordenador portátil. Pendergast sacó un pequeño destornillador, abrió la tapa inferior, retiró el disco duro y se lo guardó en el bolsillo. En las paredes había numerosos títulos y diplomas. Los descolgó, les dio la vuelta para examinarlos por detrás y volvió a colgarlos; no se molestó en dejarlos perfectamente rectos.
Antes de bajar se detuvo un momento en el rellano. Había dejado más o menos en su sitio los contenidos del estudio —y de hecho del resto de la casa—, nadie podría saber que hasta el último rincón de la mansión había sido invadido, violado y registrado a fondo; nadie salvo Judson. El sí lo sabría.
Bajó por la escalera y examinó el comedor tan a fondo como el piso de arriba. Luego pasó al gabinete, donde no tardó en encontrar una caja fuerte escondida detrás de un diploma. Dejó eso para más adelante. Abrió el armero y lo inspeccionó, pero no encontró nada interesante.
Finalmente entró en el salón, la sala más exquisita de toda la casa, con paneles de caoba a media altura, antiguo papel pintado y varios cuadros de los siglos
XVII
y
XVIII
. Sin embargo, la
piéce de résistance
era un gran aparador estilo Luis XV que albergaba una colección de jarrones griegos.
Registró el salón a fondo, dejando el aparador para lo último. Le bastó una vuelta de navaja para abrirlo. Hacía tiempo que conocía aquella colección, pero una vez más le impresionó lo extraordinaria que era. Sin duda una de las mejores del mundo en su categoría. Consistía únicamente en seis piezas, y cada una de ellas constituía un ejemplo único del trabajo de los mejores artistas griegos de la antigüedad: Exequias; el pintor de Brigos; Eufronios; el pintor de Meidias; Macrón; el pintor de Aquiles. Pendergast paseó la mirada por aquellos jarrones, cuencos y copas; todas ellas piezas incomparables, obras maestras de los mayores genios y artistas de su tiempo. No se trataba de una colección reunida para mayor gloria de su propietario; aquellas piezas habían sido agrupadas con un coste desorbitado por una persona con un ojo infalible y grandes conocimientos. Solo alguien que profesara un profundo amor por el arte habría sido capaz de crear una colección tan perfecta y cuya pérdida representaría un daño irreparable al mundo de la cultura.
El sonido de una respiración entrecortada empezó a llenar la habitación.
Con un repentino y violento movimiento del brazo, Pendergast barrió la colección del aparador: las pesadas piezas de cerámica cayeron al suelo de roble y se hicieran añicos. Jadeando a causa del esfuerzo y poseído por una furia incontrolable, aplastó los fragmentos con el pie hasta reducirlos a polvo.
Luego, salvo por el sonido de los jadeos, reinó de nuevo el silencio. Pendergast, débil todavía a causa del calvario padecido en Escocia, tardó más de lo habitual en recuperar una respiración normal. Al cabo de un rato, se sacudió unos pocos restos de cerámica del traje y se dirigió a la puerta que conducía al sótano. Forzó la cerradura, bajó e inspeccionó minuciosamente la bodega.
Allí solo había una caldera y cañerías. Pero en un rincón descubrió una puerta que, una vez forzada, reveló una espaciosa bodega revestida de corcho y con unos mandos para controlar la temperatura y la humedad empotrados en la pared. Entró y examinó las botellas. Esterhazy tenía una colección realmente notable, compuesta en su mayoría por vinos franceses, entre los que destacaban los Pauillac. Pendergast recorrió con la mirada las hileras de Lafite Rothschild, Lynch-Bages, Pichon- Longueville, Comtesse de Lalande y Romanée-Conti y se dio cuenta de que, a pesar de que la colección que él guardaba en el Dakota y en Penumbra era más abundante, Esterhazy tenía unos Château Latour excepcionales, incluidas varias botellas de añadas realmente antiguas que él no había podido conseguir.
Frunció el entrecejo.
Seleccionó las mejores cosechas —1892, 1923, 1934, la famosa de 1945, 1955, 1961 y media docena más—, sacó las botellas de sus nichos y las depositó con cuidado en el suelo. Ninguna tenía menos de treinta años. Tuvo que hacer cuatro viajes para subirlas al gabinete.
Las colocó en una mesa auxiliar y fue a la cocina en busca de un sacacorchos, un decantador y una copa. Luego, volvió al gabinete y fue abriendo las botellas, dejó que se airearan y aprovechó para descansar. Fuera se había hecho de noche; una blanca luna asomaba por encima de los árboles de la plaza. La miró y recordó, casi a su pesar, la primera luna que Helen y él habían contemplado. Había sido solo dos semanas después de conocerse. La noche en que expresaron apasionadamente el amor que sentían el uno por el otro. Habían pasado quince años; sin embargo el recuerdo era tan vívido que bien podría haber ocurrido el día anterior.
Pendergast se aferró brevemente a ese recuerdo, como si fuera una preciosa joya, y después dejó que se desvaneciera. Se apartó de la ventana y paseó la mirada por la estancia, deteniéndose brevemente en las esculturas africanas, los exquisitos muebles de caoba, los jades y la biblioteca llena de ejemplares encuadernados en piel. No sabía cuándo volvería Esterhazy, pero deseó poder estar presente en el momento en que apareciera.
Esperó a que los vinos respiraran durante media hora —más habría sido excesivo para añadas tan antiguas— y después empezó la cata. Comenzó con el 1892. Vertió un poco en el decantador, lo hizo girar y examinó el color a la luz; luego lo sirvió en la copa, aspiró su aroma y tomó por fin un generoso sorbo. Dejó la botella abierta en el alféizar y pasó a la siguiente, de una añada más reciente.
La cata completa le llevó una hora. Cuando finalizó, Pendergast había recobrado su habitual templanza.
Apartó el decantador y la copa a un lado, se levantó de la butaca y centró por fin su atención en la caja fuerte que había descubierto detrás de un diploma colgado de la pared. El cofre resistió valientemente, solo cedió tras diez minutos de delicado trabajo.
Se disponía a abrir la puerta de la caja cuando su móvil sonó. Antes de contestar, comprobó la identidad de la llamada.
—¿Aloysius? Soy Peter Beaufort. Espero no interrumpir nada.
Se hizo un repentino silencio, hasta que Pendergast dijo:
—Solo estaba disfrutando de una copa de buen vino. Dime.
—Ya tengo los resultados.
—¿Y?
—Creo que prefiero comunicártelos en persona.
—Y a mí me gustaría saberlos ahora.
—No puedo decírtelo por teléfono. Será mejor que vengas lo antes posible.
—Estoy en Savannah. Cogeré el último vuelo de la noche y nos veremos en tu despacho mañana por la mañana. A las nueve.
Pendergast se guardó el móvil en el bolsillo y devolvió su atención a la caja fuerte. Contenía los objetos de costumbre: joyas, algunos certificados de valores, la escritura de la casa, un testamento y una serie de documentos que resultaron ser antiguas facturas de una residencia de Camden, en Maine, relativas a una paciente llamada Emma Grolier. Pendergast se guardó los papeles para examinarlos más tarde; luego se sentó al escritorio, cogió una hoja de papel y escribió una breve nota.
Mi querido Judson:
Estoy convencido de que te interesarán los resultados de mi cata de tus Latour. El 1918 me ha parecido lamentablemente pasado, y el 1949 está, en mi opinión, demasiado sobrevalorado: terminó peor de lo que empezó, con un regusto de taninos. El 1958, por desgracia, estaba
bouchonné.
Pero los demás eran deliciosos; especialmente el 1945, que, haciendo honor a su fama, tenía un carácter elegante, con tonos de frutos rojos y hongos, y un final suave y aterciopelado. Lástima que solo tuvieras una botella.
Mis disculpas por lo ocurrido con tu colección de cerámica. Te dejo algo para compensar.
P.
Pendergast puso la carta sobre el escritorio. Luego sacó la cartera, cogió un billete de cinco dólares y lo dobló junto al sobre.
Estaba a punto de salir cuando tuvo una idea. Dio media vuelta, fue hasta el alféizar de la ventana y cogió la botella de Château Latour 1945. La tapó con cuidado y salió con ella por la cocina al fragante aire de la noche.
Armadillo Crossing, Mississippi
Betterton había salido a tomar un café a media mañana cuando se le ocurrió una idea. No creía que fuera a sacar gran cosa, pero valía la pena recorrer los quince kilómetros para comprobarlo.
Dio la vuelta a su Nissan y puso de nuevo rumbo a Malfourche; tras unos pocos kilómetros, se detuvo en una abandonada bifurcación conocida en la zona como Armadillo Crossing. Según se decía, años atrás alguien había atropellado a un armadillo en aquel cruce y los aplastados restos habían permanecido el tiempo suficiente para que acabaran dando nombre al lugar. La única casa de los alrededores era la chabola de un tal Billy B. «Grass» Hopper.
Betterton aparcó ante la casucha, apenas visible entre las enredaderas. La mano con la que había pegado el puñetazo a Tiny le dolía un montón. Abrió la guantera, cogió un paquete de cigarrillos, salió del coche y se dirigió hacia el porche. Enseguida vio a Billy B. balanceándose en su mecedora. A pesar de lo temprano que era, ya tenía una cerveza en su artrítica mano. Desde que un huracán había arrancado la señal del cruce que indicaba el camino hacia Malfourche, los conductores que pasaban por allí solían detenerse para preguntarle por la dirección correcta.
Betterton subió los viejos y crepitantes peldaños.
—¿Qué tal, Grass?
El hombre lo miró con sus hundidos ojos.
—Bien, Ned. ¿Cómo te va, hijo?
—Bien, bien, ¿te importa si me siento a descansar un rato?
Billy señaló el último peldaño.
—Ponte cómodo.
—Gracias.
Betterton se sentó, sacó el paquete de cigarrillos y le ofreció uno.
—¿Un clavo para el ataúd?
Billy B. cogió el cigarrillo y Betterton se lo encendió, luego se guardó el paquete en el bolsillo de la camisa. No fumaba.
Durante los minutos siguientes, mientras Grass fumaba, charlaron de asuntos locales, hasta que finalmente Betterton llevó la conversación al asunto que lo había llevado hasta allí.
—¿Has visto a desconocidos por aquí últimamente? —preguntó como si tal cosa.
Billy dio una última calada al cigarrillo, se lo quitó de la boca, miró el filtro y aplastó la colilla en una enredadera cercana.
—Unos cuantos —dijo.
—¿Sí? Cuéntame.
—Veamos... —Billy puso gesto pensativo—. Primero pasó por aquí una testigo de Jehová que intentó colocarme una de sus revistas mientras me preguntaba por dónde se iba a Malfourche. Le dije que cogiera el camino de la derecha.
Betterton se rió: la había enviado en la dirección equivocada.
—Luego apareció un tipo extranjero.
—¿Un extranjero? —comentó Betterton en un tono despreocupado.
—Sí, por el acento.
—¿De dónde crees que podía ser?
—Europa.
—¿En serio? —Betterton meneó la cabeza—. ¿Y cuándo fue eso más o menos?
—Sé exactamente cuándo fue. —Grass contó con los dedos—. Hace ocho días.