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Authors: David Brin

Tags: #Ciencia Ficción

Tiempos de gloria (38 page)

BOOK: Tiempos de gloria
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Hicieron un alto junto a un borboteante arroyuelo y todo el mundo desmontó. Algunas lo hicieron con torpeza, pero ninguna con más torpeza que el hombre, que silbó y se frotó las piernas, intentando caminar para desentumecerse. De hecho, sólo la vergüenza impidió a Maia comportarse como él. En cambio, se desperezó disimuladamente detrás de su caballo. Las líderes se reunieron cerca, alrededor de una lámpara.

—Éste debe de ser el lugar —dijo Kiel, señalando un mapa trazado sobre piel de cordero, mucho más resistente que el papel. Baltha sacudió la cabeza.

—Hay otro arroyo a un kilómetro más o menos. Yo os diré dónde.

—¿Estás segura? No querríamos perder…

—No lo haremos —cortó la alta rubia—. Ahora montemos. Estamos perdiendo el tiempo.

Maia vio a Thalla y Kiel mirarse con expresión dubitativa en cuanto Baltha se marchó.

—Ahora conoce el lugar como si fuera la palma de su propia mano —murmuró Thalla—. ¿Cómo es posible? Por aquí sólo crecen Perkinitas.

Maia hizo un signo de precaución a su amiga.

—Una cosa está clara. No es una maldita Perkinita.

Thalla se encogió de hombros mientras Kiel enrollaba el mapa.

—Las hay peores —dijo entre dientes. Cuando las dos pasaron ante Maia, Thalla le dio un golpecito en la cabeza. El gesto habría parecido condescendiente si no hubiera habido en él algo similar al afecto.

Con el júbilo de la huida convirtiéndose poco a poco en fatiga física, Maia comprendió:
.Aquí hay en juego más de lo que yo pensaba. Será mejor que empiece a prestar más atención.

Media hora más tarde, llegaron a otro arroyo que corría entre las altas paredes de un cañón. Esta vez, Baltha indicó que todo el mundo guiara su montura hasta el riachuelo antes de hablar.

—Aquí nos separamos. Riss, Herri, Blene y Kau se dirigirán hacia Demeterville, dejando huellas y confundiendo la pista. Maia, tú irás con ellas. El resto seguiremos corriente arriba unos dos kilómetros antes de girar hacia el oeste, y luego hacia el sur. Nos reuniremos al suroeste de Ciudad Barro el día siete, si Lysos nos guía.

Maia miró a las desconocidas a las que tenía que acompañar, y sintió un escalofrío recorrerle la espalda.

—No —dijo con fuerza—. Quiero ir con Kiel y Thalla.

Baltha se la quedó mirando con mala cara.

—Tú irás a donde se te diga.

El pánico atenazó el pecho de Maia. Parecía una repetición de su despedida de Leie, cuando se separaron en Lanargh por última vez para subir a barcos distintos. Le abrumó la certeza de que, si las perdía de vista, nunca volvería a ver a sus amigas.

—¡No lo haré! ¡No después de esto! —Señaló con una mano en dirección a la torre prisión en la que tan recientemente había estado atrapada.

Maia se volvió hacia sus amigas en busca de apoyo, pero éstas no quisieron mirarla a los ojos.

—El grupo que vaya corriente arriba debe ser lo más pequeño posible… —trató de explicar Kiel.

Pero Maia dedujo algo más de la inquieta conducta de la mujer.
.Esto estaba preparado con antelación
, concluyó.
.¡No quieren que yo escape con su precioso alienígena!
Una pesada resignación se posó sobre su corazón, abrumando incluso su ardiente resentimiento.

—Maia viene con nosotros.

Era Renna. Tras acercar su caballo al de ella, continuó:

—Vuestro plan cuenta con que nuestras perseguidoras sigan por el camino fácil tras el grupo más grande mientras los demás escapamos. Por mí, muy bien. Gracias. Pero no será tan bueno para Maia cuando las alcancen.

—La muchacha es sólo una larva —replicó Baltha—. No les preocupa. Probablemente ni siquiera la están buscando.

Renna sacudió la cabeza.

—¿Quieres arriesgar su libertad en una apuesta como ésa? Olvídalo. No dejaré que la lleven de vuelta a ese lugar.

Abrumada por la emoción, Maia fue testigo de un silencioso debate entre las mujeres. Habían considerado a Renna una simple mercancía, pero ahora él se hacía valer. Los hombres podían ocupar un peldaño bajo en la escala social de Stratos, pero de todas formas era más alto que el de la mayoría de las vars. Aún más,
.aquéllas
puede que hubieran servido en barcos, en una u otra época. Sin duda, el hecho de que Renna tuviera una bien cultivada «voz de capitá». tuvo su importancia.

Kiel se encogió de hombros. Thalla se volvió y le sonrió a Maia.

—Por mí, muy bien. Me alegra tenerte con nosotras, virgie.

Baltha maldijo en voz baja, aceptando el cambio de opinión general de mala gana. La fornida rubia se acercó a caballo a sus amigas, que tomaban la otra ruta, y se inclinó para estrecharles el antebrazo. Del mismo modo, Thalla y Kiel abrazaron a Kau. Los grupos se separaron entonces, y Baltha dirigió con cuidado su montura hacia el centro de la corriente. Cerrando la marcha, Maia y Renna se despidieron de sus benefactoras, que ya habían empezado a subir un estrecho sendero por la pared del cañón. Una de ellas (Maia no pudo distinguir cuál) alzó una mano para decir adiós, y luego las cuatro mujeres desaparecieron tras un recodo.

—Gracias —le dijo Maia a Renna en voz baja, mientras sus monturas chapoteaban. Aún se notaba la voz pastosa por el momento de desconcierto e intranquilidad.

—Eh —dijo el hombre con una sonrisa—. Los parias tenemos que estar unidos, ¿no? Además, pareces bastante dura para tenerte cerca si nos encontramos con problemas.

Naturalmente, estaba bromeando con ella.
.Pero sólo en parte
, advirtió Maia con cierta sorpresa. Realmente parecía contento, incluso aliviado, de que fuera con él.

Viajando en fila india, guardaron silencio y dejaron que los caballos eligieran un sendero por el irregular lecho del río. Por fortuna, estaban al socaire del viento. Pero las rocas heladas del invierno parecían sorber el calor del ambiente. Maia se metió las manos bajo los sobacos, apretando con fuerza el abrigo, exhalando un aliento que se convirtió en niebla visible.

De todas formas, era tranquilizador saber que cada minuto ponía más distancia entre ellas. El plan de huida era arriesgado, ya que contaba con el pánico y la prisa excesiva por parte de sus perseguidoras. Las verdaderas profesionales (como el clan de cazadoras Sheldon de Puerto Sanger) no se dejarían engañar por un truco tan simple. Maia no había oído que las granjeras de Valle Largo fueran famosas por su habilidad como rastreadoras, pero no dejaba de ser una suposición.

Aunque escaparan de sus perseguidoras inmediatas, seguían estando rodeadas de enemigas. Pocos lugares de Stratos eran políticamente más homogéneos que aquella colonia de extremistas, con clanes Perkinitas aliados extendiéndose hasta Grange Head. Cuando la noticia les llegara, habría partidas y grupos buscándolas por todas partes.

A Maia le pareció poder ver el panorama completo, lo desesperadas que debían estar las Perkinitas. Había muchas más cosas implicadas que su plan radical para utilizar una droga que promoviera la impregnación invernal. Los matriarcados colmenares de Valle Largo se habían enzarzado en un plan mucho más osado: secuestrar al Visitante interestelar, Renna, justo ante el Consejo de Caria City. Era una empresa arriesgada. ¿Pero qué mejor forma de reducir, tal vez de eliminar, la posibilidad de restaurar el contacto con el Phylum Homínido?

.Nada volvería más locas a las Perkinitas extremistas que abrir los cielos. Naves espaciales llegando regularmente de esos viejos mundos de «celo animal y tiranía sexua».. Mundos en los que la mitad de los habitantes son hombres.

La mitad.

A pesar de haber leído aquellas fantasiosas novelas, era difícil de imaginar. ¿Qué, en nombre de Lysos, necesitaba un mundo de tantos machos de más? ¡Aunque fueran tranquilos y se comportaran bien la mayor parte del tiempo, sólo había un número limitado de tareas que pudiese confiarse a los hombres! ¿Qué había que pudieran hacer?

El contacto cambiaría a Stratos para siempre, contaminándola con ideas extrañas, costumbres extrañas. A pesar de su odio hacia quienes la habían encarcelado, Maia se preguntó si no tendrían razón.

Reaccionó con tensión otra vez cuando Renna hizo maniobrar su montura para cabalgar a su lado. Pero él sólo le dirigió una sonrisa y le preguntó el nombre de una especie de matorral que se aferraba tenazmente a las paredes del cañón. Maia respondió, suponiendo que estaba relacionado con un tipo que se encontraba en el templo ortodoxo de Grange Head. No pudo decirle si era una forma de vida puramente nativa o si descendía de la bioingeniería aplicada por las Fundadoras a las variedades terrestres.

—Estoy tratando de hacerme una idea de cómo las formas introducidas fueron diseñadas para encajar, y cuánta adaptación tuvo lugar después. Tenéis algunas ecologistas muy sofisticadas en la universidad, pero las cifras no pueden compararse con salir y verlo por uno mismo.

Aunque eran difíciles de distinguir a la tenue luz de la luna, sus rasgos parecían recuperados de la anterior melancolía. Maia se preguntó si sus ojos brillarían con extraños colores de día, o si su piel, que sólo había visto a la luz de la lámpara o de la luna, resultaría de algún tono extraño y exótico.

Tal vez era un error interpretar las expresiones faciales de un alienígena por experiencias pasadas, pero Renna parecía excitado de encontrarse aquí, lejos de ciudades y sabias y, sobre todo, de su celda, explorando por fin la superficie de Stratos misma. Era contagioso.

—En conjunto, parece que vuestras Fundadoras fueron diseñadoras bastante buenas al hacer inteligentes cambios en los humanos, plantas y animales que depositaron aquí, antes de encajarlos en el ecosistema.

Naturalmente, cometieron algunos errores. No es extraño…

Parecía blasfemo oír a un externo decir tales cosas. Se sabía que las Perkinitas y otras herejes criticaban algunas de la
.opciones
tomadas por Lysos y las otras Fundadoras, pero nunca antes había oído Maia hablar a nadie de aquel modo sobre s
.competencia
.

—… el tiempo ha borrado la mayoría de los errores, por extinción o adaptación. Ha pasado tiempo suficiente para que las cosas se asienten, al menos entre las formas de vida inferiores.

—Bueno, después de todo, han pasado cientos de años —respondió Maia.

Renna ladeó la cabeza.

—¿Eso es lo que piensas que lleváis los humanos viviendo en Stratos?

Maia frunció el ceño.

—Um… claro. Bueno, en realidad no recuerdo una cifra exacta. ¿Importa?

Él la miró de una forma extraña.

—Supongo que no. Con todo, eso encaja con la forma en que vuestros calendarios… —Renna sacudió la cabeza—. No importa. Dime, ¿es éste el sextante del que me hablaste? ¿El que utilizaste para corregir mis cifras de latitud?

Maia se miró la muñeca y el pequeño instrumento envuelto en su funda de cuero. Renna estaba siendo amable otra vez. Sus mejoras a sus coordenadas, allá en la prisión, habían sido mínimas.

—¿Te gustaría verlo? —preguntó. Desenvolvió el sextante y se lo entregó.

Él lo trató con cuidado, usando primero las yemas de sus dedos para acariciar el zep’lin grabado en la tapa de bronce, y luego lo desplegó y probó delicadamente los brazos.

—Una herramienta muy bonita —comentó—. ¿Dices que está hecha a mano? Me encantaría ver el taller.

Maia se estremeció ante la idea. Ya había visto suficientes santuarios masculinos.

—¿Éste es el dial que utilizas para ajustar el azimut? —preguntó él.

—¿El azimut? Oh, te refieres a la altura de las estrellas. Naturalmente, necesitas un buen horizonte…

Pronto estuvieron inmersos en la conversación sobre el arte de la navegación, sorteando entre ambos un laberinto de términos heredados de tradiciones completamente distintas: la de él empleando complejas máquinas para cruzar vacíos inimaginables, y la de ella herencia de incontables vidas pasadas refinando reglas aprendidas a las duras, combatiendo contra los elementos en los caprichosos mares de Stratos. Renna hablaba con respeto de técnicas que ella sabía que tenían que parecerle primitivas, puesto que venía de muy lejos… de esas mismas luces que Maia usaba como puntos de referencia en el cielo.

A veces, cuando una luna brillaba en las paredes del cañón e iluminaba directamente el rostro de Renna, Maia se sorprendía por alguna diferencia sutil que resaltaba de pronto. La larga sombra de sus pómulos, o la forma en que, con la escasa luz, sus pupilas parecían abrirse más de lo normal para los ojos de Stratos. ¿Se habría dado cuenta si no supiera ya quién, o qué, era?

Interrumpieron la conversación cuando Baltha anunció un descanso. Su guía indicó un sendero por el que conducir a sus cansadas monturas hasta una playa de piedra, donde el grupo descabalgó y pasó algún tiempo frotando y secando las patas y tobillos de los caballos, restaurando la circulación a las partes entumecidas por el agua helada. Fue un trabajo duro, y Renna no tardó en quitarse la chaqueta. Maia pudo sentir el calor irradiando de su cuerpo mientras trabajaba cerca. Recordó a los marineros del
.Wotan
, cuyos poderosos torsos siempre parecían repletos de energía, y que gastaban la mitad de lo que comían y bebían en sudor y radiación. Como Maia tenía frío, sobre todo en los dedos de las manos y de los pies, la proximidad de Renna le resultaba bastante agradable. Se sintió tentada a acercarse más, estrictamente para compartir el calor que él derrochaba tan libremente. Ni siquiera el inevitable olor masculino era demasiado desagradable.

Renna se levantó, con una expresión de asombro en el rostro. Al escrutar el cielo, entornó los ojos y frunció las cejas. Sólo cuando se incorporó para acercarse a él empezó Maia a advertir también algo, un sonido suave procedente de arriba, como el zumbido distante de un enjambre de abejas.

—¡Allí! —gritó él, señalando al oeste, justo por encima del borde del cañón.

Maia trató de seguir la dirección de su brazo.

—¿Dónde? No puedo… ¡Oh!

Rara vez había visto máquinas voladoras, ni siquiera a la luz del día. El pequeño aeródromo de Puerto Sanger quedaba oculto tras las colinas, y las rutas de vuelo se escogían para no molestar a las habitantes de la ciudad. Sin contar el dirigible que traía el correo semanal, sólo se veían aviones de verdad unas cuantas veces al año. ¿Pero qué otra cosa podían ser aquellas luces? Maia contó dos… tres pares de puntos parpadeantes en el cielo, mientras el rumor aumentaba y seguía los resplandores hacia el este.

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