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Authors: Ernest Hemingway

Tags: #Aventuras, Drama, Intriga

Tener y no tener (3 page)

BOOK: Tener y no tener
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Le serví uno sin decir nada y me preparé otro. Yo pensaba en que Johnson había estado pescando quince días, había atrapado un pez por el cual un pescador hubiera dado un año de pesca, lo había perdido, había perdido también mi aparejo pesado, había hecho el ridículo y estaba ahora sentado muy contento y bebiendo con un borrachín.

Cuando llegamos al muelle y el negro se quedó esperando, dije:

—Y mañana, ¿qué?

—Creo que no —me contestó Johnson—. Estoy casi harto de esta clase de pesca.

—¿Quiere pagarle al negro?

—¿Cuánto le debo?

—Un dólar. Dele propina si quiere.

Le dio un dólar y dos monedas cubanas de veinticinco centavos.

—¿Esto qué es? —me preguntó el negro mirando a las monedas.

—La propina —le contesté en castellano—. Usted ya ha terminado. Le paga eso.

—¿No vengo mañana?

—No.

El negro recogió el ovillo del bramante que utilizaba para fijar los cebos, agarró sus gafas negras, se puso el sombrero de paja y se fue sin decir adiós. Aquel negro nunca había tenido una opinión favorable de ninguno de nosotros.

—¿Cuándo quiere usted liquidar? —pregunté a mister Johnson.

—Iré al banco mañana por la mañana y liquidaremos a la tarde —me contestó.

—¿Sabe cuántos días debe?

—Quince.

—No. Con el de hoy son dieciséis, y uno para preparar y otro para limpiar hacen dieciocho. Además hay que tener en cuenta la caña, el carrete y el hilo.

—El aparejo es a riesgo suyo.

—No, señor. Cuando se pierde de la manera que se perdió, no.

—Pago todos los días por alquilarlo. El riesgo es suyo.

—No, señor. Si lo hubiera roto un pez y no tuviera usted la culpa, sería otra cosa. Usted lo ha perdido por descuido.

—Me lo ha arrancado de las manos el pez.

—Porque había apretado usted el sujetador y no tenía la caña en el hueco de la silla.

—No tiene usted derecho a cobrar eso.

—Si alquilara usted un automóvil y lo tirara por un despeñadero, ¿tendría que pagarlo, o no?

—Si yo fuera dentro, no —contestó Johnson.

—Muy bueno, Mr. Johnson —intervino Eddy—. ¿Comprende, Capi? Si fuera en el automóvil, se mataría y no tendría que pagar. Muy bueno.

Yo no presté atención al borrachín.

—Me debe usted doscientos noventa y cinco dólares por la caña, el carrete y el hilo —dije a Johnson.

—No es justo, pero si usted lo cree así, ¿por qué no partimos la pérdida?

—No puedo adquirir otro aparejo por menos de trescientos sesenta y siete dólares. No le cobro el hilo. Un pez como aquél se lo hubiera podido llevar todo y no tendría usted la culpa. Si hubiera aquí alguien más que un borrachín, le diría a usted que tengo razón. Ya sé que parece mucho dinero, pero también a mí me costó mucho dinero el aparejo. Para esta pesca hay que disponer del mejor aparejo.

—Dice que soy un borrachín, Mr. Johnson, y es posible que lo sea, pero tiene razón —dijo Eddy—. Tiene razón y es razonable.

—No quiero poner inconvenientes —dijo finalmente Johnson—. Pagaré, aunque yo no lo veo así. Son dieciocho días a treinta dólares por día y doscientos noventa y cinco extra.

—Usted me dio cien —le contesté— y yo le daré una lista de gastos y deduciré los víveres que queden. Lo gastado en provisiones se liquida aparte.

—Es razonable —dijo Johnson.

—Óigame, Mr. Johnson —dijo Eddy—. Si supiera lo que se cobra generalmente a los forasteros vería usted que es más que razonable. ¿Sabe lo que es? Excepcional. El Capi lo trata como si fuera su propia madre.

—Iré por la mañana al banco y vendré a la tarde. Pasado mañana tomaré el barco.

—Puede volver con nosotros y ahorrarse el viaje de vuelta.

—No —contestó—. Con el barco gano tiempo.

—Bueno —le dije yo—. ¿Vamos a tomar un trago?

—Muy bien —me contestó—. Y tan amigos, ¿eh?

—Sí, señor.

Nos sentamos los tres a popa y tomamos whisky.

La mañana del día siguiente la pasé a bordo cambiando el aceite del motor y dedicado a una cosa y otra. Al mediodía fui al centro de la ciudad y comí en un restaurante chino donde se come bien por cuarenta centavos y después fui a comprar cosas para mi mujer y mis tres hijas. Compré, ya se figuran ustedes, perfume, un par de abanicos y dos o tres peinetas altas. Cuando terminé las compras me detuve en el bar de Donovan, tomé una cerveza, charlé con el viejo y después fui a pie al muelle San Francisco, deteniéndome tres o cuatro veces en el camino a tomar cerveza. Convidé a un par de cervezas a Frankie en el bar Cunard y llegué a bordo de muy buen humor. No me quedaban más que cuarenta centavos.

Me acompañó Frankie, nos sentamos a esperar a Johnson, saqué del hielo un par de botellas y nos las bebimos entre los dos.

A Eddy no lo había visto en toda la noche ni en todo el día, pero yo sabía que, tarde o temprano, en cuanto se le acabara el crédito, había de volver. Donovan me dijo que había estado allí la víspera con Johnson y que Eddy les había convidado a crédito. En la espera me asaltó el pensamiento de que tal vez Johnson no apareciera, pero calculé que se habría acostado tarde y que probablemente no se habría levantado hasta el mediodía. Los bancos estaban abiertos hasta las tres y media. Vimos la salida del avión y a eso de las cinco y media yo me sentía muy bien, pero empezaba a preocuparme.

A las seis mandé a Frankie al hotel a ver si estaba allí Johnson. Todavía pensaba que quizá continuara la farra o que estaría en el hotel por sentirse demasiado mal para levantarse. Seguí esperando hasta que se hizo tarde. Pero cada vez me preocupaba más, porque me debía ochocientos veinticinco dólares.

Frankie se había ido hacía un poco más de media hora. Cuando lo vi volver caminaba a buen paso y meneaba la cabeza.

—Se ha ido en el avión —me dijo.

¡Vaya! ¡La habíamos hecho! El consulado estaba cerrado. Yo tenía cuarenta centavos y de todos modos el avión estaría ya en Miami para entonces. Ni siquiera podía telegrafiar. ¡Qué tipo había resultado Mr. Johnson! La culpa la tenía yo. Me lo hubiera debido oler.

—Bueno. Lo mejor que podemos hacer es tomar una cervecita fresca de las que compró Mr. Johnson —dije a Frankie. Quedaban tres botellas de Tropical.

Frankie estaba tan disgustado como yo. No sé cómo podía estarlo, pero así parecía. No hacía más que darme palmadas en la espalda y menear la cabeza.

La habíamos hecho buena. Estaba seco. Había perdido quinientos treinta dólares de alquiler, y el aparejo no podía reemplazarlo por trescientos cincuenta y más. ¡Cuánto se alegrarían de saberlo algunos de la pandilla que me rodeaba en el muelle!, pensé. Más de uno de Cayo Hueso se pondría contento. ¡Y la víspera había renunciado a tres mil dólares por desembarcar tres extranjeros en los cayos! En cualquier parte, nada más que por sacarlos del país.

Bueno, ¿qué iba a hacer? No podía tomar un cargamento porque hacía falta dinero para comprar las bebidas y además ya no daban dinero. La ciudad estaba inundada de bebidas y no había nadie que las comprara. Pero así me muriera si iba a casa sin un centavo a morirme de hambre el verano en aquel pueblo. Además tengo familia. El despacho de la lancha estaba pagado. Generalmente se le paga por adelantado al corredor y la despacha él. No tenía ni siquiera dinero para cargar gasolina. ¡Qué situación! ¡Qué tipo, el Johnson!

—Tengo que llevar algo, Frankie. Tengo que ganar dinero.

—Lo comprendo —me contestó Frankie.

Frankie merodea en los muelles, hace cualquier trabajillo, es bastante sordo y bebe demasiado todas las noches. Pero no han conocido ustedes un individuo más leal ni de mejor corazón. Lo conozco desde que empezamos a ir allí. Después, cuando me retiré de contrabandear y me dediqué a alquilar la lancha para pescar peces espada en Cuba, lo veía mucho por los muelles y por el café. Parece tonto y generalmente sonríe en vez de hablar, pero eso se debe a que es sordo.

—¿Llevaría cualquier cosa? —me preguntó.

—Naturalmente. No puedo elegir.

—¿Cualquier cosa?

—Claro que sí.

—Veremos. ¿Dónde va usted a estar?

—En La Perla. Tengo que comer.

En La Perla se puede comer bien por veinticinco centavos. Todos los platos del menú son de diez centavos, excepto la sopa, que cuesta cinco. Fui con Frankie y yo entré y Frankie siguió adelante. Antes de separarse me dio la mano y me volvió a dar palmadas en la espalda.

—No se preocupe. Yo, Frankie. Mucha política. Muchos negocios. Mucho beber. Sin dinero. Pero buen amigo. No se preocupe.

—Hasta luego, Frankie. No te preocupes tampoco tú.

Capítulo II

Entré en La Perla y me senté a una mesa. En el ventanal habían puesto un vidrio nuevo y el aparador estaba lleno. En el bar había muchos gallegos bebiendo. Otros comían. En una mesa estaban ya jugando al dominó. Por quince centavos tomé sopa de lentejas y un guisote. Una botella de cerveza Hatuey hizo que la cuenta subiera a veinticinco. Cuando le hablé del tiroteo al mozo, no me dijo nada. Todos estaban muy asustados.

Terminé de comer, me eché atrás contra el respaldo de la silla, fumé un cigarrillo y pensé, muy preocupado, en mi situación. De pronto vi que entraba Frankie seguido por otro. Un amarillo, pensé. Por lo visto se trata de amarillos.

—Le presento a Mr. Sing —me dijo Frankie sonriendo. Había andado muy de prisa y lo sabía.

—¿Cómo está usted? —dijo Mr. Sing.

Mr. Sing era uno de los hombres más suaves que yo había visto. Era chino, no cabía duda, pero hablaba como un inglés y vestía de blanco con camisa de seda y corbata negra y uno de esos sombreros panamá de ciento veinticinco dólares.

—¿Quiere tomar café? —me preguntó.

—Si usted toma, sí.

—Gracias. ¿Estamos solos?

—Sin contar todos los del café…

—Eso no importa. ¿Usted tiene una lancha?

—De treinta y ocho pies. Cien caballos Kermath.

—¡Ah! Había pensado que sería mayor.

—Puedo llevar doscientas sesenta y cinco cajas sin sobrecargar.

—¿Quiere usted alquilármela?

—¿En qué condiciones?

—No necesita usted ir. Yo pongo capitán y tripulación.

—No —contesté—. Yo voy en la lancha adondequiera que vaya.

—Bueno —replicó—. ¿Quiere usted dejarnos solos? —dijo a Frankie.

Frankie parecía tan interesado como siempre y le sonrió.

—Es sordo —dije yo—. No entiende mucho el inglés.

—¡Ah! —exclamó Mr. Sing—. Usted habla castellano. Dígale que vuelva más tarde.

Yo le hice a Frankie un ademán con el pulgar. Frankie se levantó y fue al mostrador.

—¿No habla usted castellano? —pregunté a Mr. Sing.

—Oh, sí —me contestó—. Vamos a ver, ¿cuáles son las circunstancias que le harían…, que le han hecho pensar en…?

—Estoy seco.

—Ah, vamos —dijo Mr. Sing—. ¿Debe algo de la lancha? ¿Puede intervenir el juzgado?

—No.

—Muy bien. ¿Cuántos de mis desgraciados compatriotas puede acomodar en su canoa?

—¿Se refiere usted a llevarlos?

—Exactamente.

—¿Hasta dónde?

—Un viaje de un día.

—No lo sé. Puedo llevar una docena si no tienen equipaje.

—No tendrán equipaje.

—¿Adonde quiere usted llevarlos?

—Eso lo decidiría usted.

—¿A qué se refiere? ¿Al lugar de desembarco?

—Usted los embarcaría para las Tortugas, donde los recogería una goleta.

—Mire usted —le dije yo—. En las Tortugas hay, en Loggerhead Key, una estación de radio receptora y transmisora.

—Bien. Indudablemente sería una tontería desembarcarlos allí.

—Entonces, ¿qué?

—Yo he dicho que los embarcaría usted para allí. Eso es lo que debe decir al pasaje.

—Bueno —contesté.

—Usted los desembarcará donde mejor le parezca.

—¿Irá la goleta a las Tortugas a recogerlos?

—No, hombre, no —replicó Mr. Sing—. ¡Qué tontería!

—¿Cuánto por cabeza?

—Cincuenta dólares.

—No.

—¿Qué le parecerían setenta y cinco?

—¿Cuánto cobra usted por cabeza?

—Eso no viene al caso. En mi despacho de pasajes hay muchísimas facetas, muchísimos ángulos, como diría usted. La cosa no termina ahí.

—Bien. Y lo que se espera que yo haga tampoco hay que pagarlo, ¿verdad?

—Le comprendo perfectamente. ¿Le parecen bien cien dólares por cabeza?

—Mire usted —le repliqué—. ¿Sabe usted para cuánto tiempo iría yo a presidio si me echaran mano?

—Para diez años. Por lo menos diez años —me contestó—. Pero no hay ningún motivo para ir a presidio, querido capitán. No corre usted riesgo más que al embarcar los pasajeros. Lo demás queda a su buen juicio.

—¿Y si vuelven a manos de usted?

—Muy sencillo. Yo le acusaré de haberme traicionado, les reembolsaré parte del dinero y los volveré a embarcar. Ellos comprenden, claro está, que es un viaje difícil.

—¿Y a mí qué me pasaría?

—Creo que dirigiría una esquelita al consulado.

—Ah, vamos.

—Mil doscientos dólares no son de despreciar, capitán.

—¿Cuándo cobraría?

—Doscientos al aceptar y mil al cargar.

—¿Y si desapareciera con los doscientos?

—Yo no podría hacer nada, claro está —contestó Mr. Sing sonriendo—. Pero no le considero capaz de eso, capitán.

—¿Tiene usted ahí los doscientos?

—Naturalmente.

—Póngalos debajo del platillo.

Mr. Sing los puso.

—Muy bien —le dije—. Despacharé por la mañana y saldré a la tarde. ¿Dónde cargamos?

—¿Qué le parece Bacuranao?

—Bien. ¿Lo tiene usted todo arreglado?

—Naturalmente.

—Ahora, vamos a hablar de la carga —le dije—. Usted pone dos luces, una sobre otra, en el punto que sea. Yo me acercaré cuando las vea. Usted viene en un bote y la carga se hace desde el bote. Venga personalmente y traiga el dinero. No tomo a nadie a bordo hasta cobrar.

—No. La mitad al empezar a cargar y la otra mitad al terminar.

—Bien —le repliqué—. Es razonable.

—¿Conformes en todo? —me preguntó.

—Creo que sí. No habrá equipajes ni armas. Ni pistolas, ni cuchillos, ni navajas de afeitar. Nada. Tengo que estar seguro de eso.

—¿No confía en mí, capitán? —me preguntó—. ¿No ve que nuestros intereses son idénticos?

—¿Cumplirá lo convenido?

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