Authors: Jordi Sierra i Fabra
âYa lo veo. ¿Y por qué?
âDescubrà algo importante. âBajó todavÃa más la vozâ. Mi planeta es fantástico, pero chica... nada como la Tierra. Aquà se vive mucho mejor.
â¿En serio?
âOh, sÃ. âMovió la cabeza de arriba abajoâ. Me entró una nostalgia, un no-sé-qué, y un buen dÃa cogà mi nave y regresé. Menos mal que la relación espacio-tiempo no ha alterado demasiado el pasado y el futuro. Prácticamente he vuelto a donde estábamos, ¿verdad?
âYo dirÃa que sÃ.
âAhora debo ir con mucho cuidado.
â¿Por qué?
âTengo tras de mà a la CIA, el FBI, el MI5, la NASA, el CESID... Todos quieren echarme el guante, abrirme en canal e inspeccionarme el cerebro.
âSon cosas que pasan.
â¿Tienes un euro? âLe tendió la mano sin más.
âNo. Acabo de regresar de vacaciones y estoy seca.
âLástima.
â¿Por qué pides dinero ahora?
âQuiero fundar una sociedad de pensamiento cósmico universal âmanifestó muy serioâ. Un puente cultural con las estrellas. Necesitamos refundarnos como especies vivas.
SeguÃa siendo un personaje interesante.
La prueba de que la vida volvÃa a su cauce después del paréntesis estival.
âNos veremos por el parque âse despidió Beatriz.
âNo puedo entrar ahÃ. âHizo un gesto de fastidio con su rostro.
â¿No te dejan?
âEs el primer lugar donde van a buscarme. De todas formas sÃ, nos veremos. Tú eres una de mis fuentes de inspiración.
â¿Yo?
âEres especial. Basta con ver tu aura.
â¿Ves mi aura?
âSÃ. Tan roja... Un faro de amor.
Lo expresó con admiración.
¿Quién dijo una vez que los locos eran seres capaces de ver lo que otros no podÃan? En algunas partes, en la antigüedad e incluso en el presente, se les respetaba y veneraba.
Un faro de amor.
âSuerte con tu sociedad âle deseó.
Los dos levantaron la mano en la despedida.
Beatriz se internó por el parque.
No lo habÃa hecho desde aquellos dÃas, antes de las vacaciones de verano.
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HabÃa incorporado al blog lo escrito en el pueblo, sin cortar nada, sin cambiar nada. Textos, poemas, pensamientos... Un reencuentro cálido, sin importarle que apenas hubiera mensajes, porque de lo que se trataba era de mantener su ventana abierta sobre el mundo, no de que el mundo se colara por su ventana. Por lo menos, un entusiasta le preguntaba la causa de su silencio.
Si creÃa que tendrÃa algún correo electrónico de Rogelio, también se equivocó.
Silencio.
De no ser por Gonzalo, no sabrÃa nada de él.
Y según su amigo, era feliz, se le veÃa animado, dispuesto a empezar aquella nueva vida con todas sus energÃas. Convertirse en mánager y producir un disco tenÃa que ser... excitante.
Aunque eso le impedÃa a ella formar parte del futuro de Gonzalo.
Miró la pantalla y comenzó a teclear copiando una serie de frases que habÃa apuntado horas antes, leyendo en una revista una entrevista a Woody Allen. En un recuadro se enmarcaban algunas de las más geniales. Ella se quedó con las relativas al amor y el sexo:
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El sexo sin culpabilidad es malo, porque casi se convierte en placer.
¿Es sucio el sexo? Sólo cuando se hace bien.
Hoy en dÃa la fidelidad sólo se ve en los equipos de sonido.
La inactividad sexual es peligrosa: produce cuernos.
La única manera de ser feliz es que te guste sufrir.
Si no te equivocas de vez en cuando es que no lo intentas.
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Como colofón, y aparte, tecleó:
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Mi favorita es ésta:
Me interesa el futuro, porque es el sitio en el que voy a pasar el resto de mi vida.
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Pasó los siguientes cinco minutos quieta, con las manos inmóviles. A veces la pantalla le hablaba. A veces era ella la que vomitaba el magma que ascendÃa por su interior, hacia el volcán de su mente.
Se puso a escribir de nuevo.
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Hoy quiero hablaros del amor.
SÃ, ya sé, esa cosa.
Como dirÃa Woody Allen, «esa sobrevalorada cosa».
¿Qué es el amor? ¿Un estado de ánimo? ¿Una situación individual que busca ser dual? ¿Una droga? ¿Un veneno? ¿Una insatisfacción que busca perpetuarse? ¿Una paja mental? ¿Una reacción ante el miedo de la vida? ¿Un grito frente a la desesperación de la muerte?
Mi abuela lee novelas de amor.
Dice que son como la vida misma, por exageradas o culebronas que resulten.
Un hombre y una mujer (o dos hombres, o dos mujeres), se conocen y sus feromonas interactúan. Sus flujos fÃsicos y quÃmicos entran en reacción. No hay nada más natural. FÃsica y quÃmica, asà como las matemáticas, crean la estructura de la vida, del mismo universo. Pero lo llamamos amor, para no ser frÃos y decir que ha habido «una reacción». Una chica entra en un club; hay veinte tÃos, el segundo de la derecha está buenÃsimo, pero ella se fija en el quinto de la izquierda. ¿Por qué? Nadie lo sabe. Sólo la fÃsica y la quÃmica de sus cuerpos. Un chico entra en una discoteca, hay veinte tÃas, la tercera de la izquierda está de muerte, pero él se fija en la novena de la derecha. ¿Por qué? Por lo mismo.
¿Y de qué se alimenta el amor?
Primero, por mucho que la vista sea elemental y se produzcan esas reacciones, por el olfato. Es el olfato el que nos abre el camino, el que hace que él se excite y tenga una erección o ella se moje y desee tenerlo entre sus brazos o entre sus piernas. Tras el olfato llega la voz, la seducción auditiva. Después, el tacto. Tocar una piel humana que deseas es como llegar al primer orgasmo de los sentidos. Por último nos queda el sabor. La primera vez que besas la boca que deseas te quedas con su gusto para siempre. Y esperas emborracharte de él.
Una vez completados los cinco sentidos, el amor se alimenta de sexo. No queramos disimularlo. El sexo es la bendición que lo funde todo, vista, oÃdo, tacto, olfato y sabor. Por eso es pecado, porque es tan bueno. Por eso entraña tantos riesgos, porque es peligroso. Por eso gritamos en el instante supremo, porque nos invade el miedo de no saber cuándo volveremos a sentirlo.
Hay gente que está enamorada del amor.
Y es que tiene un sentido trágico.
Morir de amor y esas cosas.
Sufrir.
Al amor lo perseguimos como desesperados, lo deseamos hasta enloquecer, suspiramos por él. Y cuando lo tenemos nos duele, nos mata, nos impide vivir y al mismo tiempo nos impide morir. Si lo mantenemos sin alimentarlo, el tiempo lo convierte en rutina. Si lo perdemos, nos sentimos tan vacÃos como aterrada se queda una mente al pensar en la muerte, en la eternidad sin uno. Hay personas capaces de olvidar un amor en unos dÃas, y cambiar de pareja en mucho menos. Mirad las revistas del corazón. Hay personas que pasan toda su vida juntas. Mirad esos ancianos que pasean cogidos de la mano como enamorados. Hay personas que simplemente despiertan una mañana y sonrÃen. Mirad a los novios en los parques.
Creo que la mejor definición del amor la dio el que dijo: «Es un reflejo».
Comienza por quererte un poquito a ti mismo.
Perdónate.
Aunque no creas en nada, cree en la esperanza.
Sin ella sà que no hay futuro.
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El director de la escuela dio por concluida la conversación y se puso en pie, con la mano extendida hacia ella. Era un hombre joven, de entre treinta y treinta y cinco años, afable, escaso cabello, gafas redondas.
âBienvenida pues âle dijo.
âGracias.
âTe gustará, ya lo verás. Dicen que los colegios se han vuelto territorio zulú, pero no es cierto. Todo depende de las circunstancias y de lo que nosotros pongamos de nuestra parte. Aquà las cosas van bien.
âLo imagino.
âTe acompaño. âRodeó su mesa para situarse a su lado.
Salieron juntos del despacho. Los pasillos estaban vacÃos, a la espera de que comenzase el curso en un par de semanas. El lugar parecÃa un gigantesco mausoleo por la ausencia de gritos o cuerpos yendo de un lado para otro. Las aulas mostraban orden. Al pasar por delante del inmenso comedor, el hombre se detuvo.
âÃsta será tu zona laboral.
Ayudar, vigilar, cuidar, especialmente a los más pequeños.
Un trabajo como cualquier otro.
Quizá un poco diferente, porque tratarÃa con niños.
Y lo más importante, con un horario que le permitirÃa estudiar por las tardes y por las noches.
Continuaron la marcha hacia la puerta principal. Dejaron atrás la biblioteca, el patio, la recepción... El director le tendió la mano por segunda vez.
âBeatriz...
âHasta pronto.
Se la estrecharon con calor y eso fue todo. Una sonrisa final antes de que ella echase a andar por la calle. La puerta se cerró a su espalda. De todas formas, no caminó demasiado. A unos cincuenta metros aparecieron unos bancos, anclados en el suelo y llenos de pintadas. Se sentó en el primero, solitaria, y desplegó sobre sus rodillas el periódico que llevaba doblado bajo el brazo.
Mejor asegurarse antes, no fuera que luego encontrara una dirección justo en la zona que acababa de abandonar.
Los anuncios de pisos eran abundantes.
Los que compartÃan habitaciones, menos.
Primero le echarÃa un vistazo al periódico. Después pasarÃa por algunos lugares, la Escuela Massana, la universidad, sitios en los que cualquiera podÃa colgar un anuncio en el tablón correspondiente.
Mejor vivir sola, aunque fuera en un miniapartamento con una sola habitación. Pero se adaptarÃa a lo que fuera. Lo primero, el trabajo, ya lo tenÃa. Lo segundo, la puerta de su emancipación, lo buscarÃa sin precipitarse.
Lo último, hablar con su madre.
Ãsa era otra historia.
Paseó sus ojos por los anuncios, uno tras otro, leyéndolos despacio, enmarcando con un bolÃgrafo los que le llamaban la atención, y con dos cÃrculos los que le parecÃan interesantes.
En lo único que no querÃa pensar era en el concierto de Gonzalo.
FUTUROS
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Por un lado, querÃa que llegara. Por el otro, no.
Que llegara por Gonzalo, porque se trataba del comienzo de su carrera, el inicio de algo hermoso y ganado a pulso. Y que no llegara porque esa noche quizá fuese también la más triste de su vida, o la segunda más triste, después de la última en que habÃa visto a Rogelio.
SentÃa el corazón dividido.
Pero no sabÃa si tenÃa más miedo que incertidumbre.
Pasaba de una euforia desmedida, extraña, a una tristeza absoluta y demoledora. De un clima de expectación a otro de sumisión. Los altibajos propios de las depresiones, o de los estados esquizofrénicos. Pensaba que se hundirÃa de un momento a otro, y sin embargo sus gestos eran firmes, decididos. Quizá se estuviese forzando, obligándose a sà misma, para no caer en el abismo.
Y no podÃa aferrarse a nada, salvo a su eterna esperanza.
Siempre ella.
Por primera vez en mucho tiempo quiso estar guapa.
Cuidarse.
El cabello lavado, suelto y salvaje. Un poco de maquillaje, muy poco, sólo para resaltar la dimensión de sus ojos y la lÃnea sensual de sus labios. Un sujetador que elevara su pecho, una camiseta ajustada. Y falda. Por extraño que pareciera, falda.
QuerÃa, necesitaba estar muy femenina.
Mientras se ponÃa el colgante regalado por su padre, se miró al espejo y se gustó. Por alguna extraña razón, se sentÃa la mujer que siempre habÃa querido ser.
Aunque esa noche, probablemente, acabase de rompérsele el corazón.
Claro que lo verÃa. Era inevitable. Era el mánager de Gonzalo, y su productor. Por mucho trabajo que tuviese atendiendo a los medios de comunicación en la hora de su primer lanzamiento, lo verÃa, estarÃan cara a cara. Entonces ¿qué? ¿Se darÃan la mano? ¿Dos besos en las mejillas? ¿FingirÃan que no pasaba nada? ¿SerÃan cordiales el uno con el otro? ¿EstarÃan serios? ¿RehuirÃa él su mirada? ¿Le dirÃa algo?
¿Algo... como qué?
¿Un «lo siento, Beatriz» que ella no resistirÃa?
CreÃa estar preparada para el dolor, pero se dio cuenta de que nadie está preparado para el sufrimiento. Sólo para la felicidad.
Fuere como fuere, ya no habrÃa dudas.
Nada más verle los ojos sabrÃa si lo suyo habÃa sido un sueño, el cuelgue del que hablaron.
Salió de casa y se dio el lujo de parar a un taxi.
Como si el metro o el autobús pudieran contaminarla.
Le dio al taxista la dirección de Razzmatazz, en la calle Almogávares, aunque el concierto se celebraba en una de las dos salas pequeñas, con capacidad para unas ochocientas personas y con entrada por la calle Pamplona. El hombre puso el coche en marcha y la observó un par de veces por el espejito retrovisor interior. Era un tipo de unos casi cuarenta años, como Rogelio, pero en las antÃpodas de él. Bajo, fondón, calvito, cara redonda. A la tercera mirada, Beatriz se sintió incómoda.
â¿Hay concierto esta noche? âle preguntó.
Odiaba las conversaciones con taxistas.
âNo lo sé âmintióâ. Voy a ver.
Su tono fue conminatorio.
El taxista ya no volvió a decirle nada y ella se entretuvo oteando el panorama mientras su mente entraba y salÃa de su tormenta interior.
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Gonzalo le habÃa dicho que darÃa su nombre a los encargados de seguridad de la puerta de invitados. Cuando el taxi la dejó en la calle, en la esquina de Almogávares con Pamplona, se dirigió directamente al único acceso de las salas pequeñas. De hecho no habÃa puerta de invitados, sólo un control. Elisabet y Damián iban a ir por su cuenta, asà que no tenÃa que esperarlos. Pese a que la actuación tendrÃa lugar en una de las salas pequeñas, habÃa ya mucha más gente de la que pensaba teniendo en cuenta que se trataba de un artista nuevo al que nadie conocÃa porque ni siquiera tenÃa un disco a la venta. Rogelio hacÃa aquello mucho más para buscar compañÃa que para promocionarlo ya entre el público.
Le tocó el turno.
âBeatriz Blasco.
â¿En qué lista estás?
âEn la de Gonzalo Vergés.
Su nombre era el primero.
âPasa. âLe franqueó el acceso el de seguridad.
Cruzó el umbral y accedió a la sala.
Faltaban quince minutos para la hora fijada como inicio del concierto. Eso suponiendo que fueran puntuales. Quince minutos en los que no podÃa ni querÃa esconderse, pero tampoco quedarse allÃ, en medio de ninguna parte, bajo la mirada de unos y otros.
Tuvo suerte.
Primero habló con la familia de Gonzalo.
Después aparecieron Elisabet y su Damián.
«Su» Damián.
Se alegró de que estuvieran solos, es decir, de que no hubieran ido los tres, ella, él y su gemelo. Damián era simpático, pero en modo alguno su tipo. Y Dimas, lo mismo. Damián y Dimas. A veces, los padres podÃan llegar a ser muy crueles sin darse cuenta. En el fondo eran como un chiste.
Se dio cuenta de que hablaba con Elisabet pero no la escuchaba.
Ni siquiera sabÃa lo que ella misma decÃa.
OÃa su voz al margen de sus pensamientos.
El miedo empezó a avanzar.
¿Cómo estarÃa Gonzalo? ¿Nervioso? No, por teléfono le habÃa parecido muy calmado. La nerviosa era ella. Cada minuto era una carrera, un obstáculo salvado. En otras circunstancias no estarÃa allÃ, como una más, sino en el
backstage
, con su amigo, apoyándolo.
En otras malditas circunstancias.
¿Acaso nunca más podrÃa ver a Gonzalo?
Eso no serÃa justo.
Pero si Rogelio estaba con él, siempre...
Se pasó una mano por los ojos.
â¿Estás bien? âquiso saber Elisabet.
âSÃ, tranquila.
Y continuó la espera.
La sala ya estaba llena, la mayorÃa amigos o conocidos de Gonzalo. Los desconocidos tal vez fueran los cazatalentos, directores de promoción y otros especÃmenes del mundo del disco. En el fondo, aquello parecÃa una subasta. Cuando todas aquellas personas descubrieran lo bueno que era Gonzalo, se pelearÃan, se matarÃan por él, seguro. Rogelio era un lince.
Miró el escenario.
La hora.
Y el peso de toda aquella soledad empezó a superarla.
Â
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Se apagaron las luces y la sala quedó a oscuras. Hubo algunos gritos de apoyo, algunas voces, y finalmente los primeros aplausos cuando surgió una luz cenital en mitad del escenario y bajo ella, sentado, los espectadores pudieron ver a Gonzalo.
De inmediato sus manos iniciaron el rasgueo de la guitarra que sostenÃa en su regazo, con el cuerpo doblado sobre ella, como un amante solÃcito.
La Ovation diseminó la pureza de su sonido por el lugar.
Beatriz sintió los ojos llenos de lágrimas.
Por primera vez se olvidó de Rogelio.
Allà estaba su amigo, su mejor amigo, de la misma forma que Elisabet era su mejor amiga. AllÃ, encima del escenario, culminaban años de sueños. O comenzaban.
La digitación era perfecta. Se dio cuenta de la serenidad con la que tocaba. Serenidad no exenta de pasión, devoción, entrega... Sus manos volaban, extraÃan toda la armonÃa y la belleza contenida en aquellas cuerdas.
âDios... âgimió Beatriz arrebolada por aquella magia.
Cuando Gonzalo empezó a cantar, las dos lágrimas detenidas en sus párpados se desbordaron y cayeron por sus mejillas.
Â
Te quiero en silencio.
Te deseo en silencio.
Te busco en silencio.
Te intuyo en silencio.
Te veo en silencio.
Y en silencio te hablo.
En silencio te escucho.
En silencio me muero.
En silencio.
Â
HabÃa oÃdo sus canciones muchas veces, y allà sonaban distintas, eran distintas, procedÃan de otra dimensión.
El gran salto.
Se abrazó a sà misma para envolverse con aquel sonido y aquella voz.
Acabó el primer tema, envuelto en una dulzura catárquica, y bajo el torrente de aplausos, Gonzalo inició el segundo. Una canción que habÃa escrito un año antes, con ella.
Una canción que al final decÃa:
Â
Sé siempre fuerte, pero cede.
Sé siempre grande, pero aprende a empequeñecer.
Sé siempre dulce, pero déjate un punto amargo.
Sé siempre hermosa, pero sobre todo por dentro.
Â
El amor es un fantasma transparente.
Envuélvete en él y escúpele al odio.
Perdona siempre a quien hayas amado.
Y no olvides que un dÃa fue tuyo.
Â
Enciende tus pasiones cada dÃa.
Descubre quién eres cada noche.
Amanece como si fuera la última vez.
Acuéstate libre de odios.
Â
Ãmame cuando estemos juntos.
OlvÃdame cuando me vaya.
Siénteme cuando hagamos el amor.
Mátame cuando me muera.
Â
Â
Gonzalo las cantaba todas. Sus «grandes éxitos». Quizá fuese la única que las conocÃa de memoria. Beatriz las susurraba una y otra vez. A su lado aparecieron dos chicas jovencitas, de unos quince o dieciséis años. Se fijó en sus ojos. Lo miraban embobadas. No era lo mismo ver a alguien en un escenario, bañado por los focos, que en mitad de una calle, como cualquiera. Hasta el más raro de los seres humanos brillaba con luz propia si cambiaban sus circunstancias.
Las primeras fans.
Una volvió la cabeza en su dirección al sentirse observada.
Su rostro estaba orlado por un aura de felicidad.
âEs monÃsimo, ¿verdad? âsuspiró.
Beatriz le devolvió la sonrisa.
âUn dulce âsuspiró la fan remachando su comentario inicial.
Eso fue todo.
Cuando acabó la siguiente canción, ella y su amiga aplaudieron, gritaron y dieron brincos.
Fue la última del
set
acústico. Gonzalo se levantó de la silla y saludó. Pareció buscar algo entre los asistentes sin encontrarlo. Beatriz se empequeñeció un poco. La iluminación del escenario aumentó y entonces salieron del
backstage
cuatro músicos más y se repartieron por los instrumentos diseminados en torno al micrófono central. HabÃa un bajo, un baterÃa y un teclista.
Otra dimensión.
Cuando el cuarteto inició el siguiente tema, también conocido por Beatriz, se quedó alucinada.
Rogelio estaba haciendo un buen trabajo.
Aquello era sencillamente grandioso.
Se esforzó por no volver a llorar.
La audiencia, ya entregada, se puso a dar saltos ante la inusitada fuerza del nuevo tema.
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Beatriz ya no buscaba.
No habÃa ni rastro de Rogelio. El
backstage
estaba limpio, tanto el que envolvÃa el escenario como el de la parte de abajo. Sólo reconoció a Carlos, el compañero de Gonzalo. La fuerza del concierto actuaba como revulsivo. Nada parecÃa más importante.
VivÃa un éxtasis absoluto.
Quizá sÃ, camino de la fama, Gonzalo la necesitase a su lado, como amiga, secretaria, consejera... lo que fuese.
Le gustarÃa.
Le gustarÃa acompañarlo, viajar, compartir lo mismo que habÃan compartido aquellos años...
Regresó el vértigo.
Y más en aquel punto.
Gonzalo dejó que la guitarra colgara de su mano, se acercó al borde del escenario y, tras esperar a que el público acabara de aplaudirlo, comenzó a hablar, despacio. Llevaba el micrófono inalámbrico sujeto a su cabeza, con el extremo frente a su boca. Se lo ajustó por enésima vez, a modo de tic.
âEsta canción âcomenzó a decirâ, está dedicada a mi mejor amiga...
Beatriz se quedó sin aliento.
âYa, sÃ, «su mejor amiga» âcomentó la chica que seguÃa a su lado.
âYa está pillado âlamentó la otra.
âLas hay... âconcluyó la primera.
Beatriz suplicó que, desde el escenario, Gonzalo no la señalara.
No lo hizo.
âSin ella no estarÃa aquà âacabó de anunciar el nuevo artista.
No hizo falta decir el tÃtulo.
La primera palabra era «Beatriz».
Â
Â
Beatriz...