—Gracias, Maurice.
Cuando el sirviente de blancos cabellos se disponía a marcharse, Pendergast dijo:
—Sé que estaba preocupado por mí.
El mayordomo se detuvo pero no dijo nada.
—Cuando descubrí las circunstancias de la muerte de mi esposa, me puse fuera de mí —prosiguió Pendergast—. Imagino que debió de asustarse.
—Estaba preocupado —repuso Maurice.
—Gracias. Lo sé. Pero vuelvo a ser el de siempre, y no es necesario que nadie controle mis idas y venidas ni que las mencione a mi cuñado. —Hizo una pausa—. Supongo que ha hablado con Judson acerca de mi situación...
Maurice se ruborizó.
—Es médico, señor, y me pidió que lo ayudara con lo que supiera sobre sus movimientos. Temía que usted cometiera alguna locura. Teniendo en cuenta el historial familiar... —Su voz se apagó.
—Desde luego, desde luego. Sin embargo, ocurre que es posible que Judson no estuviera pensando en lo más conveniente para mí. Me temo que entre los dos se ha producido cierto distanciamiento. Como he dicho, estoy plenamente recuperado. De modo que, como ve, no hay razón para que en adelante comparta ninguna información con él.
—Por supuesto, señor. Confío en que mis confidencias al doctor Esterhazy no le hayan causado inconvenientes...
—En absoluto.
—¿Desea algo más?
—No, gracias. Buenas noches, Maurice.
—Buenas noches, señor.
Una hora más tarde, Pendergast se hallaba sentado, inmóvil, en el reducido espacio que había sido el vestidor de su madre. La puerta estaba cerrada con llave. El antiguo y pesado mobiliario había sido retirado y sustituido por una mecedora y una mesa auxiliar de caoba. El elegante papel pintado William Morris había sido arrancado y en su lugar había un grueso aislante acústico de color azul oscuro. No había nada en aquella habitación que pudiera suscitar el menor interés o curiosidad. La única iluminación a falta de ventanas la proporcionaba una solitaria vela que proyectaba su parpadeante claridad sobre las lisas paredes. Era la habitación más reservada de toda la casa.
Rodeado del más completo silencio, Pendergast fijó su mirada en la llama al tiempo de aminoraba deliberadamente su respiración y sus pulsaciones. Mediante la esotérica disciplina meditativa de Chongg Ran, que había aprendido en el Himalaya años atrás, estaba preparándose para entrar en el plano mental superior conocido como
stong pa nyid.
Pendergast había combinado aquella antigua práctica budista con la idea del palacio de la memoria recogida por Giordano Bruno en su
Ars Memoria
para crear su propia y exclusiva forma de concentración mental.
Miró fijamente la llama y —despacio, muy despacio— dejó que su mirada penetrara en su parpadeante corazón. Y mientras permanecía allí sentado, dejó que su conciencia se adentrara en la llama, fuera consumida por ella, se uniera a ella en un todo orgánico y, más adelante, a medida que los minutos fueron pasando, alcanzó un nivel aún más fundamental, hasta que llegó un momento en que las mismísimas moléculas de su ser sensible se fundieron con las de la llama.
El parpadeante calor creció hasta llenar todo su ojo mental con un fuego infinito e inagotable. Y entonces, de repente, se apagó y una oscuridad absoluta ocupó su lugar.
Pendergast aguardó con absoluta calma a que surgiera su palacio de memoria: el almacén de recuerdos y conocimientos al que podía retraerse cuando necesitaba guía o consuelo. Pero los familiares muros de mármol no se alzaron entre las sombras. Se encontró, por el contrario, en una especie de oscuro recinto de techo inclinado y muy bajo. Ante él se alzaba una puerta de rejilla que daba a un corredor de servicios. Tras él había un muro lleno de diagramas al estilo Rube Goldberg y mapas del tesoro dibujados por manos infantiles.
Aquel era el escondrijo conocido como La caverna de Platón, situado bajo las escaleras de la vieja casa de Dauphine Street, donde él y su hermano, Diógenes, solían refugiarse para tramar sus infantiles travesuras..., antes del Evento que acabó para siempre con su camaradería.
Era la segunda vez que una experiencia de meditación lo llevaba inesperadamente a aquel lugar. Se asomó con repentina aprensión al oscuro espacio de la parte de atrás de La caverna de Platón y..., como no podía ser de otro modo, allí estaba su hermano, a los nueve o diez años, vestido con el blazer y el pantalón corto que constituían el uniforme del Lusher, el colegio al que iban. Estaba hojeando un libro de pinturas de Caravaggio. Alzó la vista, miró a Pendergast con aire socarrón y volvió al libro.
—Otra vez tú —dijo Diógenes; el niño hablaba extrañamente con voz de adulto—. Justo a tiempo. Maurice acaba de ver un perro rabioso corriendo por la calle, cerca de la casa de los frailes. Vamos a ver si podemos engañarlo para que entre en el convento de Santa Maria, ¿te parece? Solo es mediodía. Seguro que están reunidos en misa.
Como Pendergast no respondió, Diógenes pasó otra página del libro.
—Mira, esta es una de mis favoritas —dijo—.
La decapitación de San Juan Bautista.
Fíjate en cómo la mujer de la izquierda baja el cesto para recoger la cabeza. ¡Cuánta amabilidad! Y qué me dices del noble que está de pie sobre el Bautista, dirigiendo los acontecimientos, ¡qué aire de tranquila autoridad! Ese es precisamente el aspecto que deseo tener cuando... —Calló de repente y volvió la página.
Pendergast seguía sin decir nada.
—Deja que lo adivine —dijo Diógenes—. Esto tiene que ver con tu difunta esposa.
Pendergast asintió.
—La vi una vez, ¿sabes? —continuó Diógenes sin levantar la vista del libro—. Estabais los dos en la glorieta del jardín, jugando al backgammon. Yo os observaba desde detrás de unos arbustos. Príapo entre la maleza y esas cosas. Era una escena idílica. Ella tenía tanta clase, tanta elegancia en sus movimientos... Me recordaba a la virgen de
La Inmaculada Concepción
de Murillo. —Hizo una pausa—. ¿Así que piensas que sigue con vida
, frater?
Pendergast habló por primera vez:
—Judson me lo dijo, y no tenía motivos para mentir.
Diógenes no levantó la vista.
—¿Motivos? Claro que sí. Deseaba causarte el mayor dolor posible antes de que murieras. Causas ese efecto en la gente. —Pasó otra página—. Supongo que la has exhumado...
—Así es.
—¿Y?
—El ADN coincidía.
—¿Y aun así sigues creyendo que está viva? —Se rió por lo bajo.
—Los registros dentales también coincidían.
—¿Y al cadáver le faltaba una mano?
Se hizo una larga pausa.
—Sí, pero las pruebas dactilares no fueron concluyentes.
—Supongo que el cuerpo debía de estar en bastante mal estado. Qué terrible para ti tener esa imagen metida en el cerebro..., tu última imagen de ella. ¿Has encontrado su partida de nacimiento?
Aquella pregunta sorprendió a Pendergast. No recordaba haber visto nunca dicho documento y tampoco le había parecido importante. Siempre había dado por hecho que Helen había nacido en Maine, pero en esos momentos estaba claro que se trataba de una mentira.
—La crucifixión de San Pedro
—dijo Diógenes dando unas palmaditas en una hoja—. Me pregunto cómo debe afectar en la continuidad de los procesos mentales el hecho de que te crucifiquen boca abajo. —Alzó la vista—.
Frater
, tú la llevabas en tus entrañas, por decirlo crudamente. Eras su alma gemela, ¿no?
—Eso pensaba.
—Bueno, busca en tus sentimientos. ¿Qué te dicen?
—Que sigue viva.
Diógenes soltó una risotada, con la boca muy abierta y la cabeza echada hacia atrás. Una risa grotescamente adulta. Pendergast aguardó a que acabara. Al fin, Diógenes calló, se alisó el pelo y dejó el libro a un lado.
—¡Es muy gracioso! Los viejos y perversos genes de los Pendergast están apareciendo ante tus ojos igual que una marea putrefacta. Ahora ya tienes tu propia obsesión. Felicidades y ¡bienvenido a la familia!
—Si es la verdad, no es una obsesión.
—¡Ja!
—¿Qué sabrás tú? Estás muerto.
—¿Realmente lo estoy?
Et in Arcadia ego!
Llegará el día en que todos los Pendergast uniremos las manos en una gran reunión familiar en el círculo más bajo del infierno. ¡Menuda fiesta será! ¡Ja, ja, ja!
Con un repentino y violento acto de voluntad, Pendergast interrumpió el trance meditativo. Estaba nuevamente en el viejo vestidor, sentado en la mecedora, con la parpadeante luz de la vela por toda compañía.
Pendergast regresó a la sala de estar del primer piso tomando pequeños sorbos de su jerez en silencio. A pesar de que le había dicho a Maurice que se había recuperado del todo, en el fondo se trataba de una mentira, y nada lo evidenciaba más claramente que el descuido que en esos momentos comprendía que había cometido.
En sus anteriores indagaciones entre los papeles de Helen, se le había pasado por alto que faltaba un documento importante: su partida de nacimiento. El descubrimiento de que se había matriculado en segundo grado hablando únicamente portugués le había sorprendido tanto que se había olvidado por completo de considerar la embarazosa cuestión de su partida de nacimiento o, mejor dicho, de la falta de esta. Helen debía de haberla escondido en algún lugar accesible y al mismo tiempo seguro; lo cual sugería que debía de hallarse en algún rincón de la última casa en la que había vivido.
Tomó otro sorbo de jerez y admiró su ambarino color. Penumbra era una mansión grande y laberíntica, con un casi ilimitado número de lugares donde esconder un papel. Además, Helen era astuta. Pendergast iba a tener que devanarse los sesos.
Lentamente empezó a descartar escondites potenciales. Debía de estar en un sitio donde ella pasara tiempo, es decir, donde su presencia no resultara inusual. Un sitio donde se sintiera cómoda. Un sitio donde nadie la molestara. Además, la partida debía de estar guardada en algún rincón o en algún mueble que nadie moviera, vaciara, limpiara o aireara.
Permaneció en el salón durante varias horas, sumido en sus pensamientos, registrando mentalmente todos los cuartos y rincones de la casa. Luego, cuando su búsqueda quedó reducida a una única estancia, se levantó en silencio
y
bajó a la biblioteca. Se detuvo en el umbral y su mirada recorrió las cabezas disecadas de los trofeos de caza, la gran mesa de refectorio, las estanterías y las obras de arte, mientras consideraba y descartaba posibles escondrijos.
Después de media hora más de reflexión, había reducido su búsqueda mental a un único mueble.
El gran armario que albergaba el libro favorito de Helen —el
Double Elephant Folio
de Audubon— se hallaba junto a la pared de la izquierda. Entró en la biblioteca, cerró las puertas correderas y fue hasta el mueble. Tras examinarlo brevemente, abrió el cajón inferior donde se guardaban los dos volúmenes del libro, los sacó, los llevó a la mesa y los dejó uno junto al otro. Luego volvió al armario, retiró el cajón y le dio la vuelta.
Nada.
Pendergast se permitió una leve sonrisa. En el armario solo había dos escondites lógicos, y el primero estaba vacío. Eso quería decir que la partida de nacimiento tenía que estar escondida necesariamente en el otro.
Metió la mano en el hueco dejado por el cajón y palpó las esquinas; sus dedos recorrieron las maderas superiores, laterales e inferiores hasta lo más profundo.
De nuevo, nada.
Pendergast se apartó del armario como si este quemara. Se quedó ahí de pie mirándolo fijamente. Se llevó una mano a los labios; las puntas de los dedos temblaban ligeramente. Luego, tras un largo momento, se dio la vuelta y contempló la biblioteca con expresión inescrutable.
Maurice solía madrugar. Tenía por costumbre levantarse a las seis para que le diera tiempo de ordenar, limpiar y preparar el desayuno. Sin embargo esa mañana se quedó en cama hasta pasadas las ocho.
Apenas había logrado conciliar el sueño. Durante toda la noche, mientras permanecía tumbado en la cama, había oído como Pendergast hacía todo tipo de ruidos amortiguados: subiendo y bajando las escaleras, cambiando cosas de sitio, dejando caer objetos al suelo, arrastrando muebles de un sitio a otro. Había escuchado con creciente preocupación los golpeteos, los roces, las idas y venidas de habitación en habitación, de un piso a otro, de la buhardilla hasta el sótano, hora tras hora. En ese momento, aunque el sol ya estaba alto en el cielo y la mañana avanzada, Maurice casi temía salir de su habitación y ver la casa. Debía de haber un caos tremendo.
Sin embargo, no podía aplazarlo eternamente. Con un suspiro, apartó las sábanas y se sentó en la cama.
Se levantó y fue hasta la puerta. Reinaba un profundo silencio. Giró el picaporte —la puerta crujió al abrirse— y asomó la cabeza al pasillo.
Se hallaba impecable.
Sin hacer ruido, Maurice recorrió habitación tras habitación. Todo estaba en su sitio. Penumbra estaba en orden. Y Pendergast no estaba por ninguna parte.
A diez mil metros sobre Virginia Oeste
—¿Otro zumo de tomate, señor?
—No, gracias. No deseo nada más.
—Como guste. —La azafata siguió su recorrido por el pasillo central.
En su asiento de primera clase, Pendergast examinó el amarillento documento que, tras varias horas de agotadora búsqueda, había encontrado al fin en el sitio más inesperado: enrollado dentro del cañón de una vieja escopeta. Otra prueba de lo poco que conocía a su esposa.
Sus ojos releyeron de nuevo el documento.
República Federativa do Brasil
Registro Civil das Pessoas Naturais
Certidao de Nascimento
Nome: Helen von Fuchs Esterhazy
Local de Nascimento: Nova Godói, RIO GRANDE DO SUL
Filiação Pai: András Ferenc Esterhazy
Filiação Mai: Leni Faust Schmid
Helen había nacido en Brasil, en un lugar llamado Nova Godói. Nova Godói, Nova G. Recordaba el nombre del requemado trozo de papel que él y Laura Hayward habían encontrado entre las ruinas del laboratorio farmacéutico de Longitude.
Mime le había dicho que la lengua materna de Helen era el portugués. Todo encajaba.
«Brasil», pensó Pendergast. Helen había pasado casi cinco meses en ese país antes de casarse con él, durante una misión para Doctors With Wings. Al menos eso fue lo que ella le dijo entonces. Había aprendido por las malas que no podía estar seguro de nada que concerniera a Helen.