Authors: Jordi Sierra i Fabra
âEs tarde. âSu gemido lo quebrantó todavÃa más, aunque se mantuvo en pie, tan lejos de ella como si un abismo los separara.
âMe necesitas.
âNo.
â¿Y lo que yo te necesito ahora?
âSomos espejismos, ¿no lo ves?
â¡Deja de actuar! âLa crispación llegó al máximoâ. ¡Mi madre quiere que me vaya con ella a pasar las vacaciones al pueblo, con mi abuela, y tendré que ir, lo quiera o no! ¡Necesito saber que tú estarás aquà cuando vuelva!
ParecÃa el
Titanic
.
Y ella, el iceberg causante de su hundimiento.
âMarcelo Novoa quiere que vaya con Brainglobalnoise, que los acompañe en la gira las próximas semanas, para vigilarlos, ocuparme de... Han echado al
road manager.
âSu tono se hizo más y más patéticoâ. Quiere que organice las ruedas de prensa, la promoción... Y éste es mi trabajo. Mi...
âYo he de irme con mi madre porque no tengo más remedio. Pero tú estás huyendo.
âNo, Beatriz...
De pronto fue él el que intentó abrazarla.
Y ella la que dio un paso atrás.
Como si el mundo hubiese girado 180º.
â¿Un último polvo? âconsiguió articular.
âNo digas eso âprotestó Rogelio.
âSi quieres destruirte, hazlo solo. âSeñaló las botellas de whiskyâ. Ahora mismo yo ya no sé...
âEspera, no te vayas.
âNo me voy, Rogelio. Ni te dejo. Tú me has echado hace rato. Incluso antes, ayer, hoy.
Dio media vuelta y mantuvo su paso firme hasta la puerta. Ningún grito la retuvo. Ninguna mano trató de detenerla. Ninguna súplica torpedeó sus actos. Cuando salió a la escalera supo que iba a desmoronarse, asà que contuvo la arcada y entonces sà echó a correr, saltando los escalones de dos en dos, bajo un silencio opresor.
Vomitó en la calle, al pie del edificio, sola.
Luego sà corrió, aunque sabÃa que jamás se alejarÃa lo bastante de allÃ.
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Era una autómata.
Cuando se cansó de correr intentó pensar. Cuando se cansó de intentar pensar se abandonó. Cuando reaccionó se encontró, sin saber cómo, en el exterior del Turó Parc.
Se aferró a la valla metálica.
La luna se reflejaba en el estanque.
Una hermosa luna.
AllÃ, en alguna parte, estaban las cenizas de su foto con Rogelio.
AllÃ, en alguna parte, flotaba su amor por el aire.
Todo mentira.
Las fotografÃas que tomaba eran mentira.
Ninguna pareja tenÃa asegurado el amor con sólo mirarse, besarse o mostrar esos detalles que ella habÃa querido interpretar. El amor dolÃa.
DolÃa tanto...
Y no habÃa nada tan duro como el dolor invisible.
¿Por qué empezó a tomar aquellas fotos?
¡Qué estúpida!
Ziberaxes, Benigno, estaba loco, pero su locura tenÃa incluso más sentido que la de ella, porque él era inocente, ella no. Ella habÃa creÃdo de verdad en lo que hacÃa.
Y habÃa creÃdo en Rogelio.
La edad era lo de menos.
Acababa de convertirse en una vieja.
Como aquella infeliz.
Amalia.
Las dos se habÃan entregado a un hombre, como sólo saben entregarse las mujeres enamoradas.
No tenÃa más lágrimas.
Asà que regresó a casa para enfrentarse a su madre, derrotada, sin lo más básico de toda su vida.
Otra ilusión.
La esperanza.
VERANO
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Â
Â
Tengo miedo a perder la maravilla
de tus ojos de estatua, y el acento
que de noche me pone en la mejilla
la solitaria rosa de tu aliento.
Â
Tengo pena de ser en esta orilla
tronco sin ramas; y lo que más siento
es no tener la flor, pulpa o arcilla,
para el gusano de mi sufrimiento.
Â
Si tú eres el tesoro oculto mÃo,
si eres mi cruz y mi dolor mojado,
si soy el perro de tu señorÃo,
Â
no me dejes perder lo que he ganado
y decora las aguas de tu rÃo
con hojas de mi otoño enajenado.
Â
Soneto del amor oscuro
, F
EDERICO
G
ARCÃA
L
ORCA
PUEBLO
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Â
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Lo peor del verano no era el calor, sino la sensación de pereza, aquella lasitud que abotargaba y minaba cualquier ánimo de hacer algo, lo que fuera, incluso leer bajo la sombra de un árbol.
Dos semanas parecÃan una eternidad.
â¡Beatriz!
â¿Qué, mamá?
âMe voy a buscar a tu hermana a la piscina. ¿Vienes?
âNo.
Su madre metió la cabeza por la puerta del patio.
âHija, si es que ni siquiera te ha dado el sol, por Dios.
âMamá, ya sabes lo que pienso de la piscina del pueblo, y le hago un gran regalo semántico llamándola piscina.
âNo está tan sucia como dices.
âNo se ve ni el fondo, y no veo yo que ninguno de esos enanos gritones vaya mucho a los servicios a hacer pis, ni que se duchen antes de meterse en el agua untados con los potingues que les ponen sus madres.
âY prefieres pasar calor.
âNo, prefiero estar sana.
âEres imposible ârezongó la mujerâ. Ahà te quedas.
Se quedó nuevamente sola, tumbada en la hamaca, con el botijo a un lado y el libro sin abrir en el otro, con la visión del bosque, ubérrimo y cerrado, a menos de cincuenta pasos de ella, y por encima de las copas de los árboles, la montaña, crecida, rota, hundiendo más y más el valle en una suerte de retorcida herradura por la que transitaba el rÃo.
De niña, cuando no habÃa piscina, se bañaban en el rÃo y era mucho mejor. Allà guardaba muchos de sus mejores recuerdos.
De niña.
Intentaba no pensar, pero era difÃcil. De noche soñaba con él. De dÃa lo apartaba de sus pensamientos. De noche se despertaba a veces jadeando, sintiéndolo a su lado, como si la tocara, y era tal la avidez de sus besos y caricias, que apenas si conseguÃa dominar la excitación con la que se quedaba su cuerpo y tenÃa que masturbarse. De dÃa se arrepentÃa, porque sentÃa una dependencia que no querÃa, que le hacÃa daño. Odiaba expresiones como «el primer amor», que los que ya no eran adolescentes afirmaban que marcaba esa parte inicial de la vida y las relaciones. La odiaba y, sin embargo, se sentÃa presa de él, aunque no tuviera nada que ver el amor de una mujer de dieciocho años y un hombre de treinta y ocho con el amor de dos adolescentes de catorce o quince.
Dos semanas de catarsis.
Primero, el pueblo habÃa sido una cárcel. Enfrentada a su madre, dispuesta a pelear por todo, deseosa de hacerle la vida imposible por arrastrarla hasta allÃ. Luego, poco a poco, aquel calor pirenaico, aquella pereza, aquel abandono y su propia rendición... Todo habÃa contribuido a dejarla inanimada, a convertirla en una aprendiz de pasota.
A la mierda con ellos.
Estaba sola.
Sola y prácticamente incomunicada.
Por no haber, no habÃa conexión a Internet, ni un lugar desde donde pudiera conectarse, entrar en su blog, ver el correo electrónico. Para eso tenÃa que meterse en un autobús de lÃnea e ir al pueblo más cercano, a doce kilómetros. Allà sà habÃa un cibercafé. Pero incluso eso le daba igual.
Como tampoco le importaba que su viejo móvil no tuviera a veces la cobertura necesaria, y para llamar sin que se cortara, dependiendo del dÃa y de las condiciones climatológicas, fuera casi obligatorio subir a la montaña más alta.
No, mejor aislarse. En Barcelona habrÃa sido distinto. Allà tenÃa a Gonzalo, a Elisabet, a su padre. En el pueblo lo idóneo era aceptar esa burbuja.
Quizá fuese lo mejor para recuperarse.
Volver a sentirse ella misma.
Lo peor serÃa el regreso.
¿Qué harÃa?
¿Cómo?
¿Cuándo?
¿Estudiar, irse de casa, trabajar?
Movió una mano presionando en la pared para que la hamaca se bamboleara un poco.
Luego cerró los ojos.
Su madre y Carlota tardarÃan al menos una hora en regresar.
Una hora para estar tranquila, pasar del mundo entero, dormitar, evadirse, soñar que aquella espantosa burbuja estallaba, o no, se hacÃa eterna y la atrapaba en su interior.
¿Por qué no?
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Â
Se descalzó en la orilla del rÃo. Se quitó las sandalias y sumergió los pies en el agua, frÃa, muy frÃa, y tan cristalina que le apeteció desnudarse del todo y meterse en ella de cabeza, con entera libertad. Lo habrÃa hecho de haber estado segura de que por allà no habÃa nadie.
Aunque... ¿importaba mucho eso?
Bueno, sÃ. PodÃan irle con el cuento a la abuela de que su nieta se bañaba desnuda.
Más de un vecino que años atrás la llamaba niña, ahora la miraba de otra forma, por discreta que fuera ella, con el cabello recogido o pantalones largos para no enseñar las piernas, sin ropa ajustada ni, por supuesto, maquillaje alguno. Si fuera a la piscina, ni siquiera podrÃa ponerse un biquini, aunque eso tal vez fuera lo de menos, porque en traje de baño su cuerpo resaltaba igual. Los comentarios que le hacÃan a su madre iban dirigidos todos en el mismo sentido:
â¡Cómo se ha puesto tu hija!
âPero ¿a quién ha salido, tan guapa y tan alta?
â¡Seguro que trabaja de modelo!, ¿verdad?
â¡Ese pelo...!
âDemasiado delgada... ¡aunque tiene un cuerpo...!
Le incomodaban tanto.
Los aborrecÃa tanto.
Tres años antes era un palillo, sin pecho, sin formas, con complejo de bicho raro. Se sentÃa desgarbada, incluso fea. No recordaba de qué manera su cuerpo habÃa cambiado tanto. Tres años. Ahora era capaz de mirarse y reconocer la evolución, o mejor llamarla mutación. De patito feo a cisne. Por esa razón, Rogelio se habÃa fijado en ella. Y por esa razón ella se habÃa enamorado de él. La naturaleza fijaba sus pautas, marcaba cánones, seleccionaba a las especies. HacÃan buena pareja. Los dos.
TenÃa cada hora de aquel fin de semana marcada a fuego en su alma.
Y cada vez que habÃan hecho el amor.
Se arremangó los pantalones y avanzó un poco más, para que el agua le llegase a las pantorrillas, la mitad de los gemelos... Introdujo las manos en aquel frescor y se las pasó por la cara, los brazos, la parte superior del pecho. Las ganas de desnudarse y darse un chapuzón aumentaron. Total, luego se ponÃa la ropa aunque su cuerpo estuviese mojado, y se iba a casa.
¿Por qué no habÃa cogido una toalla?
Volvió la cabeza en dirección al bosque, para comprobar si estaba sola, y descubrió que no.
âHola. âÃl le sonrió con cierto desparpajo al verse descubierto.
Tardó un poco en reconocerlo.
â¿VÃctor?
âSÃ. âLa sonrisa se hizo más abierta.
HabÃan jugado juntos en la infancia. Se habÃan dado juntos sus primeros besitos de prueba. Y él se le habÃa declarado una noche de fiesta mayor cuando ambos tenÃan doce años. Como eso fue al final de aquel verano, no llegó a decirle ni que sà ni que no. Al año siguiente, él no fue al pueblo de vacaciones, porque vivÃa en Girona, y después...
No sólo habÃa cambiado ella.
â¿Cómo estás?
âNo tan bien como tú. âSe acercó a la orilla.
âEspera, que salgo âdijo Beatriz.
Le dio la mano para ayudarla y ella la asió. Metió los pies en las sandalias para no tenerlos encima de las piedras y hacerse daño. Quedaron cara a cara, reconociéndose, estudiándose, movidos por la sorpresa.
âNo sabÃa que estabas aquà âcomentó Beatriz.
âLlegué anoche. Yo tampoco sabÃa que habÃas vuelto. Esta mañana he visto a tu madre y a tu hermana.
â¿Y quién te ha dicho que estaba aquÃ?
âSolÃas venir a este rincón del rÃo.
âLos viejos tiempos, ¿eh?
âSÃ, los viejos tiempos âasintió él.
Era tan alto como ella, y relativamente atractivo, sin desmesuras. Cabello corto y algo rizado, ojos marrones, nariz recta, labios prominentes, hombros anchos, brazos musculados y piernas de deportista, con los muslos marcados y las venas recorriendo su geografÃa. Llevaba una camiseta holgada que no impedÃa ver la rotundidad de sus pectorales y unos pantalones cortos por encima de las rodillas.
â¿Cómo te va? ¿Qué haces?
Odiaba hablar de esas cosas, pero estaba acorralada. Aunque emprendieran el camino de regreso al pueblo en ese instante, iban a ser diez minutos de charla, mitad intrascendente mitad de compromiso. HabÃa que ponerse al dÃa.
âHe terminado el bachillerato y estoy en una especie de paréntesis âfue lo más rápida que pudoâ, ¿y tú?
Lo escuchó durante dos o tres minutos. Lo escuchó pero no dejó que nada de lo que oÃa le penetrara en la cabeza, porque le importaba muy poco su historia. Su caminar era lento, cansino. VÃctor parecÃa feliz, alegremente despreocupado. Le habló de los estudios, de deporte, de cosas reales que a Beatriz se le antojaron irreales. Y sin embargo, comprendÃa que el mundo de verdad era aquél.
Tuvo miedo.
Miedo de que no fueran ya posibles otros mundos.
âPensaba que me aburrirÃa âreconoció el chicoâ. Ni siquiera sé por qué he venido con mis padres, porque hay que reconocer que esto... Me alegra mucho que estés aquÃ.
Quizá él esperaba que le correspondiera.
No lo hizo.
¿Por qué habÃa ido al rÃo?
¿Por qué exponÃa su vulnerabilidad?
âMañana hemos organizado una fiesta, mitad bienvenida mitad excusa para encontrarnos todos. En casa de los Serra, por la noche. Vendrás, ¿no?
âNo lo sé âvaciló.
â¿Cómo que no lo sabes? ¡Claro que irás! ¡No vas a perderte lo único interesante que habrá por aquà en muchos dÃas! ¡Voy a por ti y te saco de tu casa a rastras!
¿Un poco de diversión?
¿Un paréntesis?
Allà estaba atrapada. Era un pueblo. Una cagadita de mosca en mitad de los Pirineos. No tenÃa adónde ir.
âNo me gustan mucho las fiestas âdijo sin demasiada convicción.
â¡Vamos, Bea!
Nadie la llamaba Bea. No le gustaba.
VÃctor siempre la habÃa llamado asÃ.
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Su madre sacó a relucir el tema en la cena.
âHe visto al hijo de los Cabestany.
Beatriz continuó comiendo, como si la cosa no fuera con ella.
âHa pegado un estirón âdijo la mujerâ. Y se ha puesto muy guapo y muy hombre.
âY es un pedante y un creÃdo âintervino Carlota.
â¿Y tú qué sabes? âobjetó su madre.
âMamá, toda la familia es pedante y engreÃda. Aquà toda la vida han sido «los Cabestany», o sea, ¡oh!, ¡ah! âexageró la forma de decirloâ. No saben hablar de nada más que de su dinero y de lo bien que les van las cosas a todos, como si hasta su mierda oliera a rosas.
âDesde luego...
â¿Qué?
âYa me gustarÃa a mà que una de las dos pescara a «un Cabestany», como dices.
â¡Puaf! âCarlota puso cara de asco.
â¿A ti también te caen mal? âLa mujer se dirigió a Beatriz.
Ella se encogió de hombros.
âVÃctor siempre te estuvo rondando. Y erais amigos.
âEso fue hace mucho tiempo.
âOh, sÃ, la prehistoria.
âHe estado esta tarde con él.
âMenos mal. Ni siquiera sabÃa que habÃas salido.
âHe ido al rÃo.
â¿No te habrás bañado desnuda?
âSÃ, ¿por qué?
â¿No te habrá visto VÃctor?
Tuvo ganas de decirle que sÃ, pincharla, provocarla, pero tampoco era necesario tanto. Bastaban su actitud y su tono.
âNo.
â¿Quieres darle un disgusto a la abuela?
âQue no.
âAunque te viera desnuda, no sabrÃa qué hacer contigo âse burló Carlota.
Su madre alargó la mano para darle un cachete en la cabeza, pero ella fue más rápida y se apartó. Miró a su hermana mayor y las dos sonrieron con picardÃa.
âA veces me ponéis...
â¿Te ha contado que ha ganado no sé qué campeonatos pegando saltitos y que su equipo de fútbol ha sido el primero en la liga juvenil, o regional o qué-sé-yo, y que él ha sido el máximo goleador? âpreguntó Carlota.
âSÃ. âBeatriz mantuvo su sonrisa.
âEs que sólo les falta ponerlo en un bando. Y eso que llegaron ayer. ¿Vas a ir a la fiesta?
â¿Fiesta? ¿Qué fiesta? âquiso saber su madre.
âNo.
â¿No irás? âse asombró su hermana pequeña.
âNo me apetece.
âMujer, será lo único decente de por aquÃ. Aunque sólo sea por echar un vistazo y cotillear... Ojalá pudiera apuntarme yo, pero no quieren menores de quince años.