Tener y no tener (5 page)

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Authors: Ernest Hemingway

Tags: #Aventuras, Drama, Intriga

BOOK: Tener y no tener
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—No, pero me puedes enseñar.

—No te acordarías. ¿Sabes manejar el Winchester?

—No hay más que mover el cerrojo y disparar.

—Exactamente. Pero cuidado, no hagas agujeros en el casco.

—Mejor será que me des otro trago.

—Muy bien. Te daré un traguito.

Le di uno bueno. Sabía que con el miedo que tenía no le emborracharía. Pero cada trago le haría su efecto por un ratito. Después de beber dijo, como si estuviera muy contento:

—De modo que nos dedicamos al contrabando de chinos, ¿eh? Siempre he pensado que si me arruinara me dedicaría a ese negocio.

—Pero hasta ahora no te habías arruinado, ¿verdad? —le repliqué. No dejaba de tener gracia lo que me había dicho.

Antes de las diez y media le había dado tres tragos más para que se sintiera valiente. Era divertido mirarle, y el verle me impedía pensar en mí mismo. No había pensado que tendría que esperar tanto. Había planeado partir después de oscurecer, huir del resplandor y costear hasta Cojimar.

Un poco antes de las once vi en el punto convenido las dos luces. Esperé un poco y avancé lentamente. Bacuranao es una caleta donde antes había un gran muelle para cargar arena. Hay allí un riachuelo que desagua en el mar cuando las lluvias abren camino en la barra. En invierno los vientos del norte amontonan arena y la cierran. Las goletas entraban a cargar guayabas en el río y en otros tiempos hubo un pueblo, pero lo destruyó un huracán y ya no queda más que una casita que construyeron unos gallegos con los restos del desastre y que utilizan como club los domingos cuando van de La Habana a bañarse y de picnic. Hay otra casa donde vive el delegado gubernativo, pero está lejos de la playa.

Cada sitio de esos a lo largo de la costa tiene un delegado gubernativo, pero yo pensé que el chino utilizaría su propio bote y que lo habría sobornado. Cuando nos acercamos noté el olor a algas y ese otro dulce a matorral que viene de tierra.

—Adelante —dije a Eddy.

—Por ese lado no podemos chocar —me replicó—. Las rocas están en el otro según se entra.

Ya ven, en otros tiempos había sido un buen hombre.

—Vigila —le dije guiando la lancha a donde nos pudieran ver.

Como las olas no rompían, podían oír el motor desde tierra. No quería estar esperando sin saber si nos habían visto o no y encendí una vez las luces verde y roja y las volví a apagar. Luego puse proa afuera y esperé con el motor a poquísima marcha. Había cierta marejada.

—Ven aquí —dije a Eddy. Le di un buen trago.

—¿Se levanta primero el gatillo con el pulgar? —me preguntó. Se había sentado al volante. Yo alargué el brazo, agarré los dos estuches, los abrí y saqué las culatas de los fusiles unas seis pulgadas.

—Eso es.

—¡Magnífico!

Era realmente extraordinario ver el efecto que le hacía un trago, y qué pronto.

Mientras esperábamos vi una luz que se movía desde la casa del delegado hacia la espesura. Luego vi que las dos luces convenidas se fueron apagando y que una de ellas describía después circunferencias. Debieron de apagar la otra.

Al poco tiempo se destacó de la caleta un bote que se nos fue acercando a impulsos de un hombre que remaba a popa. Lo veía por la forma en que se balanceaba. Comprendí que el remo era grande. Me sentía muy satisfecho. El que el bote viniera movido por un remo quería decir que no lo manejaba más que un hombre. Se nos acercaron.

—Buenas noches, capitán —dijo Mr. Sing.

—Atraque por popa —le contesté.

Mr. Sing dijo algo al chino que remaba, pero como no podía oír, me agarré a la regala de la lancha y la hice pasar a popa. Venían ocho hombres: los seis chinos, mister Sing y el remero. Mientras empujaba a la lancha esperé que algo me golpeara la cabeza, pero no sucedió nada. Me enderecé y dejé que se agarrara Mr. Sing a popa.

—Vamos a ver qué cara tiene eso —le dije.

Me alargó un rollo, lo tomé, fui a donde estaba Eddy al volante y encendí la luz de la bitácora. Examiné el rollo cuidadosamente y me pareció que estaba bien y apagué la luz. Eddy temblaba.

—Sírvete un trago —le dije. Le vi alargar el brazo y levantar la botella.

Volví a popa.

—Bueno —dije a Mr. Sing—. Que pasen ahora los seis.

Mr. Sing y el remero cubano se veían en dificultades para sujetar el bote en la marejada. Oí que Mr. Sing decía algo en chino y los chinos del bote se pusieron a subir a popa.

—Uno a uno —les dije.

Mr. Sing volvió a hablar. Los seis chinos subieron uno tras otro. Los había de todos los tamaños y estaturas.

—Enséñales el camino —dije a Eddy.

—Por aquí, señores —dijo Eddy. Comprendí que había tomado un buen trago.

—Cierra la cabina —le dije cuando todos estuvieron dentro.

—Sí, señor —me contestó.

—Volveré con los demás —dijo Mr. Sing.

—Bien.

Empujé el bote y el chico se puso a remar.

—Deja esa botella —dije a Eddy—. Ya te sientes bastante valiente.

—Bien, jefe —me contestó.

—¿Qué te pasa?

—Esto es lo que me gusta. ¿Dices que no hay más que bajar el gatillo con el pulgar?

—Calla, borrachín —le repliqué—. Dame un trago de ésos.

—Se ha acabado. Lo siento, jefe.

—Mira. Lo que tienes que hacer ahora es ver cuándo me da el dinero y poner la canoa en marcha.

—Muy bien, jefe.

Agarré la otra botella y la abrí con el sacacorchos. Tomé un buen trago y me volví a popa después de meter bien el corcho y de dejar la botella entre dos garrafones de agua.

—Ahí viene Mr. Sing —dije a Eddy.

—Sí, señor —me contestó.

El bote se nos fue acercando.

El remero acercó el bote a popa y yo dejé que agarraran ellos. Mr. Sing se agarró al rodillo que teníamos para embarcar los peces grandes.

—Que suban uno a uno —le dije.

Otros seis chinos variados subieron por popa.

—Abre y mételos —dije a Eddy.

—Sí, señor.

—Cierra la cabina.

—Sí, señor.

Cuando vi que Eddy se había sentado al volante, dije a Mr. Sing:

—Muy bien, Mr. Sing, veamos el resto.

Metió la mano en el bolsillo y me alargó el dinero. Yo alargué la mano para recogerlo, le agarré de la muñeca de la mano en que tenía el dinero, lo atraje hacia mí y le eché la otra mano al cuello. Sentí que la lancha arrancaba. Estaba muy ocupado con Mr. Sing, pero en la proa del bote vi al cubano mientras nos alejábamos entre pataleos y esfuerzos de Mr. Sing. Se movía y saltaba más que un delfín al que se le ha echado el garfio.

Le había sujetado el brazo detrás y se lo subí, pero creo que se lo subí demasiado, porque pronto lo sentí inerte. Cuando se le rompió hizo un ruido raro. Seguía teniéndolo agarrado de la garganta y se incorporó un poco y me mordió en un hombro. Pero cuando sentí que le había roto el brazo se lo solté. Ya no le servía para nada. Entonces lo agarré del cuello con las dos manos, y, amigo, Mr. Sing se contorsionó realmente como un pez, con el brazo colgando. Pero le puse de rodillas y le apreté bien el gaznate con dos dedos hasta que se le cascó. No crean que no se oye el ruido.

Lo sostuve quieto un momento y lo dejé tendido de través a popa. Allí quedó boca arriba calladito, con su buen traje y los pies en el sollado.

Recogí del suelo el dinero y lo conté a la luz de la bitácora. Luego me puse al volante y dije a Eddy que buscara debajo de popa unos trozos de hierro que usaba para fondear la embarcación cuando nos dedicábamos a pesca de fondo sobre rocas y no queríamos arriesgar un ancla.

—No encuentro nada —me dijo. Tenía miedo de verse allí con Mr. Sing.

—Ponte al volante. Sigue rumbo mar adentro.

Se sentían ciertos ruidos en la cabina, pero no me asustaban.

Encontré los dos trozos que quería, hierros del viejo muelle carbonero de Tortugas, agarré una cuerda y se los até a Mr. Sing en los tobillos. Cuando llegamos a estar a unas dos millas de tierra lo arrastré y cayó suavemente al agua.

Ni siquiera le registré los bolsillos. No tenía ninguna gana de manipular con él.

Como había sangrado un poco de la nariz y de la boca, volqué un balde de agua y de la velocidad que llevábamos casi me caí al agua. Luego limpié el suelo con una escoba que había a popa.

—Afloja un poco la marcha —dije a Eddy.

—¿Y si flota? —me preguntó.

—Donde lo he echado habrá unas setecientas brazas. Se va a hundir todas, y es mucha distancia, amigo. No flotará hasta que lo levanten los gases y durante todo ese tiempo lo llevará la corriente y servirá de cebo. No te preocupes por Mr. Sing, idiota.

—¿Qué tenías contra él? —me preguntó.

—Nada. Nunca he tratado de negocios con un hombre más suave. Me parecía que en todo esto había algo retorcido.

—¿Por qué lo has matado?

—Por no tener que matar a los otros doce.

—Tienes que darme un trago, Harry, porque siento que sube. Me ha puesto enfermo el verle menear la cabeza.

Le di el trago.

—¿Qué vamos a hacer con los chinos?

—Quiero quitármelos de encima cuanto antes. Antes de que la cabina hieda.

—¿Dónde los vas a dejar?

—Los desembarcaremos en la playa grande.

—¿Enfilo hacia allí?

—Sí. Despacio.

Cruzamos lentamente la barra. La playa brillaba. En la barra hay bastante fondo y una vez dentro el fondo es de arena y se puede llegar hasta la orilla.

—Vete a proa y dame la profundidad.

Eddy fue midiendo la profundidad con una pértiga y empujando la lancha al mismo tiempo. Yo iba acercando la lancha por popa. Eddy volvió y me hizo un gesto para que nos detuviéramos.

—Aquí hay cinco pies.

—Tenemos que anclar —le dije—. Si sucede algo y no podemos arrancar a toda velocidad, nos alejaremos como podamos.

Eddy soltó la cuerda y cuando el ancla no pidió más la ató bien. La lancha quedó proa al mar.

—El fondo es arena —me dijo Eddy.

—¿Cuánta agua hay a popa? —le pregunté.

—No más de cinco pies.

—Agarra el rifle. Y ten cuidado.

—Déjame tomar un trago —me contestó. Estaba muy nervioso.

Le di un trago, eché mano del otro fusil, abrí la puerta de la cabina y dije:

—Salgan todos.

No pasó nada.

Un ratito después sacó un chino la cabeza, vio a Eddy con el rifle y se volvió a meter.

—Salgan. No les vamos a hacer nada —les dije.

Ni por ésas. Lo único que hicieron fue hablar en chino.

—¡Fuera de ahí! —les dijo Eddy. Comprendí que había empinado el codo.

—Deja esa botella, o de un tiro vas al agua —le dije.

—Salgan o disparo —dije a los chinos.

Vi que uno se asomaba en una esquina de la puerta. Indudablemente vio la playa, pues se puso a hablar.

—Salgan o disparo.

Salieron.

Aseguro a ustedes que hace falta ser muy canalla para matar a un grupo de chinos como aquéllos. Aparte de los líos y de las complicaciones.

Salieron y estaban asustados y no tenían armas, pero eran doce. Yo caminé hacia atrás con mi fusil.

—Salten por la borda —les dije—. El agua no les cubre.

Nadie se movió.

—Largo por la borda, cochinos amarillos —dijo Eddy.

—Calla la boca, borrachín —le dije yo.

—¿No nadar? —preguntó un chino.

—No nadar —le contesté—. No fondo.

—Vamos, largo —les dijo Eddy.

—Ven a popa —le dije yo—. Con el fusil en una mano, mete la pértiga con la otra y enséñales el fondo que hay.

Eddy les enseñó la pértiga mojada.

—¿No nadar? —volvió a preguntarme el mismo chino.

—No.

—¿Verdad?

—Sí.

—¿Dónde estar?

—Cuba.

—Ladrón —me dijo, y después de colgar un rato se dejó caer. Se hundió del todo, pero reapareció y el agua no le llegaba a la barbilla—: Ladrón. Cochino ladrón.

Estaba furioso y era valiente. Les habló a los otros en chino y todos se descolgaron por la popa.

—Bueno, leva ancla —dije a Eddy.

Cuando enfilamos mar adentro empezaba a salir la luna. A los chinos, que caminaban hacia tierra, se les veía la cabeza fuera del agua. Al fondo se veía el brillo de la playa y la espesura.

Pasamos la barra, miré atrás y vi la playa y las montañas, que empezaban a perfilarse. Hice proa a Cayo Hueso.

—Ahora puedes dormir un poco —dije a Eddy—. No, espera; baja, abre los ojos de buey para que se vaya el hedor y tráeme yodo.

—¿Qué te pasa? —me preguntó cuando me lo trajo.

—Me he cortado un dedo.

—¿Quieres que maneje yo el volante?

—Duerme. Ya te despertaré.

Se tumbó en la litera empotrada bajo la popa sobre el depósito de gasolina y al poco tiempo estaba dormido.

Capítulo V

Sujeté el volante con las rodillas, me solté la camisa y me miré el mordisco de Mr. Sing. Era un buen mordisco, me puse yodo y seguí manejando el volante. Me pregunté si el mordisco de un chino sería venenoso. La lancha se deslizaba suavemente blanqueando el agua. No, qué demonios; aquel mordisco no podía ser venenoso. Probablemente un hombre como Mr. Sing se limpiaba los dientes dos o tres veces al día. ¡Qué tipo! No entendía realmente mucho de negocios. Quizá entendiera. Quizá confiara en mí. Aseguro a ustedes que no me imaginaba qué clase de hombre era.

Bueno, lo demás, salvo por Eddy, era sencillo. Como es un borrachín, cuando está mamado se va de la lengua. Lo miré y pensé: «Cristo, tal como es, tan bien está muerto como vivo.» Al verlo a bordo pensé que tendría que hacerle desaparecer, pero cuando las cosas me salieron tan bien me faltó valor. El verlo tendido era indudablemente una tentación. Pero pensé que no tenía sentido hacer algo que luego podía lamentar. Después se me ocurrió que ni siquiera figuraba en la lista de la tripulación y que tendría que pagar multa por llevarlo. No sabía qué pensar.

Me quedaba mucho tiempo. Mantuve el rumbo y de vez en cuando tomaba un trago de la botella que Eddy había traído a bordo. No había en ella gran cosa. Cuando terminé abrí la única que me quedaba. Me sentía muy bien al volante y la noche era muy buena para la travesía. Al fin, el viaje me había resultado bueno después de que tantas veces había parecido que resultaría malo. Eddy se despertó al amanecer y me dijo que se sentía muy mal.

—Ponte al volante un momento —le dije—. Voy a dar un vistazo.

Me dirigí a popa y eché un poco de agua. El suelo estaba perfectamente limpio. Sacudí la escoba por la borda, descargué los fusiles y los llevé abajo. Pero seguí con la pistola al cinto. Abajo hacía fresco y estaba muy agradable. No se sentía ningún olor. Por el ojo de buey de estribor había entrado un poco de agua y, como una de las literas se había mojado, lo cerré. No había en el mundo un vista de aduana que hubiera podido oler allí a chino.

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