—¡Manos arriba! —exclamó con voz aflautada, y agregó molesta—: ¡Ay, Señor! ¡Esto es difícil, Hinch!
—¿Por qué?
—Por la puerta. Es de vaivén. No hace más que querer cerrarse y tengo las dos manos ocupadas.
—Justo —bramó miss Hinchcliffe—. Y la puerta de la sala de Little Paddocks también se cierra sola. No es una puerta de vaivén como ésta, pero sí se cierra sola. Por eso compró Letty Blacklock ese magnífico y pesado tope de cristal en Elliot's, de High Street. No me importa confesar que jamás la he perdonado por adelantárseme. Había conseguido que ese viejo bruto fuera bajando el precio poco a poco. Me lo había rebajado ya de ocho guineas a seis libras y media. Y de pronto, se presenta Blacklock y lo compra. En mi vida había visto nada más útil para mantener las puertas abiertas. Rara vez se ve una bola de cristal tan grande.
—Quizá pusiera el ladrón el tope contra la puerta para que se mantuviera abierta —sugirió Mrs. Murgatroyd.
—Piensa con la cabeza, Murgatroyd. ¿Qué hizo? ¿Abrir la puerta y decir: «Un momento, por favor», agacharse, colocar el tope y luego continuar con la faena diciendo: «Arriba las manos»? Intenta sujetar la puerta con el hombro.
—Sigue siendo muy difícil —se quejó miss Murgatroyd.
—En efecto. Un revólver, una linterna y una puerta que mantener abierta, es demasiado, ¿verdad? Entonces, ¿cuál es la respuesta?
Miss Murgatroyd no intentó deducirlo. Lanzó una mirada inquisitiva y admirada a su docta amiga y aguardó a que ésta se lo aclarase.
—Sabemos que tenía un revólver porque disparó —afirmó miss Hinchcliffe—, y sabemos que llevaba una linterna porque todos la vimos a menos que fuéramos todos víctimas de una alucinación colectiva, como las explicaciones que se dan de la cuerda india
[8]
(¡Qué pelmazo es ese Easterbrook contando cosas de la India!) Así que lo que se impone es preguntar: ¿Le sostuvo alguien la puerta?
—Pero, ¿quién hubiera podido hacerlo?
—Tú, por ejemplo, Murgatroyd. Si mal no recuerdo, estabas exactamente detrás de la puerta cuando se apagaron las luces —Miss Hinchcliffe se rió estruendosamente—. Resultas muy sospechosa, ¿eh, Murgatroyd? Pero, ¡quién iba a decirlo al verte! Trae, dame ese desplantador. Menos mal que no es un revólver de verdad, porque ya te habrías pegado un tiro.
—¡Qué cosa tan extraordinaria! —murmuró el coronel Easterbrook—. Extraordinaria de verdad. ¡Laura!
—¿Sí, querido?
—Ven un momento, por favor.
—¿Que pasa, querido?
Mrs. Easterbrook apareció en la puerta.
—¿Recuerdas que te enseñé aquel revólver mío?
—Oh, sí, Archie, aquella cosa negra y horrible.
—Sí, un recuerdo de los alemanes. Estaba en este cajón, ¿no es verdad?
—Sí, estaba.
—Bueno, ahora no está.
—¡Archie! ¡Qué cosa tan extraordinaria!
—¿No lo has cambiado de sitio o algo así?
—Oh, no. Jamás me atrevería a tocarlo.
—¿Tú crees que lo haría esa vieja Cómo-se-llame?
—Oh, no lo creo, ni por un momento. A Mrs. Butt no se le ocurriría hacer una cosa así. ¿Se lo pregunto?
—No, no, más vale que no. No nos interesa dar carnaza a las comadres. Dime, ¿tú recuerdas cuándo te lo enseñé?
—Oh, hará cosa de una semana. Estabas gruñendo por lo de los cuellos y quejándote de la lavandería, y abriste este cajón, y ahí estaba, en el fondo, y yo te pregunté qué era.
—Sí, así es, en efecto. Hace cosa de una semana. ¿No recuerdas la fecha exacta?
Mrs. Easterbrook reflexionó entornando los párpados y puso en marcha rápidamente su perspicaz cerebro.
—Claro —dijo—. Fue el sábado. El día que teníamos que ir al cine, pero que no fuimos.
—Hum. ¿Estás segura de que no fue antes? ¿El miércoles? ¿El jueves? ¿O la semana anterior incluso?
—No, querido. Lo recuerdo perfectamente. Fue el sábado día treinta. Parece que hace mucho tiempo por las cosas que han ocurrido desde entonces. Y te diré por qué lo recuerdo. Porque fue el día después del atraco en casa de miss Blacklock. Cuando vi el revólver, recordé los disparos de la noche anterior.
—¡Ah! —murmuró el coronel—. Entonces se me quita un gran peso de encima.
—Oh, Archie, ¿por qué?
—Porque si ese revólver hubiera desaparecido antes del atraco... bueno, bien hubiera podido ser mi revólver el que había robado ese suizo.
—Pero, ¿cómo podía saber que tenías un revólver?
—Esas bandas tienen un servicio de información extraordinariamente eficaz. Se enteran de todo lo que hay que saber de cada sitio y de las personas que viven allí.
—¡Cuánto sabes, Archie!
—Ah, sí. He visto muchas cosas en mis tiempos. Sin embargo, puesto que recuerdas definitivamente haber visto mi revólver después del atraco... bueno, no hay más que hablar. El revólver que el suizo empleó no puede ser el mío, ¿verdad?
—Claro que no.
—Es un alivio. Hubiera tenido que ir a la policía a decirlo. Y siempre hacen preguntas algo delicadas. No tienen más remedio. La verdad es que nunca solicité la licencia. No sé porqué pero, después de una guerra, a uno se le olvida toda esa reglamentación. Yo lo consideraba un recuerdo de guerra y no un arma de fuego.
—Sí, claro. Comprendo.
—De todas formas, ¿dónde diablos puede haberse metido el maldito revólver?
—A lo mejor se lo llevó Mrs. Butt. Siempre ha parecido muy honrada, pero quizá se sintiera nerviosa después del atraco y pensó que le gustaría tener un revólver en casa. Claro que nunca confesará haberlo hecho. Ni siquiera se lo preguntaré. Podría ofenderse. ¿Y qué haríamos entonces? Esta casa es tan grande. Yo no podría...
—Así es —asintió el coronel Easterbrook—. Más vale que no digas una palabra.
Miss Marple salió por la verja de la vicaría y bajó por el camino que conducía a la calle principal.
Andaba bastante deprisa con ayuda del sólido bastón de fresno del reverendo Julian Harmon.
Pasó por delante de la taberna, la
«Red Cow»
, y de la carnicería, y se detuvo un momento a echar una mirada al escaparate de la tienda de antigüedades de Mr. Elliot. Estaba situada precisamente junto al café y salón de té «El Pájaro Azul», para que los acaudalados automovilistas, después de detenerse a tomar una taza de té y los pasteles de un brillante color azafrán, llamados, por puro eufemismo, de «fabricación casera», sucumbieran a la tentación del elegante escaparate de Mr. Elliot.
En aquel antiguo escaparate curvo, Mr. Elliot exponía cosas para todos los gustos. Dos piezas de cristal de Waterford reposaban sobre un impecable refrigerador de vino. Un buró de nogal se proclamaba como «Una verdadera ganga». Y sobre una mesa, dentro del propio escaparate, había un sugestivo surtido de aldabones baratos, unas cuantas piezas de porcelana de Dresde desportilladas, un par de collares de abalorios de triste aspecto, un tazón con la leyenda «Recuerdo de Tunbridge Wells» y algunas chucherías de plata victoriana.
Miss Marple dedicaba al escaparate su concentrada atención y Mr. Elliot, obesa araña entrada en años, atisbó desde su tela para calcular las posibilidades de aquella nueva mosca.
Pero en el preciso momento en que llegaba a la conclusión de que los encantos del tazón de Tunbridge Wells iban a resultar una tentación demasiado fuerte para la señora alojada en la vicaría —porque, claro, Mr. Elliot sabía, como todo el mundo, quién era miss Marple —ésta vio por el rabillo del ojo a miss Dora Bunner, que entraba en
«El Pájaro Azul»
, e inmediatamente decidió que lo que ella necesitaba para contrarrestar los efectos del viento frío era una taza de café.
Cuatro o cinco señoras estaban ya ocupadas en endulzar su mañana de compras gracias a una pausa para tomar un tentempié. Miss Marple, que tardó unos segundos en acostumbrarse a la penumbra del local mientras simulaba artísticamente cierta indecisión, oyó la voz de Dora Bunner a su lado.
—Oh, buenos días, miss Marple. Siéntese aquí, por favor. Estoy sola.
—Gracias.
Miss Marple se sentó agradecida en una butaca de líneas rectas pintada de azul que hacía juego con la decoración del establecimiento.
—¡Un aire helado! —se quejó—. Y no puedo andar muy deprisa por el reuma que tengo en la pierna.
—Oh, la comprendo perfectamente. Yo tuve ciática un año, y la mayor parte del tiempo sentía un dolor tremendo.
Las dos señoras charlaron con entusiasmo del reuma, la ciática y la neuritis. Una muchacha hosca, con bata color rosa por cuya pechera desfilaba una bandada de pájaros azules bordados, tomó nota de su pedido de café y pastas, bostezando con expresión de hastío.
—Las pastas —le susurró miss Bunner en un susurro— son bastante buenas aquí.
—No sabe usted cuánto me llamó la atención esa muchacha tan bonita que conocí cuando salíamos de casa de miss Blacklock el otro día —comentó miss Marple—. Creo que dijo que hacía trabajos de jardinería. O trabajaba la tierra. Hynes... ¿no se llamaba así?
—Ah, sí. Phillipa Haymes. Nuestra «huésped», como la llamamos —Miss Bunner se rió de su propio humor—. ¡Una muchacha tan agradable y comedida! Una señora, ¿sabe?
—Me hace usted pensar. Yo conocía a un coronel Haymes... de la caballería india. ¿Su padre, quizá?
—Es la viuda de Mr. Haymes. A su marido le mataron en Sicilia o Italia. Ese coronel era su suegro.
—Me preguntaba si cabía la posibilidad de que se hubiera iniciado un pequeño romance entre ella y ese joven tan alto —dijo miss Marple con un tono pícaro.
—¿Patrick, quiere decir? Oh, no creo...
—No, me refería a un joven con gafas. Le he visto por el pueblo.
—¡Ah, claro! ¡Edmund Swettenham! La señora del rincón es su madre, Mrs. Swettenham. La verdad, no lo sé. ¿Usted cree que le gusta? Es un joven tan raro, a veces dice las cosas más turbadoras del mundo. Se le supone ingenioso, ¿sabe?
—El ingenio no lo es todo —dijo miss Marple, meneando la cabeza—. Ah, aquí está nuestro café.
La muchacha hosca lo dejó sobre la mesa ruidosamente. Miss Marple y miss Bunner se ofrecieron pastas mutuamente.
—¡Me pareció tan extraordinario cuando me enteré de que usted y miss Blacklock fueron juntas al colegio! Es una amistad muy antigua.
—Sí, en efecto —suspiró miss Bunner—. Muy poca gente es tan fiel a sus antiguas amistades como miss Blacklock. ¡Qué lejanos parecen aquellos días! ¡Tan bonita como era y tanto que disfrutaba de la vida! ¡Qué triste me pareció!
Miss Marple, que no tenía la menor idea del porqué de su tristeza, exhaló un suspiro y sacudió la cabeza.
—La vida es muy dura —murmuró.
—Y una triste aflicción, valerosamente soportada —añadió miss Bunner, húmedos los ojos de emoción—. Siempre me acuerdo de este verso. «Verdadera paciencia, verdadera resignación». Tanta paciencia y tanto coraje deberían ser recompensados, eso es lo que yo digo. A mí me parece que no hay nada demasiado bueno para la querida miss Blacklock, y creo que todo lo bueno que le pase lo merece.
—El dinero —dijo miss Marple— puede contribuir mucho a aliviar el penoso sendero de la vida.
Hizo tal observación con cierta seguridad, pues juzgaba que a lo que Dora se refería era a las perspectivas de riqueza que aguardaban a miss Blacklock. El comentario, sin embargo, desvió por otros senderos el pensamiento de miss Bunner.
—¡El dinero! —exclamó con amargura—. Yo creo que hasta que no lo experimentas en propia carne, no puedes saber lo que es realmente el dinero, o la falta de dinero, más bien.
Miss Marple asintió moviendo la nevada cabeza comprensiva. Miss Bunner prosiguió, hablando muy aprisa y con creciente exaltación:
—Con cuánta frecuencia he oído decir a algunas personas: «¡Prefiero tener flores en la mesa que comer sin tenerlas!». Pero ¿cuántas veces ha tenido esa gente que pasarse sin comer? No saben lo que es; nadie que no lo haya pasado sabe lo que es tener hambre de verdad. Pan, conserva de carne y un poco de margarina. Día tras día. ¡Y cómo llega una a anhelar un buen plato de carne y otro de verdura! Y la miseria. Zurcirse una la ropa y confiar en que no se note. Presentarse a pedir trabajo y tener que oír decir siempre que una es demasiado mayor. Y luego conseguir quizás una colocación y darse una cuenta de que, después de todo, careces de fuerzas para desempeñarla. Desfalleces. Y vuelta otra vez. Y el alquiler... siempre el alquiler que hay que pagar. De lo contrario, te quedas en la calle. Y en estos tiempos, queda tan poco después de eso. La pensión no da mucho de sí, la verdad es que no.
—Lo sé —dijo miss Marple con dulzura.
Contempló con compasión el rostro tembloroso de miss Bunner.
—Le escribí a Letty. Vi su nombre en el periódico por casualidad. Fue con motivo de una comida dada a beneficio del hospital de Milchester. Lo vi en letras de molde. Miss Letitia Blacklock. Me hizo recordar el pasado. No había tenido noticias suyas desde hacía años. Había sido la secretaria de ese hombre tan rico que se llamaba Goedler. Siempre fue una muchacha muy lista, de las que están destinadas a triunfar. No por ser bien parecidas, sino por tener carácter. Pensé... bueno, pensé... «quizá me recuerde»; y ella era una persona a quien sabía que podía acudir. Quiero decir, alguien a quien conocía de niña, con quien fui al colegio. Y ella me conocía a mí, por supuesto... quiero decir que en seguida sabría que no era una... una simple pedigüeña.
Las lágrimas asomaron súbitamente a los ojos de Dora Bunner.
—Y entonces vino Lotty y me trajo aquí, dijo que necesitaba alguien que la ayudara. Claro que me quedé muy sorprendida... muy sorprendida, pero es frecuente que los periódicos se equivoquen. Qué bondadosa fue y qué comprensiva. Y recordaba los tiempos del colegio también. Haría cualquier cosa por ella. De veras que sí. Y lo intento con todas mis fuerzas, pero me temo que a veces me armo un taco. Mi cabeza no es lo que era. Me equivoco. Y me olvido y digo cosas tontas. Ella tiene mucha paciencia. Y es tan buena que siempre finge que le soy útil. Ésa es la verdadera bondad, ¿no?
—Sí, ésa es la verdadera bondad —afirmó miss Marple.
—¿Sabe usted?, antes me preocupaba, incluso después de venir a Little Paddocks... pensando en lo que sería de mí si... si le ocurriera algo a miss Blacklock. Después de todo, ¡ocurren tantos accidentes! Esos automóviles que corren de esa manera. Nunca se sabe, ¿verdad? Naturalmente, nunca dije una palabra, pero ella debió adivinarlo. De pronto, un día me dijo que me había dejado una pequeña pensión en su testamento y lo que aprecio más, todos sus hermosos muebles. Quedé tan abrumada; pero ella dijo que nadie sabría apreciarlos tanto como yo, y eso es cierto. No puedo soportar que se rompa una pieza de porcelana, o que se dejen sobre la mesa vasos mojados que dejan una señal. Y me complace en extremo cuidar de sus cosas. Algunas personas, concretamente algunas personas, son tan descuidadas... ¡Y a veces peor que descuidadas!