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Authors: David Nicholls

Tags: #Romance

Siempre el mismo día (17 page)

BOOK: Siempre el mismo día
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–No paras de decir que es divertido. ¿A quién intentas convencer, a mí o a ti?

–Vamos a dejar el tema, ¿vale?

–¿Y tú crees que a ellas les parece divertido, a las novias, los «callos malayos»…?

–Mamá, que yo sólo presento a los grupos. Sólo les pregunto a los cantantes por su maravilloso nuevo vídeo. Es mi trabajo. Es un medio, no el fin.

–Pues ¿cuál es el fin, Dexter? Nosotros siempre te hemos inculcado que podías hacer lo que quisieras. Ahora, no me había imaginado que quisieras hacer… esto.

–¿Y qué quieres que haga?

–No lo sé; algo que esté bien.

De repente su madre se pone la mano izquierda en el pecho, y se apoya en el respaldo.

Después de un rato, Dexter sigue hablando.

–Esto está bien, a su manera. –Ella hace una mueca–. Es una tontería, un programa de entretenimiento, y está claro que tiene cosas que no me gustan, pero es una experiencia, y llevará a otras cosas. Además, no sé si sirve de algo, pero yo estoy convencido de que lo hago bien. Y además disfruto.

Su madre espera un momento y dice:

–Pues entonces supongo que tienes que hacerlo. Tienes que disfrutar con lo que hagas. No, si yo ya sé que más adelante harás otras cosas, pero es que… –Le coge la mano, dejando la idea en el aire. Después se ríe, sin aliento–. Sigo sin ver la necesidad de que te hagas el barriobajero.

–Es mi voz de hombre de la calle –dice él.

Ella sonríe; una sonrisa muy débil, a la que Dexter, pese a todo, se aferra.

–No deberíamos discutir –dice ella.

–No es una discusión, es un debate –dice él, a sabiendas de que sí discuten.

Ella se lleva una mano a la cabeza.

–Me estoy poniendo morfina. A veces no sé lo que me digo.

–No has dicho nada. Yo también estoy un poco cansado.

El sol se refleja en las losas del suelo. Dexter tiene la clara sensación de que le hierve y se le quema la piel de la cara y de los antebrazos, como a un vampiro. Siente avecinarse otra oleada de sudor y náuseas. Tranquilo, se dice, que sólo es química.

–¿Te has ido tarde a dormir?

–Bastante.

–De marcha loca, ¿no?

–Un poco.

Se frota las sienes en señal de que le duelen, y dice sin pensar:

–Supongo que no te sobrará un poquito de morfina, ¿no?

Ella no se digna ni mirarle. Pasa el tiempo. Últimamente, Dexter nota que se está idiotizando poco a poco. Le está fallando la determinación de mantener la lucidez y los pies en el suelo, y ha observado con bastante objetividad que se está volviendo más desconsiderado y egoísta, y haciendo cada vez más comentarios tontos. Ya ha intentado remediarlo, pero casi parece que ya no dependa de él, como la calvicie hereditaria. Entonces, ¿por qué no resignarse a ser idiota? Y no darle más vueltas. Pasa el tiempo, y se fija en que han empezado a brotar césped y hierbajos por la superficie de la pista de tenis. Se está cayendo a trozos, literalmente.

Al final habla su madre.

–Te aviso de que la comida corre a cargo de tu padre. Estofado de lata. Te quedarás a dormir, ¿no?

Dexter piensa que podría quedarse. Es la oportunidad de hacer las paces.

–Pues la verdad es que no –dice.

Ella gira a medias la cabeza.

–Es que esta noche tengo entradas para
Parque Jurásico
. La estrenan hoy. ¡Irá Lady Di! Me apresuro a añadir que no conmigo… –La voz que oye al hablar es la de alguien a quien desprecia–. No me lo puedo saltar. Es por trabajo. Hace siglos que está organizado. –Los ojos de su madre se cierran casi imperceptiblemente. Rápidamente, para suavizarlo, Dexter dice una mentira–. ¿Sabes qué pasa? Que he quedado con Emma. Yo me lo saltaría, pero es que ella tiene muchas ganas de ir.

–Ah, bueno.

Silencio.

–Es tu ritmo de vida –dice ella, con calma.

Otro silencio.

–Dexter, me vas a tener que perdonar, pero estoy agotada de toda esta mañana. Lo siento, pero tendré que subir a dormir un poco.

–Vale.

–Necesitaré que me ayuden.

Dexter mira nerviosamente a su alrededor, buscando a su hermana o a su padre, como si tuvieran alguna titulación de la que él careciese, pero no los ve por ningún lado. Su madre ya ha puesto las manos en los brazos del sillón, y hace esfuerzos inútiles. Dexter se da cuenta de que no hay remedio. Débilmente, sin convicción, pasa un brazo por debajo del de ella y la ayuda a levantarse.

–¿Quieres que…?

–No, para entrar no tengo problemas; sólo necesito ayuda en la escalera.

Cruzan el patio, con la mano de Dexter rozando la tela del vestido azul que cuelga de su madre como una bata de hospital. Es exasperante lo despacio que camina, una afrenta personal.

–¿Cómo está Cassie? –pregunta, por decir algo.

–Ah, muy bien. Yo creo que disfruta un poco demasiado de mangonearme, pero es muy atenta. Ahora come esto, ahora tómate esto, ahora duerme… Estricta, pero justa. Tu hermana es así. Se está vengando de que no le comprásemos el poni.

Pues si a Cassie se le da tan bien, ¿dónde está cuando la necesitan? Es la pregunta que se hace Dexter. Ya están dentro, al pie de la escalera. Nunca se había fijado en que hubiera tantos escalones.

–¿Cómo…?

–Lo mejor es que me lleves en brazos. Ahora no peso mucho.

Esto me supera. Soy incapaz. Creía que podría, pero no. Me falta algo, y no puedo.

–¿Te duele en algún sitio? Quiero decir que si hay alguna parte donde…

–Tú tranquilo.

Ella se quita el sombrero y se arregla el pañuelo. Él la coge con más fuerza por debajo del omoplato, alineando los dedos de la mano con los surcos de las costillas. Luego se agacha, doblando las rodillas, nota en el antebrazo la parte trasera de las piernas de su madre, lisa y fresca por debajo del vestido, y cuando considera que está preparada, la levanta en brazos, sintiendo que relaja el cuerpo. Ella espira largamente, un aliento dulce y cálido en la cara de Dexter. O pesa más de lo que se esperaba, o él es más flojo de lo que pensaba. Choca con el hombro en el poste de la escalera. Cambia de postura y se pone de lado al empezar a subir. Tiene la cabeza de su madre apoyada en el hombro, y el pañuelo en la cara, pegajoso. Parece la parodia de la típica escena de película, como la del novio entrando en casa con la novia en brazos. Se le ocurren varios comentarios graciosos, que en ningún caso facilitarían la situación. Es ella, en cambio, quien tiene el detalle al llegar al rellano.

–Mi héroe –dice mirándole, y sonríen.

Dexter abre con el pie la puerta de la oscura habitación, y la deja en la cama.

–¿Te traigo algo?

–No, estoy bien.

–¿Te toca alguna cosa? ¿Algún medicamento, o…?

–No, estoy bien.

–¿Un dry martini con una rodaja de limón?

–Ah, sí, por favor.

–¿Quieres meterte en la cama?

–Sólo aquella manta, por favor.

–¿Las cortinas echadas?

–Sí, por favor, pero deja la ventana abierta.

–Pues después nos vemos.

–Adiós, cariño.

–Hasta luego.

Le sonríe, tenso, pero ella ya se ha puesto de lado, dándole la espalda. Sale y cierra la puerta con descuido. Pronto, probablemente en menos de un año, saldrá de alguna habitación para no verla nunca más. Es una idea tan difícil de concebir, que se la arranca de la cabeza y se concentra en sí mismo: su resaca, lo cansado que se siente y lo que le duelen las sienes al bajar rápidamente la escalera.

No hay nadie en la cocina, grande y desordenada. Se acerca a la nevera, donde tampoco hay casi nada. Un corazón de apio mustio, restos de un pollo entero, latas abiertas y jamón en paquete familiar, señal, todo ello, de que las tareas domésticas han pasado a manos de su padre. En la puerta de la nevera hay una botella de vino blanco abierta. La saca y bebe a morro, cuatro, cinco tragos de líquido dulce hasta que oye los pasos de su padre en el pasillo. Deja la botella en su lugar y se limpia la boca con la mano, justo cuando entra su padre, con dos bolsas de plástico del supermercado del pueblo.

–¿Y tu madre?

–Estaba cansada. La he llevado arriba para dormir.

Dexter quiere que se note que es valiente, y maduro, pero su padre no parece impresionado.

–Ya. ¿Habéis estado hablando?

–Un poco. De todo y nada. –Se oye rara la voz en la cabeza, demasiado fuerte, pronunciando mal, sin naturalidad. Borracho. Se pregunta si su padre se da cuenta–. Ya hablaremos más cuando se despierte.

Vuelve a abrir la puerta de la nevera, y finge ver por primera vez el vino.

–¿Puedo? –La coge, vacía el resto en una copa y se va hacia la puerta, pasando al lado de su padre–. Me voy un momento a mi cuarto.

–¿Para qué? –dice su padre, ceñudo.

–Estoy buscando algo. Libros viejos.

–¿No quieres comer? ¿Ni aunque sea para acompañar el vino?

Dexter echa un vistazo a las bolsas que ha dejado su padre en el suelo, con tantas latas que casi se rompen por el peso.

–Puede que más tarde –dice, ya en el pasillo.

Al pasar por el rellano, ve que la puerta de la habitación de sus padres se ha abierto por sí sola. Entra otra vez, sin hacer ruido. La brisa de la tarde mueve las cortinas, y el sol va y viene sobre el cuerpo de su madre, que duerme bajo una manta vieja, con las plantas de los pies sucias a la vista, y los dedos encogidos. El olor que recordaba de su infancia, a cremas caras y polvos misteriosos, ha sido sustituido por otro como de verduras, en el que preferiría no pensar. El hogar de su infancia ha sido invadido por un olor de hospital. Cierra la puerta y va de puntillas al baño.

Mientras hace pis, mira el armario botiquín: la abundancia de pastillas para dormir de su padre delata miedos nocturnos. Hay un viejo frasco de valium de su madre, con fecha de marzo de 1989, que hace tiempo que ha sido suplantado por medicación más potente. Coge dos de cada y se los guarda en el billetero. Luego otro valium, que se toma con agua del grifo, sólo para suavizar.

Ahora su cuarto se usa de trastero. Para entrar tiene que meterse entre un sillón viejo, un baúl y cajas de cartón. En las paredes, algunas fotos de familia con los bordes gastados, y las imágenes de conchas y hojas en blanco y negro que hizo de adolescente, pegadas defectuosamente, y un poco desvaídas. Se acuesta en la vieja cama doble con las manos en la nuca, como un niño castigado en su cuarto. Siempre se había imaginado que en algún momento recibiría una especie de equipo mental emocional, a los cuarenta y cinco o los cincuenta, por ejemplo; una especie de kit que le permitiría encajar la pérdida inminente de uno de sus padres. Lástima que no tenga ese equipo, porque entonces iría todo sobre ruedas. Sería noble y abnegado, sabio y filosófico. Hasta podría tener hijos propios, y por lógica, la madurez que acompaña a la paternidad, el entender la vida como un proceso.

Pero no tiene cuarenta y cinco años, sino veintiocho, y su madre, cuarenta y nueve. Se ha producido un grave error. Está mal sincronizado. ¿Cómo pueden pedirle que lo acepte, ver decaer de esa manera a su increíble madre? No es justo para él, y menos teniendo tantas otras cosas en las que pensar. Es un joven muy ocupado, en el umbral de una carrera de éxito. Dicho con la mayor de las franquezas, tiene cosas mejores que hacer. Le acometen nuevas ganas de llorar, pero como hace quince años que no llora, lo atribuye a la química y decide dormir un poco. Pone la copa de vino en equilibrio al lado de la cama, encima de una caja de embalar, y se acuesta de lado. Hará falta esfuerzo y energía para ser buena persona. Un poco de descanso y saldrá a disculparse, a demostrarles lo mucho que los quiere.

Se despierta de golpe y mira su reloj. Vuelve a mirarlo. Las 18.26. Ha dormido seis horas; imposible, claro, pero al descorrer las cortinas ve que el sol empieza a bajar por el cielo. Aún le duele la cabeza. Se le han pegado los párpados, tiene un regusto metálico en la boca, y nunca había estado tan sediento ni hambriento. Cuando coge la copa de vino, la nota caliente en la palma de la mano. Se bebe la mitad y da un respingo. Un moscardón muy gordo ha conseguido entrar en la copa, y le zumba contra el labio. Dexter la suelta, mojándose de vino la camisa, y la cama. Se tambalea al levantarse.

Se moja la cara en el lavabo. El sudor de la camisa se ha agriado, adquiriendo un hedor inconfundible a alcohol. Siente ciertas náuseas al embadurnarse con el viejo desodorante roll-on de su padre. Abajo se oyen cazos y sartenes, y voces por la radio; ruidos de familia. Tú animado; animado, contento y educado, y luego bajas.

Sin embargo, al pasar junto a la habitación de su madre, la ve sentada de perfil al borde de la cama, mirando el campo, como si también le hubiera estado esperando. Ella gira lentamente la cabeza, pero Dexter se queda en el umbral, como un niño.

–Te has perdido todo el día –dice ella en voz baja.

–Me he quedado dormido.

–Ya lo veo. ¿Estás mejor?

–No.

–Bueno. Me temo que tu padre está un poco enfadado.

–Para variar. –Alentado por su sonrisa de indulgencia, Dexter añade–: Últimamente tengo la impresión de cabrear a todo el mundo.

–Pobrecito Dexter –dice ella, se pregunta él si con sarcasmo–. Ven, siéntate. –Sonríe y pone una mano en la cama–. Aquí, a mi lado. –Él entra, obediente, y se sienta. Sus caderas se tocan. Su madre hace chocar la cabeza con el hombro de él–. ¿Verdad que no somos nosotros? Yo está claro que ya no soy la misma. Y tú tampoco. Ya no pareces tú, al menos como te recuerdo.

–¿En qué sentido?

–Pues… ¿te puedo ser franca?

–¿Tienes que serlo?

–Creo que sí. Es mi prerrogativa.

–Pues adelante.

–Yo creo… –Levanta la cabeza de su hombro–. Yo creo que tienes la capacidad de ser un chico estupendo. Incluso excepcional. Siempre lo he pensado. Como todas las madres, ¿no? Pero creo que aún no lo eres. Todavía no. Creo que aún tienes camino por delante. Ya está.

–Ya.

–No te lo tomes a mal, pero a veces… –Le coge la mano y le frota la palma con el pulgar–. A veces tengo miedo de que ya no seas muy buena persona.

Se quedan un rato sentados, hasta que finalmente él dice:

–No tengo nada que contestar.

–No tienes nada que contestar.

–¿Estás enfadada conmigo?

–Un poco. Claro que últimamente me enfado con casi todo el mundo. Con todos los que no están enfermos.

–Lo siento, mamá. Lo siento tanto, tanto…

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