—¿Es eso lo que crees, tía Jane?
—No, querida, de ninguna manera. Sólo creo que hay mucho dinero en juego, muchísimo dinero. Y me temo que conozco demasiado bien, por desgracia, las cosas tan terribles que es capaz de hacer la gente para apoderarse de cantidades así.
—Supongo que sí —dijo Bunch—. Y ningún bien les hace ese dinero, ¿verdad?
—No, pero eso no pueden saberlo.
—Lo comprendo —Bunch sonrió de pronto, con su sonrisa dulce y un tanto torcida—. Una siempre cree que será distinto en su caso. Hasta yo siento eso. Te convences de que con ese dinero podrías hacer mucho bien. Proyectos, asilos para niños abandonados, hogares para madres cansadas... vacaciones en el extranjero para las mujeres de cierta edad que han trabajado demasiado durante su vida...
Su expresión se volvió sombría. Los ojos se le oscurecieron de pronto y la mirada se volvió trágica.
—Ya sé lo que estás pensando, tía Jane. Te estás diciendo que yo sería de las peores, porque me engaño. Si reconociera directamente que deseo ese dinero por razones egoístas, vería, por lo menos, cómo soy; me vería tal cual soy. Pero cuando una empieza a decirse que sólo desea el dinero para hacer el bien, es fácil persuadirse de que matar a una sola persona no es tan importante.
Luego se le despejó la mirada.
—Pero yo no —añadió—. Yo no mataría a nadie. Ni siquiera si fuese una persona vieja o enferma o que hiciese mucho daño en el mundo. Aunque se tratase de un chantajista o de... de bestias salvajes —sacó cuidadosamente una mosca del poso del café y la colocó en la mesa para que se secara—. Porque a la gente le gusta vivir, ¿verdad? Y a las moscas también. Aun cuando sea una vieja y esté sufriendo, y sólo a duras penas pueda arrastrarse al sol. Julian dice que esas personas tienen aún más ganas de vivir que la gente joven y sana. Morir es más duro para ellas, dice. La lucha es más grande. A mí también me gusta vivir, no sólo ser feliz, y divertirme, pasarlo bien. Quiero decir vivir, despertarme y sentir por todo el cuerpo que estoy allí, que vivo, que funciono como un reloj.
Sopló suavemente a la mosca, que agitó las patas y se fue volando como borracha.
—Ánimo, querida tía Jane —dijo Bunch—. Yo nunca mataría a nadie.
Después de una noche en tren, el inspector Craddock se apeó en una pequeña estación de los Highlands escoceses.
Por un instante le pareció extraño que la acaudalada Mrs. Goedler, una inválida, que podía escoger entre una casa en un elegante barrio de Londres, una finca en Hampshire y un chalé en el sur de Francia, hubiese escogido aquel remoto lugar de Escocia como residencia. Debía hallarse aislada allí de muchas amistades y diversiones. Su vida tenía que ser muy solitaria, ¿o se encontraba demasiado enferma para fijarse en lo que le rodeaba o para que le importase?
Le esperaba un automóvil. Un Daimler anticuado, conducido por un chófer entrado en años. Era una mañana soleada y el inspector disfrutó de las veinte millas de camino, aunque volvió a maravillarse de aquella preferencia por la soledad. Un comentario hecho al chófer le aclaró, en parte, la cuestión.
—Es su hogar materno. Sí, ella es la última descendiente de la familia. Y ella y Mr. Goedler se sentían siempre más felices aquí que en ningún otro sitio, aunque pocas eran las veces que él podía alejarse de Londres; pero cuando lo conseguía, disfrutaban los dos como un par de chiquillos.
Cuando aparecieron los grises muros de la entrada de la mansión, Craddock tuvo la sensación de retroceder en el tiempo. Le recibió un mayordomo y, después de lavarse y afeitarse, le condujeron a una habitación en cuya chimenea ardía un enorme fuego. Allí le sirvieron el desayuno.
Después, una mujer alta, de mediana edad, que vestía uniforme de enfermera, entró y dijo ser la hermana McClelland.
—Mi paciente está preparada para recibirle, Mr. Craddock. La verdad es que tiene muchas ganas de verle.
—Haré todo lo posible por no excitarla —prometió Craddock.
—Más vale que le advierta a usted de lo que sucederá. Encontrará a Mrs. Goedler completamente normal, en apariencia. Hablará y disfrutará hablando. Pero llegará un momento en que le faltarán las fuerzas. Déjela entonces inmediatamente y mándeme llamar. Se la mantiene casi por completo bajo los efectos de la morfina. Dormita la mayor parte del tiempo. Para prepararla para su visita le he suministrado un fuerte estimulante. En cuanto sus efectos pasen, volverá a quedar semiconsciente.
—Comprendo perfectamente, miss McClelland. ¿Le está permitido decirme exactamente cuál es el estado de salud de Mrs. Goedler?
—Verá, Mr. Craddock, Mrs. Goedler se está muriendo. No puede alargársele la vida más allá de unas cuantas semanas. Puede parecerle extraño que le diga que debiera haber muerto hace años. Y, sin embargo, es la verdad. Lo que ha mantenido viva a Mrs. Goedler han sido sus intensas ganas de vivir. Quizá resulte raro decirlo de una persona que ha hecho vida de inválida durante mucho tiempo y que no ha salido de casa en quince años, pero es verdad. Mrs. Goedler nunca ha sido fuerte; pero ha conservado, con sorprendente intensidad, la voluntad de vivir —agregó con una sonrisa—: Y es una mujer encantadora, como tendrá usted ocasión de comprobar.
Lo condujeron a una gran alcoba donde ardía un buen fuego y yacía una anciana en un gran lecho con dosel. Aunque sólo tenía siete u ocho años más que Letty Blacklock, su fragilidad le hacía parecer mucho más vieja.
Tenía bien arreglada la blanca cabellera y un chal de lana azul pálido la envolvía cuello y hombros. Había surcos de dolor en el rostro, pero también líneas que expresaban dulzura. Y se observaba asimismo, por extraño que parezca, un brillo en los ojos azules que Craddock sólo podía describir como picaresco.
—Esto sí que es interesante —dijo—. No recibo visitas de la policía con frecuencia. Tengo entendido que Letitia Blacklock no resultó gravemente herida en el atentado de que fue víctima. ¿Cómo está mi querida Blackie?
—Se encuentra muy bien, Mrs. Goedler. Le envía un afectuoso saludo.
—Hace mucho tiempo que no la he visto. Desde hace años, no hemos tenido más contacto que las tarjetas de Navidad. Le pedí que viniera aquí cuando regresó a Inglaterra después de la muerte de Charlotte, pero dijo que le resultaría doloroso después de tanto tiempo, y quizá tenía razón. Blackie siempre tuvo mucho sentido común. Vino a verme una antigua compañera de colegio hace cosa de un año. Y ¡Señor, cómo nos aburrimos las dos! —sonrió—. Después de haber agotado todos los «¿Te acuerdas?», ya no supimos qué decirnos. Resultó muy embarazoso.
Craddock se conformó con dejarla hablar antes de hacer sus preguntas. Deseaba, como dice, volver al pasado, experimentar de nuevo la sensación exacta de la relación Goedler-Blacklock.
—¿Supongo —dijo Belle con perspicacia— que quiere usted preguntar lo del dinero? Randall dispuso que Blackie lo heredara todo después de mi muerte. En realidad, claro, Randall nunca creyó posible que yo viviera más que él. Era un hombre alto y fuerte que en su vida había tenido una enfermedad, y yo siempre andaba con dolores, punzadas y quejas, y médicos que venían y me miraban con cara larga.
—No creo que «quejas» sea una palabra apropiada en su caso, Mrs. Goedler.
La anciana se rió.
—No lo dije en el sentido de quejarme. Nunca he sentido demasiada compasión por mí misma; pero siempre se dio por sentado que yo, siendo la más débil, sería la primera en morir. La cosa no fue así. No, no fue así.
—¿Por qué dejó su esposo el dinero como lo hizo?
—¿Que por qué se lo dejó a Blackie, quiere decir? No por los motivos que probablemente ha pensado usted —el pícaro destello se acentuó—. ¡Qué mentalidad tienen ustedes los policías! Randall jamás estuvo enamorado de ella. Ni ella de él. Letitia, ¿sabe?, tiene en realidad una mente masculina. No tiene ninguno de los sentimientos ni las debilidades de una mujer. No creo que se enamorara jamás de ningún hombre. Nunca tuvo mucho de guapa, y los vestidos la tenían completamente sin cuidado. Se pintaba un poco para acatar la costumbre, pero no para parecer más bonita.
En la voz de la anciana se observó un tono de compasión cuando añadió:
—Jamás conoció la alegría de ser mujer.
Craddock contempló con interés la frágil figurita tendida en el enorme lecho. Se dio cuenta de que Belle Goedler había disfrutado, y seguía disfrutando, de ser mujer. Ella le guiñó un ojo.
—Siempre he pensado —dijo ella— que debe resultar muy aburrido ser hombre —luego agregó, pensativa—: Yo creo que Randall consideraba a Blackie algo así como un hermano menor. Confiaba en su criterio, que siempre era excelente. Ella impidió que se metiera en líos más de una vez.
—Me dijo que acudió en su auxilio una vez con dinero.
—Eso sí, pero yo quería decir algo más que eso. Se puede contar la verdad después de todos estos años. En realidad, Randall no era capaz de distinguir entre lo que estaba bien y lo que estaba mal. No tenía la conciencia muy sensible. El pobre no sabía, en realidad, qué era ser listo y qué ser falto de decencia. Blackie le mantenía en el buen camino. Ésa es una de las cosas que tiene Letitia Blacklock: es honrada de pies a cabeza, es incapaz de cometer un acto deshonroso. Es de un carácter muy hermoso, ¿sabe? Siempre la he admirado. Pasaron una infancia terrible esas muchachas. El padre era un viejo médico rural muy testarudo y de mentalidad estrecha; un completo tirano para la familia. Letitia se marchó de su casa, fue a Londres y estudió contabilidad. La otra hermana era una inválida, tenía una deformidad y jamás recibía a nadie, ni salía de casa. Por eso, cuando el viejo murió, Letitia renunció a todo para volver a su casa y cuidar de su hermana. Randall se puso furioso con ella, pero eso no sirvió de nada. Cuando Letitia consideraba que era su deber hacer una cosa, la hacía. Y no había manera de hacerle cambiar de opinión.
—¿Cuánto tiempo antes de que muriera su esposo ocurrió todo eso?
—Creo que un par de años antes. Randall hizo testamento antes de que ella abandonara la casa. Y no lo cambió. Me dijo a mí: «No tenemos a nadie nuestro». Porque nuestro hijito murió, ¿sabe?, cuando tenía dos años de edad. «Después de morirnos tú y yo, es mejor que el dinero sea para Blackie. Jugará a la Bolsa y les hará andar a todos de cabeza.»
»Y es que Randall —prosiguió Belle— disfrutaba muchísimo ganando dinero, no por el dinero en sí, sino por la aventura, los riesgos, la emoción. Y a Blackie eso le gustaba también. Tenía el mismo espíritu aventurero y la misma forma de ver las cosas. ¡Pobrecilla! Jamás había conocido los placeres normales: enamorarse, seducir a los hombres, hacerles rabiar, tener hogar e hijos, y todos los verdaderos placeres de la vida.
A Craddock le extrañó sobremanera la auténtica compasión y el indulgente desdén que sentía aquella mujer, una mujer que había tenido que soportar enfermedades toda su vida, cuyo único hijo había muerto, cuyo marido había muerto dejándola encadenada a una viudez solitaria y que había sido inválida durante muchos años.
Ella asintió.
—Sé lo que está pensando; pero he tenido todas las cosas que hacen que la vida valga la pena. Me las podrán haber quitado, pero las he tenido. De joven fui bonita y alegre. Me casé con el hombre a quien quería, y él nunca dejó de quererme. Mi hijo murió, pero le tuve a mi lado dos preciosos años. He experimentado mucho dolor físico, pero si uno experimenta dolor, sabe cómo gozar del exquisito placer de los momentos en que el dolor cesa. Y todo el mundo ha sido bondadoso para conmigo siempre. Soy una mujer afortunada, en realidad.
Craddock se agarró a la oportunidad que le proporcionaba uno de sus comentarios.
—Dijo usted hace un momento, Mrs. Goedler, que su esposo dejó la fortuna a Mrs. Blacklock porque no tenía otra persona a quién dejársela; pero eso no es del todo cierto, ¿verdad? Tenía una hermana.
—Ah, Sonia; pero riñeron hace muchos años y con carácter definitivo.
—¿No aprobaba su matrimonio?
—No. Se casó con un hombre que se llamaba... ¿Cómo se llamaba?
—Stamfordis.
—Eso es, Dimitri Stamfordis. Randall dijo siempre que era un malhechor. Se tuvieron antipatía desde el primer momento, pero Sonia estaba locamente enamorada de él y decidida a casarse. Y nunca comprendí por qué no había de hacerlo. ¡Los hombres tienen unas ideas tan extrañas! Sonia no era una chiquilla. Había cumplido los veinticinco años y sabía exactamente lo que hacía. Sería un malhechor, no lo niego, un delincuente de verdad, quiero decir. Creo que tenía antecedentes penales y Randall sospechó siempre que utilizaba un alias. Sonia sabía todo eso. Lo cierto es, y eso es lo que Randall nunca fue capaz de comprender, que Dimitri resultaba verdaderamente muy atractivo para las mujeres. Y estaba tan enamorado de Sonia como ella de él. Randall insistía en que sólo se casaba con ella por dinero; pero eso no es verdad. Sonia era muy hermosa, ¿sabe? Y era una mujer de carácter. Si el matrimonio hubiese salido mal, si Dimitri no hubiera sido bueno con ella o le hubiese sido infiel, Sonia se hubiera limitado a cortar por lo sano y abandonarle. Era rica y podía hacer lo que quisiera de su vida.
—¿Nunca hicieron las paces?
—No, Randall y Sonia nunca se habían llevado muy bien. Y ella estaba resentida porque él intentó impedir el matrimonio. Ella dijo: «Está bien. ¡Eres completamente insoportable! ¡Ésta es la última vez que oirás hablar de mí!»
—Pero, ¿fue la última vez que supieron de ella?
Belle sonrió.
—No, recibí una carta suya unos dieciocho meses más tarde. Recuerdo que me escribió desde Budapest, pero no me dio las señas. Me pidió que le dijera a Randall que era extremadamente feliz y que acababa de dar a luz dos gemelos.
—¿Y le dio sus nombres?
Belle sonrió de nuevo.
—Dijo que habían nacido poco después del mediodía, y que tenía intención de llamarlos Pip y Emma. Quizás eso no fuera más que una broma, claro está.
—¿No volvió a tener noticias suyas?
—No. Dijo que ella, su marido y los niños iban a marcharse a Estados Unidos a pasar allí una corta temporada. No volví a saber de ella.
—Supongo que no habrá conservado usted esa carta, ¿verdad?
—No, me temo que no. Se la di a Randall y él se limitó a soltar un gruñido y decir: «Se arrepentirá de haberse casado con ese tipo el día menos pensado». Fue lo único que dijo. Nos olvidamos de ella, en realidad. Desapareció por completo de nuestra vida.