—Se abrió la puerta.
—¿Qué puerta? Hay dos en la habitación.
—Oh, ésta de aquí. La de la otra habitación no se abre. Es falsa. Se abrió la puerta y apareció el hombre enmascarado con el revólver. Parecía algo tan fantástico, pero, claro, entonces creí que se trataba de una broma estúpida. Dijo algo, no recuerdo qué.
—¡Manos arriba o disparo! —intervino miss Bunner,
melodramáticamente.
—Algo así —asintió miss Blacklock dubitativa.
—¿Y todos ustedes levantaron las manos?
—¡Oh, sí! —dijo miss Bunner—. Todos. Era parte del juego, ¿comprende?
—Yo no lo hice —negó miss Blacklock tajante—. Me pareció algo sumamente ridículo. Estaba enfadada por todo el asunto.
—¿Y luego?
—La luz de la linterna me daba de lleno en los ojos. Me deslumbraba. Y entonces, aunque parezca imposible, oí el silbido de una bala que daba contra la pared junto a mi cabeza. Alguien chilló y entonces sentí un dolor, como si me quemaran la oreja... y oí el segundo disparo.
—Fue aterrador —aseguró miss Bunner.
—Y, ¿qué ocurrió después, miss Blacklock?
—Es difícil de decir... ¡estaba tan aturdida por el dolor y la sorpresa! La... la figura dio media vuelta y pareció dar un traspiés. Luego sonó otro disparo y se apagó la linterna, y todos empezaron a empujar y gritar, tropezando unos con otros.
—¿Dónde estaba usted, miss Blacklock?
—Estaba de pie junto a la mesa —intervino miss Bunner casi sin aliento—. Tenía el florero con las violetas en la mano.
—Estaba aquí —miss Blacklock se acercó a la mesita, junto a la arcada—. En realidad, lo que tenía en la mano era la cigarrera.
El inspector Craddock examinó la pared tras ella. Se veían claramente los dos agujeros de bala. Los proyectiles habían sido extraídos y enviados junto con el revólver al laboratorio de balística.
—Salvó usted la vida de milagro, miss Blacklock.
—¡Disparó contra ella! —dijo Dora Bunner—. ¡Deliberadamente contra ella! Yo lo vi. Movió la linterna hasta enfocarla a ella y la mantuvo quieta, y entonces disparó contra ella. Tenía la intención de matarte a ti, Letty.
—¡Dora querida! Eso se te ha metido en la cabeza de tanto pensar en lo sucedido.
—Disparó contra ti —repitió Dora empecinada—. Tenía la intención de matarte y, al no conseguirlo, se pegó un tiro. ¡Estoy segura de que fue así!
—No creo que tuviese la menor intención de pegarse un tiro —dijo miss Blacklock—. No era de los que se suicidan.
—¿Dice usted, miss Blacklock, que hasta que se disparó el revólver creyó usted que se trataba de una broma?
—Naturalmente. ¿Qué otra cosa podía pensar que era?
—¿A quién creyó usted autor de la broma?
—Al principio creíste que lo había hecho Patrick —le recordó Dora Bunner.
—¿Patrick? —preguntó el inspector vivamente.
—Mi joven primo Patrick Simmons —contestó miss Blacklock con aspereza, molesta con su amiga—. Sí, al leer el anuncio, se me ocurrió que pudiera tratarse de una broma suya, pero él lo negó rotundamente.
—Y entonces te quedaste preocupada, Letty —dijo miss Bunner—. Sí que estabas preocupada, aunque fingías no estarlo. Y tenías motivo para preocuparte. Decía: «Se anuncia un asesinato...» Y era cierto. ¡Tu asesinato! Si ese hombre no hubiera errado el blanco, hubieses muerto asesinada. Y entonces, ¿qué hubiera sido de todos nosotros?
Dora Bunner temblaba al hablar. Tenía contraído el rostro y parecía a punto de llorar.
Miss Blacklock le dio unas palmadas cariñosas en el hombro.
—No pasa nada, Dora querida, no te excites. ¡No te conviene! Hemos pasado una experiencia desagradable, pero ya se acabó. Has de hacer un esfuerzo por dominarte, ya sabes cómo te necesito para poder llevar la casa. ¿No es hoy el día que traen la ropa de la lavandería?
—Oh, Letty, ¡qué suerte que me lo hayas recordado! ¡Me pregunto si nos devolverán la funda de almohada que falta! He de anotarlo en el cuaderno. Voy a hacerlo ahora mismo.
—Y llévate esas violetas. No hay cosa que odie más que las flores marchitas.
—¡Qué lástima! Las cogí ayer frescas del jardín. No han durado nada. ¡Ay de mí! Debo haberme olvidado de poner agua en el florero. ¡Hay que ver! Siempre me olvido de algo. Ahora es preciso que vaya a ocuparme de la colada. Puede llegar de un momento a otro.
Se marchó con cara de alegría otra vez.
—No es muy fuerte —dijo miss Blacklock—, y no le convienen nada las emociones. ¿Desea usted saber alguna otra cosa, inspector?
—Deseo saber con exactitud cuántas personas viven en esta casa, y que me cuente algo de ellas.
—Sí. Bueno, además de Dora Bunner y yo, tengo dos primos jóvenes que viven aquí actualmente: Patrick y Julia Simmons.
—¿Primos? ¿No son sobrino y sobrina?
—No. Me llaman tía Letty, pero en realidad son primos lejanos. Su madre era prima segunda mía.
—¿Han vivido siempre con usted?
—Oh, no, sólo llevan aquí dos meses. Vivían en el sur de Francia antes de la guerra. Patrick ingresó en la Armada y Julia creo que trabajó en uno de los Ministerios. Estuvo en Llandudno. Cuando se terminó la guerra, su madre me escribió preguntándome si sería posible que vinieran a vivir aquí conmigo en calidad de huéspedes. Julia hace prácticas en el Hospital General de Milchester y Patrick estudia ingeniería en la universidad de Milchester también, que, como usted sabe, sólo está a cincuenta minutos de autobús de aquí, y me alegré de poder tenerles a mi lado. En realidad, esta casa es demasiado grande para mí. Pagan una pequeña cantidad por su alojamiento y manutención, y todo va muy bien —y agregó con una sonrisa—: Me gusta tener gente joven a mí alrededor.
—También se aloja aquí una tal Mrs. Haymes, ¿me equivoco?
—Sí, trabaja de ayudante de jardinero en Dayas Hall, la casa de Mrs. Lucas. El viejo jardinero y su esposa ocupan la casita del jardín, y Mrs. Lucas me preguntó si podría darle alojamiento aquí. Es muy buena muchacha. A su marido le mataron en Italia y tiene un hijo de ocho años que está en un colegio. Ya he hecho los arreglos para que venga aquí durante las vacaciones.
—¿Y la servidumbre?
—Viene un jardinero los martes y los viernes. Mrs. Huggins viene del pueblo cinco mañanas a la semana para ayudar, y tengo a una refugiada extranjera, con un nombre completamente impronunciable, como ayudante de cocina. Me temo que encontrará usted algo difícil a Mitzi. Padece de manía persecutoria.
Craddock asintió. Estaba recordando otro de los valiosos comentarios del policía Legg. Después de agregar «cabeza de chorlito» junto al nombre de Dora Bunner y «serena» junto al de Letitia Blacklock, había embellecido los antecedentes de Mitzi con una sola palabra: «embustera».
Como si hubiese leído sus pensamientos, miss Blacklock dijo:
—No se cargue usted de prejuicios contra la pobre sólo porque sea una embustera. Creo que, como en el caso de tantos otros embusteros, hay un fondo de verdad en todas sus mentiras. Quiero decir, por poner un ejemplo, que sus relatos de atrocidades han ido aumentando hasta que todas las cosas desagradables que han aparecido publicadas le han sucedido a ella o a alguno de su familia. Sí que sufrió un terrible choque y que vio por lo menos matar a uno de sus familiares. Creo que muchas de estas personas desplazadas tienen el convencimiento, fundamentado quizá, de que cuanto mayores atrocidades hayan tenido que soportar, mayor caso les haremos y mayor será nuestra conmiseración. Así que exageran e inventan. Con franqueza —agregó—, Mitzi es una mujer insoportable. Nos exaspera y enfurece a todos; es desconfiada y hosca; no hace más que tener presentimientos y sentirse insultada. Pero, a pesar de todo, le tengo lástima de verdad —sonrió—. Y además, cuando quiere, sabe guisar muy bien.
—Procuraré irritarla lo menos posible —dijo Craddock—. ¿Era miss Simmons la que me abrió la puerta?
—Sí. ¿Quiere usted verla ahora? Patrick ha salido. A Phillipa Haymes la encontrará trabajando en Dayas Hall.
—Gracias, miss Blacklock. Si es posible, me gustaría hablar ahora con miss Simmons.
Julia entró en la habitación y ocupó la silla que dejara libre Letitia Blacklock con un aire de serenidad y un aplomo que a Craddock, sin saber por qué, le molestó. Clavó en él una mirada límpida y aguardó sus preguntas.
Miss Blacklock con mucho tacto, había abandonado la habitación.
—Por favor, hábleme de lo ocurrido anoche, miss Simmons.
—¿Anoche? —murmuró Julia con una mirada vacía—. Oh, dormimos como troncos. La impresión, supongo.
—Me refiero a ayer, desde las seis de la tarde en adelante.
—¡Ah, ya... bueno! Pues vino un montón de gente aburridísima.
—¿Quiénes eran?
Otra vez la mirada límpida.
—¿No lo sabe ya?
—Soy yo quien hace las preguntas, miss Simmons —le recordó Craddock amablemente.
—Usted perdone. ¡Las repeticiones me resultan tan pesadas! Al parecer, a usted no le ocurre lo mismo. Bueno, vinieron el coronel y Mrs. Easterbrook, miss Hinchcliffe y miss Murgatroyd, Mrs. Swettenham y Edmund Swettenham, y Mrs. Harmon, la esposa del vicario. Llegaron en ese orden. Y si quiere saber lo que dijeron, todos dijeron lo mismo por turno: «Veo que tiene usted la calefacción encendida». Y «¡Qué crisantemos más hermosos!».
Craddock se mordió el labio. La imitación era buena.
—Mrs. Harmon fue la excepción. Es un encanto. Entró con el sombrero caído y los cordones de los zapatos desatados, y preguntó sin rodeos: «¿Cuándo se cometerá el asesinato?». Hizo que todo el mundo se sintiera muy incómodo, se suponía que se habían dejado caer por aquí por simple casualidad. Tía Letty dijo con ese modo seco que tiene, que no tardaría en producirse. Y entonces el reloj dio la hora, y no había hecho más que terminar cuando se apagaron las luces, se abrió la puerta con violencia y una figura enmascarada ordenó: «¡Arriba las manos!» o algo parecido. Fue exactamente como en una mala película. Ridículo a más no poder. Y entonces le hizo dos disparos a tía Letty, y la cosa dejó de parecer ridícula.
—¿Dónde estaban todos cuando sucedió?
—¿Cuando se apagaron las luces? Pues por ahí, de pie. Mrs. Harmon estaba sentada en el sofá; Hinch, Mrs. Hinchcliffe, se había plantado, con su aspecto hombruno, delante de la chimenea.
—¿Estaban todos ustedes en esta habitación o en la sala contigua?
—Creo que la mayoría en esta habitación, Patrick había ido a la otra a buscar el jerez. Creo que el coronel Easterbrook le siguió, pero no estoy segura. Estábamos... bueno, como dije, de pie por aquí.
—Y usted, ¿dónde estaba?
—Junto a la ventana, si mal no recuerdo. Tía Letty fue a buscar los cigarrillos.
—¿A esa mesa junto a la arcada?
—Sí. Las luces se apagaron y la mala película empezó.
—El hombre tenía una linterna de mucha potencia. ¿Qué hizo con ella?
—La dirigió hacia nosotros. Era deslumbrante. No podías ver nada.
—Quiero que responda a esta pregunta con mucho cuidado, miss Simmons. ¿Mantuvo la linterna quieta o la movió de un lado a otro?
Julia reflexionó. Ya no parecía aburrida.
—La movió —dijo despacio— como el foco en una sala de baile. Me dio de lleno en los ojos y luego siguió dando la vuelta a la habitación. Entonces sonaron los disparos. Dos.
—¿Y luego?
—Dio media vuelta, Mitzi se puso a chillar como una descosida desde no sé dónde, se apagó la linterna y sonó otro disparo. Después, se cerró la puerta. Se cierra sola, ¿sabe?, despacio, con un ruido que parece un quejido y que pone la carne de gallina. Y ahí estábamos todos, en la oscuridad, sin saber qué hacer. La pobre Bunny gemía como un perrito faldero y Mitzi aullaba a todo pulmón al otro lado del pasillo.
—¿Opina usted que ese hombre se pegó deliberadamente un tiro? ¿O cree que dio
un traspié
y el revólver se disparó accidentalmente?
—No tengo la menor idea. ¡Todo era tan teatral! En realidad, creí que se trataba de una broma estúpida hasta que vi cómo le sangraba la oreja a tía Letty. Pero incluso si fueras a disparar un revólver para dar mayor sensación de realidad, lo menos que puedes hacer es apuntar bien por encima de la cabeza de la gente, ¿verdad?
—En efecto. ¿Cree usted que podía ver claramente contra quién estaba disparando? Quiero decir: ¿se veía claramente a miss Blacklock a la luz de la linterna?
—No tengo la menor idea. No la estaba mirando, tenía la mirada fija en el hombre.
—Lo que quiero decir es que si usted cree que ese hombre la apuntó a ella deliberadamente.
A Julia pareció estremecerla la idea.
—¿Que si escogió deliberadamente a tía Letty, quiere decir? Oh, no lo creo. Después de todo, si deseaba pegarle un tiro a tía Letty no le hubieran faltado oportunidades mejores. No hubiese necesitado reunir a todos los amigos y vecinos para hacer más difícil la cosa. Hubiera podido disparar contra ella desde detrás de un seto al viejo estilo irlandés cualquier día de la semana y seguramente sin que le pillaran.
Y eso, pensó Craddock, era la respuesta definitiva a la insinuación de Dora Bunner de que Letitia Blacklock había sido objeto de un ataque deliberado.
—Gracias, miss Simmons —dijo con un suspiro—. Más vale que vaya a ver a Mitzi ahora.
—¡Ojo con sus uñas! —le advirtió Julia—. ¡Es de armas tomar!
Craddock, acompañado de Fletcher, encontró a Mitzi en la cocina. Estaba amasando un pastel y alzó la cabeza con desconfianza cuando entraron.
El pelo negro le caía sobre los ojos; parecía estar de muy malhumor. Y el jersey rojo y la falda verde no le iban bien a su pastosa tez.
—¿Por qué entra usted en mi cocina, señor policía? Usted es policía, ¿no? Siempre, siempre hay persecuciones. ¡Ah! ¡Debería estar acostumbrada ya! Dicen que es distinto aquí, en Inglaterra. Pero no, es lo mismo. Viene usted a torturarme, sí, a obligarme a decir cosas, pero yo no diré nada. Me arrancará las uñas y me pondrá cerillas encendidas encima de la piel... ¡Ah, sí! ¡Y cosas peores! Pero yo no hablaré, ¿me ha oído? No diré nada, nada en absoluto. Y me mandará usted a un campo de concentración y a mí no me importará.
Craddock la miró pensativo, seleccionando cuál podía ser el método de ataque más efectivo. Por último exhaló un suspiro y dijo:
—De acuerdo. Coja el sombrero y el abrigo.