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Authors: Hans Küng

Tags: #Ensayo, Religión

Ser Cristiano (92 page)

BOOK: Ser Cristiano
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  • La Biblia no es simplemente palabra de Dios; es, en primer lugar y en sentido pleno, palabra humana de hombres muy concretos.
  • La Biblia tampoco contiene simplemente la palabra de Dios; no son determinadas proposiciones pura palabra de Dios, y ¡as restantes pura palabra de hombre.
  • La Biblia se toma palabra de Dios; se convierte en palabra de Dios para quien se entrega con confianza y fe a su testimonio y, por tanto, a Dios y a Cristo Jesús, que se manifiestan en ella.

Dios mismo, el que se ha manifestado en la historia de Israel y en la persona de Cristo Jesús, llama a la fe a través de estos testimonios y cuida de que el mensaje, pese a toda su humanidad y la resistencia que encuentra, siga siendo verdaderamente escuchado, creído, entendido y realizado. De esta forma la palabra, sin magias ni manipulaciones, resulta eficaz. El hombre puede rechazarla si quiere, pero la palabra sigue siendo eficaz: en tal caso actúa condenando, se convierte en juicio. Para quien no sigue esta invitación a la fe la Biblia se queda en mera palabra humana, y enormemente problemática, por muchos conocimientos —filológicos, históricos y teológicos— que pueda tener de ella. En cambio, para quien acepta la invitación a la fe, por muy poco que sepa de exégesis histórico-crítica, la Biblia no se queda en palabra humana, sino que se convierte, no obstante toda la problemática, en palabra de Dios que ayuda, libera y salva. Este último descubre entonces distinta e inequívocamente el contenido decisivo del mensaje cristiano. Capta la Palabra en todas las palabras, el Evangelio en los distintos evangelios. Se deja inspirar por el Espíritu de esta Escritura que es, en verdad, el Espíritu de Dios y el Espíritu de Cristo; por este Espíritu que, lejos de todo mecanicismo, hace de los testimonios humanos testimonios repletos y penetrados de él. La cuestión de si
el hombre se deja inspirar por la palabra bíblica
, y cuándo, es mucho más importante que la otra cuestión de si la Biblia es palabra inspirada y cuándo lo es, sin exceptuar aquel único pasaje sobre la inspiración en las cartas pastorales. Porque esta palabra inspirada por el Espíritu quiere ser, a través del mismo Espíritu, la palabra inspirante.

Pero, ¿por qué se habla aquí con tanta insistencia del Espíritu? Es posible, incluso, generalizar la pregunta: ¿por qué se introduce al lado de Dios Padre y de Cristo Jesús una tercera entidad, con lo que finalmente se ha llegado a la doctrina de la Trinidad? ¿No eran «binitarias» las primitivas profesiones de fe, como fácilmente se puede comprobar en el Nuevo Testamento, y no se convirtieron en trinitarias en un estadio posterior?

2. UN SOLO ESPÍRITU

No es posible ignorarlo: para muchos, hoy, el tema del Espíritu Santo resulta tan incomprensible, que ni siquiera puede decirse que es un tema «discutido». Pero tampoco hay que olvidar que tal situación se debe en gran parte al abuso que se ha hecho del concepto de Espíritu Santo en tiempos recientes, por parte tanto de la Iglesia constitucional como de algunos fieles
[1]
.

a) Espíritu profano y Espíritu Santo

Cuando altos dignatarios eclesiásticos no sabían cómo justificar su propia pretensión de infalibilidad, apelaban al Espíritu Santo. Cuando los teólogos no sabían dar razón de una determinada doctrina, de un dogma o de un texto bíblico, recurrían al Espíritu Santo. Cuando entusiastas más o menos fanáticos no sabían cómo legitimar su arbitrariedad subjetivista, invocaban la autoridad del Espíritu Santo. ¿Sirve el Espíritu Santo para justificar una autoridad absoluta de magisterio y gobierno, para justificar proposiciones de fe no convincentes, para justificar un fanatismo piadoso y la falsa seguridad de la propia fe? ¿Es el Espíritu Santo un sustitutivo de la fuerza de convicción, de la legitimación, de la plausibilidad, de la credibilidad intrínseca, de la discusión objetiva? No sucedía eso en la Iglesia antigua, ni siquiera en la misma Iglesia medieval. Esta radicalización constituye un proceso típicamente moderno, surgido en parte del entusiasmo de la Reforma y en parte de la actitud defensiva de las grandes Iglesias, que pretendían inmunizarse contra la crítica de la razón.

Pero si contemplamos las cosas desde otro ángulo, ¿cómo debía expresarse en la cristiandad primitiva que Dios, que Cristo Jesús está verdaderamente cerca del creyente, de la comunidad de fe, del todo real, presente y activo? Sin reivindicar poder alguno para la Iglesia, la teología y la piedad, los escritos del Nuevo Testamento responden unánimemente a esa pregunta: Dios y Cristo Jesús están
cerca
del creyente y de la comunidad de fe
en el Espíritu
: presentes en el Espíritu, a través del Espíritu, incluso como Espíritu. Por tanto, no sólo en virtud de nuestro recuerdo, sino merced a la realidad, presencia y acción espiritual de Dios y del propio Cristo Jesús. ¿Qué significa aquí «espíritu»?

El hombre antiguo concebía de ordinario el «espíritu» y la acción invisible de Dios como algo aprehensible y a la vez inaprehensible, invisible y sin embargo pujante, real como el aire cargado de energía, como el viento y la tempestad, vital como la atmósfera que se respira. Al comienzo del relato de la creación «espíritu» (en hebreo
ruah
, en griego
πνεύμα, pneuma)
es el «soplo» o «viento impetuoso» que se cierne sobre las aguas
[2]
. Espíritu no designa aquí, en sentido idealista, una facultad cognoscitiva o una fuerza psicológica; menos aún un principio inmaterial, intelectual o ético; no designa, en suma, lo espiritual en sentido moderno, que se opone a lo sensible, a lo corporal, a la naturaleza. Espíritu en sentido bíblico significa, como opuesto a la «carne» o a la caduca realidad creada, la fuerza o poder que procede de Dios; es decir, la
fuerza divina
, el
poder divino
invisible que obra creando o destruyendo, para dar vida o para juzgar, en la creación y en la historia, en Israel y en la Iglesia, sobrecogiendo a los hombres violenta o suavemente, poniendo en éxtasis a individuos o grupos enteros, insistentemente activo en fenómenos extraordinarios, en los grandes hombres y mujeres, en Moisés y los «Jueces» de Israel, en los guerreros y en los cantores, en los reyes, profetas y profetisas.

Pero la época de los grandes profetas se había clausurado en Israel mucho tiempo atrás. Para el judaísmo antiguo de los tiempos de Jesús y, según la doctrina rabínica, el espíritu se había «apagado»
con
los últimos profetas de la Escritura. En aquel momento, sólo para los últimos tiempos era esperado de nuevo el Espíritu, el «cual, según la conocida profecía de Joel
[3]
, se «derramaría» no sólo sobre determinados individuos, sino sobre el pueblo entero. ¿Es acaso extraño que las primitivas comunidades cristianas, que reconocieron en Jesús al gran portador del Espíritu (¡bautismo!), vieran cumplida esta expectación profética en su propia realidad después de la resurrección? La efusión del Espíritu señala, así, el comienzo del tiempo final; era el don concedido, como está escrito en Joel, no sólo a los privilegiados, sino también a los no privilegiados; no sólo a los hijos, sino también a las hijas; no sólo a los ancianos, sino también a los jóvenes; no sólo a los señores, sino también a los siervos y siervas
[4]
.

Así, pues, este Espíritu no es, como podría deducirse de la misma palabra, el espíritu del hombre, su yo viviente que sabe y quiere. Es más bien el Espíritu de Dios que en cuanto Espíritu Santo es absolutamente distinto del espíritu profano del hombre y de su mundo
[5]
. Es cierto que tiene rasgos dinamistas y animistas difícilmente separables: unas veces se presenta como poder impersonal
(δύναμις), dynamis)
, otras como ser personal
(anima)
. Pero en el Nuevo Testamento jamás aparece como un fluido mágico, similar a una sustancia, misterioso y sobrenatural de tipo dinamista ni como una entidad mágica de tipo animista. El Espíritu no es otro que
Dios mismo
, en cuanto está próximo a los hombres y al mundo como potencia y fuerza que, inaprehensible, aprehende, indomeñable, regala, que vivifica y al mismo tiempo juzga. No es un tercero, una realidad entre Dios y el hombre, sino la proximidad personal de Dios a los hombres. La mayor parte de los equívocos sobre el Espíritu Santo proceden de que se le disocia mitológicamente de Dios, haciéndole autónomo. El Concilio de Constantinopla (381), al que debemos la inclusión del Espíritu Santo en el Símbolo niceno, acentúa expresamente que el Espíritu Santo es de la misma naturaleza del Padre y del Hijo
[6]
.

La concepción del Espíritu en la cristiandad primitiva no es unitaria en todos los casos. La acción del Espíritu es notablemente diferente, sobre todo en los Hechos de los Apóstoles de Lucas y en Pablo
[7]
.

Lucas
se interesa mucho por la acción del Espíritu en sus formas extraordinarias y, como vimos
[8]
, separa cronológicamente de la Pascua un Pentecostés cristiano con recepción del Espíritu (¿es el «viento impetuoso» de Pentecostés una reminiscencia del «soplo de Dios» que precedió a la creación?). En los Hechos de los Apóstoles aparece frecuentemente el Espíritu como consecuencia natural de la conversión a la fe y del bautismo
[9]
. Pero al mismo tiempo también aparece como fuente de la extraordinaria fuerza carismática que se atribuye al Espíritu en algunas ocasiones especiales, como don particular para determinadas acciones suplementarias: el Espíritu es quien en la Iglesia reparte las tareas, la capacidad, la potestad, la legitimidad, la continuidad. De todo esto es signo la imposición de manos
[10]
.

Pablo
fue el primero en reflexionar con rigor sobre la naturaleza y acción del Espíritu. En sus escritos el Espíritu no sólo determina ciertas acciones más o menos extraordinarias, sino la existencia misma del creyente
[11]
. En efecto, Pablo coloca resueltamente al Espíritu en la perspectiva del cambio de época que para él representan la muerte y la resurrección de Jesús. Puesto que en ellas se hizo patente que el mismo Dios actuaba en Jesús, ahora el
Espíritu de Dios
se puede entender
al mismo tiempo como Espíritu de Jesús elevado a la derecha de Dios
. Así, ya no cabe concebir erróneamente el Espíritu de Dios como una fuerza divina, oscura e innominada, como hacía la gnosis helenista: el Espíritu de Dios es inequívocamente el Espíritu de Cristo Jesús, el Hijo
[12]
. Si bien Pablo diferencia claramente como «personas» a Dios y al Jesús glorificado, en lo que atañe a la acción los contempla unidos: Dios realiza la salvación a través de Jesús. La potencia, la fuerza, el Espíritu de Dios han llegado a ser tan propios del Señor glorificado que éste no sólo está en posesión y dispone del Espíritu, sino que en virtud de la resurrección puede ser, él mismo, considerado como Espíritu: Jesús se ha convertido en Espíritu de vida
[13]
. Pablo llega a decir: el Señor es el Espíritu
[14]
.

¿Qué significa exactamente esta enigmática afirmación? Lo que ya se ha insinuado: no la absoluta identidad entre dos personas, sino que
el Señor resucitado a la vida de Dios existe en la forma de ser y actuar del Espíritu
. Con el Espíritu se identifica cuando se le considera no en sí mismo, sino en su acción sobre la comunidad y el individuo:
el Jesús
glorificado
actúa ahora a través del Espíritu, en el Espíritu, como Espíritu
. En el Espíritu está ahora presente el propio Cristo glorificado. Así pueden conciliarse la identificación del Señor con el Espíritu y la subordinación del Espíritu al Señor
[15]
; así las expresiones «en el Espíritu» y «en Cristo» o «el Espíritu en nosotros» y «Cristo en nosotros» pueden correr paralelas y ser de hecho intercambiables. Así también el encuentro de «Dios», del «Señor» y del «Espíritu» con el creyente es, en último término, el mismo encuentro: «La gracia del Señor Jesucristo y el amor de Dios y la comunión del Espíritu Santo estén con todos vosotros»
[16]
. Siempre se trata de la acción única del mismo Dios. ¿Qué es, pues, el Espíritu Santo?

  • El Espíritu Santo es Espíritu de Dios: es Dios mismo en cuanto fuerza y poder de gracia que conquista el interior, el corazón del hombre, que subyuga al hombre entero y se le hace íntimamente presente, dando de sí mismo testimonio eficiente al espíritu humano.
  • Como Espíritu de Dios, es a un tiempo Espíritu del Cristo Jesús exaltado a la derecha de Dios. Por eso es Jesús el Señor viviente, el Determinante para la Iglesia y para cada cristiano. Cuando la jerarquía, la teología o los movimientos entusiastas pretenden apelar al «Espíritu» prescindiendo de Jesús, de su palabra, comportamiento y destino, no pueden reclamar para sí el Espíritu de Cristo. Por esta razón no deben los espíritus examinarse y discernirse sino a la luz de este Jesús.
  • Como Espíritu de Dios y de Cristo Jesús para el hombre, jamás es una posibilidad privativa del ser humano, sino fuerza, poder, don de Dios: no es el espíritu profano del hombre, del tiempo, de la Iglesia, del ministerio, del entusiasmo, sino que es y permanece el Espíritu Santo de Dios que sopla donde y cuando quiere, que no se deja instrumentalizar para justificación de una autoridad absoluta de magisterio y de gobierno, de una teología incierta, de un piadoso fanatismo y de una falsa seguridad de la propia fe.
  • El Espíritu Santo lo recibe quien verdaderamente se entrega en fe al mensaje y, con ello, a Dios y a su Cristo. El Espíritu no actúa de modo mágico y automático, sino que permite un asentimiento libre. Siendo el bautismo signo y sacramento de la fe, bautismo y recepción del Espíritu se hallan estrechamente unidos: el bautismo expresa la disponibilidad total para ponerse bajo el nombre de Jesús, para cumplir la voluntad de Dios en bien del prójimo.
  • Como cristianos creemos en el Espíritu Santo (credo in Spiritum Sanctum) dentro de la Iglesia, pero no creemos en la Iglesia: la Iglesia no es Dios. La Iglesia, bien o mal, somos nosotros, los creyentes. En sentido estricto, no creemos en nosotros mismos, sino en Dios, quien mediante su Espíritu, hace posible la comunidad de los fieles. Y por el Espíritu santificador creemos que existe la santa Iglesia (credo sanctam Ecclesiam)
    [17]
    .
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