—Las orejas siempre sangran —dijo miss Blacklock—. Recuerdo que una vez me desmayé en la peluquería siendo niña. El peluquero sólo me hizo un pequeño corte en el lóbulo, pero en el acto aquello parecía una sangría. ¡Necesitamos luces!
—Voy a buscar las velas —se ofreció Mitzi.
Julia la acompañó y volvieron con varias velas enganchadas en platos pequeños.
—Y ahora —indicó el coronel— echémosle una mirada a nuestro malhechor. Acerque las velas, ¿quiere, Swettenham? Todo lo que pueda.
—Yo me pondré por el otro lado —anunció Phillipa.
Sujetó un par de platos con mano firme. El coronel Easterbrook se arrodilló.
La
yaciente
figura estaba envuelta en una burda capa negra con capucha. Cubría el rostro un antifaz negro y las manos con guantes de lana también negros. La capucha había caído, revelando una revuelta cabellera rubia.
El coronel Easterbrook le dio la vuelta, le tomó el pulso y le puso la mano en el pecho. Luego retiró los dedos con exclamación de repugnancia y se los contempló. Los tenía pegajosos y teñidos de rojo.
—Se ha pegado un tiro —dijo.
—¿Es grave? —preguntó miss Blacklock.
—¡Hum! Me temo que ha muerto. Puede tratarse de un suicidio, o puede haberse enredado en la capa y caído, disparándose el revólver. Si pudiera ver mejor...
En aquel momento, como por arte de magia, las luces volvieron a encenderse.
Con una extraña sensación de irrealidad, los habitantes de Chipping Cleghorn que estaban en el vestíbulo de Little Paddocks se dieron cuenta de que se encontraban en presencia de un caso de muerte repentina y violenta. El coronel Easterbrook tenía la mano teñida de rojo. La sangre aún resbalaba por el cuello de miss Blacklock, tiñéndole la blusa y la chaqueta. Y el cuerpo del intruso, grotescamente retorcido, yacía a sus pies.
Patrick llegó del comedor y dijo:
—Parece como si sólo hubiera saltado uno de los fusibles.
Se detuvo en seco.
El coronel Easterbrook tiró del pequeño antifaz negro.
—Es mejor que veamos de quién se trata, aunque no creo que sea nadie a quien conozcamos.
Le quitó el antifaz. Todos estiraron el cuello. Mitzi hipó y boqueó, pero los demás guardaron silencio.
—Es muy joven —observó Mrs. Harmon con un dejo de compasión.
Y de pronto, Dora Bunner exclamó excitada:
—¡Letty, Letty, es el joven del balneario de Medenham Wells! El que vino aquí a pedirte que le dieras dinero para regresar a Suiza y te negaste. Supongo que eso no fue más que un pretexto para espiar. ¡Ay, Señor! ¡Hubiera podido matarte!
Miss Blacklock, dueña de la situación, dijo incisiva:
—Phillipa, llévese a Bunny al comedor y déle media copa de coñac. Julia, querida, corre al cuarto de baño y tráeme las vendas que encontrarás en el botiquín. ¡Es tan pegajoso y desagradable eso de desangrarse como un cerdo! Patrick, ¿quieres hacer el favor de telefonear inmediatamente a la policía?
George Rydesdale, jefe de la policía de Middeshire, era un hombre sosegado, de estatura media y ojos perspicaces que observaban atentos bajo unas espesas cejas, que era más propenso a escuchar que a hablar. Luego, con voz que no expresaba emoción alguna, daba una orden y la orden se obedecía.
En aquel instante escuchaba con atención al inspector Dermot Craddock. Craddock había sido encargado oficialmente del caso. La noche anterior, Rydesdale le había ordenado que regresara de Liverpool, adonde le había mandado a hacer ciertas investigaciones relacionadas con otro caso. Rydesdale tenía en muy buen concepto a Craddock. No sólo estaba dotado de inteligencia e imaginación, sino que, y esto lo apreciaba Rydesdale mucho más, tenía la disciplina para hacer las cosas con calma, examinar y comprobar cada dato, y mantener la mente abierta hasta el mismísimo final de una investigación.
—El agente Legg contestó a la llamada —estaba diciendo Craddock—. Parece haberse comportado correctamente, con prontitud y serenidad. Y eso no debe de haber sido muy fácil. Había alrededor de una docena de personas empeñadas en hablar todas al mismo tiempo y, entre ellas, una de esas refugiadas centroeuropeas que parecen trastornarse en cuanto ven un uniforme. Parecía convencida de que iban a encerrarla y echó abajo la casa a gritos.
—¿El difunto ha sido identificado?
—Sí, señor. Rudi Scherz, de nacionalidad suiza, empleado en el hotel
«Royal Spa»
de Medenham Wells como recepcionista. Si no tiene usted nada que objetar, señor, pensaba empezar por el hotel e ir luego a Chipping Cleghorn. El sargento Fletcher está allí ahora. Se entrevistará con la gente de los autobuses y a continuación irá a la casa.
Rydesdale asintió.
Se abrió la puerta y el jefe de policía alzó la cabeza.
—Entre, Henry —dijo—. Tenemos un asunto que se sale un poco de lo corriente.
Sir Henry Clithering, ex jefe de Scotland Yard, entró con las cejas levemente enarcadas. Era un hombre alto, entrado en años y de aspecto distinguido.
—Es posible —prosiguió Rydesdale— que incluso resulte atractivo para su hastiado paladar.
—Nunca se me ha gastado el paladar —contestó sir Henry con indignación.
—La última moda —observó el jefe— es anunciar los asesinatos por anticipado.
Enséñele a sir Henry ese anuncio, Craddock.
—«The North Benham News and Chipping Cleghorn Gazette» —silabeó sir Henry—. ¡Buen título! —leyó lo que el dedo de Craddock le señalaba—. Hum, sí, se sale algo de lo corriente.
—¿Se sabe quién puso el anuncio? —preguntó Rydesdale.
—A juzgar por la descripción, señor, lo puso el propio Rudi Scherz el miércoles.
—¿Nadie le preguntó nada? ¿La persona que lo aceptó no lo encontró extraño?
—La rubia encargada de recibir los anuncios creo que es totalmente incapaz de pensar. Se limitó a contar las palabras y cobrar su importe.
—¿Con qué intención lo hizo? —preguntó sir Henry.
—Despertar la curiosidad de los vecinos del pueblo —sugirió Rydesdale—. Conseguir que se congregaran todos en un punto determinado y a una hora fija para poderlos atracar y quitarles cuanto dinero llevaran, además de las joyas. Como idea, no carece de originalidad.
—¿Qué clase de lugar es Chipping Cleghorn? —quiso saber sir Henry.
—Un pueblo grande y pintoresco. Panadería, carnicería, ultramarinos, una buena tienda de antigüedades, dos salones de té... Un lugar bello y atractivo que sabe perfectamente que lo es. Hace lo posible por atraer a los turistas que viajan en coche. También es un pueblo residencial. Las casas ocupadas antaño por los labradores se han restaurado y arreglado, y ahora viven viejas solteronas y matrimonios retirados. En tiempos de la reina Victoria se construyeron bastantes casas.
—Conozco el ambiente —dijo sir Henry—. Ancianas adorables y coroneles retirados. Sí, si leyeron ese anuncio, irían todos a husmear a las seis y media para ver qué sucedía. ¡Cuánto me gustaría tener a mi vieja particular aquí! ¡Con qué placer le hincaría el diente a este misterio! Es precisamente de los que ella disfruta investigando.
—¿Quién es esa viejecita tan particular? ¿Una tía?
—No —suspiró sir Henry—. No, no es pariente. Y agregó con reverencia—: Es la mejor detective que Dios ha creado. Genio innato cultivado en el terreno más apropiado.
Se volvió hacia Craddock.
—No cometa el error de menospreciar a las viejas de ese pueblo, muchacho —le dijo—. Si se diera el caso de que éste resultara ser un misterio de los que hacen época, cosa que dudo, tenga presente que una mujer soltera, entrada en años, que hace ganchillo y se entretiene en el jardín, puede darle cien mil vueltas al detective más experimentado. Es capaz de decirle lo que puede haber ocurrido, lo que debiera haber ocurrido y, quizá, ¡lo que ha sucedido en realidad! ¡Y también por qué ha ocurrido!
—Lo tendré en cuenta, sir Henry —respondió el inspector Craddock con su tono más oficial. Nadie hubiera sospechado al oírle que Dermot Eric Craddock era el ahijado de sir Henry, que le unían a él lazos de gran afecto y que se tuteaban en la intimidad.
Rydesdale le explicó el caso en breves palabras a su amigo.
—Estoy con usted en que todos se presentarían a las seis y media al leer el anuncio —dijo—. Pero, ¿cómo podía estar tan seguro ese suizo? Y otra cosa, ¿sería probable que llevaran encima suficientes cosas de valor para que valiese la pena atracarlos?
—Un par de broches antiguos, un collar de perlas falsas, algo de dinero suelto, quizás una libra o a lo sumo dos —murmuró sir Henry pensativo—. ¿Solía tener miss Blacklock mucho dinero en casa?
—Ella dice que no. Tengo entendido que no había más que cinco libras.
—Una miseria —murmuró Rydesdale.
—Ya veo. Lo que usted cree es que —observó sir Henry— a ese joven le gustaba hacer comedia. No era el dinero, sino el placer de interpretar un papel y fingir un atraco. Un peliculero, ¿verdad? Es posible. ¿Cómo se las arregló para pegarse un tiro?
Rydesdale cogió un papel que tenía sobre la mesa.
—El informe preliminar del forense. El revólver fue disparado casi a quemarropa, chamuscado... hum, nada indica si se trató de un accidente o de un suicidio. Pudo haberlo hecho deliberadamente o tal vez tropezó y cayó, disparándosele el arma. Lo más probable es que sea esto último —miró a Craddock—. Tendría usted que interrogar con mucho cuidado a los testigos y procurar que contaran con el mayor detalle posible lo que vieron.
El detective inspector Craddock dijo tristemente:
—Cada uno ha visto una cosa distinta.
—Siempre me ha parecido interesante —observó sir Henry— lo que la gente es capaz de ver en un momento de intensa emoción y de tensión nerviosa. Lo que ve, y mucho más interesante aún, lo que no ve.
—¿Dónde está el informe sobre el revólver?
—Es de fabricación extranjera, un modelo bastante común en el continente. Scherz no tenía licencia de armas, y no la declaró al entrar en Inglaterra.
—Mal chico —murmuró sir Henry.
—Un tipo muy poco satisfactorio en conjunto. Bueno, Craddock, vaya a ver lo que puede averiguar de él en el
«Royal Spa»
.
Cuando llegó al
«Royal Spa»
, el inspector Craddock fue conducido al despacho del gerente.
Mr. Rowlandson era un hombre alto, de rostro colorado y muy expresivo, que saludó efusivamente y con jovialidad al detective.
—Encantados de ayudarle en todo lo que podamos, inspector —anunció—. Es un asunto sorprendente de verdad. Nunca lo hubiese creído, nunca. Scherz parecía un muchacho muy corriente y agradable. No concuerda con la idea que yo tenía de lo que es un atracador.
—¿Cuánto tiempo ha estado a su servicio, Mr. Rowlandson?
—Lo he estado comprobando justo antes de que llegara usted. Poco más de tres meses. Buenas referencias, los permisos en regla, etcétera.
—¿Y le pareció a usted satisfactorio?
Sin que su expresión le delatara en lo más mínimo, Craddock reparó en la pausa infinitesimal que Rowlandson hizo antes de contestar:
—Completamente satisfactorio.
Craddock recurrió a una técnica que le había resultado eficaz en otras ocasiones.
—No, no, Mr. Rowlandson —dijo, meneando amablemente la cabeza—. Eso no es del todo cierto.
—Bueno... —el gerente se quedó un poco parado.
—Vamos, Mr. Rowlandson, algo había que no estaba bien. ¿Qué era?
—Ahí está precisamente, no lo sé.
—Pero usted creía que había algo extraño?
—Pues sí, en efecto. Pero, en realidad, no tengo nada en qué basarme. No me gustaría que se tomara nota de mis conjeturas y éstas se citaran luego contra mí.
Craddock sonrió.
—Comprendo lo que quiere usted decir. No tiene por qué preocuparse; pero he de hacerme una idea de cómo era ese Scherz. Usted desconfiaba de él, ¿qué era lo que sospechaba?
Rowlandson dijo de bastante mala gana:
—Tuvimos problemas un par de veces, por las facturas. Cosas cobradas que no debieran haber figurado.
—¿Quiere usted decir que sospechaba que en las facturas cargaba cosas que no aparecían en las cuentas del hotel y que se guardaba la diferencia al ser pagada la nota?
—Algo así. Lo menos que puede decirse es que tuvo descuidos imperdonables. En una o dos ocasiones se trató de cantidades bastante grandes. Con franqueza, le pedí a nuestro contable que repasara los libros de Scherz, porque sospechaba que era... bueno, que no era honrado del todo. Pero aunque se encontraron varias equivocaciones y su contabilidad dejaba mucho que desear, las cuentas estaban en orden. Así que llegué a la conclusión de que debía de haberme equivocado.
—¿Y si no se hubiese equivocado usted? ¿Y si Scherz se hubiese estado embolsando pequeñas cantidades aquí y allá? Supongo que podría haber cubierto sus desfalcos reponiendo el dinero sustraído, ¿verdad?
—Sí, si lo hubiera tenido; pero la gente que se apodera de «pequeñas cantidades», como usted las llama, suele andar mal de dinero y se lo gasta en seguida.
—Entonces si quería dinero para restituir esas cantidades, tendría que obtenerlo cometiendo un atraco o por algún otro procedimiento, ¿no es eso?
—Sí. Y me pregunto si fue ésta la primera vez.
—Es probable. Desde luego, dio muestras de una gran inexperiencia. ¿Hay alguna otra persona de quien pudiera haber obtenido dinero? ¿Hay alguna mujer en su vida?
—Una de las camareras del restaurante. Se llama Myrna Harris.
—Será mejor que hable con ella.
Myrna Harris era una muchacha bonita, pelirroja, de nariz respingona.
Se mostró alarmada, cautelosa y profundamente consciente de la indignidad de ser interrogada por la policía.
—No sé una palabra del asunto, inspector, ni una palabra —protestó—. De haber sabido cómo era, no hubiese salido nunca con Rudi. Claro está que, al trabajar aquí en la recepción, creí que era buena persona. Es natural. Lo que yo digo es que el hotel debería tener mas cuidado cuando coge personal, sobre todo tratándose de extranjeros. Porque una nunca sabe a qué atenerse con los extranjeros. Supongo que quizás estaba metido en una de esas bandas de las que hablan en los periódicos.
—Creemos —contestó Craddock— que trabajaba por su cuenta.
—¡Hay que ver! ¡Con lo serio y respetable que parecía! ¡Quién se lo iba a imaginar! Aunque lo cierto es que se han echado en falta algunas cosas, ahora que lo pienso. Un broche de diamantes y un pequeño relicario de oro, creo; pero jamás se me ocurrió pensar que hubiera podido ser Rudi.