Era un verdadero negrazo, listo y tristón. Debajo de la camisa llevaba en el cuello un amuleto y se cubría con sombrero de paja. Lo que le gustaba a bordo era dormir y leer diarios. Pero cebaba bien los anzuelos y era rápido.
—¿Puede usted cebar así un anzuelo, capitán? —me preguntó Johnson.
—Sí, señor.
—¿Para qué trae usted entonces un negro?
—Lo verá usted cuando aparezca la pesca mayor.
—¿Qué es lo que voy a ver?
—El negro es más rápido que yo.
—¿Eddy no es capaz de hacerlo?
—No, señor.
—Me parece un gasto innecesario.
Johnson le había estado dando al negro un dólar diario y el negro se dedicaba todas las noches a la rumba. Yo veía que le iba entrando el sueño.
—Es necesario —repliqué.
Pero cuando vimos los smacks con sus remolques anclados delante de Cabañas y los botes anclados y dedicados a la pesca de merlines cerca del Morro, puse proa hacia donde el golfo marcaba una línea oscura. Eddy sacó los dos grandes teasers y el negro puso cebo en las tres cañas.
La corriente había penetrado mucho y cuando nos acercamos al borde vimos que tenía un color morado y formaba remolinos regulares. Soplaba una leve brisa del este y levantamos muchos peces voladores, de esos grandes de alas negras que cuando emprenden el vuelo parecen la imagen de Lindbergh cruzando el Atlántico. No hay mejor señal que los grandes peces voladores. Hasta donde alcanzaba la vista había manchones de las descoloridas algas del golfo que indican que la corriente principal ha penetrado mucho. Unas aves se afanaban sobre un banco de pequeños atunes a los cuales se les veía saltar.
Cada uno de ellos no pesaría más de un par de libras.
—Póngase cuando quiera —dije a Johnson.
Se puso el cinturón y la correa y agarró la gran caña que tenía un carrete Hardy de seiscientas yardas de hilo del treinta y seis. Miré atrás y vi que el cebo se deslizaba bien en la comba de las olas. Los teasers se hundían y volvían a emerger. Llevábamos la velocidad que debíamos y yo metí la lancha en la corriente.
—Meta la base de la caña en el hueco de la silla —dije a Johnson—. Así no pesará tanto. Tenga suelto el sujetador para poder largar hilo cuando pique alguno. Si pica estando tirante lo va a tirar a usted al agua.
Todos los días le tenía que decir lo mismo, pero no me importaba. Sólo uno de cada cincuenta clientes sabe pescar, y, cuando saben, la mitad del tiempo están atontados y quieren usar el hilo que no es lo bastante fuerte para nada grande.
—¿Qué le parece a usted el tiempo? —me preguntó.
—No puede ser mejor —le contesté. Hacía realmente buen tiempo.
Le dejé al negro al volante y le dije que siguiera rumbo al este al borde de la corriente. Después fui adonde estaba Johnson sentado contemplando los saltos del cebo.
—¿Quiere que ponga otra caña? —le pregunté.
—Creo que no. Quiero hacerlo yo todo: pescar, forcejear y embarcar la pesca.
—Muy bien. ¿Quiere que Eddy maneje otra caña y se la pase a usted si pican?
—No. Prefiero que no haya más que una caña.
—Muy bien.
El negro seguía sacando la lancha corriente adentro y vi que había visto que un poco más adelante se levantaba una bandada de peces voladores. Miré atrás. La Habana era una hermosa vista al sol. Por delante del Morro salía del puerto un barco.
—Creo que hoy va usted a tener ocasión de forcejear, mister Johnson.
—Ya va siendo hora. ¿Cuánto tiempo llevamos saliendo?
—Hoy hace tres semanas.
—Es mucho tiempo para pescar.
—Son peces raros —le dije—. No se les encuentra aquí hasta que vienen, pero cuando vienen los hay en abundancia. Y han venido siempre. Si no vienen ahora no vendrán nunca. Tenemos la luna que hace falta, la corriente es buena y va a soplar buena brisa.
—La primera vez que vinimos había peces pequeños.
—Ya le dije que los pequeños escasean y desaparecen antes de que aparezcan los grandes.
—Ustedes, los capitanes de estos barcos, cuentan siempre el mismo cuento. O es demasiado pronto o es demasiado tarde o no hay buen viento o no hay buena luna. Pero cobran ustedes lo mismo.
—El caso es que generalmente es demasiado pronto o demasiado tarde, y muchas veces sopla el mal viento. Luego, cuando hace buen tiempo está uno en tierra sin clientes.
—¿Usted cree que el día de hoy es bueno?
—Hombre, yo he visto ya bastante hoy. Pero me gustaría que usted viera mucho.
—Así lo espero —me contestó.
Nos pusimos a la pesca.
Eddy fue a proa y se tumbó.
Yo me quedé de pie esperando ver alguna cola. De vez en cuando observaba al negro, que se desperezaba. ¡Qué noche debía de pasar!
—¿Quiere usted darme una botella de cerveza, capitán? —me preguntó Johnson.
—Sí, señor —le contesté, metiendo la mano en el hielo para sacarle una fría.
—¿No quiere una para usted?
—No, señor. Esperaré hasta la noche.
Abrí la botella y se la iba a largar cuando vi que un gran merlín, con una espada más larga que mi brazo, sacó del agua medio cuerpo para largar una dentellada a la caballa. Parecía un gran tronco.
—¡Afloje! —grité.
—No ha mordido —dijo Johnson.
—Entonces espere.
Había salido de muy al fondo y falló. Yo sabía que volvería.
—Esté preparado para largar hilo en el momento que muerda.
De pronto le vi subir desde muy al fondo. Se le veían las aletas, que parecían alas moradas, y las franjas moradas que le cruzaban el cuerpo pardo. Apareció como un submarino y su espinazo cortó el agua. De pronto se puso detrás del cebo y emergió del agua su espada, que oscilaba a derecha e izquierda.
—Deje que le vaya a la boca —dije yo. Johnson retiró la mano del carrete, que empezó a zumbar. El merlín se volvió, se lanzó al fondo y brilló como de plata al lanzarse velozmente hacia tierra.
—Apriete un poco el sujetador —dije a Johnson—. No mucho.
Johnson lo apretó un poco y vi que la caña se enderezaba.
—Apriételo fuerte y dele un golpe. Tiene que golpearlo. De todos modos va a saltar.
Johnson apretó del todo el sujetador y volvió a ocuparse de la caña.
—¡Duro con él! —le dije—. ¡Duro con él! ¡Dele media docena de golpes!
Johnson le dio un par de fuertes golpes más. La caña se dobló y el carrete empezó a chirriar. De pronto emergió del agua el pez, bum, con un salto recto, brilló como de plata al sol e hizo un ruido como el de un caballo al que se le tira desde un acantilado.
—Afloje un poco.
—Se ha ido —dijo Johnson.
—¡Qué se va a ir! Afloje pronto.
Yo veía que la caña se doblaba. Al siguiente salto estaba el pez a popa y quería alejarse. Después volvió a aparecer y levantó espuma. Vi que el anzuelo le había agarrado a un lado de la boca. Se le veían claramente las franjas. Era un hermoso pez de un plateado brillante, con franjas moradas y grandes como un tronco.
—Se ha ido —dijo Johnson. El hilo estaba flojo.
—Vaya recogiendo. Está bien agarrado —le dije yo—. A toda máquina —grité al negro.
Apareció una, dos veces, rígido como un poste. Todo lo largo que era saltaba hacia nosotros. Cada vez que caía levantaba agua a gran altura. El hilo se puso tenso. Le vi volverse con la intención de dirigirse hacia tierra.
—Ahora huirá —dije yo—. Si quiere escapar le seguiré. Suelte un poco el sujetador. Tenemos hilo abundante.
El merlín se dirigió hacia el noroeste, como van todos los grandes. ¡Cómo nadaba! Se puso a saltar sobre el lomo de las olas y parecía una lancha de carrera. Yo me senté al volante para seguirle después de haber virado y grité a Johnson que recogiera un poco teniendo firme el carrete. De pronto vi que tembló la caña y aflojó el hilo. Sólo una persona enterada podía darse cuenta de que había aflojado al ver la curva del hilo sobre el agua. Pero yo me di cuenta.
—Se ha ido —dije a Johnson. El pez seguía saltando hasta que lo perdimos de vista. Era realmente un hermoso pez.
—Todavía siento que tira —dijo Johnson.
—Usted siente el peso del hilo.
—No puedo recogerlo. Quizá esté muerto, el pez.
—Mírelo —le dije—. Todavía salta.
Se le veía a media milla, levantando todavía agua.
Eché mano al sujetador. Johnson lo había apretado tanto que no podía soltar cuerda y tenía que romperse.
—¿No le he dicho que lo dejara flojo?
—Ha seguido tirando.
—¿Y qué?
—Que he apretado.
—Mire usted —le dije—. Si no se le da un poco de hilo cuando muerden de esa manera, lo rompen. No hay hilo que les resista. Cuando lo piden hay que dárselo. Hay que mantenerlo un poco flojo. Los que pescan para el mercado no pueden sujetarlos con rigidez ni siquiera con una cuerda de arpón. Lo que nosotros tenemos que hacer es seguirles con la lancha para que no se acabe el hilo cuando huyen. Después de la carrera se cansan y entonces se les puede atraer.
—¿De modo que si el hilo no se hubiera roto lo habría atrapado?
—Habría tenido usted una probabilidad.
—No podía haber seguido así, ¿verdad?
—Podía haber hecho otras muchas cosas. No empieza a luchar hasta terminar la carrera.
—Bueno, vamos a atrapar uno.
—Primero tenemos que recoger el hilo.
El pez había mordido y lo perdimos sin que se despertara Eddy, que después vino a popa.
—¿Qué pasa? —preguntó.
En otros tiempos, antes de darse a la bebida, había sido un buen marinero, pero ya no servía para nada. Allí estaba, alto, demacrado, con la boca entreabierta, una fluxión blanca en el extremo de los párpados y el pelo descolorido al sol. Yo sabía que se había despertado para echar un trago.
—Más te vale beber una botella de cerveza —le dije.
Sacó una de la caja y la bebió.
—Bueno, Mr. Johnson —dijo Eddy—. Creo que lo mejor que puedo hacer es terminar mi sueñecito. Muchas gracias por la cerveza.
¡Qué tipo! Los peces le tenían sin cuidado.
Hacia el mediodía picó otro y se nos escapó. El anzuelo se elevó treinta pies cuando lo expulsó.
—¿Qué he hecho mal ahora? —dijo Johnson.
—Nada. Lo ha escupido.
—Mr. Johnson —dijo Eddy, que se despertó para beber otra botella de cerveza—. Tiene usted mala suerte y es posible que la tenga buena con las mujeres. ¿Qué le parece que salgamos esta noche?
Después volvió a tumbarse otra vez.
A eso de las cuatro, cuando ya íbamos de vuelta pegados a la costa, contra corriente y con el sol por detrás, mordió en el anzuelo de Johnson el merlín más grande que he visto en mi vida. Habíamos puesto un aparejo con plumas y cayeron cuatro atunes pequeños y el negro puso uno de ellos en el anzuelo. Era bastante pesadito y hacía mucho ruido en la estela.
Johnson quitó del carrete la correa para poner la caña de través sobre las rodillas porque se le cansaban los brazos de tenerla constantemente en posición. Y como también se le habían cansado las manos de sujetar el carrete con el tirón del pesado cebo, apretó el sujetador cuando yo no le miraba. No sabía yo que lo había apretado. No me gustaba verle sostener la caña de aquella manera, pero no quería meterme con él constantemente. Además, lo único que podía pasar teniendo el sujetador flojo era que se le fuera el hilo, de modo que no había ningún peligro. Pero aquélla no era manera de pescar.
Yo iba al volante y conducía al borde de la corriente frente a la vieja fábrica de cemento. Allí hay mucho fondo cerca de tierra y siempre se forma una especie de remolino y pican mucho. De pronto vi que se levantaba el agua como si hubiera estallado una bomba de profundidad, y vi también una espada, un ojo, la mandíbula inferior y la enorme cabeza pardo-morada de un merlín negro. Del agua emergía su aleta dorsal a tanta altura como un velero aparejado. La espada era tan ancha como un bate de béisbol. Cuando echó la dentellada al cebo abrió el océano en dos. Era morado negruzco y tenía unos ojos del tamaño de soperas. Era enorme. Apostaría que pesaba mil libras. Grité a Johnson que le soltara hilo, pero antes de pronunciar una palabra vi que Johnson se elevaba en el aire como levantado por una grúa y que durante un segundo siguió sosteniendo la caña y se dobló como un arco, pero el mango le golpeó en la barriga y el aparejo entero se fue al agua.
El pez, al picar, lo había levantado de la silla, y no pudo sujetarlo. El mango lo tenía debajo de una pierna y la caña le cruzaba la otra. Si la hubiera tenido sujeta al cuerpo se lo hubiera llevado a él también.
Yo paré el motor y fui a popa. Johnson estaba sentado y llevándose las manos a la barriga, donde había sufrido el golpe. —Creo que basta por hoy —le dije.
—¿Qué pez era ése?
—Un merlín negro.
—¿Cómo ha sucedido?
—¿Ha calculado usted el precio? —le pregunté—. El carrete me costó doscientos cincuenta dólares. Ahora cuestan más. La caña me costó cuarenta y cinco. Había casi seiscientas yardas de hilo del treinta y seis.
Eddy le dio una palmada en la espalda:
—Tiene usted mala suerte, Mr. Johnson. No había visto nunca una cosa así.
—Calla, borrachín —le dije yo.
—Le digo a usted que no he visto en la vida una cosa tan rara, Mr. Johnson —replicó Eddy.
—¿Qué podía yo hacer con un pez como ése? —exclamó Johnson.
—Usted quería luchar solo —le contesté yo. Me había enfadado mucho.
—Son demasiado grandes —dijo Johnson—. Hubiera sido un castigo.
—Un pez así lo mataría a usted.
—Otros los pescan.
—Sí, quienes saben pescarlos. Pero no se crea que no se llevan lo suyo.
—Yo he visto una fotografía de una chica que pescó uno.
—Claro que sí. Pesca muerta. Se tragó el cebo, le arrancaron el estómago y salió a la superficie y murió. Yo hablo de cansarlos cuando se les agarra por la boca.
—Bueno, son demasiado grandes —dijo Johnson—. Si no es una diversión, ¿para qué pescar?
—Tiene razón, Mr. Johnson —dijo Eddy—. Si no es una diversión, ¿para qué pescar? Ha dado en el clavo, Mr. Johnson. Si no es una diversión, ¿para qué pescar?
A mí me duraba todavía la excitación de haber visto aquel pez y del disgusto del aparejo no podía escucharles y dije al negro que enfilara hacia el Morro. No dije nada a Johnson y a Eddy, que seguían sentados con una botella de cerveza cada uno.
—Capitán: ¿puede usted servirme un whisky? —me preguntó Johnson al cabo de un rato.