Authors: Jordi Sierra i Fabra
TodavÃa tenÃa un trabajo.
Acarició el brazo de Beatriz con la mano, a modo de despedida, al caminar hacia el
backstage
.
No fue casual.
Ella también se dio cuenta.
Â
El público, pidiendo «otra, otra» insistentemente, con su voz en coro y sus aplausos, los obligó a volver al escenario. Los bises por supuesto estaban pactados, aunque con un grupo que sólo disponÃa de un disco en el mercado no hubiera muchas posibilidades de cambiar o agregar algo nuevo. Lo habÃan tocado entero, alargando algunos temas por encima de la media con solos o desarrollos densos. Ahora sÃ, David M. saludó a la concurrencia, con el torso desnudo, bañado en sudor, y sosteniendo una botella de agua en la mano. Gritó que estaba muy feliz, que todos estaban muy felices, y que sin duda, aquélla era una noche importante, por debutar en casa, en Barcelona, en Razzmatazz, y hacerlo ya con el CD apuntando al número uno. La gente vitoreó cada una de sus palabras, sedienta de más emociones. A continuación, el cantante presentó a la banda, uno por uno.
Y finalmente repitieron
Kontaminación
.
Vuelta al paroxismo.
Saltos, manos, gritos...
Beatriz movió los ojos. Ni rastro de Rogelio.
A
Kontaminación
le siguió
Makillaje radioactivo
y, con ella, el fin, por más que los fans más enfervorizados siguieron pidiendo otros bises, con gritos, coros y aplausos. Las luces de la sala se encendieron, y los más ansiosos por pillar metros y autobuses o seguir la noche en otra parte desfilaron hacia la salida. Beatriz, Elisabet y Gonzalo se hicieron los remolones. Su pase de
backstage
les permitÃa acceso libre. La cara de Elisabet cambió de la alegrÃa a la tristeza cuando su amiga le dijo que no podrÃan saludar al grupo por algún que otro problema.
â¡No fastidies!
âEs lo que me ha dicho Rogelio. Otra vez será.
âNunca habrá «otra vez».
â¿Y tú qué sabes?
â¿Vas a seguir viéndolo acaso?
Era la clásica pregunta inocente, pero con un enorme doble sentido. La pilló de improviso. Ni lo habÃa pensado. ¿Volver a verlo? ¿Por qué? Eso significarÃa algo inquietante, una especie de amistad contra natura.
No le gustó la expresión.
Contra natura.
âLe he comentado que estaba buscando un curro para este verano o quizá para septiembre. A lo mejor hay suerte.
â¿En serio?
â¿Por qué no?
Gonzalo habÃa asistido al diálogo de las dos chicas sin abrir la boca. Fue él quien, al notar que ya se estaba vaciando Razzmatazz, las empujó suavemente hacia la salida.
â¿Tienes prisa? âle espetó Elisabet.
âNo, pero aquà ya no hacemos nada.
âDesde luego... âLos miró a ambosâ. Sois tal para cual. ¡Menudo par de muermos me han tocado! ¡Yo con esto puedo colarme, ¿no? âSe tocó el pase de libre acceso.
âQuédate.
âSÃ, ya, yo sola.
âAnda, vámonos. âBeatriz se colgó de su cuello y le hizo cosquillas con la otra mano.
â¡Yo querÃa ligarme a David! âprotestó Elisabetâ. ¡Sé que soy su tipo!
âPero si es de plástico, tÃa. ¡Y un mierdecilla! ¡Seguro que te lo acabas en un abrir y cerrar de ojos!
â¡Huy, sÃ, potente yo!
Ya caminaban hacia la salida. Cruzaron la puerta y Beatriz, lo más disimuladamente que pudo, miró hacia atrás, y luego, ya en la calle, al acceso de los vips. Ni rastro del director de marketing y promoción de Discos Karma.
Era lo lógico.
EstarÃan todos en el camerino, celebrándolo o lo que fuera.
Echaron a andar por la calle Almogávares, esquivando a los grupos que rodeaban a los vendedores de camisetas o de cerveza.
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Rogelio se dio cuenta demasiado tarde de que el público habÃa abandonado la sala con inusitada rapidez. La tormenta entre ZQ, el grupo, Marcelo Novoa y él todavÃa no se habÃa desatado, y tenÃa muy pocas esperanzas de que el baterÃa optara por callar. Esperaba que Beatriz, su amiga y su amigo aprovecharan los pases de libre acceso para colarse en el
backstage
y merodear por él, pero comprendió que no era asÃ, que no se habÃan atrevido a hacerlo solos, pese al desparpajo que habÃa intuido en la tal Elisabet.
Vaciló un instante.
Luego reaccionó.
âAhora vuelvo âle dijo a Marcelo Novoa.
Pasó junto a Nacho Pons y Pascual Iriarte, más en segundo plano, y enfiló la salida. La marea humana poblaba la calle Almogávares, y pensó que dar con tres personas allà era como buscar una aguja en un pajar, sobre todo si habÃan salido de los primeros. Oteó el panorama, desalentado, hasta que de pronto los vio. Beatriz en medio, Gonzalo a su derecha, Elisabet a su izquierda. No tenÃa ni idea de quién era el chico guaperas, si el novio de una o de otra, pero no iban cogidos ni siquiera de la mano.
Y de todas formas ¿qué más daba?
Actuaba por instinto.
Echó a correr, driblando a los que estaban parados o a los que se movÃan perezosamente sobre el asfalto. Ni siquiera escuchó los comentarios. Por una vez no le importaban. Cuando estuvo a unos diez metros del trÃo, elevó la voz.
â¡Beatriz!
Tuvo que hacerlo una segunda vez, más alto.
â¡Beatriz!
La chica volvió la cabeza. Pudo ser la noche, la luz que la iluminaba de refilón, el susto, la alegrÃa, la sorpresa... lo que fuera, pero creyó intuir en su gesto un rictus de contenido alivio.
Quizá fuera su imaginación.
Lo que le estaba pasando no tenÃa nada que ver con su vida normal.
Temió que tuviera que hablar en presencia de los otros dos, pero no fue asÃ. Elisabet y Gonzalo dieron unos pasos más mientras que Beatriz los retrocedÃa para ir a su encuentro. Cuando llegaron a estar cara a cara, se sintieron solos y a salvo.
Rogelio comprendió entonces que no sabÃa qué decirle, que estaba allà por inercia.
â¿Qué tal?
âBien, entretenidos.
âYa.
âLo siento. âElla forzó una sonrisa de pesar.
âEl directo es contundente.
âPero no me llegan.
âSerá porque tienes un gusto muy ecléctico.
âSerá, pero tendré que pasarte una colección de verdaderas canciones, obras de arte, auténticas maravillas que marcaron época o crearon estilo, a ver si educamos tu gusto musical.
Lo dijo como una forma de hablar, nada más.
Para él fue una puerta abierta.
â¿Cuándo?
â¿Cuándo qué?
â¿Cuándo me pasas esos temas?
Beatriz se quedó muda.
âEscucha, tengo que volver a Razzmatazz, pero me gustarÃa verte mañana.
Además de muda, conmocionada.
âTengo que estudiar... âtrató de excusarse en mitad de aquel vértigoâ. El lunes tengo un último examen y no está el horno para bollos...
Rogelio no dijo nada. No trató de convencerla. Sólo la miró.
Volvieron a sentir aquella misteriosa descarga emocional.
Hasta que Beatriz suspiró.
âMañana por la tarde, a las seis, en el estanque del Turó Parc âse rindió.
El resto fue tan rápido que, pese a la turbulencia, ni la notaron. Como dos borrachos con los sentidos colmados. Los dos besos en las mejillas, igual que los del encuentro un par de horas antes, el roce de sus cuerpos, las manos de él sujetándola por los brazos y las de ella inertes, incapaces de reaccionar. Luego la separación, la última mirada de Rogelio, la inocencia en el rubor de Beatriz.
El adiós.
Uno echó a correr para regresar a Razzmatazz. La otra todavÃa tardó en dar media vuelta para enfrentarse a la temible Elisabet, que seguro la esperaba con una sonrisa malévola en los labios.
PREÃMBULOS
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Estudiaba, porque no tenÃa más remedio, pero con la cabeza en otra parte, muy lejos a veces, en la calle Almogávares, y muy cerca otras, en el Turó Parc. Cada vez que miraba el reloj, pensaba que las manecillas iban hacia atrás. Y sólo habÃan pasado unas pocas horas. Faltaba mucho para comer. La mañana apenas si andaba por la mitad.
El madrugón, la falta de sueño, tampoco ayudaba.
El examen del dÃa siguiente era rutinario, y prácticamente lo habÃa aprobado por curso, pero aun asà tenÃa mucho que perder como le saliera mal. La profesora Sanz era amiga del maldito BuendÃa. Más que amiga, algunos comentaban que estaban enrollados. Cosas peores se habÃan visto, a pesar de lo cual, Beatriz no lo creÃa. No pensaba que la Sanz tuviera tan mal gusto, aunque era un misterio para la mayorÃa, tan asténica, tan seria.
Cerró los ojos y se pasó una mano por los párpados, hasta arrancar estrellitas de colores en su interior debido a la fuerza con que lo hizo.
No podÃa concentrarse.
Quizá el último examen de su vida, y era incapaz de...
Se levantó y salió de su habitación sin hacer ruido. Sus pasos casi resultaban fantasmales. Al llegar frente a la puerta del cuarto de Carlota se detuvo, aplicó el oÃdo a la madera y, al no oÃr nada procedente de su interior, puso la mano en el tirador y entreabrió la puerta apenas un centÃmetro.
Suficiente.
â¿Qué? âprotestó la voz de su hermana sin levantar la cabeza del libro que tenÃa abierto sobre la mesa.
âPerdona âse excusóâ. CreÃa que estabas dormida.
âYa. Las ganas.
Beatriz cerró la puerta despacio.
Cinco pasos más la llevaron hasta el punto del pasillo desde el cual se veÃa la sala y también la cocina. No le extrañó que su madre anduviera ya con los preparativos de la comida, igual que cuando su padre estaba en casa, igual que siempre. La comida dominical tenÃa visos de ceremonia. Eso y limpiar el piso, porque entre semana no podÃa a causa de su trabajo. Por más que Carlota y ella la ayudaran, lo repasaba, lo volvÃa a limpiar o se enfrascaba en otra tarea, como ordenar armarios o cambiar muebles de sitio, pintar inesperadamente «porque no soportaba la suciedad» o hacer inventario de la ropa que ya no iba a ponerse y pensaba regalar a Cáritas. Una actividad frenética que ocultaba su fracaso.
Porque le daba pena sentirlo y admitirlo, pero su madre era una fracasada.
SentÃa lástima por ella.
Su padre la habÃa querido, toda la vida, siempre, muy enamorado, casi idolatrándola, y habÃa sido ella la que, en algún momento, abandonó la carrera, o la lucha. Tiró la toalla. Dejó de desearlo. No de quererlo, pero sà de desearlo. Beatriz tenÃa grabado a fuego en su mente lo que habÃa escuchado más de una noche, sin querer, procedente de la habitación de ellos. Su padre implorando sexo, diciéndole que llevaban dos semanas sin hacerlo, y ella respondiéndole que era un obseso, que si por él fuera, lo harÃan cada dÃa, y que eso era asqueroso.
Asqueroso.
¿Cómo podÃa ser asqueroso amar cada noche?
Su padre le habÃa dicho entonces que la querÃa, y que amar implicaba deseo; que no entendÃa el amor sin el roce, el contacto, el sexo, la libertad que implicaba.
No, su padre no se habÃa ido. Era ella la que lo habÃa echado.
Y ahora lloraba su pérdida, la soledad, la frustración.
Su padre tenÃa que haberse sentido muy rechazado, muy desesperado, muy muerto en vida para haber dimitido de su hogar, de ellas, hasta enamorarse de otra. Y tanto daba que fuera más joven que él. La edad no siempre era un factor determinante.
No quiso que su madre la viera, asà que retrocedió y regresó a su habitación. Cerró la puerta y se apoyó en la pared contemplando su pequeño universo. ¿Qué dirÃan cuando se marchara de casa, cuando decidiera buscarse la vida por su cuenta y riesgo, cuando tomara las riendas de su futuro y, pasara lo que pasara, todo dependiese de sus manos, su esfuerzo, su mente? ¿Lo entenderÃan Carlota y su madre? Luisa vivÃa y dejaba vivir, su padre la apoyarÃa, pero su hermana pequeña y ella...
PensarÃan que estaba loca, como con lo de no querer estudiar.
¿O sà querÃa y aún no lo sabÃa, por sus ganas de marcharse y vivir de verdad por sà misma?
Estudiar significaba seguir en casa, depender de ellos.
Aquel verano era decisivo, y no se sentÃa con fuerzas para enfrentarse a él, quizá por miedo, quizá por inseguridad, quizá porque aún tuviera las turbulencias de la adolescencia arraigadas en su cabeza, lo mismo que una neblina espesa que se niega a desvanecerse.
Y encima no dejaba de pensar en Rogelio.
¡Un tipo que le doblaba la edad y más!
Atractivo, diferente, con magnetismo, sÃ, pero...
âEres idiota.
Nada tenÃa sentido, salvo que deseaba que llegara la tarde para verlo por tercera vez.
¡Por tercera vez!
Lo intentó, se sentó en la silla, apoyó su cabeza en las manos, comenzó a leer de nuevo el texto escolar...
Un minuto después se incorporó de nuevo furiosa, puso música y se tumbó en la cama.
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A veces, la foto de Pilar le quemaba en las manos, por eso no siempre la cogÃa, y se contentaba con mirarla de lejos.
¿Cómo habrÃa sido su vida si ella no hubiese muerto?
¿EstarÃan juntos todavÃa?
SÃ, ¿por qué no? DiscutÃan a veces, a causa de sus respectivos trabajos, pero les bastaba una mirada, un roce, una caricia, para caer el uno en brazos del otro, de manera irremisible, hasta acabar ebrios de amor y pasión. Por eso, su pérdida habÃa sido tan traumática, y la soledad subsiguiente, tan amarga.
No podÃa, no sabÃa estar solo.
Y siempre se enamoraba como un adolescente, a golpes, a la primera, por un detalle o por Dios sabÃa qué. Amores que, por lo general, se desvanecÃan en veinticuatro horas, cuando despertaba, cuando reaccionaba, cuando aparecÃa el yo interior y se encargaba de silenciar al yo romántico que vivÃa en su mente y en su corazón.
Rogelio Muntadas, romántico.
Nadie lo habrÃa dicho, salvo él mismo.
Pasó una mano por la superficie de la fotografÃa. Tocó el cristal frÃo intentando sentir el calor de aquella mirada, la dulzura de aquellos labios, la tersura de la piel. Pilar habÃa sido la única. La sonrisa de la fotografÃa era como la luz. Muchas noches aún soñaba que hacÃan el amor, y se despertaba con una erección, dominado por la burla y la mentira para enfrentarse a lo incierto. Pero a la noche siguiente, al acostarse, suplicaba volver a soñar con ella, porque, por lo menos asÃ, una parte de sà mismo y de su vida aún se sentÃa colmada, aunque fuese en sueños.
Nada habÃa sido igual después de Pilar.
Con Elena habÃa vivido una mentira, y los dos lo comprendieron casi al momento, por ello no prolongaron mucho su situación. Y con Concetta... ¡Ah, Concetta, su Madonna latina! Pudo haber sido distinto. Pudo haberlo salvado. Pudo haber ocupado el lugar de Pilar, aunque no sustituirla. Un amor, dos mundos, España e Italia. Ni ella quiso quedarse en Barcelona ni él podÃa dejarlo todo y marcharse a la dulce Florencia.
Desde entonces...
¿Era porque Beatriz se parecÃa un poco a Pilar?
Su sonrisa, haciéndole palmas al mundo, el tono de la mirada, la penetrante intensidad de sus ojos, la curva de los labios, su morbosa sensualidad...
DecÃan que uno se enamora siempre de la misma mujer y del mismo hombre, que cambia la envoltura, algún rasgo, pero que, en el fondo, el denominador común es idéntico. Si eso era verdad, Pilar, Elena, Concetta, Beatriz, incluso sus esporádicas aventuras, como la de Amalia, eran la suma de su amor ideal y perfecto. Lo curioso era que todo el mundo lo tomaba por un soltero vocacional, un ligón profesional, un aventurero, amante de la noche y sin ética, falto de compromiso. Trabajar en el mundo del disco era la guinda. Nadie podÃa ser serio en un universo asÃ. Un espacio de locos. Era lo que, sin ir más lejos, pensaba su padre.
Comprobó la hora.
TenÃa una cita con una crÃa.
Una crÃa. Una crÃa. Una crÃa.
¿Cuántas veces iba a repetÃrselo a sà mismo?
Probablemente se le pasarÃa en muy poco. Y a ella, suponiendo que los signos que detectaba fueran proclives, lo mismo. Un sueño. Un
flash
. Una tentación, superada o no, para guardar en el álbum de los recuerdos.
Continuó con la fotografÃa de Pilar entre las manos hasta que sonó el teléfono y la dejó para cogerlo.
â¿SÃ?
âRogelio, soy Martina.
Su hermana no solÃa llamarlo, asà que se imaginó que sucedÃa algo especial.
â¿Qué pasa?
âNo, nada, tranquilo. Es que me gustarÃa hablar contigo.
âVale, cuando quieras.
âNecesito que me ayudes con Miguel.
â¿Se lo dijiste a papá?
âNo me atrevÃ. Después de lo que me soltó mamá... Ya me dirás. No dejo de pensar en ello.
âSe les pasará. Es tu vida.
âYa lo sé, pero... Es muy duro, ¿sabes? Y no quiero demorarlo más, o será peor, como si ellos tuvieran razón.
âCuenta conmigo âse ofreció.
âQuerÃa ir esta noche a casa con él, pase lo que pase. Papá, mamá, Miguel y yo. Cara a cara y sin dobleces. Pero me gustarÃa que antes... En fin, sé que es precipitado y un poco justo, pero... ¿Por qué no lo conoces tú primero? Sé que os caeréis bien.
âInvÃtame a comer. No tengo ningún plan antes de las siete.
â¿Quieres? âHalló un eco de esperanza en su voz.
âPues claro.
âTe doy la dirección de su casa. Estaré allà con él.
âUn momento.
Tomó nota de las señas. Era en el barrio de Grà cia. No estaba cerca del Turó Parc pero tampoco lejos. En cualquier caso, no pasarÃan la tarde hablando si luego ellos iban a ver a sus padres. Se trataba de una comida.
âGracias, Rogelio.
âNo seas tonta. Puede que algún dÃa tengas que apoyarme tú a mÃ.
No supo por qué lo habÃa dicho.
âSiempre te he apoyado.
âYa lo sé. ¿A las dos?
âDe acuerdo. Un beso.
Colgó el teléfono y continuó sentado, pero ya no tomó de nuevo la fotografÃa de Pilar. Le pesaba.
Cada momento, cada dÃa, cada noche, todo.
Faltaban todavÃa dos horas y no sabÃa qué hacer, salvo mirar a Pilar o regresar al ordenador y buscar el blog de Beatriz, o aquella imagen que habÃa impreso de su inesperada conmoción.
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Jim Morrison cantaba
When the music's over
, y Beatriz impostaba su voz sobre la del cantante, como un dueto imposible e imaginario. Se sabÃa muchas canciones de memoria, pero de Jim y los Doors le gustaba especialmente ésa, incluso por encima de
Roadhouse blues
o
Riders on the storm
. Y todo por el famoso verso que habÃa definido a una generación, la que un dÃa tomó las calles de ParÃs en mayo del 68:
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We want the world and we want it... now.
Now?
NOW!
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¿Por qué no querer el mundo, y por qué no quererlo ya, AHORA? ¿Cuándo iba a quererse el mundo sino a los diecisiete años?
Luego te lo robaban.
Unos y otros, el FMI, los banqueros, los especuladores, los globalizadores, el Gobierno, la vida, el mercado, la falta de oportunidades, el miedo, la crisis, la bomba, los terroristas, la central nuclear de al lado, los sueldos basura, la edad, los años, los padres, el cansancio, la rendición, los hijos, la rutina, los yanquis, el vértigo vital, la enfermedad, el conformismo, la muerte...
Sobre todo, la muerte.
Total o en vida.
HabÃa renunciado a estudiar, y acababa de gritar una de las frases más emblemáticas de la historia de la música, con rabia, asà que temió que su madre entrara a preguntar o que su hermana lo hiciera para protestar. Optó por no dejarse llevar y escuchó el resto de la canción en silencio, pensando en el Jim que habÃa muerto a comienzos de julio de 1971 y estaba enterrado en ParÃs, precisamente, en el viejo cementerio de Père Lachaise que un dÃa visitarÃa, porque para ella era uno de los Santos Griales de su futuro. Una cita ineludible.
Luego apagó el reproductor.
Faltaba menos de una hora para la comida.
Acabó sentándose a su mesa de trabajo y conectó el ordenador. HacÃa varios dÃas que no escribÃa nada en su blog. Y eso sà era raro, sorprendente. Era la prueba más inequÃvoca de que algo le sucedÃa, algo la colapsaba y le impedÃa ser ella misma. Su blog era como su alma, o su diván de psiquiatra. Casi nunca tenÃa un tema concreto, se dejaba llevar a la hora de ponerse a escribir. Y no fue distinto en esta ocasión.