Temerario I - El Dragón de Su Majestad (14 page)

Read Temerario I - El Dragón de Su Majestad Online

Authors: Naomi Novik

Tags: #Histórica, fantasía, épica

BOOK: Temerario I - El Dragón de Su Majestad
5.6Mb size Format: txt, pdf, ePub

Temerario resopló. Su cálido aliento levantó pequeñas estelas de humo en el frío aire de la noche.

—Pero ¿no va a dejarte dormir dentro?

—Ah, no —repuso Laurence, que sintió cierta vergüenza al confesar la debilidad que le había llevado a buscar consuelo en el dragón—. Es que… prefería estar contigo a tener que dormir solo.

A Temerario le chocó la respuesta.

—A condición de que te abrigues —repuso mientras volvía a tumbarse con cuidado y adelantaba ligeramente las alas para protegerse ambos del viento.

—Estoy muy a gusto. Te ruego que no te preocupes —contestó Laurence mientras se estiraba sobre la enorme y firme pata y se envolvía con la manta—. Buenas noches, amigo.

Se sintió repentinamente agotado, pero era un cansancio físico. Aquel doloroso hastío que se le metía en los huesos había desaparecido.

Abrió los ojos a primera hora de la mañana, cuando las tripas de Temerario sonaron con la suficiente fuerza como para despertar a ambos.

—Vaya, tengo hambre —comentó el dragón mientras se incorporaba con ojos brillantes y miraba con avidez la manada de ciervos que pululaba nerviosamente en el parque, apiñada contra el muro más lejano.

Laurence descendió de la pata y después de dar una última palmadita en la ijada, dijo:

—Te dejo para que vayas por tu desayuno y yo haré lo mismo con el mío.

No estaba presentable pero, por fortuna, los invitados no se habían levantado tan temprano, y alcanzó su dormitorio sin encontrarse a nadie; de lo contrario hubiera aumentado aún más su descrédito.

Se aseó con brío, se puso la ropa de vuelo mientras un sirviente volvía a empaquetar la única bolsa de su equipaje y descendió tan pronto como consideró que la hora era aceptable. Las criadas aún estaban sacando del aparador los primeros platos del desayuno y acababan de colocar la cafetera en la mesa. Esperaba evitar a todos los invitados pero, para su sorpresa, Edith ya se hallaba en la mesa del desayuno a pesar de no ser madrugadora.

Su rostro estaba aparentemente en calma, la ropa impoluta y el dorado pelo sedoso sujeto en un recogido, pero las manos crispadas en el vientre la delataban. No había tomado nada de comida, sólo una taza de té que descansaba intacta enfrente de ella.

—Buenos días —saludó con una alegría que sonaba a falsa; miró a los sirvientes mientras hablaba—. ¿Te sirvo?

—Gracias —contestó con la única posible respuesta y se sentó junto a ella.

Le sirvió un café y le añadió media cucharada de azúcar y otra de crema, exactamente como a él le gustaba. Permanecieron sentados juntos muy envarados sin comer ni hablar hasta que los criados terminaron los preparativos y abandonaron la habitación.

—Esperaba tener la ocasión de hablar contigo antes de que te fueras —dijo en voz baja mientras al fin le miraba—. ¡Cuánto lo siento, Will! Supongo que no había otra alternativa.

Necesitó unos instantes para comprender que se refería al asunto del enjaezado del dragón. A pesar de la ansiedad que sentía por lo del adiestramiento, ya no consideraba su nueva situación como un mal.

—No. Mi deber estaba claro —respondió de forma tajante.

Podía tolerar las críticas de su padre sobre ese tema, pero no lo aceptaría de nadie más.

Aunque, llegado el momento, Edith se limitó a asentir y dijo:

—Supe que tenía que ser algo parecido en cuanto me enteré.

Volvió a agachar la cabeza e inmovilizó las manos, que había estado retorciendo sin sosiego.

—Mis sentimientos siguen siendo los mismos a pesar de las circunstancias —dijo al fin Laurence, cuando estuvo claro que ella no iba a decir nada más. Aunque su respuesta había evidenciado la falta de afecto, no quería, sin embargo, que más adelante Edith le reprochara que no había sido fiel a su palabra; iba a dejar que fuera ella quien pusiera fin a su acuerdo—. Si los tuyos han cambiado, basta una palabra tuya para que me calle.

No pudo evitar guardarle rencor incluso mientras le hacía el ofrecimiento, y detectó en su propia voz una desacostumbrada frialdad; era un tono poco habitual para una proposición.

Ella respiró de forma acelerada, sobresaltada, y replicó casi con fiereza:

—¿Cómo me puedes hablar así? —Se sintió esperanzado durante un instante, aunque luego Edith continuó para decir—: ¿He sido interesada? ¿Te he reprochado que hayas seguido la forma de vida que habías elegido con todos los peligros y molestias que conlleva? Si hubieras entrado en la Iglesia, no hay duda de que ya te habrías establecido para vivir bien. A estas alturas ya podríamos estar cómodamente juntos en nuestra propia casa, con hijos, y no habría tenido que pasar tantas horas temiendo por ti, mientras estabas lejos, en el mar.

Habló muy deprisa, con más sentimiento del que Laurence estaba acostumbrado a ver en ella y con las mejillas arreboladas. Había mucha razón en sus palabras, no podía dejar de reconocerlo, y se avergonzó de su propio resentimiento. Casi había empezado a extender la mano hacia ella cuando Edith ya proseguía hablando:

—No me he quejado, ¿verdad? He aguardado, he sido paciente, pero he esperado para algo mejor que una vida solitaria, lejos de la compañía de todos mis amigos y de mi familia, con poco más que una pequeña parte de tu atención. Mis sentimientos son los mismos de siempre, pero no soy tan imprudente ni tan sentimental como para aceptar que voy a estar sola ante cada dificultad.

Se detuvo llegado a este punto.

—Perdóname —dijo Laurence, apesadumbrado. Cada palabra parecía un reproche cuando se había complacido en pensar en sí mismo como el maltratado—. No debería haber hablado así, Edith. Hubiera sido mejor que te hubiera pedido perdón por haberte puesto en una situación tan espantosa. —Se levantó de la mesa e hizo una reverencia; no podía seguir allí junto a ella, por supuesto—. He de pedirte que me disculpes. Acepta mis mejores deseos para tu felicidad.

Ella también se levantó, negando con la cabeza.

—No, debes quedarte y terminar el desayuno —dijo—. Tienes un largo viaje por delante. No tengo nada de apetito. No, te lo aseguro. Me voy.

Le alargó la mano y le dedicó una sonrisa trémula. Él pensó que Edith quería despedirse de forma educada, pero si era ésa su intención, le falló en el último momento cuando dijo con un hilo de voz:

—Te ruego que no pienses mal de mí.

Salió de la sala lo más deprisa posible.

No tenía de qué preocuparse. Laurence no podía pensar mal de Edith; al contrario, se sentía culpable por haberse dirigido a ella con frialdad aunque sólo fuera por un momento y por haber fracasado en sus obligaciones hacia ella. El compromiso se había cerrado entre la hija de un caballero con una respetable dote y un oficial de la Armada con escasas expectativas pero interesantes posibilidades. Sus propios actos habían aminorado su posición y era innegable que casi todo el mundo discrepaba sobre el valor que él otorgaba al deber en aquel asunto.

Y no era poco razonable al pedir más de lo que un aviador le podía dar. Le bastaba con pensar en el grado de atención y afecto que Temerario le exigía para comprender lo poco que podía ofrecer a una esposa, incluso en aquellas raras ocasiones en que estuviera de permiso. Había sido muy egoísta al proponerle nada a Edith, al pedir que sacrificara su propia felicidad a su comodidad.

Le quedaba poco ánimo y menos apetito para desayunar, pero no quería tener que detenerse durante el viaje, por lo que llenó su plato y se obligó a comer. No permaneció solo durante mucho tiempo. Muy poco después de que Edith se hubiera marchado, miss Montagu bajó las escaleras vistiendo un traje de montar demasiado elegante, más propio de un paseo a medio galope por Londres que para cazar por la campiña, pero que, a cambio, realzaba su figura. Sonreía cuando entró en la habitación, expresión que se torció en cuanto vio que él era el único que estaba allí. Se sentó en el otro extremo de la mesa. Al poco, Woolvey, también vestido para montar a caballo, se reunió con ella. Laurence los saludó con una inclinación de cabeza por estricta cortesía y no prestó atención a su frívolaa conversación.

Su madre bajó cuando él ya había terminado de desayunar. Mostraba signos de haberse vestido de modo apresurado y tenía ojeras de cansancio debajo de los ojos. Ella le miró a la cara con ansiedad y su hijo le sonrió con la esperanza de tranquilizarla, aunque sin éxito, comprobó. En el rostro de Laurence se reflejaban la desdicha y la cautela con las que denodadamente se había protegido contra la desaprobación paterna y la curiosidad de la concurrencia.

—He de marcharme enseguida. ¿Vienes a conocer a Temerario? —le preguntó; de ese modo, al menos dispondrían de unos pocos minutos para pasear.

—¿Temerario? —repitió lady Allendale sin comprender—. William, no querrás decir que has traído aquí tu dragón, ¿verdad? Cielo santo, ¿dónde está?

—Claro que está aquí. ¿De qué otro modo podría viajar? Le he dejado fuera, detrás de los establos, en el prado de los potros —respondió Laurence—. Ahora habrá terminado de comer. Le he autorizado a comerse un ciervo.

—¡Vaya! —exclamó miss Montagu, que estaba escuchando. Parecía obvio que la curiosidad había modificado sus objeciones respecto a la compañía de un aviador—. Nunca he visto un dragón. ¿Os puedo acompañar? ¡Sería todo un acontecimiento para mí!

Era imposible negarse, aunque le hubiera gustado hacerlo, por lo que después de llamar para que le trajeran el equipaje, acompañados también por Woolvey, los tres salieron juntos hacia la pradera. Temerario permanecía acuclillado contemplando cómo la niebla matutina se levantaba del campo. Incluso a una considerable distancia, su figura surgió imponente, recortada contra el frío cielo gris.

Laurence se detuvo durante unos instantes para recoger un balde y trapos de los establos y luego condujo a sus acompañantes, poco dispuestos de repente a juzgar por las escasas ganas con que Woolvey y miss Montagu arrastraban los pies. Su madre también estaba asustada, pero no lo demostraba, salvo por el hecho de apretar con más fuerza de lo normal el brazo de Laurence. Retrocedió varios pasos cuando se acercó a las ijadas de Temerario.

El dragón examinó a los desconocidos con interés mientras agachaba la cabeza para que Laurence le lavara. Tenía el morro ensangrentado con los restos del ciervo y abrió las fauces para que Laurence pudiera limpiarle la sangre de las comisuras de la boca. Había tres o cuatro astas en el suelo.

—Intenté lavarme en aquella laguna, pero es demasiado poco profunda y el barro me llegaba enseguida a la nariz —dijo el animal en tono de disculpa.

—¡Vaya, habla! —exclamó miss Montagu mientras se colgaba del brazo de Woolvey.

Ambos habían retrocedido varios pasos a la vista de las hileras de centelleantes dientes blancos. Los afilados incisivos del dragón ya eran mayores que el puño de un hombre.

Temerario se sorprendió al principio, pero luego sus pupilas se ensancharon y respondió con amabilidad.

—Sí, hablo. —Luego se dirigió a Laurence—. ¿Crees que le gustaría montar en mi lomo y ver los alrededores?

Laurence no pudo reprimir un destello de malicia.

—Estoy seguro de que sí. Adelante, miss Montagu, por favor. Veo que usted no es de esas personas apocadas que temen a los dragones.

—No, no —respondió retrocediendo muy pálida—, ya he abusado demasiado del tiempo del señor Woolvey. Debemos ir a montar.

Woolvey tartamudeó unas excusas igual de transparentes, y de inmediato se alejaron juntos, tropezando en su prisa por alejarse.

Temerario pestañeó levemente sorprendido.

—Vaya, estaban asustados —comentó—. Al principio pensé que ella era corta de entendederas, como Volly. No lo entiendo. Ellos no son vacas, y de todos modos acabo de comer.

Laurence ocultó para sí la sensación de victoria e hizo avanzar a su madre.

—No tengas ningún miedo. No hay motivo alguno —le dijo con suavidad—. Temerario, te presento a mi madre, lady Allendale.

—Una madre… Eso es especial, ¿verdad? —contestó Temerario mientras agachaba la cabeza para mirarla más de cerca—. Me siento honrado de conocerte.

Laurence guió la mano de su madre hacia el hocico de Temerario. Ella comenzó a acariciarlo con más confianza después de la primera tentativa de tocar la cálida piel.

—¡Caramba! El placer es mío —contestó—. ¡Qué suave! Jamás lo hubiera pensado.

Temerario emitió un ruido sordo de complacencia ante el cumplido y la caricia. Laurence los miró a los dos con buena parte de su alegría recuperada. Pensó en lo poco que debía importarle el resto del mundo cuando estaba seguro de la buena opinión de quienes más valoraba y en la certeza de estar cumpliendo con su deber.

—Temerario es un Imperial Chino —le explicó a su madre sin ocultar su orgullo—, una de las razas menos comunes. El único de toda Europa.

—¿De verdad? Es magnífico, cielo. Recuerdo haber oído en alguna ocasión que los dragones chinos son algo muy poco frecuentes —dijo, pero seguía mirando a su hijo con ansiedad, con una pregunta muda en los ojos.

—Sí —dijo Laurence en un intento de contestarla—. Me considero muy afortunado, te lo prometo. Tal vez algún día podamos ir a volar juntos tú y yo, cuando dispongamos de más tiempo —agregó—. Es algo extraordinario. No hay nada comparable.

—¿Volar? ¡Ni lo sueñes! —respondió ella con indignación, aunque en su interior parecía satisfecha—. Sabes perfectamente que ni siquiera soy capaz de sostenerme encima de un caballo. No sé, no estoy segura. ¿Qué iba a hacer encima de un dragón?

—Irías sujeta con correas, como voy yo —le explicó Laurence—. Temerario no es un caballo, no intentaría tirarte.

—Desde luego que no —intervino Temerario con total seriedad—, y si te cayeras, me atrevo a decir que te podría recoger.

Tal vez aquél no fuera el comentario más tranquilizador, pero el deseo de agradar era muy obvio y lady Atiéndale le sonrió de todos modos.

—¡Qué amable! No tenía ni idea de que los dragones fueran tan instruidos —dijo—. Cuidarás mucho de William, ¿verdad? Siempre me ha dado el doble de quebraderos de cabeza que el resto de mis hijos, y siempre anda metiéndose en líos.

Laurence se indignó un poco al oír que le describían de esa manera y que Temerario se viera obligado a responder:

—Te lo prometo, nunca dejaré que le causen ningún daño.

—Veo que he esperado demasiado; de un momento a otro me vais a envolver entre algodones y vais a darme de comer gachas —replicó mientras se inclinaba para besar a su madre en la mejilla—. Madre, puedes escribirme a la dirección de la Fuerza Aérea en la base de Loch Laggan, en Escocia. Es el sitio en que recibiremos la instrucción. Temerario, ¿puedes sentarte sobre las patas traseras? Voy a poner otra vez esta sombrerera.

Other books

Poltergeeks by Sean Cummings
Do-Gooder by J. Leigh Bailey
The Story of My Face by Kathy Page
The Open Road by Iyer, Pico