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Authors: David Nicholls

Tags: #Romance

Siempre el mismo día (18 page)

BOOK: Siempre el mismo día
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Ella le clava el pulgar en la palma.

–Ya lo sé.

–Me quedaré a dormir. Esta noche.

–No, esta noche no, que estás ocupado. Vuelve y empieza de cero.

Dexter se levanta, le coge los hombros suavemente y hace que se junten sus mejillas –puede oír su respiración, esa respiración caliente y dulce–. Después camina hacia la puerta.

–Dale las gracias a Emma de mi parte –dice su madre–. Por los libros.

–Vale.

–Y dale recuerdos. Esta noche, cuando la veas.

–¿Esta noche?

–Sí. Os veréis esta noche.

Se acuerda de la mentira.

–Vale, vale, ya se los daré. Y perdona que hoy no haya estado… muy bien.

–Bueno, ya habrá tiempo, supongo –dice ella, y sonríe.

Dexter baja corriendo por la escalera, contando con que le mantenga de una pieza el impulso, pero en el vestíbulo está su padre, leyendo la prensa local, o simulándolo. Vuelve a dar la impresión de esperarle: un centinela de guardia, un policía con una orden de detención.

–Me he quedado dormido –le dice Dexter a la espalda.

Él pasa una página del periódico.

–Ya lo sé.

–¿Por qué no me has despertado, papá?

–No le veía mucho sentido. Además, no me parece que tenga que despertarte. –Otra página–. Ya no tienes catorce años, Dexter.

–¡Ya, pero es que ahora tengo que irme!

–Pues si te tienes que ir…

La frase se queda a medias. Dexter ve a Cassie en el salón, fingiendo leer, como su padre, roja de reproche y suficiencia moral. Vete ahora mismo, vete, que esto está a punto de venirse abajo. Pone una mano en la mesa del pasillo, buscando las llaves, pero no encuentra nada.

–Mis llaves del coche.

–Las he escondido –dice su padre, leyendo el periódico.

A Dexter se le escapa la risa.

–¡No me puedes esconder las llaves!

–Pues mira, está claro que sí, porque lo he hecho. ¿Quieres jugar a buscarlas?

–¿Se puede saber por qué? –pregunta, indignado.

Su padre levanta la vista del periódico, como si olfatease el aire.

–Porque estás borracho.

En el salón, Cassie se levanta del sofá, va hacia la puerta y la cierra.

Dexter se ríe, pero sin convicción.

–¡Qué va!

Su padre mira por encima del hombro.

–Dexter, yo sé cuando alguien está borracho, sobre todo tú. Te recuerdo que llevo doce años viéndote borracho.

–Pero no estoy borracho; con resaca, pero nada más.

–Da igual. La cuestión es que a tu casa no te vas en coche.

Dexter suelta otra risa de burla y pone los ojos en blanco para protestar, pero lo único que le sale es un débil y agudo:

–¡Papá, que tengo veintiocho años!

Su padre salta sobre sus palabras para contestar:

–Me habría podido confundir perfectamente.

Después se saca del bolsillo las llaves de su coche, y las lanza al aire y las recoge con jovialidad fingida.

–Venga, que te llevo a la estación.

Dexter no se despide de su hermana.

A veces tengo miedo de que ya no seas muy buena persona. Su padre conduce en silencio, mientras Dexter se impregna de vergüenza dentro del Jaguar grande y viejo. Cuando el silencio se hace insoportable, su padre habla en voz baja, con serenidad, sin apartar la vista de la carretera.

–Puedes venir el sábado a recoger tu coche. Cuando estés sobrio.

–Ya estoy sobrio –dice Dexter, oyéndose hablar con una voz que aún es quejosa y malhumorada, su propia voz a los dieciséis años–. ¡Hombre! –añade, de manera redundante.

–No pienso discutir contigo, Dexter.

Se arrellana indignado en el asiento, apoyando la frente y la nariz en el cristal, mientras pasan caminos rurales y casas elegantes. Su padre, que siempre ha aborrecido cualquier tipo de enfrentamiento, y que lo está pasando fatal –no hay más que verle–, enciende la radio para tapar el silencio. Escuchan música clásica: una marcha, banal y ampulosa. Ya se acercan a la estación de tren. El coche se mete en el aparcamiento, donde ya no hay nadie que vuelva del trabajo. Dexter abre la puerta y pone un pie en la gravilla, pero su padre no hace ademán de despedirse, sino que se queda sentado, esperando, con el motor en marcha, neutral como un chófer, mirando fijamente el salpicadero y marcando con los dedos el ritmo de la marcha demencial.

Dexter sabe que debería aceptar el castigo e irse, pero se lo impide el orgullo.

–Vale, ya me voy, pero te tengo que decir que estás teniendo una reacción completamente exagerada…

De repente la cara de su padre refleja auténtica rabia, con los dientes apretados y la voz quebrada.

–Ni te atrevas a insultar mi inteligencia o la de tu madre; ya eres adulto, no un niño.

La rabia se esfuma con la misma rapidez. A Dexter le parece que su padre podría estar a punto de llorar. Le tiembla el labio inferior. Tiene una mano crispada en el volante, y los largos dedos de la otra encima de los ojos, como una venda. Dexter se aparta rápidamente del coche. Cuando está a punto de erguirse y cerrar la puerta, su padre apaga la radio y vuelve a hablar.

–Dexter…

Dexter se agacha y le mira. Tiene los ojos húmedos, pero la voz firme al decir:

–Dexter, tu madre te quiere mucho, muchísimo. Y yo también. Siempre te hemos querido, y siempre te querremos. Creo que ya lo sabes. Ahora bien, durante el tiempo que le quede a tu madre… –Le falla la voz. Baja la mirada, como en busca de palabras, y la vuelve a levantar–. Dexter, como vengas otra vez a ver a tu madre en este estado, te juro que no te dejaré entrar en casa. No dejaré que pases por la puerta. Te la cerraré en las narices. Lo digo en serio.

Dexter tiene la boca abierta, sin que salga ninguna palabra.

–Y ahora vete a casa, por favor.

Cierra la puerta del coche, pero no cierra bien. Da otro portazo justo en el momento en que su padre, que también está nervioso, hace saltar el coche, primero hacia delante y luego marcha atrás, y sale deprisa del aparcamiento. Dexter le ve irse.

No hay nadie en la estación rural. Recorre el andén con la mirada, buscando la cabina, la vieja cabina de siempre, la que usaba cuando era adolescente para sus planes de huida. Son las 18.59 horas. Faltan seis minutos para que pase el tren de Londres, pero tiene que hacer una llamada.

A las 19.00 horas, Emma se mira por última vez en el espejo para comprobar que no parezca que haya hecho un esfuerzo. El espejo está precariamente apoyado en la pared, y aunque sea consciente de que la achaparra, con un efecto como de galería de espejos, chasquea la lengua al verse las caderas, y las piernas cortas por debajo de la falda vaquera. Hace demasiado calor para llevar mallas; aun así se las pone, porque no soporta verse las rodillas rojas y peladas. El pelo, recién lavado y con una fragancia que se llama «Frutos del bosque», se ha escalado por sí solo. Se da unos toques con las puntas de los dedos para desarreglárselo un poco. Luego usa el meñique para quitarse manchas de pintalabios del borde de la boca. Tiene los labios muy rojos. Se pregunta si no habrá exagerado. A fin de cuentas, lo más probable es que no pase nada, y que vuelva a las diez y media. Se acaba un vodka con tónica grande, cuya reacción metálica con la pasta de dientes le arranca una mueca. Coge las llaves, las pone en su mejor bolso y cierra la puerta.

Suena el teléfono.

No lo oye hasta haber recorrido la mitad del pasillo, frío e impersonal. Por un momento se le pasa por la cabeza volver corriendo y contestar, pero ya llega tarde, y probablemente sólo sean su madre o su hermana, para saber cómo ha ido la entrevista. Oye abrirse el ascensor al fondo del pasillo. Corre a cogerlo. La puerta del ascensor se cierra justo cuando se pone en marcha el contestador.

«… deja tu mensaje después de la señal y te contestaré en cuanto pueda.»

–Hola, Emma, soy Dexter. Estoy en una estación de tren, cerca de casa. Vengo de casa de mi madre, y… y quería saber qué hacías esta noche. ¡Tengo entradas para el estreno de
Parque Jurásico
! Bueno, de hecho creo que ya no estamos a tiempo, pero ¿y la fiesta de después? ¿Tú y yo juntos? Estará la princesa Diana. Perdona, es que hablo por hablar, por si estuvieras en casa. Coge el teléfono, Emma. Cógelo cógelo cógelo cógelo. ¿No? Vale, ahora me acuerdo: era la noche de la cita, ¿no? Tu cita
sexy
. Bueno, pues… que te diviertas. Llámame al volver a casa, si es que vuelves. Explícame cómo ha ido. Ahora en serio: llámame en cuanto puedas.

Se le traba la lengua. Recupera el aliento y dice:

–No te creerías la mierda de día que he tenido, Em. –Vuelve a trabársele la lengua–. Acabo de hacer algo fatal, fatal. –Debería colgar, pero no quiere. Quiere ver a Emma Morley para poder confesar sus pecados, pero Emma ha quedado con un hombre. Sonríe forzadamente y dice–: Te llamo mañana. ¡Quiero saberlo todo! Rompecorazones…

Cuelga. Rompecorazones.

Ya están haciendo ruido los raíles. Oye el murmullo del tren al acercarse, pero no puede subir, en este estado no. Tendrá que esperar al siguiente. Llega el tren de Londres, y parece que le espere, con un tictac de buena educación, pero Dexter se queda donde está, escudado en el caparazón de plástico de la cabina de teléfono. Nota que se le descomponen las facciones, su respiración se vuelve irregular, y al echarse a llorar se dice que sólo es química, química, química.

Capítulo 7

Sentido del humor

JUEVES 15 DE JULIO DE 1993

Segunda parte: La versión de Emma

Covent Garden y King’s Cross

Ian Whitehead, sentado solo en una mesa para dos en el Forelli’s de Covent Garden, miró su reloj: cinco minutos tarde. Supuso que formaba parte del refinado juego del gato y el ratón en que consiste salir. Pues que empezaran los juegos. Mojó la chapata en el platito de aceite de oliva, como si cargase un pincel de pintura. Después abrió la carta y estudió qué se podía permitir de cena.

Su vida de humorista aún esperaba la riqueza y la presencia televisiva que prometía en otros tiempos. El dominical del periódico proclamaba que el humor era el nuevo
rock and roll
. Entonces ¿por qué seguía corriendo los martes por la noche a La Tabla Remonda, para cuando dejaban subir al escenario? Había adaptado su repertorio a las tendencias del momento, reduciendo el material político y de observación, y ejercitándose en los monólogos de personajes, el surrealismo, las canciones cómicas y los
sketches
. No había manera de que se riesen. Su escarceo con un estilo más agresivo con el público le había deparado puñetazos y patadas. En cuanto a su etapa como fijo de un grupo de humoristas que improvisaban los domingos por la noche, sólo había demostrado su capacidad de no hacer gracia de manera espontánea, no planificada. A pesar de todo, él seguía en la brecha, subiendo y bajando por la Northern Line y dando vueltas por la Circle en busca de carcajadas.

Quizá el nombre «Ian Whitehead» tuviera algo que lo hiciera refractario a ser escrito con neones. Hasta se había planteado cambiárselo por algo con más garra, juvenil, monosilábico –Ben, o Jack, o Matt–, pero mientras buscaba su identidad de humorista había encontrado trabajo en Sonicotronics, una tienda de electrónica de Tottenham Court Road donde varones jóvenes y poco saludables, en camiseta, vendían CD y tarjetas gráficas a varones jóvenes y poco saludables, en camiseta. El sueldo no era gran cosa, pero tenía las tardes libres para hacer bolos, y a menudo partía de risa a sus compañeros de trabajo con nuevo material.

Pero lo mejor de Sonicotronics, lo mejor de todo, era haberse encontrado por casualidad con Emma Morley durante la pausa del almuerzo. Ian estaba delante de la sede de la Iglesia de la Cienciología, dudando en hacerse el test de personalidad, cuando la vio, casi invisible tras una enorme cesta de mimbre para la ropa sucia, y al echarle los brazos al cuello, Tottenham Court Road se iluminó de gloria, transformándose en una calle de ensueño.

Segunda cita, y ahora estaba en un italiano moderno y elegante cerca de Covent Garden. Los gustos de Ian tendían a lo picante y especiado, lo salado y crujiente. Él habría preferido un indio, pero estaba bastante versado en las extravagancias del sexo femenino para saber que Emma esperaría verdura fresca. Tras otro vistazo a su reloj –veinte minutos tarde–, sintió en el estómago una punzada que en parte era de hambre y en parte de amor. Hacía años que sentía el peso del amor a Emma Morley en el corazón y la barriga; no sólo amor platónico, sentimental, sino deseo carnal. Tantos años y aún llevaba dentro aquella imagen (que jamás olvidaría): Emma en ropa interior sin conjuntar, dentro del cuarto de empleados de Loco Caliente, iluminada por un rayo de sol vespertino, como por una luz de catedral, y gritándole que saliera y cerrase la puerta, joder.

Ajena a los pensamientos de Ian sobre su ropa interior, Emma Morley le observaba desde el puesto del
maître
, tomando nota de la clara mejoría experimentada por su aspecto. Ya no tenía la corona de rizos rubios apretados; ahora lo llevaba corto y con un poco de gel, y se le había quitado la pinta de nuevo en la ciudad. De hecho, sin aquella ropa tan horrible, ni su manía de tener la boca abierta, sería incluso atractivo.

Pese a tratarse de una situación a la que no estaba acostumbrada, vio que era el restaurante típico para quedar con una chica: el punto justo de caro, sin demasiada luz, y ni pretencioso ni cutre. El tipo de sitios donde ponían rúcula en las pizzas. El local era cursi, pero no ridículo. Al menos no era un indio, ni burrito de pescado (vade retro, Satanás). Había palmeras y velas, y en la sala contigua, un hombre mayor tocaba las grandes canciones de Gershwin en un piano de cola:
I hope that he / turns out to be / someone to watch over me
[1]

–¿Está usted con alguien? –le preguntó el
maître
.

–Aquel hombre de allá.

La primera vez que habían quedado, Ian la había llevado a ver
Evil Dead III: El ejército de las tinieblas
en el Odeón de Holloway Road. A Emma, que no era miedosa ni esnob, le gustaban las películas de terror más que a la mayoría de las mujeres, pero aun así le había parecido una elección extraña, curiosamente segura de sí misma. En el Everyman ponían
Tres colores: Azul
, y ella ahí, mientras tanto, mirando a un hombre con una sierra eléctrica en vez de brazo, y encontrándolo extrañamente refrescante. Siguiendo las convenciones, había esperado ser llevada a un restaurante a la salida del cine, pero a Ian, por lo visto, no le parecía completa una salida al cine sin primero, segundo y postre dentro de la propia sala. Miraba el puesto como si fuera una carta de restaurante: para empezar unos nachos, de plato principal un perrito caliente, y de postre unos chocolates Revels; y para bajarlo, todo un barreño de refresco tropical con hielo, grande como un torso humano, con el resultado de que las pocas escenas meditativas de
Evil Dead III
se habían visto acompañadas por el susurro cálido y tropical de Ian eructando con la mano en la boca.

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