Sólo tú (34 page)

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Authors: Jordi Sierra i Fabra

BOOK: Sólo tú
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—Es tarde. —Su gemido lo quebrantó todavía más, aunque se mantuvo en pie, tan lejos de ella como si un abismo los separara.

—Me necesitas.

—No.

—¿Y lo que yo te necesito ahora?

—Somos espejismos, ¿no lo ves?

—¡Deja de actuar! —La crispación llegó al máximo—. ¡Mi madre quiere que me vaya con ella a pasar las vacaciones al pueblo, con mi abuela, y tendré que ir, lo quiera o no! ¡Necesito saber que tú estarás aquí cuando vuelva!

Parecía el
Titanic
.

Y ella, el iceberg causante de su hundimiento.

—Marcelo Novoa quiere que vaya con Brainglobalnoise, que los acompañe en la gira las próximas semanas, para vigilarlos, ocuparme de... Han echado al
road manager.
—Su tono se hizo más y más patético—. Quiere que organice las ruedas de prensa, la promoción... Y éste es mi trabajo. Mi...

—Yo he de irme con mi madre porque no tengo más remedio. Pero tú estás huyendo.

—No, Beatriz...

De pronto fue él el que intentó abrazarla.

Y ella la que dio un paso atrás.

Como si el mundo hubiese girado 180º.

—¿Un último polvo? —consiguió articular.

—No digas eso —protestó Rogelio.

—Si quieres destruirte, hazlo solo. —Señaló las botellas de whisky—. Ahora mismo yo ya no sé...

—Espera, no te vayas.

—No me voy, Rogelio. Ni te dejo. Tú me has echado hace rato. Incluso antes, ayer, hoy.

Dio media vuelta y mantuvo su paso firme hasta la puerta. Ningún grito la retuvo. Ninguna mano trató de detenerla. Ninguna súplica torpedeó sus actos. Cuando salió a la escalera supo que iba a desmoronarse, así que contuvo la arcada y entonces sí echó a correr, saltando los escalones de dos en dos, bajo un silencio opresor.

Vomitó en la calle, al pie del edificio, sola.

Luego sí corrió, aunque sabía que jamás se alejaría lo bastante de allí.

 

 

Era una autómata.

Cuando se cansó de correr intentó pensar. Cuando se cansó de intentar pensar se abandonó. Cuando reaccionó se encontró, sin saber cómo, en el exterior del Turó Parc.

Se aferró a la valla metálica.

La luna se reflejaba en el estanque.

Una hermosa luna.

Allí, en alguna parte, estaban las cenizas de su foto con Rogelio.

Allí, en alguna parte, flotaba su amor por el aire.

Todo mentira.

Las fotografías que tomaba eran mentira.

Ninguna pareja tenía asegurado el amor con sólo mirarse, besarse o mostrar esos detalles que ella había querido interpretar. El amor dolía.

Dolía tanto...

Y no había nada tan duro como el dolor invisible.

¿Por qué empezó a tomar aquellas fotos?

¡Qué estúpida!

Ziberaxes, Benigno, estaba loco, pero su locura tenía incluso más sentido que la de ella, porque él era inocente, ella no. Ella había creído de verdad en lo que hacía.

Y había creído en Rogelio.

La edad era lo de menos.

Acababa de convertirse en una vieja.

Como aquella infeliz.

Amalia.

Las dos se habían entregado a un hombre, como sólo saben entregarse las mujeres enamoradas.

No tenía más lágrimas.

Así que regresó a casa para enfrentarse a su madre, derrotada, sin lo más básico de toda su vida.

Otra ilusión.

La esperanza.

Quinta parte

VERANO

 

 

 

Tengo miedo a perder la maravilla

de tus ojos de estatua, y el acento

que de noche me pone en la mejilla

la solitaria rosa de tu aliento.

 

Tengo pena de ser en esta orilla

tronco sin ramas; y lo que más siento

es no tener la flor, pulpa o arcilla,

para el gusano de mi sufrimiento.

 

Si tú eres el tesoro oculto mío,

si eres mi cruz y mi dolor mojado,

si soy el perro de tu señorío,

 

no me dejes perder lo que he ganado

y decora las aguas de tu río

con hojas de mi otoño enajenado.

 

Soneto del amor oscuro
, F
EDERICO
G
ARCÍA
L
ORCA

Capítulo 23

PUEBLO

 

 

 

Lo peor del verano no era el calor, sino la sensación de pereza, aquella lasitud que abotargaba y minaba cualquier ánimo de hacer algo, lo que fuera, incluso leer bajo la sombra de un árbol.

Dos semanas parecían una eternidad.

—¡Beatriz!

—¿Qué, mamá?

—Me voy a buscar a tu hermana a la piscina. ¿Vienes?

—No.

Su madre metió la cabeza por la puerta del patio.

—Hija, si es que ni siquiera te ha dado el sol, por Dios.

—Mamá, ya sabes lo que pienso de la piscina del pueblo, y le hago un gran regalo semántico llamándola piscina.

—No está tan sucia como dices.

—No se ve ni el fondo, y no veo yo que ninguno de esos enanos gritones vaya mucho a los servicios a hacer pis, ni que se duchen antes de meterse en el agua untados con los potingues que les ponen sus madres.

—Y prefieres pasar calor.

—No, prefiero estar sana.

—Eres imposible —rezongó la mujer—. Ahí te quedas.

Se quedó nuevamente sola, tumbada en la hamaca, con el botijo a un lado y el libro sin abrir en el otro, con la visión del bosque, ubérrimo y cerrado, a menos de cincuenta pasos de ella, y por encima de las copas de los árboles, la montaña, crecida, rota, hundiendo más y más el valle en una suerte de retorcida herradura por la que transitaba el río.

De niña, cuando no había piscina, se bañaban en el río y era mucho mejor. Allí guardaba muchos de sus mejores recuerdos.

De niña.

Intentaba no pensar, pero era difícil. De noche soñaba con él. De día lo apartaba de sus pensamientos. De noche se despertaba a veces jadeando, sintiéndolo a su lado, como si la tocara, y era tal la avidez de sus besos y caricias, que apenas si conseguía dominar la excitación con la que se quedaba su cuerpo y tenía que masturbarse. De día se arrepentía, porque sentía una dependencia que no quería, que le hacía daño. Odiaba expresiones como «el primer amor», que los que ya no eran adolescentes afirmaban que marcaba esa parte inicial de la vida y las relaciones. La odiaba y, sin embargo, se sentía presa de él, aunque no tuviera nada que ver el amor de una mujer de dieciocho años y un hombre de treinta y ocho con el amor de dos adolescentes de catorce o quince.

Dos semanas de catarsis.

Primero, el pueblo había sido una cárcel. Enfrentada a su madre, dispuesta a pelear por todo, deseosa de hacerle la vida imposible por arrastrarla hasta allí. Luego, poco a poco, aquel calor pirenaico, aquella pereza, aquel abandono y su propia rendición... Todo había contribuido a dejarla inanimada, a convertirla en una aprendiz de pasota.

A la mierda con ellos.

Estaba sola.

Sola y prácticamente incomunicada.

Por no haber, no había conexión a Internet, ni un lugar desde donde pudiera conectarse, entrar en su blog, ver el correo electrónico. Para eso tenía que meterse en un autobús de línea e ir al pueblo más cercano, a doce kilómetros. Allí sí había un cibercafé. Pero incluso eso le daba igual.

Como tampoco le importaba que su viejo móvil no tuviera a veces la cobertura necesaria, y para llamar sin que se cortara, dependiendo del día y de las condiciones climatológicas, fuera casi obligatorio subir a la montaña más alta.

No, mejor aislarse. En Barcelona habría sido distinto. Allí tenía a Gonzalo, a Elisabet, a su padre. En el pueblo lo idóneo era aceptar esa burbuja.

Quizá fuese lo mejor para recuperarse.

Volver a sentirse ella misma.

Lo peor sería el regreso.

¿Qué haría?

¿Cómo?

¿Cuándo?

¿Estudiar, irse de casa, trabajar?

Movió una mano presionando en la pared para que la hamaca se bamboleara un poco.

Luego cerró los ojos.

Su madre y Carlota tardarían al menos una hora en regresar.

Una hora para estar tranquila, pasar del mundo entero, dormitar, evadirse, soñar que aquella espantosa burbuja estallaba, o no, se hacía eterna y la atrapaba en su interior.

¿Por qué no?

 

 

Se descalzó en la orilla del río. Se quitó las sandalias y sumergió los pies en el agua, fría, muy fría, y tan cristalina que le apeteció desnudarse del todo y meterse en ella de cabeza, con entera libertad. Lo habría hecho de haber estado segura de que por allí no había nadie.

Aunque... ¿importaba mucho eso?

Bueno, sí. Podían irle con el cuento a la abuela de que su nieta se bañaba desnuda.

Más de un vecino que años atrás la llamaba niña, ahora la miraba de otra forma, por discreta que fuera ella, con el cabello recogido o pantalones largos para no enseñar las piernas, sin ropa ajustada ni, por supuesto, maquillaje alguno. Si fuera a la piscina, ni siquiera podría ponerse un biquini, aunque eso tal vez fuera lo de menos, porque en traje de baño su cuerpo resaltaba igual. Los comentarios que le hacían a su madre iban dirigidos todos en el mismo sentido:

—¡Cómo se ha puesto tu hija!

—Pero ¿a quién ha salido, tan guapa y tan alta?

—¡Seguro que trabaja de modelo!, ¿verdad?

—¡Ese pelo...!

—Demasiado delgada... ¡aunque tiene un cuerpo...!

Le incomodaban tanto.

Los aborrecía tanto.

Tres años antes era un palillo, sin pecho, sin formas, con complejo de bicho raro. Se sentía desgarbada, incluso fea. No recordaba de qué manera su cuerpo había cambiado tanto. Tres años. Ahora era capaz de mirarse y reconocer la evolución, o mejor llamarla mutación. De patito feo a cisne. Por esa razón, Rogelio se había fijado en ella. Y por esa razón ella se había enamorado de él. La naturaleza fijaba sus pautas, marcaba cánones, seleccionaba a las especies. Hacían buena pareja. Los dos.

Tenía cada hora de aquel fin de semana marcada a fuego en su alma.

Y cada vez que habían hecho el amor.

Se arremangó los pantalones y avanzó un poco más, para que el agua le llegase a las pantorrillas, la mitad de los gemelos... Introdujo las manos en aquel frescor y se las pasó por la cara, los brazos, la parte superior del pecho. Las ganas de desnudarse y darse un chapuzón aumentaron. Total, luego se ponía la ropa aunque su cuerpo estuviese mojado, y se iba a casa.

¿Por qué no había cogido una toalla?

Volvió la cabeza en dirección al bosque, para comprobar si estaba sola, y descubrió que no.

—Hola. —Él le sonrió con cierto desparpajo al verse descubierto.

Tardó un poco en reconocerlo.

—¿Víctor?

—Sí. —La sonrisa se hizo más abierta.

Habían jugado juntos en la infancia. Se habían dado juntos sus primeros besitos de prueba. Y él se le había declarado una noche de fiesta mayor cuando ambos tenían doce años. Como eso fue al final de aquel verano, no llegó a decirle ni que sí ni que no. Al año siguiente, él no fue al pueblo de vacaciones, porque vivía en Girona, y después...

No sólo había cambiado ella.

—¿Cómo estás?

—No tan bien como tú. —Se acercó a la orilla.

—Espera, que salgo —dijo Beatriz.

Le dio la mano para ayudarla y ella la asió. Metió los pies en las sandalias para no tenerlos encima de las piedras y hacerse daño. Quedaron cara a cara, reconociéndose, estudiándose, movidos por la sorpresa.

—No sabía que estabas aquí —comentó Beatriz.

—Llegué anoche. Yo tampoco sabía que habías vuelto. Esta mañana he visto a tu madre y a tu hermana.

—¿Y quién te ha dicho que estaba aquí?

—Solías venir a este rincón del río.

—Los viejos tiempos, ¿eh?

—Sí, los viejos tiempos —asintió él.

Era tan alto como ella, y relativamente atractivo, sin desmesuras. Cabello corto y algo rizado, ojos marrones, nariz recta, labios prominentes, hombros anchos, brazos musculados y piernas de deportista, con los muslos marcados y las venas recorriendo su geografía. Llevaba una camiseta holgada que no impedía ver la rotundidad de sus pectorales y unos pantalones cortos por encima de las rodillas.

—¿Cómo te va? ¿Qué haces?

Odiaba hablar de esas cosas, pero estaba acorralada. Aunque emprendieran el camino de regreso al pueblo en ese instante, iban a ser diez minutos de charla, mitad intrascendente mitad de compromiso. Había que ponerse al día.

—He terminado el bachillerato y estoy en una especie de paréntesis —fue lo más rápida que pudo—, ¿y tú?

Lo escuchó durante dos o tres minutos. Lo escuchó pero no dejó que nada de lo que oía le penetrara en la cabeza, porque le importaba muy poco su historia. Su caminar era lento, cansino. Víctor parecía feliz, alegremente despreocupado. Le habló de los estudios, de deporte, de cosas reales que a Beatriz se le antojaron irreales. Y sin embargo, comprendía que el mundo de verdad era aquél.

Tuvo miedo.

Miedo de que no fueran ya posibles otros mundos.

—Pensaba que me aburriría —reconoció el chico—. Ni siquiera sé por qué he venido con mis padres, porque hay que reconocer que esto... Me alegra mucho que estés aquí.

Quizá él esperaba que le correspondiera.

No lo hizo.

¿Por qué había ido al río?

¿Por qué exponía su vulnerabilidad?

—Mañana hemos organizado una fiesta, mitad bienvenida mitad excusa para encontrarnos todos. En casa de los Serra, por la noche. Vendrás, ¿no?

—No lo sé —vaciló.

—¿Cómo que no lo sabes? ¡Claro que irás! ¡No vas a perderte lo único interesante que habrá por aquí en muchos días! ¡Voy a por ti y te saco de tu casa a rastras!

¿Un poco de diversión?

¿Un paréntesis?

Allí estaba atrapada. Era un pueblo. Una cagadita de mosca en mitad de los Pirineos. No tenía adónde ir.

—No me gustan mucho las fiestas —dijo sin demasiada convicción.

—¡Vamos, Bea!

Nadie la llamaba Bea. No le gustaba.

Víctor siempre la había llamado así.

 

 

Su madre sacó a relucir el tema en la cena.

—He visto al hijo de los Cabestany.

Beatriz continuó comiendo, como si la cosa no fuera con ella.

—Ha pegado un estirón —dijo la mujer—. Y se ha puesto muy guapo y muy hombre.

—Y es un pedante y un creído —intervino Carlota.

—¿Y tú qué sabes? —objetó su madre.

—Mamá, toda la familia es pedante y engreída. Aquí toda la vida han sido «los Cabestany», o sea, ¡oh!, ¡ah! —exageró la forma de decirlo—. No saben hablar de nada más que de su dinero y de lo bien que les van las cosas a todos, como si hasta su mierda oliera a rosas.

—Desde luego...

—¿Qué?

—Ya me gustaría a mí que una de las dos pescara a «un Cabestany», como dices.

—¡Puaf! —Carlota puso cara de asco.

—¿A ti también te caen mal? —La mujer se dirigió a Beatriz.

Ella se encogió de hombros.

—Víctor siempre te estuvo rondando. Y erais amigos.

—Eso fue hace mucho tiempo.

—Oh, sí, la prehistoria.

—He estado esta tarde con él.

—Menos mal. Ni siquiera sabía que habías salido.

—He ido al río.

—¿No te habrás bañado desnuda?

—Sí, ¿por qué?

—¿No te habrá visto Víctor?

Tuvo ganas de decirle que sí, pincharla, provocarla, pero tampoco era necesario tanto. Bastaban su actitud y su tono.

—No.

—¿Quieres darle un disgusto a la abuela?

—Que no.

—Aunque te viera desnuda, no sabría qué hacer contigo —se burló Carlota.

Su madre alargó la mano para darle un cachete en la cabeza, pero ella fue más rápida y se apartó. Miró a su hermana mayor y las dos sonrieron con picardía.

—A veces me ponéis...

—¿Te ha contado que ha ganado no sé qué campeonatos pegando saltitos y que su equipo de fútbol ha sido el primero en la liga juvenil, o regional o qué-sé-yo, y que él ha sido el máximo goleador? —preguntó Carlota.

—Sí. —Beatriz mantuvo su sonrisa.

—Es que sólo les falta ponerlo en un bando. Y eso que llegaron ayer. ¿Vas a ir a la fiesta?

—¿Fiesta? ¿Qué fiesta? —quiso saber su madre.

—No.

—¿No irás? —se asombró su hermana pequeña.

—No me apetece.

—Mujer, será lo único decente de por aquí. Aunque sólo sea por echar un vistazo y cotillear... Ojalá pudiera apuntarme yo, pero no quieren menores de quince años.

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