Siempre el mismo día (16 page)

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Authors: David Nicholls

Tags: #Romance

BOOK: Siempre el mismo día
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Media hora después aún está en el cuarto de baño, preguntándose qué hacer para no seguir sudando. Se ha cambiado dos veces de camisa y se ha duchado con agua fría, pero sigue brotando transpiración en su espalda y su frente, aceitosa y viscosa como vodka, cosa que bien podría ser. Mira su reloj. Ya llega tarde. Decide intentar conducir con las ventanillas abiertas.

Hay un paquete del tamaño de un ladrillo al lado de la puerta, para no olvidárselo; un paquete de envoltorio muy elaborado, a base de capas de papel de seda de distintos colores. Lo recoge, cierra el piso con llave y sale a la avenida sombreada donde le espera su coche, un Mazda MRII descapotable de color verde. Sin sitio para pasajeros, ni posibilidad de baca, y ya no digamos un carrito de bebé, con el espacio justo para un neumático de repuesto; es un coche que grita juventud, éxito y soltería. En la guantera hay un cambiador de CD escondido, un milagro futurista hecho de muelles diminutos y plástico negro mate. Elige cinco CD –gratis, de las compañías, otra ventaja del trabajo– y desliza los relucientes discos en la caja, como si cargase de balas una pistola.

Escucha a The Cranberries, a la vez que recorre las calles anchas y residenciales de St. John’s Wood. No es lo que más le gusta, pero es importante estar al día cuando se forjan los gustos musicales de la gente. El tráfico de la Westway ya no es el de la hora punta. Antes de que se acabe el disco, ya está en la M40, yendo hacia el oeste por los polígonos de industria ligera y las urbanizaciones donde vive con tanto éxito, y tan a la moda. El extrarradio tarda poco en dejar paso a las plantaciones de coníferas que pasan por ser el campo. En el equipo de música suena Jamiroquai. Ahora Dexter se encuentra mucho, pero que mucho mejor, canalla y juvenil con su modelo deportivo. Sólo le queda un poco de mareo. Sube el volumen. Conoce al cantante del grupo, le ha hecho varias entrevistas, y aunque no llegaría al extremo de decir que son amigos, conoce bastante bien al que toca las congas, y experimenta cierto vínculo personal al oírles cantar sobre la emergencia en el planeta Tierra. Es la versión extendida, muy extendida. El tiempo y el espacio adquieren una cualidad elástica, mientras Dexter tiene la impresión de pasarse muchas, muchas horas tarareando, hasta que su vista se pone borrosa, y palpita por última vez con los restos de las drogas de la noche anterior en las venas; y se oye una bocina, y se da cuenta de que está conduciendo a ciento ochenta kilómetros por hora en el centro exacto de dos carriles.

Deja de tararear e intenta volver al carril del medio, pero descubre que se le ha olvidado conducir; los brazos tiesos, doblados por los codos, tratando de arrancar físicamente el volante de algo invisible que lo sujeta. De pronto la velocidad de Dexter se ha reducido a noventa y tres kilómetros por hora, los pies simultáneamente en el freno y el acelerador, y se oye otra bocina, la de un camión grande como una casa que ha aparecido por detrás. Ve el rostro crispado del camionero en el retrovisor: un hombre corpulento, con gafas negras de espejo, que le grita; su cara, tres huecos negros, como una calavera. Dexter da otro golpe de volante, sin mirar siquiera qué hay en el carril lento, y de repente está seguro de que se morirá, aquí y ahora, dentro de una bola de fuego abrasador, escuchando un remix extendido de Jamiroquai. Por suerte el carril lento está vacío. Respira bruscamente por la boca, una vez, dos, tres, como un boxeador. Apaga la música y conduce en silencio, sin subir ni bajar de los ciento diez, hasta que llega a su salida.

Exhausto, encuentra aparcamiento en Oxford Road, reclina el asiento y cierra los ojos con la esperanza de dormir, pero sólo ve los tres huecos negros del conductor del camión gritándole. Fuera hay demasiado sol, demasiado ruido de tráfico, y además tiene algo de cutre y de malsano este joven nervioso que se agita en un coche aparcado a las once cuarenta y cinco de una mañana de verano, así que se incorpora, suelta un taco y sigue conduciendo hasta encontrar un pub de carretera que conoce desde la adolescencia. El White Swan es una cadena donde se puede desayunar durante todo el día, y comer bistec con patatas a precios imposiblemente baratos. Aparca, coge el paquete de regalo del asiento de al lado y entra en la gran sala que tanto conoce, con olor a limpiamuebles, y a los cigarrillos de la noche anterior.

Dexter se apoya llanamente en la barra, y pide una pinta de cerveza rubia y un doble vodka con tónica. Se acuerda del camarero, de cuando venía a beber con sus amigos, a principios de los ochenta.

–Yo hace años venía mucho –dice cordialmente.

–¿Ah, sí? –contesta el camarero, enjuto y tristón.

Si le reconoce, no lo dice. Dexter coge un vaso en cada mano, se va a una mesa y bebe en silencio, con el regalo delante, un paquetito de alegría en medio de la sordidez ambiental. Mira a su alrededor, pensando en lo lejos que ha llegado en los últimos diez años, y en todo lo que ha conseguido: presentador de la tele famoso, sin haber cumplido ni los veintinueve.

A veces piensa que las virtudes medicinales del alcohol bordean lo milagroso, porque a los diez minutos ya se va tan campante hacia su coche, y vuelta a escuchar música: los Beloved, trinan que te trina; deprisa como va, en otros diez minutos se mete en el camino de grava de la casa de sus padres, un edificio grande y apartado de los años veinte, con un entramado de falsas vigas de madera en la fachada, para hacerlo parecer menos moderno, cuadrado y macizo de lo que es. Una casa familiar cómoda y alegre en las Chilterns, que Dexter observa con aprensión.

Ya está su padre en la puerta, como si llevara años en el mismo sitio. Va demasiado tapado para julio, con el faldón de la camisa por fuera del jersey, y una taza de té en la mano. De niño, a Dexter le parecía un gigante, pero ahora se le ve encorvado y fatigado, con palidez y arrugas en su larga cara ajada, por los seis meses que lleva empeorando la salud de su mujer. Levanta la taza para saludar. Dexter se ve un momento a sí mismo a través de los ojos de su padre, y hace una mueca, avergonzado por su camisa brillante, su manera informal de conducir el cochecito deportivo, el ruido chabacano que hace al frenar en la grava y el
chill-out
relajante de los altavoces.

Relax a tope.

Idiota.

En el éxtasis.

Bufón.

Flipado, so payaso, que eres un payaso barato.

Apaga el CD, separa el frontal extraíble del salpicadero y se queda mirándolo en la mano. Relájate, que estás en las Chilterns, no en Stockwell. Tu padre no te va a robar el equipo de música. Relájate. Su padre, en la puerta, levanta otra vez la taza. Dexter suspira, coge el regalo del asiento de al lado, invoca toda su capacidad de concentración y baja del coche.

–Qué trasto más ridículo –le regaña su padre.

–Bueno, no tienes que conducirlo tú, ¿no?

A Dexter le tranquiliza la naturalidad del número de siempre: el padre serio y cuadrado, el hijo irresponsable y descarado.

–Tampoco creo que cupiese. Son juguetes de niños. Te esperábamos hace un buen rato.

–¿Qué tal, viejo? –dice Dexter, con un ataque de cariño a su querido y viejo padre.

Le rodea instintivamente la espalda, se la frota, y después –agonía– le da un beso en la mejilla.

Se quedan los dos de piedra.

Por alguna razón, Dexter ha desarrollado el reflejo de besar. Ha hecho el ruido de «mmmua» en la peluda oreja de su padre. Una parte inconsciente de su ser cree que vuelve a estar en los arcos del viaducto, con Gibbsy, Tara y Spex. Se nota los labios mojados de saliva, y se da cuenta de la consternación con que su padre mira a su hijo, con mirada del Antiguo Testamento. Los hijos dando besos a los padres: se ha infringido una ley de la naturaleza. Aún no ha cruzado ni la puerta de la casa, y ya está rota la ilusión de sobriedad. Su padre resopla, sea de asco o para oler el aliento de su hijo; Dexter no sabe muy bien qué es peor.

–Tu madre está en el jardín. Lleva toda la mañana esperándote.

–¿Cómo está? –pregunta.

Quizá le conteste que «mucho mejor».

–Ya lo verás. Voy a poner el agua a hervir.

Después de tanto sol, el pasillo se nota oscuro y fresco. En ese momento entra del jardín trasero su hermana mayor, Cassie, con una bandeja en las manos, irradiando competencia, sensatez y piedad en el rostro. A sus treinta y cuatro años ya se ha encasillado en el severo papel de jefa de enfermeras, que le va muy bien. Con una sonrisa que también es de reproche, acerca la mejilla a la suya.

–¡Ha vuelto el hijo pródigo!

La confusión mental de Dexter no llega al extremo de no saber reconocer una pulla; aun así, ignora el comentario y mira la bandeja. Un cuenco gris marronoso de cereales disueltos en leche, con la cuchara al lado, sin usar.

–¿Cómo está? –pregunta.

Quizá le diga que «muy mejorada».

–Ya lo verás –dice Cassie.

Al arrimarse a su hermana para pasar, se pregunta: ¿por qué no me dice nadie cómo está?

La mira desde la puerta. Está sentada en un antiguo sillón de orejas, que han sacado para contemplar la vista de campos y bosques, con la mancha gris borrosa de Oxford a lo lejos. Desde esta perspectiva, le tapan la cara el sombrero ancho y las gafas de sol (últimamente le molesta la luz), pero Dexter ve por sus brazos delgados, y por cómo le cuelga la mano en el brazo acolchado del sillón, que ha cambiado mucho en las tres semanas que lleva sin verla. De repente le entran ganas de llorar. Le gustaría acurrucarse como un niño pequeño, y sentir que le coge en sus brazos. También tiene ganas de irse corriendo lo más deprisa que pueda, pero no es posible ni lo uno ni lo otro, así que baja por los escalones con paso saltarín y alegría artificial de presentador de tertulia.

–¡Hoolaaaa!

Ella sonríe como si ya tuviera que esforzarse hasta para sonreír. Dexter se agacha por debajo del ala del sombrero, y al darle un beso encuentra una frialdad, una tersura y un brillo de lo más desconcertantes en la piel de la mejilla. Debajo del sombrero hay un pañuelo atado, para disimular la caída del pelo, pero Dexter procura no escrutarle la cara demasiado de cerca al coger rápidamente una silla de jardín medio oxidada. La acerca ruidosamente y la orienta hacia fuera, para que vean los dos el paisaje, aunque se siente observado por su madre.

–Estás sudando –dice ella.

–Es que hace calor.

No parece muy convencida. Hay que esforzarse más. Concéntrate. Ten presente con quién hablas.

–Estás empapado.

–Es la camisa. Fibra artificial.

Su madre levanta una mano y le toca la camisa con el dorso. Arruga de asco la nariz.

–¿De dónde?

–Prada.

–Muy caro.

–Siempre lo mejor. –Dexter, que no ve la hora de cambiar de tema, coge el paquete del muro de rocalla–. Un regalo para ti.

–Qué bien.

–No es mío, es de Emma.

–Ya se ve en el envoltorio. –Ella deshace con cuidado el lazo–. Los tuyos siempre están en bolsas de basura con celo.

–No es verdad.

Dexter sonríe, sin abandonar el registro ligero.

–Y tampoco es que hagas muchos.

Empieza a ser difícil mantener la sonrisa. Por suerte, su madre mira el paquete al retirar escrupulosamente el envoltorio, destapando varios libros de bolsillo: Edith Wharton, un par de Raymond Chandler y F. Scott Fitzgerald.

–Qué detalle. ¿Le darás las gracias de mi parte? Emma Morley. Es un encanto. –Mira la cubierta del de Fitzgerald–.
Hermosos y malditos
. Somos tú y yo.

–Pero ¿quién es qué? –dice él sin pensar.

Por suerte no parece que le oiga. Está leyendo la tarjeta, un
collage agit-prop
en blanco y negro del 82.

–«¡Fuera Thatcher!» –Se ríe–. Qué buena chica. Y qué graciosa. –Coge la novela y mide su grosor con el pulgar y el índice–. Aunque un poco optimista. No estaría de más que de ahora en adelante la orientases hacia los relatos cortos.

Dexter sonríe y resopla, obediente, aunque el humor macabro es algo que odia. Se supone que es una demostración de agallas, para no ponerse triste, pero a él le parece tonto y aburrido. Preferiría dejar sin decir lo indecible.

–Por cierto, ¿cómo está Emma?

–Creo que muy bien. Ya se ha sacado el título de profesora. Hoy tiene una entrevista de trabajo.

–Eso sí que es una profesión. –Su madre se gira a mirarle–. ¿Tú no quisiste ser profesor? ¿Qué pasó?

Dexter reconoce la provocación.

–No me iba.

–No –se limita a decir ella.

Durante un momento de silencio, Dexter tiene la impresión de que el día se le va otra vez de las manos. La tele y las películas le habían hecho creer que lo único bueno de las enfermedades es que acercan a la gente, y que habría una apertura, un entenderse sin esfuerzo; pero entre ellos dos siempre ha habido proximidad y apertura, mientras que ahora, en vez del entendimiento de siempre, hay amargura y resentimiento, rabia en ambas partes por lo que sucede. Lo que deberían ser encuentros llenos de cariño y de consuelo se ven rebajados a riñas y reproches. Hace ocho horas, Dexter estaba contando sus secretos más íntimos a gente a la que no conocía de nada. Ahora no puede hablar con su madre. Hay algo que no funciona.

–Oye, el otro día vi
marcha loca
–dice ella.

–¿Ah, sí?

Ante el silencio de su madre, Dexter no tiene más remedio que añadir:

–¿Y qué te pareció?

–Creo que tú lo haces muy bien. Muy natural. Se te ve muy simpático en pantalla. El programa ya te dije que no me gusta mucho.

–Bueno, es que en el fondo no se dirige a gente como tú…

La frase hace encresparse a su madre, que gira imperiosamente la cabeza.

–¿Qué quieres decir con gente como yo?

Él se pone nervioso.

–No, que sólo es un programa de madrugada tonto, para después de salir…

–O sea, que no estaba bastante borracha para disfrutarlo.

–No…

–Yo mojigata no soy; no me molesta la vulgaridad, pero es que no entiendo que de repente haga falta humillar constantemente a los demás…

–Si en el fondo no se humilla a nadie; es divertido…

–Montáis concursos para encontrar a la novia más fea del país. ¿Eso no te parece humillante?

–No, en el fondo no…

–Pedirles a los hombres que manden fotos de novias feas…

–Es divertido. La cuestión es que ellos las quieren, aunque sean…, aunque no sean convencionalmente atractivas. ¡La cuestión es ésa! ¡Es divertido!

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