—No obstante, ¿Mr. Goedler legó sus bienes a los hijos de su hermana en el caso de que miss Blacklock muriera antes que usted?
—Oh, eso fue cosa mía. Le dije, cuando me habló del testamento: «¿Y si Blackie se muriera antes que yo?». Se quedó sorprendido y yo le dije: «Oh, ya sé que Blackie es fuerte como un caballo y que yo soy muy delicada, pero a veces ocurren accidentes, ¿sabes?». Y él dijo: «No tenemos a nadie, a nadie en absoluto». Le contesté: «Existe Sonia». Y dijo inmediatamente: «¿Y dejar que ese tipo le eche las garras a mi dinero? ¡De ninguna manera!». Dije: «Bueno, a sus hijos entonces, Pip y Emma. Y a lo mejor hay muchos más a estas alturas». Gruñó mucho, pero lo hizo.
—Y desde aquel día hasta la fecha —dijo Craddock muy despacio—, ¿no ha tenido usted noticias de su cuñada ni de sus hijos?
—Ni una palabra. Pueden haber muerto, pueden encontrarse en cualquier parte.
«Pueden estar en Chipping Cleghorn»
, pensó Craddock.
Como si leyera sus pensamientos, una expresión de alarma apareció en los ojos de Belle.
—¡No permita que le hagan daño a Blackie! —exclamó—. Blackie es buena, buena de verdad. No debe permitir que le ocurra...
La voz se le apagó bruscamente. Craddock vio de pronto sombras grises en torno a los ojos y la boca.
—Está usted cansada. Me iré.
Ella asintió.
—Mándeme a Mac —susurró—. Sí, cansada...
Hizo un débil gesto con la mano.
—Cuide de Blackie. No debe ocurrirle nada a Blackie. Cuide de ella.
—Haré todo lo que esté en mis manos, Mrs. Goedler.
Se puso en pie y se dirigió a la puerta.
La voz de Belle, un hilillo de voz, le siguió:
—No tardaré ya mucho... en morir. Es peligroso para ella... Tenga cuidado.
La hermana McClelland se cruzó con él cuando salía. Dijo inquieto:
—Espero que no habré sido yo la causa de su empeoramiento.
—No, no, no lo creo, Mr. Craddock. Ya le dije que se cansaría pronto.
Más tarde le preguntó a la enfermera:
—La única cosa que no tuve tiempo de preguntarle a Mrs. Goedler es si tiene alguna vieja fotografía. Si las hubiera...
Le interrumpió la enfermera:
—Me temo que no haya nada de eso. Todos sus papeles y efectos personales se almacenaron junto con los muebles del piso de Londres al principio de la guerra. Mrs. Goedler se encontraba gravemente enferma por aquel entonces. El guardamuebles sufrió un bombardeo. Mrs. Goedler se llevó un gran disgusto al saber que había perdido tantos recuerdos personales y los documentos de la familia. Me temo que no ha quedado nada.
«Así que —pensó Craddock— no habrá más remedio que resignarse».
Sin embargo, no le pareció haber hecho el viaje en balde. Pip y Emma, los gemelos fantasmas, resultaban no ser tan fantasmas después de todo.
Craddock pensó:
«He aquí un hermano y una hermana que se han criado en alguna parte de Europa. Sonia Goedler era rica en el momento de su matrimonio, pero el dinero no ha seguido siendo dinero en el continente. Al dinero le han ocurrido cosas muy raras durante los años de guerra. Así que hay dos jóvenes, el hijo y la hija de un hombre que tenía antecedentes penales. Supongamos que llegaron a Inglaterra más o menos sin un céntimo. ¿Qué harían? Averiguar si tenían algún pariente rico. Su tío, un hombre muy acaudalado, ha muerto. Posiblemente lo primero que harían sería consultar el testamento del finado. Ver si, por casualidad, le había legado algo a su madre. Así que se dirigen a Somerset House y se enteran del contenido del testamento, y luego quizá se enteran de la existencia de Letitia Blacklock. Entonces procuran averiguar algo de la viuda de Randall Goedler. Es una inválida que vive en Escocia, y descubren que le queda muy poco tiempo de vida. Si esa Letitia Blacklock muere antes que ella, ellos heredarán una cuantiosa fortuna. ¿Y entonces qué?»
Se contestó a sí mismo:
«No irán a Escocia. Averiguarán dónde vive ahora Letitia Blacklock. E irán allí, pero no con su verdadera identidad. ¿Irán juntos o separados? Emma... ¡Que me ahorquen si Pip o Emma, o los dos, no se encuentran en Chipping Cleghorn en estos instantes!»
En la cocina de Little Paddocks, miss Blacklock le estaba dando una larga serie de instrucciones a Mitzi.
—Bocadillos de sardina y tomate. Esos pastelillos que sabe usted hacer tan bien. Y me gustaría que hiciese ese pastel especialidad suya.
—¿Va a dar una fiesta que pide tantas cosas?
—Es el cumpleaños de miss Bunner y vendrán algunas personas a tomar el té.
—A su edad, no se celebra el cumpleaños. Es mejor olvidarlo.
—Bueno, ella no quiere olvidarlo. Varias personas van a traerle regalos, y resultará agradable convertir la ocasión en una pequeña fiesta.
—Eso es lo que dijo usted la última vez y... ¡fíjese en lo que ocurrió!
Miss Blacklock se dominó con un esfuerzo.
—Esta vez no ocurrirá.
—¿Cómo sabe usted lo que puede ocurrir en esta casa? Tiemblo durante todo el día, y por la noche cierro con llave la puerta de mi habitación y miro en el armario para asegurarme de que no hay nadie escondido allí.
—Así, no es fácil que corra usted riesgo alguno —dijo miss Blacklock con frialdad.
—El pastel que usted quiere que haga es el...
Mitzi pronunció una palabra que para el oído inglés de miss Blacklock sonó algo así como «schwitzer» o como dos gatos que se escupieran el uno al otro.
—Ése mismo, ése tan rico.
—Sí, es rico. ¡Pero para hacerlo no tengo nada! Imposible hacer un pastel así. Necesito chocolate y mucha mantequilla, y azúcar y pasas.
—Puede usar la lata de mantequilla que nos mandaron de Estados Unidos, parte de las pasas que guardamos para Nochebuena; y aquí tiene una tableta de chocolate y una libra de azúcar.
El rostro de Mitzi se tornó de pronto radiante.
—Bien, lo haré para usted bien rico... muy rico —exclamó con éxtasis—. Será rico, sabroso y exquisito. Y por encima le pondré una capa de chocolate. ¡Lo haré tan bonito! Y encima escribiré: «Felicidades». Estos ingleses, con sus pasteles que saben a arena, nunca, nunca habrán probado un pastel así. ¡Delicioso, dirán, delicioso!
Su semblante volvió a ensombrecerse.
—Mr. Patrick lo llamó «Muerte Deliciosa». ¡Mi pastel! ¡No consentiré que se llame así a mi pastel!
—En realidad, fue una alabanza —dijo miss Blacklock—. Quiso decir con ello que valía la pena morir por comerse un pastel así.
Mitzi la miró dubitativa.
—Bueno, a mí no me gusta esa palabra: muerte. No se mueren por comer de mi pastel. No, se sienten mucho mejor.
—Estoy segura de que sí.
Miss Blacklock dio media vuelta y dejó la cocina con un suspiro de alivio por haber podido terminar con éxito la entrevista. Con Mitzi una nunca sabía lo que iba a suceder. Fuera se topó con Dora Bunner.
—Oh, Letty, ¿quieres que entre y le diga a Mitzi cómo ha de cortar los bocadillos?
—No —le respondió miss Blacklock, empujando a su amiga por el pasillo—. No está de humor ahora y no quiero que la molesten.
—Sólo le enseñaría...
—Por favor, no le enseñes nada, Dora. A estas centroeuropeas no les gusta que les enseñen. Lo detestan.
Dora no pareció muy convencida. Luego bruscamente sonrió.
—Acaba de telefonear Edmund Swettenham. Me deseó muchas felicidades y dijo que esta tarde me iba a traer un tarro de miel como regalo. ¿Verdad que es muy bueno? No puedo imaginarme cómo ha podido saber que mi cumpleaños es hoy.
—Todo el mundo parece saberlo. Debes de haber hablado tú, Dora.
—Verás... sí que dio la casualidad de que mencioné que hoy cumpliría cincuenta y nueve años.
—Tienes sesenta y cuatro —le corrigió miss Blacklock risueña.
—Y miss Hinchcliffe dijo: «Nadie se los echaría. ¿Qué edad cree que tengo yo?». Una pregunta muy embarazosa, porque su aspecto es siempre tan raro que pudiera tener cualquier edad. A propósito, comentó que iba a traerme unos huevos. Dije que nuestras gallinas no ponían mucho últimamente.
—No va a ser mal negocio tu cumpleaños. Miel, huevos, una magnífica caja de bombones de Julia...
—No sé de dónde saca esas cosas.
—Más vale que no se lo preguntes. Es muy probable que recurra a métodos completamente ilegales.
—Y tu precioso broche —dijo miss Bunner contemplándose con orgullo el pecho, sobre el que lucía una pequeña hoja de diamantes.
—¿Te gusta? Me alegro. A mí nunca me han llamado la atención las joyas.
—Me encanta.
—¡Magnífico! Vamos a dar de comer a los patos.
—¡Aja! —exclamó Patrick con un gesto teatral al ocupar los invitados sus puestos alrededor de la mesa del comedor—. ¿Qué veo ante mis ojos? Muerte Deliciosa.
—¡Chitón! —dijo miss Blacklock—. Que no te oiga Mitzi. Le indigna que llames así a su pastel.
—No obstante, es Muerte Deliciosa. ¿Es el pastel de cumpleaños de Bunny?
—Sí —contestó miss Bunner—. La verdad es que estoy pasando un maravilloso día de cumpleaños.
Tenía las mejillas encendidas de excitación. Las tenía así desde que el coronel Easterbrook le entregara una cajita de caramelos, declarando con una reverencia: «¡Para la más dulce, dulces!».
Julia había vuelto la cabeza apresuradamente, mereciendo por ello que miss Blacklock la mirara con el entrecejo fruncido.
Se hizo plena justicia a las cosas que había sobre la mesa, y después se levantaron.
—Tengo el estómago un poco revuelto —dijo Julia—. Es ese pastel. Recuerdo que me sentí exactamente igual de indispuesta la última vez.
—El pastel lo vale —dijo Patrick.
—No se puede negar que estos extranjeros entienden en pastelería —señaló miss Hinchcliffe—. Y en cambio son incapaces de hacer un sencillo pudín.
Todos guardaron un respetuoso silencio, aunque era obvio que Patrick se estaba conteniendo para no preguntar si había alguien a quien le importara en realidad el pudín.
—¿Tiene usted un jardinero nuevo? —le preguntó miss Hinchcliffe a miss Blacklock cuando regresaban a la sala.
—No. ¿Por qué?
—Vi a un hombre merodear por los alrededores del gallinero. Un individuo de aspecto marcial.
—¡Ah, ese! —dijo Julia—. Ése es nuestro detective.
Mrs. Easterbrook dejó caer el bolso.
—¿Detective? —exclamó—. Pero... pero ¿por qué?
—No lo sé —contestó Julia—. Merodea por ahí y vigila la casa. Supongo que está protegiendo a tía Letty.
—Una completa estupidez —afirmó miss Blacklock—. Me sé proteger yo sola.
—Pero, ¿no había terminado todo eso ya? Aunque pensaba preguntarle... ¿por qué aplazaron la encuesta?
—La policía no está satisfecha —anunció el marido—. Eso es lo que significa.
—Pero no está satisfecha, ¿de qué?
El coronel Easterbrook sacudió la cabeza con aire de quien podría decir mucho más si quisiera. Edmund Swettenham, a quien el coronel le resultaba antipático, manifestó:
—Lo cierto es que sospechan de todos nosotros.
—Pero sospechan... ¿de qué? —repitió Mrs. Easterbrook.
—No te preocupes, cariño —dijo su marido.
—De merodear con un propósito —respondió Edmund—, y el propósito es cometer un asesinato a la primera oportunidad que se presente.
—¡Oh, por favor... por favor, cállese Mr. Swettenham! —Dora empezó a llorar—. Estoy segura de que ninguno de los presentes querría matar a nuestra querida Letty.
Hubo un momento de horrible embarazo. Edmund se puso colorado y murmuró:
—Sólo era una broma.
Phillipa sugirió en voz alta y clara que escucharan las noticias de las seis, y la sugerencia fue recibida con entusiasmo.
Patrick le murmuró a Julia:
—Aquí nos falta Mrs. Harmon. Estoy seguro de que diría, con esa voz tan alta y clara que tiene: «Pero supongo que sí que estará alguien aguardando una buena ocasión para asesinarla, ¿verdad, miss Blacklock?».
—Me alegro de que ni ella ni esa anciana miss Marple pudieran venir —le contestó Julia—. Esa vieja es de las chismosas. Y seguramente tiene una mente sucia. Un verdadero personaje victoriano.
Escuchar las noticias condujo fácilmente a una agradable discusión sobre los horrores de la guerra atómica. El coronel Easterbrook dijo que la verdadera amenaza que pesaba sobre la civilización era indudablemente Rusia, y Edmund dijo que él tenía varios amigos rusos encantadores, comentario que fue recibido con frialdad.
Se deshizo la reunión tras dar nuevamente las gracias a la anfitriona.
—¿Te divertiste, Bunny? —preguntó miss Blacklock tras despedir al último invitado.
—Oh, ya lo creo que sí; pero tengo un dolor de cabeza terrible. La excitación, supongo.
—Es el pastel —anunció Patrick—. Yo también me encuentro un poco mal. Y, además, ha estado usted comiendo chocolate toda la mañana.
—Me parece que iré a echarme —dijo miss Bunner—. Me tomaré un par de aspirinas e intentaré dormir.
—Sería un buen calmante —asintió miss Blacklock.
Miss Bunner se marchó escaleras arriba.
—¿Quieres que te encierre yo a los patos, tía Letty?
Miss Blacklock miró a Patrick con expresión severa.
—Si me prometes cerrar la puerta como es debido, sí.
—Lo haré, te lo juro.
—Tómate una copa de jerez, tía Letty —propuso Julia—. Como solía decir mi antigua nodriza: «Te asentará el estómago». Repugnante frase, pero singularmente apropiada en estos instantes.
—Quizá sea una buena idea. La verdad es que una no está acostumbrada a cosas tan empalagosas. Oh, Bunny, me has sobresaltado. ¿Qué pasa?
—No puedo encontrar mis aspirinas —dijo Dora con desconsuelo.
—Coge las mías, querida. Las encontrarás sobre mi mesilla de noche.
—Hay un tubo en mi tocador —dijo Phillipa.
—Gracias, muchísimas gracias. Por si no consigo encontrar las mías, pero sé que las tengo en alguna parte. Un tubo nuevo. Pero, ¿dónde puedo haberlo metido?
—Las hay a montones en el baño —le indicó Julia con impaciencia—. Esta casa está hasta los topes de aspirinas.
—Me molesta ser tan descuidada y extraviar las cosas —replicó miss Bunner, retrocediendo hacia la escalera otra vez.
—¡Pobre Bunny! —comentó Julia levantando su copa—. ¿Crees que debiéramos haberle dado un poco de jerez?