Miss Blacklock soltó una risita ahogada. Patrick murmuró:
—Adherente, no adhesivo; claro, ahí me he equivocado.
De pronto, miss Bunner profirió un sonoro cloqueo, como el de una gallina espantada.
—Letty... Letty. ¿Has visto esto? ¿Qué puede significar?
—¿Qué ocurre, Dora?
—¡Un anuncio muy extraño! Dice claramente Little Paddocks. Pero ¿qué puede significar?
—Si me dejaras verlo, Dora, querida.
Miss Bunner cedió obediente el periódico, señalando el anuncio con el índice tembloroso.
—Fíjate, Letty.
Miss Blacklock se fijó. Enarcó las cejas. Echó una rápida y escudriñadora mirada a los que ocupaban la mesa. Luego leyó en voz alta el anuncio:
—Se anuncia un asesinato que se cometerá el viernes 29 de octubre en Little Paddocks, a las seis y media de la tarde. Amigos, acepten este único aviso.
—Patrick, ¿esto es cosa tuya? —preguntó con acritud.
Posó la mirada en el rostro apuesto y atrevido del joven sentado al otro extremo.
Patrick Simmons se apresuró a repudiar la acusación.
—Claro que no, tía Letty. ¿Cómo ha podido ocurrírsete semejante idea? ¿Por qué habría de saber yo ni una palabra del asunto?
—Eres muy capaz de hacer una cosa así —contestó miss Blacklock ceñuda—. Es lo que tú considerarías una broma divertida.
—¿Una broma? De ninguna manera.
—¿Y tú, Julia?
—Claro que no —repuso ésta con cara de aburrimiento.
Miss Bunner murmuró entonces:
—¿Tú crees que Mrs. Haymes...?
Y sin completar la frase, dirigió la mirada al asiento vacío de otra persona que ya había desayunado.
—Oh, no, no creo que Phillipa haya querido dárselas de graciosa —dijo Patrick—. Es una chica seria.
—Pero, ¿qué pretenderán con esto? —preguntó Julia bostezando—. ¿Qué significa?
—Supongo que se trata de una estúpida broma pesada —contestó miss Blacklock con voz pausada.
—Pero, ¿por qué? —exclamó Dora Bunner—. ¿Qué sentido tiene? Parece una broma bastante estúpida y de muy mal gusto.
Sus fofas mejillas se estremecieron de indignación y el mismo sentimiento titiló en los miopes ojos.
Miss Blacklock le sonrió.
—No te excites, Bunny —le dijo—. Es sólo una muestra de la idea que alguien tiene del humor, pero me gustaría saber quién es.
—Dice hoy —señaló miss Bunner—. Hoy, a las seis y media. ¿Qué crees que ocurrirá?
—¡Muerte! —dijo Patrick con voz sepulcral—. Muerte Deliciosa.
—Cállate, Patrick —le ordenó miss Blacklock al lanzar Dora Bunner un grito.
—Sólo me refería al pastel que hace Mitzi —se excusó Patrick—. Ya sabes que siempre lo llamamos Muerte Deliciosa.
Miss Blacklock sonrió, abstraída.
Dora Bunner insistió:
—Pero, Letty, de veras, ¿tú qué crees que...?
Su amiga la interrumpió con buen humor.
—Sé una cosa que ocurrirá sin falta a las seis y media. Se presentará aquí medio pueblo muerto de curiosidad. Más vale que me asegure de que tenemos jerez en casa.
—Estás preocupada, ¿verdad, Lotty?
Miss Blacklock se sobresaltó. Ensimismada, había estado dibujando pececitos en el papel secante de su mesa escritorio. Miró el rostro ansioso de su vieja amiga.
No sabía muy bien qué decirle a Dora Bunner. Sabía que era preciso evitarle cualquier preocupación o disgusto. Guardó silencio unos instantes para pensar.
Dora Bunner y ella habían ido juntas al colegio. Dora, por aquella época, era una muchacha bonita, rubia, de ojos azules, y bastante tonta. Que fuera tonta no le había importado, porque su alegría, su buen humor y su bonito rostro la convertían en una compañera agradable. Opinaba que tendría que haberse casado con algún agradable oficial del ejército o con un abogado rural. Tenía tantas buenas cualidades: afecto, devoción, lealtad. Pero el destino no se había portado muy bien con Dora Bunner. Había tenido que ganarse la vida. Había sido muy voluntariosa, pero poco competente en todas las tareas que emprendió.
Las dos amigas habían perdido el contacto; pero hacía seis meses, miss Blacklock había recibido una carta, una carta deshilvanada y patética. Dora estaba mal de salud. Vivía sola en un cuartito, intentando subsistir sin más ingresos que la pensión de vejez. Intentaba coser algo, pero tenía los dedos entumecidos por el reuma. Hablaba de sus días de colegiala. Desde entonces la vida las había separado, pero ¿podría su antigua amiga ayudarla?
Miss Blacklock le había contestado impulsivamente. Pobre Dora, la pobre, bonita y tonta Dora. La fue a buscar y se la trajo a Little Paddocks con el tranquilizador embuste de que «el trabajo de la casa empieza a ser superior a mis fuerzas; necesito a alguien que me ayude». No sería por mucho tiempo, el médico se lo había dicho, pero a veces la pobre Dora le resultaba una dura prueba. Lo enredaba todo, disgustaba a la criada extranjera, que era un manojo de nervios, contaba mal las piezas que se mandaban a la lavandería, perdía facturas y cartas, y a veces exasperaba a la competente Mrs. Blacklock. Pobre Dora, inútil, tan leal, tan ávida de ayudar, tan satisfecha y orgullosa al pensar que les era útil y, ¡ay!, tan poco de fiar.
—Basta, Dora. Ya sabes lo que te he pedido —dijo con brusquedad.
—¡Oh! —Miss Bunner puso cara compungida—. Ya lo sé, me olvidé; pero lo estás, ¿verdad?
—¿Preocupada? No. Por lo menos —confesó—, no exactamente preocupada. ¿Lo dices por ese anuncio tan estúpido que ha publicado «The Gazette»?
—Sí, aun cuando se trate de una broma, a mí me parece malintencionada.
—¿Malintencionada?
—Sí, a mí me parece que hay algo malvado. Quiero decir que no es una broma agradable.
Miss Blacklock miró a su amiga. Los ojos bondadosos, la boca testaruda, la nariz levemente respingona. Pobre Dora, tan exasperante, tan cabeza de chorlito, tan devota y un problema tan grande. Una encantadora vieja quisquillosa y, sin embargo, de una manera extraña, con un instintivo sentido de lo que era correcto.
—Creo que tienes razón, Dora —dijo miss Blacklock—. No es una broma muy agradable.
—No me gusta ni pizca —aseguró Dora Bunner con insospechado vigor—. Me asusta. —Y añadió súbitamente—: Y a ti también, Letitia.
—¡No digas tonterías! —contestó miss Blacklock con pasión.
—Es peligroso. Estoy segura de que sí. Como esa gente que manda explosivos en paquetes postales.
—No será más que un idiota que intenta ser gracioso, querida.
—Pero no es gracioso.
No lo era, en efecto. El semblante de miss Blacklock delató sus pensamientos y Dora exclamó triunfal:
—¿Lo ves? ¡Tú también lo crees!
—Pero, Dora, querida...
Se interrumpió. En la habitación irrumpió una joven fogosa, con los pechos muy bien desarrollados que se agitaban bajo un jersey muy ceñido. Vestía una falda tirolesa de un color vivo y llevaba el pelo negro y grasiento recogido en una trenza enrollada como un casquete. Sus ojos oscuros centelleaban.
—Puedo hablar con usted, sí, ¿verdad? —preguntó con ímpetu.
Miss Blacklock exhaló un suspiro.
—Claro que sí, Mitzi, ¿qué pasa?
A veces pensaba que sería preferible hacer todo el trabajo de la casa ella sola y cocinar también a tener que estar soportando los eternos ataques de histeria de aquella refugiada.
—Se lo digo ahora mismo. Me parece que es legal. Me despido y me marcho. ¡Me marcho ahora mismo!
—¿Por qué razón? ¿Le ha disgustado alguien?
—Sí, estoy aterrorizada —contestó con un tono teatral—. ¡No quiero morir! Ya en Europa me escapé. Mi familia, todos murieron. Los mataron a todos, a todos, mi madre, mi pequeño hermanito, mi encantadora sobrinita, los mataron a todos. Pero a mí no, yo huyo, me escondo, llego a Inglaterra. Trabajo. Hago un trabajo que nunca, nunca hubiera hecho en mi país. Yo...
—Ya lo sé —la interrumpió miss Blacklock tajante. Mitzi repetía siempre la misma cantinela—. Pero ¿por qué quiere marcharse ahora?
—¡Porque otra vez vienen a matarme!
—¿Quiénes?
—Mis enemigos. ¡Los nazis! O quizás esta vez sean los bolcheviques. Averiguan que estoy aquí. Vienen a matarme. Lo he leído. Sí, ¡está en el periódico!
—Ah, ¿se refiere a «The Gazette»?
—Aquí está escrito, aquí —Mitzi señaló «The Gazette» que había traído escondida detrás de la espalda—. Vea, aquí dice asesinato. En Little Paddocks. Eso es aquí, ¿verdad? Esta tarde, a las seis y media. ¡Ah! Yo no me quedo para que me asesinen, no.
—Pero ¿por qué ha de referirse a usted? Es... Creemos que se trata de una broma.
—¿Una broma? ¿Es una broma asesinar a alguien?
—No, claro que no. Pero, mi querida muchacha, si alguien deseara asesinarla a usted no lo anunciaría en el periódico, ¿no le parece?
—¿Usted cree? —Mitzi parecía estar un poco confundida—. ¿Usted no cree que tengan la intención de asesinar a nadie? Quizá sea usted a quien tienen intención de asesinar, miss Blacklock.
—Desde luego, no puedo creer que nadie quiera asesinarme —contestó miss Blacklock tranquilamente—. Y la verdad, Mitzi, no veo por qué habría de querer asesinar nadie a usted. ¿Por qué habrían de hacerlo?
—Porque son mala gente, muy mala. Le digo que mi madre, mi hermanito, mi encantadora sobrina...
—Sí, sí —Miss Blacklock cortó el torrente en seco—. Yo no puedo creer que nadie desee matarla a usted, Mitzi. Claro que si usted quiere marcharse así, sin más, yo no puedo detenerla; pero la verdad es que opino que será usted muy tonta si lo hace.
Y al ver el gesto de duda de Mitzi, agregó con firmeza:
—La carne que mandó el carnicero la comeremos estofada. Parece muy dura.
—Haré un gulash, un gulash especial.
—Si prefiere llamarlo así, bien está. Y quizá podría usar ese trozo que queda de queso duro para hacer unos tacos. Es posible que esta tarde vengan algunas personas a beber una copa.
—¿Esta tarde? ¿Qué quiere decir con esta tarde?
—A las seis y media.
—Ésa es la hora que dice el periódico. ¿Quién va a venir? ¿Por qué han de venir?
—Vendrán al funeral —anunció miss Blacklock con la risa bailando en sus ojos—. Basta ya, Mitzi. Estoy ocupada. Cierre la puerta al salir —le ordenó—. Asunto arreglado —agregó cuando la puerta se hubo cerrado tras la desconcertada Mitzi.
—¡Eres tan competente, Letty! —murmuró miss Bunner con admiración.
—Bueno, ya está todo dispuesto —dijo miss Blacklock. Recorrió con la mirada la amplia sala de estar. Las cretonas con un estampado de rosas, los dos jarrones de crisantemos, el pequeño florero de violetas, la cigarrera de plata sobre la mesa junto a la pared, la bandeja de bebidas en la mesa de centro...
Little Paddocks era una casa de tamaño mediano construida al estilo Victoriano. Tenía una galería larga y poco profunda, y ventanas de postigos verdes. El largo y angosto salón al que la techumbre de la galería quitaba mucha luz, había tenido en otros tiempos una puerta doble en un extremo, que daba a una habitación pequeña con mirador. Una generación anterior se había encargado de quitar la puerta doble y colocar en su lugar cortinas y, finalmente, la propia miss Blacklock había prescindido de éstas, convirtiendo las dos habitaciones en una sola. Había una chimenea en cada extremo, y la temperatura era cálida aunque no estaban encendidas ninguna de las dos.
—¿Has hecho encender la calefacción central? —preguntó Patrick.
Miss Blacklock asintió.
—¡Ha caído tanta lluvia estos últimos días que toda la casa rezumaba humedad! Le pedí a Evans que la encendiera antes de marcharse.
—¿Ese precioso coque? —dijo Patrick burlonamente.
—Sí, ese precioso coque; y si no fuese el precioso coque, hubiese sido el todavía más precioso carbón. Ya sabes que la secretaría de combustibles ni siquiera quiere darnos la minúscula cantidad que nos corresponde semanalmente, a menos que podamos demostrar definitivamente que carecemos de otros medios para cocinar.
—¿Es verdad que en otros tiempos había coque y carbón en abundancia para todo el mundo? —preguntó Julia con el interés de quien oye hablar de un país desconocido.
—Sí. Y además muy baratos.
—¿Y que cualquiera podía comprar todo el que quisiese sin tener que llenar formularios ni nada y que no había escasez? ¿Que había grandes cantidades?
—De todas clases y calidades. Y no era todo piedra y pizarra, como ocurre hoy en día.
—Debía de ser un mundo maravilloso —murmuró Julia con un dejo de admiración.
Miss Blacklock sonrió.
—Yo diría que sí, pero después de todo, soy una vieja. Es natural que prefiera mi propia época. Sin embargo, vosotros, los jóvenes, no deberíais pensar eso.
—No hubiera tenido que buscarme un empleo —comentó Julia—. Hubiese podido quedarme en casa a cuidar las flores y a escribir notas. ¿Por qué se escribían notas y a quién?
—A toda la gente a la que ahora se llama por teléfono —dijo miss Blacklock con picardía—. ¿A que va a resultar que no sabes escribir, Julia?
—No con el estilo de ese delicioso manual de cartas que encontré el otro día. ¡Un verdadero encanto! Dice cuál es la manera correcta de rechazar la oferta de matrimonio de un viudo.
—Dudo que hubieses disfrutado tanto como piensas quedándote en casa. Había ciertos deberes que cumplir, ¿sabes? —la voz de miss Blacklock se tornó seca—. Sin embargo, yo no sé gran cosa de eso en realidad. Bunny y yo —sonrió afectuosamente a Dora Bunner— nos pusimos a trabajar muy pronto.
—Ah, sí, sí; ya lo creo que sí —asintió miss Bunner—. ¡Qué criaturas más atrevidas! No las olvidaré nunca. Claro que Letty era muy lista. Se convirtió en una mujer de empresa: la secretaria de un gran banquero.
Se abrió la puerta y entró Phillipa Haymes. Era alta, rubia y de plácido aspecto. Miró a su alrededor con sorpresa.
—¡Vaya! —dijo—. ¿Hay una fiesta? Nadie me lo había dicho.
—Es verdad —exclamó Patrick—. Nuestra Phillipa no está enterada. Apuesto a que es la única mujer en todo Chipping Cleghorn que no lo sabía.
Phillipa le miró con expresión inquisitiva.
—¡He aquí —anunció Patrick con un gesto melodramático— la escena de un crimen!
Phillipa pareció un tanto confusa.
—Aquí —Patrick señaló los dos jarrones de crisantemos— están las coronas y estas fuentes de tacos de queso y aceitunas representan el banquete fúnebre.