Read Temerario I - El Dragón de Su Majestad Online
Authors: Naomi Novik
Tags: #Histórica, fantasía, épica
—¿No puedes sacar ese libro de Duncan? —inquirió Temerario mientras se alzaba—. Ese de El tridente naval. Nunca has terminado de leerme la batalla del Glorioso Primero. Me la podrías leer de camino…
—¿Te lee? —preguntó lady Allendale a Temerario, divertida.
—Sí. Como ves, no puedo sostener los libros por mi cuenta ni volver las hojas demasiado bien, ya que son demasiado pequeños —contestó Temerario.
—La estás malinterpretando. Únicamente le sorprende el hecho de que me hayan persuadido para que abra un libro. Siempre intentó que me sentara a leer cuando era niño —intervino Laurence al tiempo que removía las otras sombrereras para encontrar el volumen—Te sorprendería saber en qué intelectual me he convertido, madre. Es insaciable. Estoy listo, Temerario.
Ella rompió a reír y retrocedió hasta el borde del campo mientras el dragón subía a Laurence. Se puso la mano encima de los ojos a modo de visera y se quedó observándolos mientras subían en el cielo. Era una figura diminuta que se empequeñecía con cada batir de las grandes alas, y luego los jardines y las torres de la casa se perdieron detrás de la curva de una colina.
El cielo de Loch Laggan rebosaba de nubes de color gris que volaban a baja altura y se reflejaban en las oscuras aguas del lago. La primavera aún no había llegado; una capa de hielo y nieve cubría la orilla, que aún conservaba las ondulaciones de arena amarillenta de una marea otoñal. La mañana, fría y despejada, olía a pino y madera recién cortada del bosque. Un camino de grava subía serpenteando desde la orilla septentrional del lago hacia el complejo de la base, y Temerario giró para seguirlo por el cerro.
Varios enormes barracones de madera estaban dispuestos unos junto a otros cerca de la cima hasta formar en una zona despejada un cuadrángulo abierto por delante; la mitad parecían establos. Había hombres trabajando con metal y cuero, se trataba obviamente del personal de tierra, responsable del mantenimiento del equipo de los aviadores. Ninguno de ellos alzó los ojos para mirar dos veces la sombra del dragón mientras cruzaba sobre su lugar de trabajo ni cuando Temerario sobrevoló el cuartel general.
El edificio principal era una de esas fortificaciones de aspecto medieval: cuatro torres desnudas unidas por gruesos muros de piedra que abarcaban un enorme patio por delante y una imponente casona achaparrada que se hundía directamente en la cima de la montaña y parecía provenir de ella. El patio estaba lleno hasta los topes. Un joven ejemplar de Cobre Regio, que doblaba el tamaño de Temerario, dormitaba despatarrado sobre las losas; justo detrás, sesteaban un par de Winchesters de colores marrón y púrpura, más pequeños aún que Volatilus. Tres Tanatores Amarillos de tamaño medio se apiñaban en un amasijo en el lado opuesto del patio, sus costados de estrías blancas subían y bajaban de forma acompasada.
Al desmontar, Laurence descubrió la razón por la que los dragones habían elegido ese sitio para descansar: las losas estaban calientes, como si las caldearan desde abajo. Temerario ronroneó de placer y se estiró sobre las piedras junto a los Tanatores en cuanto Laurence terminó de descargar.
Un par de sirvientes habían acudido a su encuentro y tomaron el equipaje de sus manos. Le condujeron a la parte posterior del edificio a través de un angosto corredor oscuro que olía a moho hasta desembocar en otro patio abierto que salía de la ladera de la montaña y terminaba sin ningún tipo de barandilla, cortado a pico hacia otro valle con pequeñas zonas nevadas. Había cinco dragones en el aire dando media vuelta en elegante formación, como una bandada de pájaros. En cabeza iba un Largario, reconocible al instante por las franjas blanquinegras que delimitaban sus puntiagudas alas naranjas, que a lo largo de su considerable longitud se iban oscureciendo hasta llegar a un azul intenso. Había una pareja de Tanatores a los flancos y al final volaban como si estuvieran anclados a ellos un Cobre Gris y ala derecha un dragón gris plateado moteado de manchas azules y negras, cuya raza Laurence no identificó de inmediato.
Aunque batían las alas a diferente ritmo, apenas cambiaron sus posiciones relativas hasta que el oficial de señales del Largario ondeó una bandera. Entonces, dejaron de aletear y, moviéndose con la gracia de unas bailarinas, invirtieron el sentido, de forma que el Largario pasó a ocupar el último lugar. En respuesta a otra señal que no vio, todos echaron las alas hacia atrás y avanzaron en vuelo invertido para realizar un rizo perfecto y volver a la formación original. Laurence vio enseguida que la maniobra hacía que la pasada del Largario cerca del suelo durase más tiempo y, entretanto, permanecía bajo la protección de la formación. El animal era la mayor amenaza ofensiva del grupo.
—Nitidus, aún haces muy despacio el rizo de la pasada. Prueba a cambiar a un ritmo de seis aleteos durante el mismo.
Por encima de su cabeza llegaba una voz grave y rotunda de dragón. Laurence se giró y a la derecha del patio vio encaramado a un afloramiento rocoso a un dragón de tonalidades doradas con las manchas de color verde claro de un Tanator y el borde de las alas de intenso naranja. No llevaba ni jinete ni arnés, a menos que mereciera tal nombre el enorme anillo dorado del cuello tachonado de piedras redondeadas de color verde.
Laurence le clavó los ojos. Lejos, en el valle, el ala repetía el movimiento del rizo.
—Mejor —gritó el dragón con aprobación. Luego ladeó la cabeza y miró hacia abajo—. ¿Capitán Laurence? El almirante Powys me anunció su llegada. Llega en buen momento. Soy Celeritas, el director de prácticas de la base.
Extendió las alas para impulsarse y luego se dejó caer con facilidad hacia el patio.
Laurence saludó de forma maquinal con una inclinación de cabeza. Celeritas era un dragón de peso medio que tal vez alcanzaría la cuarta parte del tamaño de un Cobre Regio y era más pequeño que Temerario en su actual estadio infantil.
—Mmm —musitó mientras bajaba la cabeza para examinar a Laurence de cerca—. Tiene bastantes más años que la mayoría de los cuidadores, pero a menudo eso resulta bueno cuando debemos apresurarnos con un dragón joven, como me parece que es el caso de Temerario.
Alzó la cabeza y volvió a dirigirse a grito pelado hacia el valle.
—Lily, acuérdate de mantener el cuello recto en el rizo. —Se volvió hacia Laurence—. Vamos a ver. Tengo entendido que no ha demostrado ninguna capacidad ofensiva especial.
—No, señor —la respuesta y el tratamiento salieron de forma automática, el tono y la actitud eran acordes al rango declarado por el dragón, un hábito que había continuado, para su sorpresa—. Sir Edward Howe, que ha identificado su especie, era de la opinión de que resulta altamente improbable que las desarrollara, aunque no lo descartaba…
—Sí, sí —le interrumpió Celeritas—. He leído la obra de sir Edward. Es un experto en razas orientales y en esa materia confío en su juicio más que en el mío. Es una pena, ya que nos hubiera venido muy bien uno de esos escupidores de veneno o lanzatrombas. Nos hubiera sido muy útil contra un Flamme—de—Gloire francés. Pero tengo entendido que tiene cuerpo para el combate pesado, ¿no?
—En la actualidad, ronda las nueve toneladas, y eso que eclosionó apenas hace seis semanas —respondió Laurence.
—Bien, eso es estupendo. Podría doblar ese peso —dijo Celeritas. Se frotó la frente con el lado de una garra con gesto pensativo—. Bueno. Todo es como me han dicho. Excelente. Vamos a emparejar a Temerario con Maximus, el Cobre Regio que en estos momentos se adiestra aquí. Los dos juntos servirán de refuerzo libre a la formación en arco de Lily, que es la Largario de ahí arriba. —Indicó con un gesto a la formación que describía vueltas en el valle; Laurence, todavía atónito, se dio la vuelta para mirarla. El dragón prosiguió—: Por supuesto, he de ver a Temerario antes de determinar el plan específico de vuestra instrucción, pero necesito finalizar este entrenamiento y, de todos modos, no le va a ser posible demostrar ninguna de sus habilidades después del viaje. Pida al teniente Granby que le muestre el lugar y le guíe a los lugares de alimentación de los dragones. Lo encontrará en el club de oficiales. Vuelva mañana con Temerario una hora después del alba.
Aquello era una orden que exigía un acuse de recibo, por lo que Laurence ocultó su frialdad detrás del formalismo y contestó:
—Muy bien, señor.
Por fortuna, Celeritas no pareció percatarse, pues ya volvía a su altísimo mirador.
Laurence se alegraba de no saber la ubicación del club de oficiales. Tuvo la impresión de que se acostumbraría más fácilmente a una semana de silencio para poner en orden sus pensamientos que a los quince minutos de ajetreo que le llevó encontrar a un criado que le indicara la dirección correcta. Ahora le venía a la mente todo cuanto había oído sobre los dragones: que no servían de nada sin sus cuidadores, que un dragón sin enjaezar sólo valía para la cría. Ahora ya no le sorprendía nada aquella inquietud por parte de los aviadores. ¿Qué pensaría la gente si se enterara de que una de las criaturas, en teoría controlada por ellos, era quien entrenaba e impartía órdenes?
Por supuesto, considerado desde una perspectiva racional, Temerario le había dado pruebas de inteligencia e independencia desde hacía mucho. Pero éstas se habían desarrollado de forma gradual con el paso del tiempo, y había llegado a pensar de él que era un caso único sin extender dicha conclusión al resto de los dragones. Después de la primera sorpresa, aceptó la idea de tener a un dragón como instructor sin demasiada dificultad pero, sin duda, crearía un escándalo de dimensiones colosales entre quienes no habían gozado de esa experiencia personal.
No había pasado mucho tiempo desde que, poco antes de que la Revolución francesa volviera a sumir a Europa en la guerra, se formulara al gobierno la propuesta de sacrificar a todos los dragones desenjaezados en vez de obligar al erario público a soportar el gasto de alimentarlos para la crianza. El fundamento de esta posición se basaba en que no eran necesarios en aquel momento y que lo más probable fuera que la obstinación por mantener a dragones sin domesticar sólo perjudicase a los linajes de combate. El Parlamento había calculado un ahorro estimado en más de diez millones de libras anuales y la idea se sopesó muy seriamente hasta que se desestimó de repente sin dar ninguna explicación pública. Sin embargo, se rumoreaba que todos los almirantes de la Fuerza Aérea destinados en Londres se le habían echado encima al primer ministro y le habían informado de que la Fuerza Aérea en bloque se amotinaría si se aprobaba aquella ley.
Había oído antes esa historia sin creérsela, no en cuanto a la propuesta sino a la simple idea de que altos oficiales —en realidad, cualquier oficial—se comportaran de esa manera. La propuesta siempre le había parecido mal concebida, pero sólo era otra más de esas estupideces con poca visión de futuro tan comunes entre los burócratas, que preferían ahorrar diez chelines en lona de vela y arriesgar todo un barco valorado en seis mil libras. Ahora valoraba su propia indiferencia con un sentimiento de mortificación. Por supuesto que se hubieran amotinado.
Traspasó la entrada al club de oficiales sin prestar atención, aún sumido en sus pensamientos, y sólo atrapó la pelota que pasaba volando junto a su cabeza gracias a sus reflejos. Un grito en el que se entremezclaban júbilo y protesta se alzó de inmediato.
—Era un tanto claro. ¡Él no es de vuestro equipo! —se quejó un joven de pelo intensamente rubio que apenas acababa de abandonar la infancia.
—Tonterías, Martin. Claro que lo es, ¿verdad? —preguntó otro de los participantes, que acudió a recoger la pelota con una sonrisa de oreja a oreja.
Era un tipo alto y larguirucho de pelo oscuro y pómulos quemados por el sol.
—Eso parece —respondió Laurence divertido mientras le entregaba la pelota.
Estaba un poco sorprendido de encontrarse a un grupo de oficiales muy desaliñados practicando juegos de niños en el interior. Él iba vestido más formalmente que el resto por el solo hecho de llevar la chaqueta y el pañuelo de lazo del cuello; un par de ellos incluso se habían quitado del todo las camisetas. Habían empujado los muebles sin orden ni concierto a los rincones de la habitación y habían enrollado la alfombra para apartarla en una esquina.
—Teniente John Granby, pendiente de asignar —se presentó el hombre de pelo oscuro—. ¿Acaba de llegar?
—Sí. Capitán Will Laurence, de Temerario —contestó Laurence.
Se sobresaltó y se consternó al ver cómo la sonrisa desaparecía del rostro de Granby y se desvanecía la abierta simpatía.
—¡El Imperial!
El grito fue casi generalizado y al instante la mitad de los muchachos y hombres de la habitación desaparecieron para lanzarse como locos hacia el patio. Laurence, desconcertado, pestañeó detrás de ellos.
—¡No se preocupe! —El joven de pelo amarillo se acercó a presentarse e intentó tranquilizar a Laurence al verle alarmado—. Todos sabemos perfectamente que no se debe molestar a un dragón. Sólo han ido a echar una ojeada, aunque podría tener algún problema con los cadetes. Pululan por aquí alrededor de una docena y parece que les han encomendado la misión de hacernos la vida imposible. Soy el guardiadragón Ezekiah Martin. Ahora que le he dicho mi nombre, agradecería que lo olvidara.
Resultaba evidente que el modo de tratarse entre ellos era informal, por lo que Laurence difícilmente podía ofenderse, aunque no fuera ni de lejos algo a lo que estuviera acostumbrado.
—Gracias por el aviso. Iré a comprobar que Temerario no les molesta a ellos —contestó.
Le alivió no ver indicio alguno de la actitud de disgusto de Granby en el saludo de Martin. Deseó poder pedirle al más amistoso de los dos que le guiara. Sin embargo, no albergaba propósito alguno de desobedecer órdenes, ni siquiera las de un dragón, por lo que se volvió hacia Granby y le dijo ceremoniosamente:
—Celeritas me ha remitido a usted para que me muestre el lugar. ¿Sería tan amable…?
—Cómo no —respondió Granby intentando imitar su formalidad, que en él sonaba artificial y acartonada—. Por aquí, si hace el favor.
Laurence agradeció que Martin se uniera a ellos mientras Granby subía primero las escaleras. La fácil conversación del guardiadragón, que no decaía ni un segundo, hizo la atmósfera mucho menos incómoda.
—De modo que usted es el tipo de la Armada que robó un Imperial de las garras de los franceses. Cielos, es una historia famosa. Los gabachos aún deben de estar tirándose de los pelos y rechinando los dientes —comentó Martin exultante de alegría—. Tengo entendido que le arrebató el huevo a una nave de cien cañones. ¿Duró mucho la batalla?