Read Temerario I - El Dragón de Su Majestad Online
Authors: Naomi Novik
Tags: #Histórica, fantasía, épica
Escuchó murmurar a sus espaldas:
—Es una verdadera fiera. No me gustaría formar parte de su tripulación.
Oír ese comentario no resultaba nada agradable. Nunca le habían considerado un capitán duro y se enorgullecía de que su tripulación hubiera acatado sus órdenes más por respeto que por el miedo o la mano dura. La mayoría de su dotación estaba integrada por voluntarios.
También era consciente de que él había tenido su parte de culpa. En verdad, se había pasado de la raya al hablar con tal dureza del capitán de Levitas, y éste tendría todo el derecho del mundo a quejarse, pero Laurence no se arrepentía. Había desatendido a Levitas de forma flagrante y no había forma de conciliar su sentido del deber con dejar al animal abandonado en su malestar. Por una vez, la informalidad de la Fuerza Aérea podría jugar a su favor. La insinuación no se tomaría como una interferencia directa ni como un verdadero ultraje si había un poco de suerte, algo que hubiera sucedido si siguiera en la Armada.
No había tenido un primer día muy prometedor. Se sentía cansado y desanimado. No había nada realmente inaceptable como había temido, nada tan malo que resultara insoportable, pero tampoco nada fácil ni familiar. No podía sino añorar las reconfortantes restricciones de la Armada que habían rodeado toda su vida, y albergó el deseo imposible de que él y Temerario pudieran volver a la cubierta del Reliant, con el vasto océano a su alrededor.
Le despertó el sol que entraba a raudales por las ventanas de la pared este. El olvidado plato frío le estaba esperando la noche anterior cuando al fin había subido a su dormitorio. Al parecer, Tolly había sido fiel a su palabra. Un par de moscas se habían posado sobre la comida, pero aquello no era nada para un marino. Laurence las había espantado de un manotazo y se había comido hasta las migajas. Sólo pretendía descansar un rato antes de la cena y de darse un baño. Se pasó casi un minuto parpadeando y mirando al techo antes de darse cuenta de que se le había hecho tarde.
Entonces, se acordó del adiestramiento y se incorporó con urgencia. Se había dormido con la camisa y los pantalones de montar puestos, pero por fortuna tenía una muda de cada, y su chaqueta estaba razonablemente limpia. Tenía que acordarse de encontrar un sastre en la zona al que le pudiera encargar otra. Se debatió un poco al ponérselas sin ayuda de un criado, pero se las arregló y se sintió presentable cuando descendió al fin.
La mesa de oficiales de alto rango estaba casi vacía. Granby no se encontraba allí, pero notó el efecto de su presencia en las miradas de soslayo de dos jóvenes que se sentaban juntos en la esquina desocupada de la mesa. Casi en un extremo de la habitación, un hombretón rechoncho de rostro rubicundo, sin chaqueta, comía a buen ritmo un plato lleno de huevos, morcilla y tocino. Laurence, con aire de inseguridad, miró a su alrededor en busca de un aparador.
—Buenos días, capitán. ¿Café o té? —preguntó Tolly, que estaba pegado a él, sosteniendo una tetera y una cafetera a la altura de su codo.
—Café, gracias —contestó Laurence con gratitud. Vació la taza y la extendió para que le sirviera más sin darle tiempo a que se alejara—. ¿Nos servimos nosotros mismos? —le preguntó.
—No. Ahí viene Lacey con huevos y tocino para usted. Si le apetece algo más, sólo tiene que pedirlo —respondió Tolly, que siguió su camino.
La sirvienta llevaba un grueso vestido hilado a mano. Dijo «buenos días», y a Laurence le pareció tan agradable ver un rostro amistoso que se descubrió devolviendo el saludo. Llevaba un plato tan caliente que humeaba, y no le importaron nada las convenciones sociales en cuanto probó el espléndido tocino, curado de una forma inusual y muy sabroso. Las yemas de los huevos eran de un naranja casi resplandeciente. Comió a toda prisa, con un ojo puesto en las áreas del suelo iluminadas por los haces de luz que penetraban por las altas ventanas.
—No se vaya a atragantar —dijo el hombre regordete, que le miró de arriba abajo—. Tolly, más té —bramó. Su voz era tan potente como para hacerse oír en medio de una tormenta—. ¿Es usted Laurence? —quiso saber mientras volvían a llenarle la taza.
El interpelado terminó de tragar y contestó:
—Sí, señor, pero usted me lleva ventaja…
—Me llamo Berkley —dijo el otro—. Escuche un momento, ¿qué clase de tonterías le está metiendo a su dragón en la cabeza? Mi Maximus ha estado rezongando toda la mañana algo de que quería bañarse y de que le quitara el arnés. Todo estupideces…
—No lo veo de ese modo, señor. Para mí, eso es preocuparme por la comodidad de mi dragón —contestó Laurence en voz baja, sujetando con fuerza los cubiertos.
Berkley le devolvió una mirada iracunda.
—¡Anda! Maldita sea, ¿sugiere que desatiendo a Maximus? Nadie ha lavado jamás a los dragones. No les importa ir un poco sucios, para eso tienen esa piel…
Laurence contuvo el genio y la lengua. Sin embargo, había perdido el apetito, por lo que depositó en la mesa cuchillo y tenedor.
—Evidentemente, su dragón está en desacuerdo. ¿Se considera usted mejor juez que él para determinar lo que le desagrada?
Berkley le puso cara de pocos amigos y luego soltó una risotada.
—Bueno, es usted un verdadero escupefuegos, no cabe duda. ¡Y yo que pensaba que los tipos de la Armada eran todos tan estirados y prudentes! —Vació la taza de té y se levantó de la mesa—. Le veré más tarde. Celeritas quiere evaluar cómo vuelan juntos Maximus y Temerario.
Saludó con un asentimiento, al parecer con sincera simpatía, y se marchó.
Laurence se quedó un poco perplejo ante aquel cambio de humor tan brusco. Entonces, se dio cuenta de que se iba a retrasar y no quiso dedicar más tiempo al incidente. Temerario le aguardaba con impaciencia. Laurence pagó entonces el precio de su virtud al tener que ponerle de nuevo el arnés, y estuvo a punto de llegar con retraso al patio a pesar de la ayuda de dos miembros del personal de tierra a los que hizo acudir.
Celeritas aún no había llegado al patio cuando ellos aterrizaron, pero poco después de su entrada, Laurence vio emerger al dragón de las aberturas talladas en la pared del risco. Evidentemente, aquéllos eran aposentos privados, tal vez para los dragones de más edad o mayor reputación. Celeritas desplegó las alas y sobrevoló el patio para aterrizar limpiamente sobre las patas traseras. Examinó a Temerario con gesto pensativo.
—Mmm. Sí, excelente capacidad torácica. Aspira, por favor. Sí, sí. —Se apoyó sobre las cuatro patas—. Vamos a ver… Déjame echarte un vistazo. Da dos vueltas completas al valle, la primera vuelta en horizontal y la segunda en vuelo invertido. Ve a un ritmo cómodo. Pretendo evaluar tu forma de volar, no tu velocidad.
Le empujó con la cabeza con suavidad y Temerario saltó hacia atrás para subir a lo alto rápidamente.
—Con cuidado —gritó Laurence a la vez que daba un tirón a las riendas para recordárselo. Temerario voló a un ritmo más moderado a regañadientes. Planeó con facilidad para hacer los giros y luego los rizos. Celeritas lo llamó cuando regresaban de dar la segunda vuelta—. Ahora hazlo de nuevo, pero deprisa.
Laurence se pegó al cuello de Temerario cuando empezó a batir las alas a un ritmo frenético. Al pasar, el viento le silbó en los oídos con fuerza. Iba más rápido de lo que habían volado jamás, y resultaba estimulante. No pudo evitar proferir un pequeño chillido al oído del dragón cuando entraron en la curva a toda velocidad.
Se dirigieron de regreso al patio una vez completada la segunda vuelta. La respiración de Temerario apenas se había acelerado, pero un bramido estruendoso y repentino llegó de lo alto, y una enorme sombra negra les cayó encima cuando habían cruzado la mitad del valle. Laurence alzó la vista alarmado y vio a Maximus lanzándose en picado hacia su trayectoria de tal modo que creyó que les iba a embestir. Temerario se tensó y se detuvo bruscamente para mantenerse suspendido en el aire. Maximus pasó volando cerca de ellos para remontar el vuelo otra vez cuando estaba rozando el suelo.
—¿Qué diablos pretendía con eso, Berkley? —rugió Laurence con toda la fuerza de sus pulmones mientras se alzaba sobre el arnés. Estaba hecho un basilisco y agitaba las manos con que sujetaba las riendas—. Señor, va a explicarse ahora mismo o…
—¡Dios mío! ¿Cómo ha hecho eso? —le contestó Berkley con total normalidad, aunque a Laurence no le parecía haber hecho nada fuera de lo corriente. Maximus seguía volando con calma de vuelta al patio—. Celeritas, ¿has visto eso?
—Sí. Haz el favor de venir y aterrizar, Temerario —dijo Celeritas, llamándole desde el patio—. Se le han echado encima cumpliendo órdenes, capitán. No se sulfure —le explicó a Laurence en cuanto Temerario aterrizó limpiamente en el borde—. Es de vital importancia verificar la reacción natural de un dragón cuando se le sorprende desde arriba, desde donde no podemos ver. A menudo, es un instinto que no se puede superar con ningún tipo de entrenamiento.
Laurence seguía aún bastante agitado, al igual que Temerario, quien le dijo a Celeritas con tono de reproche:
—Ha sido muy desagradable.
—Sí, lo sé. También me lo hicieron a mí cuando comencé a entrenar —intervino Maximus con tono jovial, sin señal de arrepentirse—. ¿Cómo has conseguido quedarte suspendido en el aire de esa manera?
—Ni lo he pensado —respondió Temerario, que se había aplacado un poco—. Supongo que me limité a batir las alas de otro modo.
Laurence acarició el cuello de su dragón para confortarlo mientras Celeritas examinaba de cerca la articulación de sus alas.
—Había asumido que se trataba de una habilidad normal, señor. Entonces, ¿es algo inhabitual? —preguntó Laurence.
—Sólo en el sentido de que es la única vez que lo he visto en mis doscientos años de experiencia —contestó secamente Celeritas mientras volvía a sentarse—. Un Caza Alado puede describir círculos cerrados, pero no mantenerse inmóvil en el aire de esa manera. —Se rascó la frente—. Hay que pensar la forma de darle utilidad a esa habilidad; al menos podremos convertirte en un bombardero infalible.
Cuando entraron a cenar, Laurence y Berkley seguían hablando del asunto y de cómo abordar el modo de ajustar los movimientos de Temerario y de Maximus. Celeritas los había tenido trabajando el resto del día, explorando las capacidades de maniobra de Temerario y haciendo que ambos dragones se marcasen el ritmo el uno al otro. Laurence ya sabía que Temerario era extraordinariamente rápido y habilidoso en el aire, por supuesto, pero resultó un gran placer y una satisfacción oírselo decir a Celeritas y ver con qué facilidad dejaba atrás a Maximus, de más edad y envergadura.
Celeritas había sugerido que incluso sería posible doblar la velocidad de vuelo de Temerario si conservaba la maniobrabilidad al crecer, que tal vez fuera capaz de salir de la formación y hacer una carrera en solitario para bombardear y volver a su posición a tiempo para efectuar un segundo vuelo con el resto de los dragones.
Berkley y Maximus se habían encargado de mantener a Temerario volando en círculos alrededor de ellos durante bastante tiempo. Los Cobres Regios eran los dragones de primer orden de la Fuerza Aérea, y Temerario jamás igualaría a Maximus en fuerza pura y potencia, sin duda, por lo que no había ninguna justificación para tener celos. De todos modos, Laurence se inclinaba a interpretar la ausencia de hostilidad como una victoria después de la tensión del primer día. El propio Berkley gastaba un humor extraño; era algo mayor para ser un capitán recién nombrado y se comportaba de forma peculiar, normalmente con una imperturbabilidad extrema, rota por ocasionales estallidos.
Pero a pesar de su peculiar forma de ser, parecía un oficial serio y entregado a su trabajo, y bastante amigable. De pronto, mientras se sentaban en la mesa vacía a la espera de que se le unieran los demás oficiales, le dijo a Laurence:
—Va a tener que enfrentarse a los celos, por supuesto, ya que no ha tenido que esperar para obtener una recompensa como todos los demás. Me pasé seis años esperando a Maximus. Ha merecido la pena, pero de seguir él en el cascarón, no sé si hubiera sido capaz de no odiarle al verle hacer cabriolas en un Imperial delante de mis narices.
—¿Esperar? —preguntó Laurence—. ¿Le asignaron a Maximus antes de que eclosionara?
—Desde el momento en que el huevo estuvo lo bastante frío para poder tocarlo —contestó Berkley—. Tenemos cuatro o cinco ejemplares de Cobre Regio por generación. La Fuerza Aérea no deja al azar quién se ocupa de ellos. Estaba en tierra cuando dije «Sí, gracias», y me senté aquí a contemplar el huevo y dar clase a esos rapaces con la esperanza de que no tardara demasiado en salir, y vaya si tardó, por Dios.
Berkley soltó una risotada y vació su vaso de vino. Laurence ya se había formado una alta opinión de la destreza de Berkley en el aire después de su mañana de trabajo, y parecía en verdad la clase de tipo a quien se le puede confiar un dragón poco común y valioso. No había duda de que sentía un gran afecto por Maximus y lo demostraba de un modo campechano. Al separarse de Maximus y Temerario en el patio, Laurence no pudo evitar oír que le decía:
—Supongo que no me vas a dejar en paz hasta que te haya quitado el arnés también, ¡diantre! —exclamó mientras ordenaba a la dotación de tierra que se encargara de ello.
Maximus estuvo a punto de derribarlo al tocarle para hacerle una caricia.
Los demás oficiales comenzaron a desfilar por la habitación. Casi todos eran más jóvenes que él y Berkley. Sus voces alegres y agudas llenaron rápidamente de bullicio el salón. Laurence estuvo un poco tenso al principio, pero sus miedos no se materializaron. Unos cuantos tenientes lo miraron con desconfianza y Granby se sentó lo más lejos posible, pero otros muchos le prestaron muy poca atención.
Un hombre alto, rubio y de nariz aguileña dijo en voz baja:
—Con su permiso, señor.
Se deslizó en el asiento contiguo al de Laurence. Aunque en la cena todos los oficiales de alto rango llevaban chaquetas y lazos de nudo, el recién llegado contrastaba de manera notable por lucir un lazo hecho con esmero y la chaqueta sin arrugas.
—Capitán Jeremy Rankin a su servicio —dijo cortesmente al tiempo que le tendía la mano—. Creo que no nos conocemos.
—No. Llegué ayer mismo. Soy el capitán Will Laurence, a su servicio —respondió Laurence.
Rankin estrechaba la mano con fuerza y se comportaba de manera agradable y natural. Laurence encontró muy grato conversar con él y no se sorprendió al saber que era uno de los hijos del conde de Kensington.