—¡Vaya si lo necesito! —contestó Corrie con una sonrisa.
—Pues a mí me encantaría tener a alguien aquí. A veces vivir sola da un poco de cosa... ¿Sabes?, anoche, cuando volví a casa, tuve la extraña sensación de que alguien había entrado aquí mientras yo estaba fuera...
A las diez de la noche, el viento había arreciado y levantaba blancas crestas en la superficie del río Hudson. La temperatura se mantenía unos pocos grados por encima de cero. La marea se retiraba y las aguas del río fluían suavemente hacia el puerto de Nueva York. Las luces de New Jersey se reflejaban en la negra corriente.
Diez manzanas al norte del puerto deportivo de la calle Setenta y nueve, una oscura silueta se movió en la orilla, bajo la West Side Highway. Arrastraba una especie de balsa hecha con viejas tablas de madera y fragmentos de espuma de poliuretano atados entre sí. La echó al agua, se subió encima y se cubrió con un trozo de lona vieja. Acto seguido, sacó un palo con un extremo aplanado; en el agua resultaba prácticamente invisible y podía utilizarlo como timón de lo que parecía un montón de basura flotante.
Empujándose con el palo, el hombre se apartó de la orilla, se dejó arrastrar por la corriente y se unió a otros restos que flotaban en la superficie del río.
Siguió alejándose hasta estar a unos cincuenta metros de la orilla y después se dejó llevar y giró despacio hacia un grupo de yates anclados cerca cuyas luces de fondeo atravesaban la oscuridad. Lentamente, los restos flotantes pasaron entre las embarcaciones, golpeando suavemente un casco y luego otro, en su viaje aparentemente azaroso. Poco a poco se fue acercando al yate más grande, chocó ligeramente contra el casco y se deslizó hacia la popa. Al pasar junto a ella se oyó cierto movimiento, un crujido y un chapoteo, y después se hizo de nuevo el silencio mientras los restos flotantes, ya sin su ocupante, dejaban atrás el yate y se perdían en la oscuridad.
Pendergast, vestido con un traje de neopreno, se agachó en la plataforma de baño situada en la popa del
Vergeltung
y aguzó el oído. Todo estaba en silencio. Al cabo de un momento, levantó la cabeza y se asomó por encima de la borda. Divisó a dos hombres en la oscuridad. Uno estaba tranquilamente sentado en la cubierta de popa fumando un cigarrillo; el otro caminaba por la zona delantera de la cubierta, apenas visible desde aquel ángulo.
Mientras Pendergast observaba, el hombre de la cubierta de popa sacó una botella y dio un buen trago. Unos minutos después, se levantó con paso vacilante, dio una vuelta por la cubierta, se detuvo a menos de un metro de Pendergast, contempló el agua y luego volvió a su asiento y dio otro trago. Apagó el cigarrillo y encendió otro.
Pendergast sacó la Les Baer.45 que llevaba en su bolsa de submarinismo y la comprobó rápidamente. Luego volvió a guardarla en la bolsa y cogió un tubo de goma.
Aguardó y observó. El hombre seguía bebiendo y fumando, hasta que por fin se levantó, fue hacia una puerta, la abrió y desapareció en el interior del yate, cuyas luces brillaban a través de las ventanas.
En un abrir y cerrar de ojos, Pendergast subió a la cubierta trasera y se ocultó tras un par de botes auxiliares.
Gracias a su nuevo amigo Lowe, Pendergast sabía que a bordo solo había unos pocos miembros de la tripulación. La mayoría había bajado a tierra aquella tarde, y el director del puerto creía que en el barco quedaban cuatro personas. Estaba por ver cuán fiable era esa información.
Según la descripción de Lowe, uno de ellos era sin duda Esterhazy. Además, entre los suministros que Lowe había visto cargar había dos grandes cajas estancas lo bastante grandes para esconder en ellas a una persona inconsciente o incluso un cadáver.
Pendergast pensó brevemente qué le haría a Esterhazy si ya había matado a Constance.
Esterhazy estaba sentado en un compartimiento de la sala de máquinas, junto a Falkoner, la mujer pelirroja —cuyo nombre desconocía— y otros cuatro hombres armados con subfusiles Beretta 93R configurados para que dispararan ráfagas de tres tiros. Falkoner había insistido en que se retiraran a la sala de máquinas —el lugar más seguro del barco— mientras durara la operación. Nadie hablaba.
Unos pasos amortiguados se acercaron a la puerta y alguien llamó con tres golpecitos rápidos y luego otros dos. Falkoner se levantó y abrió. Un hombre con un cigarrillo en los labios entró.
—Apague eso —ordenó Falkoner.
El hombre se apresuró a obedecer.
—Está a bordo —anunció.
—¿Desde cuándo?
—Desde hace unos cinco minutos. Lo ha hecho muy bien. Llegó con un montón de restos flotantes. Por poco no lo veo. Trepó a la plataforma de baño y ahora está en la cubierta de popa. Vic lo vigila desde su puesto del
flybridge
con el sistema de visión nocturna por infrarrojos;
—¿Sospecha algo?
—No. Fingí que estaba borracho, como usted me dijo.
—Perfecto.
Esterhazy se levantó.
—Maldita sea, si ha tenido la oportunidad de matarlo tendría que haberla aprovechado. No pretendan ponerse chulos con él. Ese hombre vale por media docena de ustedes. A la primera oportunidad, disparen.
—No —dijo Falkoner.
Esterhazy lo miró fijamente.
—¿Qué quiere decir «no»? Ya lo habíamos hablado y...
—Lo quiero vivo. Tengo unas cuantas preguntas que hacerle antes de que lo matemos.
Esterhazy le sostuvo la mirada.
—Está cometiendo un grave error. Aunque consiga capturarlo con vida, él no responderá a ninguna pregunta.
Falkoner le regaló una sonrisa brutal que estrechó el repulsivo lunar.
—Nunca he tenido problemas para que la gente respondiera a mis preguntas. Pero me pregunto, Judson, por qué eso supone un problema para usted. ¿Teme que descubramos algo que preferiría mantener en secreto?
—No tiene ni idea de con quién se enfrenta —repuso Esterhazy rápidamente; una familiar punzada de miedo se sumó a su nerviosismo—. Será usted un loco si no lo mata a la primera oportunidad, antes de que él pueda intuir lo que está ocurriendo.
Falkoner lo miró aviesamente.
—Somos una docena de hombres, todos bien armados y entrenados. ¿Qué pasa, Judson? ¿Hemos cuidado de usted durante todos estos años y ahora no confía en nosotros? Me sorprende y me ofende.
Su voz estaba cargada de sarcasmo. Esterhazy notó que el miedo crecía en el fondo de sus tripas.
—Estaremos en aguas abiertas y en nuestro barco —prosiguió Falkoner—. El factor sorpresa está de nuestra parte... Pendergast no sabe que se ha metido en una trampa. Y tenemos a esa mujer maniatada en la sentina. Ese agente del FBI se halla a nuestra merced.
Esterhazy tragó saliva. «Lo mismo que yo», pensó.
Falkoner conectó el intercomunicador portátil.
—Llévenos a alta mar —dijo. Luego, miró a los hombres reunidos en la sala de máquinas y añadió—: Dejaremos que los otros se ocupen de él. Si las cosas se tuercen, intervendremos.
Pendergast, todavía agachado tras los botes auxiliares, notó que una vibración recorría el yate. Los motores se habían puesto en marcha. Oyó voces a proa y que soltaban amarras. Luego vio que la proa giraba en dirección oeste y hacia el canal navegable del río. Los motores aceleraron a plena potencia.
Sopesó si la partida del yate y su llegada podían deberse a una simple coincidencia y llegó a la conclusión de que no.
A bordo del
Vergeltung
Esterhazy esperó con Falkoner en la sala de máquinas. Los dos motores diésel, que funcionaban a velocidad de crucero, llenaban de ruido el reducido espacio.
Miró el reloj. Habían pasado diez minutos desde que Pendergast había subido a bordo. La tensión en el ambiente era palpable. Aquello no le gustaba, no le gustaba nada. Falkoner le había mentido.
Había puesto exquisito cuidado en atraer a Pendergast hacia allí. Constance había hecho exactamente lo que esperaba de ella: librarse de sus débiles ataduras, escribir una nota de socorro y arrojarla por la ventana al jardín de la casa vecina. Y el hecho de que Pendergast se encontrara a bordo significaba que se había tragado el anzuelo que con tanto cuidado había preparado: «venganza», en alemán
«vergeltung».
Había dado a Pendergast la información suficiente para que localizara el barco, pero no tanta como para que sospechara una trampa. Una jugada maestra.
Pero ahora Falkoner insistía en capturar a Pendergast con vida. Sintió ganas de vomitar. Sabía que una de las razones de Falkoner era que disfrutaba torturando. Aquel hombre era un perturbado, y su arrogancia y su sadismo podían complicarlo todo.
Sintió que su antiguo miedo y paranoia iban en aumento.
Comprobó su pistola. Si Falkoner no iba hasta el final a la primera oportunidad, tendría que encargarse él. Acabar lo que había empezado en los páramos de Escocia. Y hacerlo antes de que Pendergast revelara —intencionadamente o no— el secreto que Esterhazy había ocultado a la Alianza durante la última década. Dios..., si Pendergast no hubiera examinado aquel viejo rifle... Si hubiera dejado las cosas como estaban... El agente del FBI no tenía ni idea, ni la menor idea de la locura que había desatado. Quizá tendría que haber compartido ese terrible secreto con Pendergast años atrás, cuando se casó con su hermana.
Ahora era demasiado tarde.
El intercomunicador de Falkoner chisporroteó.
—Soy Vic —dijo una voz—. No sé cómo ha ocurrido, pero parece que lo hemos perdido. Ya no está detrás de las barcas auxiliares.
—VerdammterMist!
—maldijo Falkoner, irritado—. ¿Cómo demonios habéis podido perderlo?
—No lo sé. Estaba escondido en un sitio donde no podíamos verlo. Esperamos un rato y, como no ocurría nada, dejé a Berger vigilando la cabina principal, subí al puente para tener mejor ángulo de visión y... ya no estaba ahí. No sé cómo lo ha hecho. Haya ido hacia donde haya ido, tendríamos que haberlo visto.
—Tiene que estar en alguna parte por ahí abajo —dijo Falkoner—. Todas las puertas están cerradas con llave. Envía a Berger a la cubierta de popa y cúbrelo desde tu posición en el
flybridge.
Esterhazy habló a través de su radio.
—Una puerta cerrada con llave no es un obstáculo para Pendergast.
—No puede haber cruzado la puerta de la cabina principal sin que lo hayamos visto —dijo Viktor.
—Oblíguenlo a salir —ordenó Falkoner—. Capitán, ¿cuál es nuestra posición?
—Nos estamos acercando al puerto de Nueva York.
—Mantenga la velocidad de crucero y diríjase a mar abierto.
Viktor se agachó en el
flybridge
del
Vergeltung,
tres pisos por encima del nivel del mar. El yate acababa de dejar atrás el nuevo World Trade Center en construcción y estaba rodeando el extremo sur de Manhattan. The Battery quedaba a estribor, iluminado por una batería de reflectores. Los edificios del barrio financiero se alzaban como racimos de luces que bañaban el agua y el barco con su resplandor.
Debajo de él, la cubierta de popa del
Vergeltung
quedaba ligeramente iluminada por la claridad de los rascacielos. Dos barcas auxiliares con motor fuera borda, que se usaban para ir y volver de tierra cuando el yate estaba fondeado, descansaban en el lado de babor, una junto a otra en sus plataformas de botadura y cubiertas por una lona. Era imposible que Pendergast hubiera ido hacia proa sin que lo vieran cruzar la cubierta. Y la habían vigilado como halcones. Tenía que seguir necesariamente en la zona de popa.
Con sus gafas de visión nocturna, vio a Berger salir de la cabina principal con el subfusil preparado. Viktor se bajó las gafas y apuntó con su arma para cubrirlo.
Berger se detuvo un momento entre las sombras, armándose de valor. Luego corrió agazapado hasta el primer bote auxiliar y se agachó junto a su proa.
Viktor esperó, listo para vaciar el cargador de su Beretta al menor movimiento. Era un ex soldado, y la orden de Falkoner de capturar a aquel hombre con vida le traía sin cuidado. Si aquel tipo asomaba la cabeza, se la atravesaría de un balazo. No tenía intención de arriesgar la vida de sus compañeros por atrapar vivo a ese tipo.
Poco a poco, Berger fue arrastrándose junto al bote, hacia la popa.
La radio de Viktor crepitó.
—No hay rastro de él detrás de las barcas auxiliares —dijo la voz de Berger.
—Asegúrate bien. Y ten cuidado, podría estar de nuevo tras el espejo de popa, preparado para abalanzarse sobre cualquiera que se acerque.
Sin dejar de apuntar con su arma, Viktor observó como Berger se arrastraba de la primera barca a la segunda.
—Aquí tampoco está —dijo por radio.
—Entonces es que ha vuelto a la plataforma de popa —repuso Viktor.
Vio que Berger avanzaba agachado hacia la barandilla de popa y de repente se levantaba bruscamente y apuntaba con su metralleta hacia la plataforma de baño que había detrás.
—Nada —dijo Berger agachándose de nuevo.
Viktor reflexionó a toda velocidad. Aquello era una locura.
—Dentro. Tiene que estar dentro de una de las barcas, bajo la lona —dijo apuntando el arma hacia los botes.
Berger se acercó al bote más próximo, se apoyó un momento contra la hélice antes de levantarse para descorrer la lona.
Por el intercomunicador, Viktor oyó un débil clic y un pitido. ¡Conocía ese sonido!
—¡Berger! —gritó.
Un atronador rugido surgió del fueraborda del bote. Berger aulló, y un oscuro borbotón salpicó la cubierta cuando su cuerpo fue arrojado a un lado por la hélice, con el costado abierto en canal.
Tras un segundo de horror paralizante, Viktor roció la barca con una serie de ráfagas de su Beretta, la barrió de un lado a otro hasta vaciar el cargador. Los proyectiles desgarraron la lona y atravesaron la embarcación, cualquiera que estuviera escondido dentro acabaría hecho trizas. Segundos después, unas llamas se alzaron en la popa del bote. El cuerpo de Berger seguía donde había caído; una oscura mancha se extendía bajo él.
Viktor sacó el cargador vacío con manos temblorosas y metió uno nuevo.
—¿Qué ocurre? —preguntó la voz de Falkoner por la radio—. ¿Qué estás haciendo?
—¡Ha matado a Berger! —gritó Viktor—. ¡Lo ha...!
—¡Alto el fuego, imbécil! ¡Estamos en un barco! ¡Podrías provocar un incendio!
Viktor contempló las llamas que lamían la lona de la barca. Oyó una explosión amortiguada y una llamarada mucho mayor brotó del agujereado depósito de gasolina.