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Authors: Ernest Hemingway

Tags: #Aventuras, Drama, Intriga

Tener y no tener (4 page)

BOOK: Tener y no tener
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—No me haga pasar un mal rato, por favor. ¿No ve que nuestros intereses coinciden?

—Bueno. ¿A qué hora estará usted allí?

—Antes de medianoche.

—Bien. Creo que eso es todo.

—¿Cómo quiere usted el dinero?

—En billetes de cien.

Se levantó y lo seguí con la mirada. Frankie le sonrió cuando pasó a su lado. Mr. Sing no lo miró. Era un chino verdaderamente suave. ¡Qué chino!

Frankie vino a la mesa.

—¿Qué tal?

—¿Dónde conociste a Mr. Sing?

—Embarca chinos —me contestó—. Gran negocio.

—¿Cuánto tiempo hace que lo conoces?

—Lleva aquí unos dos años. Antes los embarcaba otro. Alguien lo mató.

—Alguien matará a Mr. Sing también.

—Seguro. ¿Por qué no? Gran negocio.

—Gran negocio —repetí yo.

—Gran negocio —repitió Frankie—. Los chinos embarcados no vuelven nunca. Otros escriben cartas diciendo que les va muy bien.

—Admirable —dije yo.

—Esta clase de chinos no saben escribir. Todos los chinos que saben escribir son ricos. No comen nada. Viven de arroz. Aquí hay cien mil chinos. No hay más que tres chinas.

—¿Por qué?

—No lo permite el gobierno.

—Horrible situación —dije yo.

—¿Tiene asunto con él?

—Es posible.

—Buen asunto —dijo Frankie—. Mejor que la política. Se gana mucho. Grandes negocios.

—Toma una botella de cerveza —le dije yo.

—¿Se acabaron las preocupaciones? —me preguntó.

—Vamos, hombre. Grandes negocios. Muchas gracias.

—Muy bien —me dijo Frankie dándome una palmada en la espalda—. Me ha puesto usted muy contento. El negocio de los chinos es bueno, ¿eh?

—Magnífico.

—Me alegro mucho —dijo Frankie. Vi que estaba a punto de echarse a llorar de contento de que las cosas se hubieran arreglado y le di unas palmadas en la espalda. ¡Qué tipo!

Lo primero que hice por la mañana fue ir a ver al corredor y decirle que despachara la lancha. Me pidió la lista de la tripulación y no le di ningún nombre.

—¿Va usted solo, capitán? —me preguntó.

—Sí.

—¿Qué ha sido de su marinero?

—Está de borrachera —le contesté.

—Es muy peligroso ir solo.

—No son más que noventa millas. ¿Cree usted que el llevar un borrachín a bordo cambia las cosas?

Llevé la lancha al otro lado del puerto, al muelle de la Standard Oil, y llené los dos tanques. Entre los dos contenían cerca de doscientos galones. No me gustaba nada pagar veintiocho centavos el galón, pero no sabía adonde tendríamos que ir.

Desde que había visto al chino y cobrado el dinero me había estado preocupando el asunto. Creo que no dormí en toda la noche.

Volví al muelle San Francisco y me estaba esperando Eddy.

—Hola, Harry —me gritó agitando una mano.

Le eché el cable de popa, amarró bien y subió a bordo más alto, de peor color y más borracho que nunca. No le dije nada.

—¿Qué piensas del Johnson ese que se largó de esa manera? —me preguntó—. ¿Qué has averiguado?

—Largo de aquí —le contesté—. Eres una peste.

—¿No me ha sentado tan mal como a ti?

—Largo de aquí —repetí.

Eddy se instaló en una silla y estiró las piernas.

—He oído que hoy nos vamos —me dijo—. La verdad es que no merece la pena de quedarse.

—Tú no vas.

—¿Qué te pasa, Harry? No tiene sentido el enojarse conmigo.

—¿Qué no? ¡Largo de aquí!

—Calma, calma.

Le di una bofetada, se levantó y subió al muelle.

—Yo no te haría una cosa así.

—¡Claro que no, animal! —le contesté—. No te llevo. Eso es todo.

—¿Por qué tenías que pegarme?

—Para que lo creas.

—¿Qué quieres que haga? ¿Quedarme y morirme de hambre?

—¡Qué vas a morir, idiota! Puedes volver en el ferry. No tienes más que trabajar a bordo.

—No me estás tratando bien —me dijo.

—¿A quién has tratado tú bien en tu vida, borrachín? Eres capaz de engañar a tu propia madre.

Era verdad. Pero yo estaba disgustado por haberle pegado. Ya saben ustedes cómo se siente uno cuando pega a un borracho. Pero tal como se habían puesto las cosas no lo llevaría; ni siquiera si hubiera querido llevarlo.

Dio unos pasos en el muelle y parecía más largo que un día sin pan. De pronto dio vuelta y se acercó.

—¿No me das un par de dólares?

Le di uno de los billetes de cinco del chino.

—Siempre te he tenido por un amigo, Harry —me dijo—. ¿Por qué no me llevas?

—Traes mala suerte.

—Estás enfadado, nada más. No importa, viejo. Todavía te alegrarás de volverme a ver.

Como ya tenía dinero se alejó más de prisa, pero les aseguro que hasta el verle caminar era una peste. Caminaba como si tuviera las articulaciones hacia atrás.

Fui a La Perla, vi al corredor, me entregó la documentación y le convidé a una copa. Después almorcé y vi que entraba Frankie.

—Un individuo me ha dado esto para usted —me dijo; y me entregó una especie de rollo envuelto en papel y atado con bramante rojo. Parecía una fotografía cuando le quité el papel, y la desenrollé pensando que sería una vista que alguien había tomado de la lancha.

Acerté. Era una fotografía, tomada muy de cerca, de la cabeza y el pecho de un negro muerto, degollado de oreja a oreja y vuelto a coser. Una tarjeta puesta en el pecho decía en castellano: «Esto es lo que les hacemos a los lenguas largas.»

—¿Quién te la ha dado? —pregunté a Frankie.

Me señaló un chico español que trabaja en los muelles y que estaba en pie ante el mostrador.

—Dile que venga.

El chico se acercó y me dijo que se la habían dado dos individuos a eso de las once. Le preguntaron si me conocía y les contestó que sí. Luego se la dio a Frankie para que me la entregara. Le habían pagado un dólar. Según dijo, iban bien vestidos.

—Política —dijo Frankie.

—Sí —le contesté.

—Creen que había avisado usted a la policía, que iba usted a verse con unos aquella mañana.

—Ah, sí.

—La política es mal asunto —dijo Frankie—. Más le vale largarse.

—¿Te han dado algún recado? —pregunté al chico español.

—No. No me han dicho sino que le diera eso.

—La política es mal asunto —dijo Frankie—. Muy mal asunto.

Yo tenía en un montón los papeles que me había dado el corredor y pagué la cuenta, salí del café, crucé la plaza y me alegré de cruzar el depósito y de verme en el muelle. Aquellos chicos me tenían predestinado. Eran lo bastante tontos para creer que yo había denunciado a alguien a los otros. Eran como Pancho. Cuando tenían miedo se excitaban y querían matar a alguien.

Subí a bordo y calenté el motor. Frankie me miraba desde el muelle y sonreía con su inexpresiva sonrisa. Me dirigí a él.

—Mira, no te metas en un lío por esto —le dije.

No podía oírme y tuve que gritarle.

—Yo entiendo de política —me dijo soltando amarras.

Capítulo III

Hice adiós a Frankie, que había tirado el cabo a cubierta, desatraqué la lancha y enfilé el canal. Salía un carguero inglés, me puse al pairo y le pasé. Iba muy cargado de azúcar y tenía muy roñosas las chapas. Un marinero que vestía un viejo jersey azul me siguió con la mirada desde la proa. Salí del puerto, pasé por delante del Morro e hice rumbo norte, hacia Cayo Hueso. Dejé el volante, fui a proa, recogí el cabo, volví a mi sitio y mantuve el rumbo dejando La Habana a popa.

Al cabo de un rato perdí de vista el Morro, después desapareció el Hotel Nacional y al fin justamente veía la cúpula del Capitolio. No había mucha corriente en comparación con el último día de pesca. La brisa era floja. Vi que hacia La Habana se dirigían dos smacks, y como venían del oeste comprendí que había poca corriente.

Corté contacto y detuve el motor. No tenía objeto gastar nafta. Dejé la lancha a la deriva. Cuando oscureciera no dejaría de ver el faro del Morro y, si la lancha se alejaba demasiado, las luces de Cojimar, que me orientarían hacia Bacuranao.

Por el aspecto de la corriente calculé que para el anochecer me habría llevado la corriente a la altura de Bacuranao, donde vería las luces de Baracoa.

Detuve pues el motor y subí a proa. No se veían más que los dos smacks que se dirigían a puerto y, a lo lejos, la cúpula del Capitolio que se destacaba muy blanca al borde del mar. En la corriente flotaban bastantes algas sobre las que volaban algunas aves, no muchas. Estuve un rato sobre la cabina de mando y contemplé el mar, pero los únicos peces que vi fueron esos pardos que merodean alrededor de los montones de algas. No le dejen ustedes a nadie decir que no hay agua abundante entre La Habana y Cayo Hueso.

Ya estaba a comienzos de travesía.

Al cabo de un rato bajé a la cabina y me encontré con Eddy.

—¿Qué pasa? ¿Qué le pasa al motor?

—Se ha averiado.

—¿Por qué no has levantado la capota?

—¡Mierda! —le contesté.

¿Saben lo que había hecho? Volvió a bordo, levantó la escotilla de proa, se coló en la cabina y se volvió a dormir. Tenía dos botellas compradas en la primera taberna que encontró en el camino. Cuando puse el motor en marcha se despertó y se volvió a dormir. Al detener yo el motor en el golfo, el movimiento de la lancha lo volvió a despertar.

—Ya sabía que me traerías, Harry —me dijo.

—Te voy a llevar al infierno —le contesté—. Ni siquiera estás en la lista de tripulación. Me dan ganas de hacerte saltar al agua.

—Eres un bromista, Harry. Los de Cayo Hueso tenemos que estar unidos cuando nos vemos en líos.

—¿Con la lengua que tienes? ¿Quién va a confiar en ti cuando estás bebido?

—Soy un buen hombre, Harry. Ponme a prueba y lo verás.

—Trae las botellas —le dije. Estaba pensando en otra cosa.

Las trajo, tomé un trago de una de ellas y la dejé cerca del volante. Lo miré. Me daba pena y sentía lo que yo iba a tener que hacer. Lo había conocido cuando era un buen hombre.

—¿Qué le pasa a la lancha, Harry? —me preguntó.

—Nada.

—¿Qué pasa, entonces? ¿Por qué me miras así?

—En menudo lío te has metido —le dije. Me daba pena.

—¿En qué lío?

—No lo sé todavía. No lo he calculado todo.

Seguimos un rato sentados y no tenía yo ganas de seguir hablando. Cuando comprendí la cosa, se me hacía duro decirle. Bajé, agarré el fusil de repetición y el Winchester 30-30 que siempre llevaba en la cabina y los colgué en sus estuches del techo de la cabina, donde solía colgar las cañas, sobre el volante y al alcance de la mano. Los guardaba siempre en sus estuches de piel de oveja con la lana por dentro y empapada en aceite.

Aflojé la bomba del fusil, lo hice funcionar unas cuantas veces, lo cargué y pasé un cartucho al cañón. Después puse un cartucho en la recámara del Winchester, llené el cargador, saqué de debajo del colchón la Smith y Wesson treinta y ocho especial que tenía de mis tiempos de policía en Miami, la limpié, la engrasé, la cargué y me la puse al cinto.

—¿Qué pasa? —me preguntó Eddy—. ¿Qué demonios pasa?

—Nada —le contesté.

—¿Para qué quieres esas cochinas armas?

—Siempre las traigo a bordo. Para disparar a pájaros que se quieren llevar los cebos, o tiburones, o para navegar en los cayos.

—Pero, ¿qué pasa, hombre? ¡Maldita sea!

—Nada —le contesté.

La vieja treinta y ocho me golpeaba en la pierna cuando se balanceaba la lancha. Miré a Eddy y pensé que era una insensatez hacerlo entonces. Lo iba a necesitar.

—En Bacuranao nos espera un trabajito —le dije—. Ya te lo explicaré a su tiempo.

No quería decírselo con demasiada anticipación para que no se preocupara. Podía asustarse y no servirme para nada.

—No podías contar con otro mejor que yo, Harry —me dijo—. Yo soy el hombre que necesitas. Contigo, cualquier cosa.

Lo miré y lo vi alto, descolorido y tembloroso y no dije nada.

—¿No me das un trago? —me preguntó—. No quiero que me entren los temblores.

Se lo di y esperamos sentados a que oscureciera. La puesta del sol era linda. Soplaba una leve brisa. Cuando el sol bajó bastante puse en marcha el motor e hice proa a tierra.

Capítulo IV

Estábamos a una milla más o menos y en la oscuridad. Con la puesta del sol se había avivado la corriente, y yo noté que iba entrando. Al oeste veía el faro del Morro y el resplandor de La Habana. Las luces que teníamos enfrente eran Rincón y Baracoa. Remonté la corriente hasta pasar Bacuranao y acercarnos a Cojimar. Allí dejé la lancha a la deriva. La oscuridad era grande, pero yo sabía dónde estábamos. No habíamos encendido las luces.

—¿Cuál es el trabajito? —me preguntó Eddy. Volvía a estar asustado.

—¿Cuál te parece que es?

—No sé. Me has puesto preocupado.

Estaba muy cerca de temblar y cuando se me acercó le noté un aliento de buitre.

—¿Qué hora es? —le pregunté.

—Bajaré a ver.

Volvió y me dijo que eran las nueve y media.

—¿Tienes hambre? —le pregunté.

—No. Ya sabes que no podría comer.

—Bueno. Puedes tomar un trago.

Después que lo tomó le pregunté qué tal se sentía. Me dijo que se sentía bien.

—Dentro de un rato te daré un par de tragos más. Sé que si no tomas ron no tienes agallas, y no hay mucho a bordo. Más te vale beber poco a poco.

—Dime de qué se trata.

Le hablé en la oscuridad:

—Vamos a Bacuranao a recoger doce chinos. Cuando te lo diga te pones al volante y haces lo que te mande. Embarcaremos los doce chinos y los encerraremos abajo. Vete a proa y fija por fuera la escotilla.

Subió y su silueta se perfiló en la oscuridad. Volvió y me dijo:

—¿Puedo tomar ahora uno de los tragos?

—No. Te necesito valiente de ron. No me haces falta inútil.

—Soy un buen hombre. Harry. Ya lo verás.

—Eres un borrachín —le contesté—. Óyeme bien. A los doce los va a traer otro chino y me va a dar parte del dinero al principio. Cuando estén todos a bordo me dará el resto. Cuando tú veas que me da dinero por segunda vez, enfilas a alta mar. No hagas caso de lo que suceda. Sigue adelante suceda lo que suceda. ¿Comprendes?

—Sí.

—Si algún chino sale de la cabina o por la escotilla cuando estemos en marcha, agarras el fusil y lo vuelves a meter a la misma velocidad con que haya salido. ¿Sabes manejar el fusil grande?

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