—¿Qué dice? —exclamó Mitzi con un sobresalto.
—Coja el sombrero y el abrigo y vámonos. No llevo encima el aparato de arrancar uñas ni el resto de mi equipo. Todo esto lo guardamos en la comisaría. ¿Tienes las esposas a mano, Fletcher?
—¡Señor! —dijo el sargento Fletcher con expresión exultante.
—Pero, ¡yo no quiero ir! —aulló Mitzi retrocediendo.
—En ese caso, contestará usted cortésmente a unas preguntas corteses. Si lo desea, puede solicitar la presencia de un abogado.
—¿De un abogado? No me gustan los abogados. No quiero un abogado.
Soltó el rodillo, se limpió la harina de las manos con un trapo y se sentó.
—¿Que quiere usted saber? —preguntó con hosquedad.
—Quiero conocer su versión de lo sucedido aquí anoche.
—De sobra sabe usted qué sucedió.
—Quiero conocer su versión.
—Intenté marcharme. ¿Le dijo ella eso? Cuando vi en el periódico lo del asesinato, quise marcharme. Ella no me dejó. Es muy dura, nada comprensiva. Me obligó a quedarme. Pero yo sabía... yo sabía lo que iba a suceder. Yo sabía que me iban a asesinar.
—Pero no la asesinaron, ¿verdad que no?
—No —asintió Mitzi de mala gana.
—Vamos, dígame lo que ocurrió.
—Estaba nerviosa. ¡Oh, qué nerviosa estaba! Toda la tarde. Oía cosas. Gente que se movía de un lado para otro. Una vez creí que había alguien en el vestíbulo moviéndose con sigilo; pero sólo era Mrs. Haymes, que entraba por la puerta lateral, para no ensuciar los escalones de la puerta principal, según ella. ¡Como si a ella le importase eso! Esa nazi, pues, con el cabello rubio y los ojos azules, con su aire de superioridad, y mirándome a mí y pensando que yo... que yo no soy más que una porquería.
—No se preocupe ahora por Mrs. Haymes.
—¿Quién se ha creído que es? ¿Ha recibido una costosa educación universitaria como yo? ¿Está ella licenciada en Economía? No, no es más que una obrera asalariada. Cava, corta hierba y le pagan una cantidad cada sábado. ¿Quién es ella para llamarse señora?
—Olvídese de Mrs. Haymes. Continúe.
—Llevo el jerez, las copas y las pastas tan buenas que he hecho a la sala. Entonces suena el timbre y abro la puerta. Una vez tras otra abro la puerta. Es desagradable, pero lo hago. Y luego vuelvo a la despensa y me pongo a pulir los cubiertos de plata, y se me ocurre que me vendrá muy bien aquello, porque si alguien viene a matarme tengo allí, bien a mano, el cuchillo de trinchar, grande y bien afilado.
—Es usted muy previsora.
—Y de pronto oigo disparos. Pienso: «Ya está... ya está ocurriendo». Corro a través del comedor. La otra puerta no se abre. Me detengo un momento para escuchar y entonces suena otro tiro y un golpe muy fuerte allá fuera, en el vestíbulo, y yo hago girar el pomo de la puerta, pero está cerrada con llave por fuera. Estoy encerrada allí como una rata en una ratonera. Y me vuelvo loca de miedo. Chillo y chillo, y golpeo la puerta. Y por fin... por fin hacen girar la llave y me dejan salir. Y entonces traigo velas, muchas, muchas velas, y se encienden las luces y veo sangre... ¡sangre!
Ach, Gott in Himmel!
La sangre. No es la primera vez que veo sangre. Mi hermanito, veo cómo lo matan delante de mis propios ojos, veo sangre en la calle, gente acribillada, muriendo, yo...
—Sí —dijo el inspector Craddock—, muchísimas gracias.
—Y ahora —dijo Mitzi con gesto teatral—, puede usted detenerme y llevarme a la cárcel.
—Otro día —dijo el inspector Craddock.
Cuando Craddock y Fletcher atravesaban el vestíbulo en dirección a la puerta, ésta se abrió y un joven alto y bien parecido casi chocó con ellos.
—¡Polis! —exclamó el joven.
—¿Mr. Patrick Simmons?
—Así es, inspector. Es usted el inspector, ¿verdad?, y el otro es el sargento.
—Acertó, Mr. Simmons. ¿Puedo hablar con usted un momento?
—Soy inocente, inspector. Le juro que soy inocente.
—Escuche, Mr. Simmons, hágame el favor de no hacerse el gracioso. Tengo que entrevistarme todavía con mucha gente y no tengo tiempo que perder. ¿Qué es esta habitación? ¿Podemos entrar aquí?
—Lo llamamos estudio, pero nadie estudia.
—Me dijeron que usted estudiaba.
—Descubrí que me era imposible concentrarme en las matemáticas, así que regresé a casa.
El inspector Craddock le pidió el nombre completo, la edad y detalles de su servicio en filas durante la guerra.
—Y ahora, Mr. Simmons, ¿tiene usted la amabilidad de describirme lo que sucedió anoche?
—Tiramos la casa por la ventana, inspector. Es decir, Mitzi preparó unas pastas deliciosas. Tía Letty descorchó una botella nueva de jerez.
Craddock le interrumpió.
—¿Una botella nueva? ¿Había otra?
—Sí, medio llena; pero a tía Letty no pareció gustarle.
—¿Estaba nerviosa?
—Oh, no es eso. Es una persona muy sensata. Creo que fue Bunny la que le metió miedo al profetizar desastres durante todo el día.
—¿Miss Bunner estaba muy asustada?
—Ya lo creo, se divirtió de lo lindo. Disfruta pasando miedo.
—¿Se tomó en serio el anuncio?
—Le puso los pelos de punta.
—Miss Blacklock parece haber creído, al leer el anuncio, que usted tenía algo que ver con el asunto. ¿Por qué?
—Es natural. ¡A mí me echan siempre la culpa de todo lo que ocurre por aquí!
—¿Tuvo usted algo que ver, Mr. Simmons?
—¿Yo? ¡Ni un tanto así!
—¿Había visto usted alguna vez a ese Rudi Scherz o había hablado con él?
—En mi vida.
—Pero era la clase de broma que hubiese sido usted capaz de gastar, ¿verdad?
—¿Quién le ha dicho eso? Sólo porque una vez le hice la petaca en la cama a Bunny y otra vez le mandé una postal a Mitzi diciéndole que la Gestapo estaba sobre su pista.
—Limítese a explicarme lo que sucedió.
—Acababa de entrar en la sala pequeña en busca de la bebida cuando, de repente, se apagaron las luces. Me di la vuelta y vi a un tipo en el umbral diciendo: «¡Arriba las manos!». Y todo el mundo se puso a dar gritos. Y justo cuando me estaba preguntando si podría lanzarme sobre él, se pone a disparar un revólver y ¡zas!, se cae al suelo, y la linterna se apaga y nos encontramos en la oscuridad otra vez, y el coronel Easterbrook empieza a gritar con su voz de mando: «Luz». Intento encender mi mechero, pero no se enciende, como suele suceder siempre con estos malditos inventos.
—¿Le pareció a usted que el intruso apuntaba deliberadamente a miss Blacklock?
—¡Ah! ¿Y cómo quiere que lo sepa? Yo diría que disparó el revólver sólo por el gusto de hacerlo... y después descubrió, quizá, que había llevado las cosas demasiado lejos.
—¿Y se pegó un tiro?
—Pudiera ser. Cuando le vi la cara me pareció la clase de ladronzuelo que pierde con facilidad el valor.
—¿Y está seguro de que no le había visto nunca antes?
—Completamente seguro.
—Gracias, Mr. Simmons. Quisiera entrevistarme con las demás personas que estuvieron aquí anoche. ¿En qué orden sería mejor que las viese?
—No sé. Nuestra Phillipa, Mrs. Haymes, trabaja en Dayas Hall. La verja de esa finca está casi enfrente de la casa. Después, los Swettenham son los que viven más cerca. Cualquiera se lo indicará.
Dayas Hall había sufrido las consecuencias de los años de guerra. La hierba crecía con esplendidez donde en otros tiempos había habido un cultivo de espárragos, como evidenciaban algunas hojas sueltas de espárrago. La hierba cana, la correhuela y muchas otras malas hierbas crecían vigorosamente.
Una parte de la huerta presentaba señales de haber sido llevada nuevamente al orden, y allí encontró Craddock a un anciano de expresión avinagrada apoyado en una pala.
—¿Es a Mrs. Haymes a quien busca? No sé dónde la encontrará. Tiene ideas propias sobre lo que ha de hacer o dejar de hacer. No es de las que admiten consejos. Yo podría enseñarle, le enseñaría de buena gana, pero ¿de qué serviría? ¡Estas jovencitas no quieren escuchar! Se creen que lo saben todo porque llevan pantalones y se montan en un tractor. ¡Pero lo que aquí hace falta es jardinería!. Y eso no se aprende en un día.
—Sí, eso veo —asintió Craddock.
El viejo decidió tomar estas palabras como una crítica.
—Escuche, amigo, ¿qué cree usted que puedo hacer yo solo en un sitio de tan grande? Tres hombres y un muchacho, ése es el personal que trabajaba aquí. Y eso es lo que necesita ahora. Son pocos los hombres que trabajan tanto como yo. Me estoy aquí a veces hasta las ocho de la noche. ¡Hasta las ocho!
—¿Y con qué luz trabaja? ¿A la luz de un candil?
—No me refiero a esta época del año, naturalmente. Hablo del verano.
—¡Ah! —dijo Craddock—. Más vale que me vaya en busca de Mrs. Haymes.
El hombre dio muestras de interés.
—¿Para qué la quiere ver? Es usted policía, ¿no? ¿Se ha metido en líos? ¿O se trata de lo que ha ocurrido en Little Paddocks? Enmascarados que forzaron la entrada y atracaron a la gente a punta de pistola. Una cosa así no hubiese ocurrido antes de la guerra. Desertores, eso es lo que son. Gente desesperada que vagabundea por el campo. ¿Por qué los militares no hacen una redada?
—No tengo la menor idea —dijo Craddock—. Supongo que el atraco ha dado mucho que hablar.
—¡Ni que lo diga! ¿Adonde vamos a parar? Eso es lo que dijo Ned Barker. Es por las películas, dijo. Pero Tom Riley dice que es por culpa de todos esos extranjeros que dejan andar sueltos por aquí. Y creedme, dice, apostaría a que esa chica que le guisa a miss Blacklock y que tiene tan mal genio... ella está metida en el ajo. Es comunista o algo peor, y a nosotros no nos gusta esa clase de gente aquí. Y Marlene, que sirve en la barra, ¿sabe?, se empeña en que tiene que haber algo de mucho valor en la casa de miss Blacklock. Y no es que lo parezca, porque miss Blacklock va siempre vestida con mucha sencillez, exceptuando el collar de perlas falsas que lleva. Y luego dice: ¿Y si esas perlas fueran de verdad? Y Florrie, que es hija del viejo Bellamy, dice: «Tonterías.
Nouveaux art
, eso es lo que son, perlas de bisutería. ¡Bonito nombre para darle a un collar de perlas falsas! Perlas romanas, eso es lo que la gente bien las llamaba en otros tiempos... y diamantes parisienses. Mi mujer fue doncella de una señora y lo sé. Pero, en definitiva, ¿qué son? ¡Culos de vaso! Supongo que es pura bisutería todo lo que usa la joven miss Simmons: hojas de hiedra de oro y perros, y cosas así. Rara vez ve uno oro de verdad en estos tiempos, hasta los anillos de boda los hacen de esa cosa gris que llaman platino. Es algo muy vulgar aunque cueste un ojo de la cara.
El viejo Ashe se interrumpió para recobrar el aliento y luego continuó:
—«Miss Blacklock no guarda mucho dinero en casa; eso sí que lo sé», dice Jim Huggins. Y él tiene que saberlo, porque es su mujer la que va a limpiar a Little Paddocks y es de ésas que se entera de todo lo que ocurre. Es una fisgona, usted ya me entiende.
—¿Dijo cuál era la opinión de Mrs. Huggins?
—Que Mitzi está metida en el ajo, eso es lo que ella cree. ¡El mal genio y los humos que tiene! La otra mañana trató a Mrs. Huggins de obrera en su propia cara.
Craddock permaneció callado durante unos instantes, repasando metódicamente lo fundamental en las palabras del anciano. Eran una buena muestra de la visión provinciana de un lugar como Chipping Cleghorn, pero no creía que hubiese en ellas nada que pudiera ayudarle en su tarea. Empezó a alejarse y el viejo le gritó de mala gana:
—Quizá la encuentre usted en el manzanal. Es más joven que yo y le resulta más fácil arrancar las manzanas.
Y en efecto, Craddock encontró a Phillipa Haymes en el manzanal. Lo primero que vio fue un par de bonitas piernas enfundadas en unos pantalones de montar que resbalaban por el tronco de un árbol. Luego, Phillipa, encendido el rostro, despeinada la rubia cabellera por las ramas, le miró sobresaltada.
«Sería una buena Rosalinda»
, pensó Craddock maquinalmente, porque el detective inspector Craddock era un entusiasta de Shakespeare y había hecho el papel del melancólico Jacques con gran éxito en una representación de «Como gustéis» a beneficio del orfanato de la Policía.
No tardó en darse cuenta de su error. Phillipa Haymes era demasiado inexpresiva para hacer de Rosalinda. La blancura del cutis y la impasibilidad eran intensamente inglesas, pero inglesas del siglo XIX más que del siglo XVI; de inglesa bien educada, nada emotiva y sin el menor destello de picardía.
—Buenos días, Mrs. Haymes. Siento haberla sobresaltado. Soy el inspector Craddock, de la policía de Middeshire. Deseaba hablar con usted.
—¿Acerca de lo de anoche?
—Sí.
—¿Va a ser largo? ¿No...?
Miró a su alrededor, dubitativa.
Craddock señaló el tronco de un árbol caído.
—Un tanto informal —dijo con voz agradable—, pero no quiero interrumpir su trabajo más de lo absolutamente necesario.
—Gracias.
—Se trata, simplemente, de obtener datos para nuestro informe. ¿A qué hora volvió usted de trabajar ayer?
—A eso de las cinco y media. Me había quedado unos veinte minutos más que de costumbre para terminar de regar unas plantas en el invernadero.
—¿Por qué puerta entró?
—Por la lateral. Se ataja por el estanque de los patos y el gallinero. Así no hay necesidad de dar un rodeo, ni de ensuciar el porche de la puerta principal. A veces llego bastante cubierta de barro.
—¿Siempre entra usted por esa puerta?
—Sí.
—¿La puerta no estaba cerrada con llave?
—No. Durante el verano suele estar abierta de par en par. En esta época del año está cerrada, pero no con llave. Todos entramos y salimos mucho por ella. La cerré con llave cuando entré.
—¿Lo hace siempre?
—Lo he estado haciendo durante la última semana. Oscurece a las seis. Miss Blacklock sale a encerrar a los patos y a las gallinas, pero normalmente sale por la puerta de la cocina.
—¿Y usted está completamente segura de que cerró la puerta con llave esta vez?
—Estoy completamente segura.
—Bien, Mrs. Haymes. ¿Y qué hizo cuando entró?
—Me quité las botas, llenas de barro, subí al piso, me bañé y me cambié. Luego bajé y descubrí que se estaba celebrando una especie de fiesta. No me enteré hasta entonces de lo del extraño anuncio.