—Otro signo de los tiempos —señaló miss Marple— ¡Es tan frecuente hoy en día no conocer a los parientes más jóvenes! En otros tiempos, cuando las familias se reunían para las grandes ocasiones, eso hubiera resultado imposible.
—La última vez que vi a la madre de Pat y Julia fue en una boda, hace treinta años —dijo miss Blacklock—. Era una muchacha muy bonita.
—Por eso ha tenido hijos tan guapos —observó Patrick riendo.
—Tienes un álbum antiguo maravilloso —dijo Julia—. ¿Te acuerdas, tía Letty? Lo estuvimos mirando el otro día. ¡Qué sombreros!
—¡Y qué elegantes nos creíamos! —contestó miss Blacklock con un suspiro.
—No te preocupes, tía Letty —dijo Patrick—. Julia se encontrará con uno de sus retratos dentro de treinta años ¡y verá lo mucho que se parecía a un chico!
—¿Lo hizo a propósito? —inquirió Bunch cuando regresaba a su casa con miss Marple—. Hablar de fotografías, quiero decir.
—Bueno, querida, creo que resulta interesante saber que miss Blacklock no conocía de vista a ninguno de sus dos parientes. Sí, creo que al inspector Craddock le gustará saberlo.
Edmund Swettenham se sentó, precariamente, en un rodillo.
—Buenos días, Phillipa —dijo.
—Hola.
—¿Estás muy ocupada?
—Un poco.
—¿Qué estás haciendo?
—¿No lo ves?
—No, yo no soy jardinero. Pareces estar jugando con la tierra.
—Estoy aclarando la lechuga de invierno.
—¡Que ocurrencia!
—¿Querías algo en particular? —preguntó Phillipa con frialdad.
—Sí, verte.
Phillipa le dirigió una rápida mirada.
—Te agradecería que no vinieras aquí. Podría no gustarle a Mrs. Lucas.
—¿No te consiente que tengas seguidores?
—No seas absurdo.
—Seguidores. Bonita palabra. Describe mi actitud a la perfección. Respetuoso, manteniendo las distancias, pero con firme insistencia.
—Haz el favor de marcharte, Edmund. No tienes nada que hacer aquí.
—Te equivocas —contestó Edmund triunfante—. Sí que tengo algo que hacer aquí. Mrs. Lucas llamó por teléfono a mi madre esta mañana y le dijo que tenía muchos calabacines.
—Montones.
—Y le preguntó si quería cambiar un tarro de miel por un par de ellos.
—Ese intercambio no es justo. Los calabacines van tirados de precio en esta época. Todo el mundo tiene demasiados.
—Naturalmente. Por eso telefoneó Mrs. Lucas. La última vez, si mal no recuerdo, el intercambio que nos propuso fue leche desnatada, fíjate bien, ¡desnatada! ¿A cambio de qué? De unas cuantas lechugas. Se vendían a un chelín cada una porque eran las primeras.
Phillipa no respondió.
Edmund sacó del bolsillo un tarro de miel.
—De modo que aquí —dijo— está mi coartada, en el sentido más libre e indefendible de la palabra. Si Mrs. Lucas asoma la cabeza por la puerta del cobertizo, he venido aquí a buscar calabacines. No es cuestión de hacerle perder el tiempo a nadie.
—Ya veo.
—¿Has leído alguna vez a Tennyson?
—No mucho.
—Deberías leerlo. No va a tardar en ponerse de moda otra vez. Cuando pongas la radio por las tardes, oirás Los idilios del rey y no la prosa interminable de Trollope. La actitud de Trollope siempre me pareció de una afectación insoportable. Quizás un poquito de Trollope no esté mal, pero tanto es para desesperarse. Y, hablando de Tennyson, ¿has leído Maud?
—Una vez, hace mucho tiempo.
—Tiene algunos aciertos.
Y citó quedamente:
—«Imperfectamente perfecta, fríamente uniforme, espléndidamente nula». Así eres tú, Phillipa.
—¡Vaya cumplido!
—No tenía intención de que lo fuese. Deduzco que el pobre tipo se enamoró de Maud como tú te has enamorado de mí.
—No seas ridículo, Edmund.
—¡Qué demonios, Phillipa! ¿Por qué eres como eres? ¿Qué se esconde tras esas facciones tan soberbiamente perfectas? ¿Qué piensas? ¿Qué sientes? ¿Eres feliz, desgraciada, tienes miedo, el qué? Tienes que sentir algo.
Phillipa contestó quedamente:
—Lo que yo siento es sólo cosa mía.
—Y mía también. Quiero hacerte hablar. Quiero saber lo que ocurre dentro de esa cabecita tuya. Tengo derecho a saberlo. De veras que sí. Yo no quería enamorarme de ti. Deseaba sentarme muy tranquilo y escribir mi libro. ¡Un libro tan agradable sobre lo desdichado que es el mundo! Resulta la mar de fácil ser ingenioso cuando se escribe acerca de las desgracias de todos. Y es simple cuestión de costumbre. Sí, me he convencido de ello de pronto. Después de leer la vida de Burne Jones.
Phillipa había dejado de trabajar. Le estaba mirando, curiosa.
—¿Qué tiene que ver Burne Jones con todo este asunto?
—Todo. Cuando uno ha leído todo lo relacionado con los prerrafaelistas, se da cuenta exacta de qué es la moda. Todos ellos eran la animación y la verborrea personificada. Y la alegría. Y se reían y se gastaban bromas, y todo lo encontraban magnífico y maravilloso. Eso era también una moda. No estaban más animados ni eran más felices que nosotros. Y nosotros no somos más desgraciados de lo que lo fueron ellos. Te digo que todo es moda. Después de la guerra, nos dio por el sexo. Ahora nos da por sentirnos frustrados. Nada de eso importa. ¿Por qué estamos hablando de todo esto? Empecé con la intención de hablar de nosotros. Sólo que me desanimo y cambio de tema, porque tú no quieres ayudarme.
—¿Qué quieres que haga yo?
—¡Hablar! Que me cuentes cosas. ¿Es por tu marido? ¿Lo adorabas y, como él está muerto, te has encerrado en tu concha? ¿Es eso? Está bien, lo adorabas y murió. Bueno, también a otras chicas se les ha muerto el marido, a muchas, y algunas estaban muy enamoradas. Te lo cuentan en los bares y lloran un poco cuando están lo bastante borrachas, y luego se quieren acostar contigo para sentirse mejor. Es una manera de consolarse, supongo. Tienes que superarlo, Phillipa. Eres joven, muy hermosa y yo te quiero como el mismísimo demonio. Habla de tu maldito marido, cuéntame algo de él.
—No hay nada que contar. Nos conocimos y nos casamos.
—Serías muy joven.
—Demasiado joven.
—¿No eras feliz con él? Sigue, Phillipa.
—No hay nada que seguir. Nos casamos. Fuimos tan felices como la mayoría de la gente, supongo. Nació Harry, Ronald se marchó a ultramar. Le mataron en Italia.
—¿Y ahora queda Harry?
—Y ahora queda Harry.
—Me gusta Harry. Es un chico muy simpático. Y le caigo bien. Hacemos buenas migas. ¿Qué dices, Phillipa? ¿Nos casamos? Tú puedes seguir con tus jardines y yo continuaré escribiendo mi libro. Y, durante las vacaciones, dejaremos de trabajar y nos divertiremos. Podremos arreglárnoslas con un poco de tacto para no tener que vivir con mi madre. Ella puede rascarse un poco el bolsillo para mantener a su adorado hijo. Yo vivo de gorra, escribo libros imbéciles, tengo mal la vista y hablo demasiado. Eso es lo peor. ¿Te atreves a probar suerte?
Phillipa le miró. Ante ella tenía un joven de aspecto más bien solemne, expresión ansiosa y unas gafas muy grandes. Tenía desgreñado el pelo rubio y la contemplaba con semblante afable y tranquilizador.
—No —dijo Phillipa.
—¿Definitivamente, no?
—Definitivamente, no.
—¿Por qué?
—No sabes una palabra de mí.
—¿Eso es todo?
—No, es que no sabes nada de nada.
Edmund consideró la aseveración.
—Tal vez no —reconoció—, pero, ¿quién sabe algo? Phillipa, mi adorada... —se interrumpió.
Se oía una especie de aullido agudo y prolongado cada vez más cerca.
Edmund recitó:
En el jardín de la casa
perros falderos clamaban;
y era Phil, Phil el ladrido
que en su clamor pronunciaban.
—Tu nombre no se presta mucho a la poesía, ¿verdad? ¿No tienes otro?
—Sí, Joan. Por favor, márchate. Llega Mrs. Lucas.
—Joan, Joan, Joan. No creas que tampoco suena muy bien. Cuando la grasienta Joan tira al fuego la cazuela... Tampoco ése es un cuadro muy agradable de la vida marital.
—Mrs. Lucas está...
—¡Qué rayos! —exclamó Edmund—. ¡Tráeme los malditos calabacines!
El sargento Fletcher tenía toda la casa de Little Paddocks para él solo.
Mitzi libraba aquel día. Cuando tenía fiesta, se iba siempre a Medenham Wells en el autobús de las once. Con el permiso de miss Blacklock, el sargento Fletcher se había quedado a cargo de la casa. Ella y miss Bunner se habían ido al pueblo.
Fletcher trabajó aprisa. Alguien de la casa había engrasado y preparado aquella puerta y, quienquiera que lo hubiese hecho, lo había hecho para poder salir de la sala sin ser visto tan pronto se apagaran las luces. Eso eliminaba a Mitzi, que no hubiera necesitado usar la puerta.
¿Quién quedaba? A los vecinos, pensó Fletcher, también se les podía eliminar. No veía cómo hubieran podido encontrar una oportunidad para preparar la puerta.
Quedaban Patrick y Julia Simmons, Phillipa Haymes y, posiblemente, Dora Bunner. Los Simmons se hallaban en Milchester. Phillipa Haymes estaba trabajando. El sargento podía dedicarse, sin estorbos, a desentrañar todos los secretos que quisiera, pero se llevó una desilusión. Fletcher, que era experto en cuestiones eléctricas, no vio en los cables ni en los accesorios ni en las lámparas cosa alguna que le indicara cómo se habían apagado las luces.
Al examinar rápidamente las alcobas, encontró en ellas una normalidad irritante. En la habitación de Phillipa había un retrato de un niño de mirada seria, otro retrato del mismo niño cuando era más pequeño, un montón de cartas de colegial, uno o dos programas de teatro. En el cuarto de Julia había un cajón lleno de fotografías sacadas en el sur de Francia. Retratos de playa, un chalé rodeado de mimosas. La de Patrick contenía recuerdos de su servicio en la Marina. En la de Dora Bunner, había pocas cosas de carácter personal y todas parecían inocentes a más no poder.
Sin embargo, pensó Fletcher, alguien de la casa tenía que haber engrasado las bisagras.
Sus reflexiones se vieron interrumpidas al oír un ruido abajo. Se acercó rápidamente al rellano y se asomó.
Mrs. Swettenham cruzaba el vestíbulo con una cesta al brazo. Se asomó a la sala, cruzó el pasillo y entró en el comedor. Volvió a salir sin la cesta.
Algún leve ruido que hizo Fletcher, una tabla del entarimado que crujió inesperadamente bajo sus pies, obligó a la señora a volver la cabeza. Dijo, alzando la voz:
—¿Es usted, miss Blacklock?
—No, Mrs. Swettenham, soy yo —respondió el sargento.
La señora soltó un grito de alarma.
—¡Oh! ¡Qué susto me ha dado! ¡Pensé que era otro ladrón!
Fletcher bajó la escalera.
—Me temo que esta casa no está muy bien protegida contra los ladrones —comentó—. ¿Puede cualquiera entrar y salir así cuando le dé la gana?
—He venido a traer unos membrillos —explicó Mrs. Swettenham—. Miss Blacklock quiere hacer jalea de membrillo y no tiene membrillero. Los dejé en el comedor.
Luego sonrió.
—¡Ah, ya! Quiere usted decir que cómo entré, ¿no? Por la puerta lateral. Todos entramos y salimos de casa de nuestros vecinos, sargento. A nadie se le ocurre cerrar una puerta con llave hasta que anochece. Quiero decir que resultaría demasiado molesto si viniera una a traer cosas y no pudiera entrar para dejarlas. No es como en otros tiempos, que no tenías más que tocar el timbre y siempre salía una criada a abrir.
Exhaló un suspiro.
—Recuerdo que en la India —añadió plañidera— teníamos dieciocho criados, ¡dieciocho! Sin contar el aya. Era lo corriente. Y en casa, siendo yo niña, teníamos tres criadas, aunque mamá siempre decía que se sentía como una pordiosera por no poder permitirse tener pinche de cocina también. He de confesar que la vida me parece extraña en estos tiempos, sargento, aunque sé que no debo quejarme. ¡Viven mucho peor los mineros, que siempre andan cogiendo psitacosis, ¿o ésa es la enfermedad de los loros?, y se ven obligados a abandonar las minas y a probar suerte como jardineros, aunque no saben distinguir entre las malas hierbas y las espinacas!
Agregó cuando se dirigía a la puerta:
—No quiero entretenerle. Supongo que está usted muy ocupado. No irá a suceder ninguna otra cosa más, ¿verdad?
—¿Por qué habría de suceder nada, Mrs. Swettenham?
—Se me ocurrió preguntárselo al verle a usted aquí. Yo pensé que pudiera tratarse de una banda. Le dirá usted a miss Blacklock lo de los membrillos, ¿verdad?
Mrs. Swettenham se fue. Fletcher se sentía como alguien que acaba de recibir un golpe inesperado. Había dado por hecho —erróneamente, ahora lo sabía— que alguien de la casa había engrasado las bisagras. Ahora comprendía su error. El autor no hubiera tenido más que aguardar a que Mitzi se fuera en el autobús y Letitia y Bunner hubieran salido de la casa. Una oportunidad sencillísima de encontrar. Eso significaba que no podía eliminar a ninguna de las personas presentes en la sala aquella noche.
—Murgatroyd.
—Di, Hinch.
—He estado pensando.
—¿De veras, Hinch?
—Sí, mi prodigioso cerebro ha estado trabajando. ¿Sabes lo que te digo, Murgatroyd? Que lo que ocurrió la otra noche no podía resultar más sospechoso.
—¿Sospechoso?
—Sí. Recógete el pelo, Murgatroyd, y toma este desplantador. Haz como si fuera un revólver.
—Oh —dijo Murgatroyd nerviosa.
—No te morderá. Ahora ven a la puerta de la cocina. Tú vas a ser el ladrón. Te pondrás aquí. Ahora vas a entrar en la cocina a atracar a un grupo de cabezas de chorlito. Toma la linterna. Enciéndela.
—Pero, ¡si estamos en pleno día!
—Usa tu imaginación, Murgatroyd. Enciéndela.
Miss Murgatroyd lo hizo torpemente, metiéndose el desplantador debajo del brazo mientras lo hacía.
—Ahora —añadió miss Hinchcliffe—, arranca. ¿Te acuerdas de cuando representaste a Hermia en
«El sueño de una noche de verano»
en el Instituto de la Mujer? Actúa. Vuélcate en el papel. «¡Manos arriba!» Eso es lo que has de decir. Y no lo estropees añadiendo: «Por favor».
Miss Murgatroyd levantó sumisa la linterna, esgrimió el desplantador y avanzó hacia la puerta de la cocina.
Se pasó la linterna a la mano derecha, hizo girar bruscamente el tirador y dio un paso hacia delante, volviendo a coger la linterna con la mano izquierda.