.Trabajos que ellas mismas no harían.
.No puedo rechazar el trabajo duro
—respondió Maia, zanjando la discusión. Una cosa era segura: de aparecer Leie alguna vez, se desataría un infierno si Maia no había estado ocupada durante su separación, usando todo el tiempo de forma provechosa.
Qué suerte que un clan ferroviario estuviera buscando a alguien con habilidad para los números. Para el trabajo no hacía falta el cálculo diferencial, sólo simple contabilidad, pero Maia se sintió complacida viendo que una parte de su educación era útil. También para Leie habría sido pan comido, dado su amor por las máquinas. Si tan sólo…
Por fortuna, Tizbe rompió la sombría espiral de pensamientos de Maia.
—¡Escucha esto! —La joven recogida alzó un dedo y adoptó un tono grave, casi pomposo—: «De especial interés para las viajeras es el sistema de transporte de carga y pasajeros utilizado en Valle Largo, ideal para subculturas pioneras. El ferrocarril solar, dirigido conjuntamente por los clanes Musseli, Fontana y Braket, debería llevaros a vuestro destino sin excesivo retraso».
Tizbe se echó a reír.
—¡Ese tren Fontana ayer llevaba cuatro horas de retraso! ¡Y a esta cafetera Musseli no le va mucho mejor!
Maia se sintió obligada a devolver una triste sonrisa. Sin embargo, el desprecio de Tizbe parecía injusto. Los trenes del Clan Musseli llegaban a tiempo durante las estaciones frías, cuando los hombres de la Cofradía de Ferroviarios ayudaban a conducir las máquinas. Pero la mayoría de los machos estaban desterrados durante el verano, y las Musseli, con sus caras planas y sus largos miembros, andaban cortas de personal. Podrían haber contratado ingenieros femeninos igual que hombres, vars itinerantes, o incluso un clan-colmena de especialistas.
Aquello habría dejado la empresa en manos femeninas durante todo el año, como estaba todo lo demás en Valle Largo. Pero las líderes de la región estaban atrapadas entre su ideología de separatismo radical por un lado y las necesidades biológicas por otro. Para producir hijas clónicas, debían tener hombres cerca desde otoño hasta primavera que ejecutaran la vital función «potenciador».. Mantener un gran número de hombres ocupados entre las breves potenciaciones significaba darles trabajo. Aquí, en las llanuras, las locomotoras tenían la misma función secundaria que los barcos en la costa: mantener una pequeña cantidad de hombres disponibles en grupos compactos, móviles y fáciles de manejar.
De ahí el dilema. Los maquinistas varones, famosos por sus remilgos, podían ofenderse si contrataban a sustitutas en verano y no regresar al año siguiente. Lo cual sería tan catastrófico como dejar los huertos sin polinizar. Así, cada verano, los clanes ferroviarios iban tirando como podían.
Ahora, con sus jóvenes camino de casa desde los santuarios costeros, la Cofradía de Ferroviarios recuperaba la fuerza. Pronto los horarios se cumplirían de nuevo. Pero Maia no se molestó en explicar nada de esto. Tizbe parecía tozudamente segura de que ella y su libro tenían todas las respuestas.
«… Los tres clanes ferroviarios dirigen líneas de carga que compiten, cada una en asociación con una cofradía masculina, con propiedad de capital compartido aprobada por un acta del Consejo Planetario en el año».
Una relación entre sexos sorprendentemente íntima, reflexionó Maia. Sin embargo, ¿no recibía antaño la Casa Lamatia los mismos barcos y a los mismos marineros año tras año? ¿Los que ostentaban el estandarte de Pinniped? ¿No reservaban para ellos toda clase de derechos, desde el de comercio al de procreación? ¿Quién era ella para decir qué era normal y qué una aberración?
Tal vez la hereje de Lanargh tiene razón. Puede que todo esto sean señales de que los tiempos cambian.
La locomotora eléctrico-solar avanzaba, más rápida que el caballo o el barco más veloz. En cada parada aparecían los muchachos de mantenimiento, cargados con herramientas y lubricantes, y muchachas Musseli armadas con carpetas y garfios que corrían para atender las máquinas y bajar el cargamento bajo la atenta mirada de supervisoras de más edad. Maia había advertido que muchos de los varones vestidos de naranja tenían rostros sorprendentemente similares a las hembras clónicas que vestían monos marrones.
.Imagínate, hermanas que siguen conociendo a sus propios hermanos, y madres a sus hijos, mucho tiempo después de que la vida los haya convertido en hombres. A Maia se le ocurrían varias ventajas e inconvenientes de una relación tan íntima. Recordó al pequeño y dulce Albert, al que había instruido para la vida en el mar, y pensó en lo bonito que habría sido verlo crecer. El vago pensamiento le recordó aquellos sueños infantiles de encontrar algún día a su propio padre. Como si la coincidencia de esperma y óvulo significaran algo en un mundo tan grande y duro.
Un mundo capaz de romper lazos más fuertes que ésos.
.Basta. Maia sacudió la cabeza vigorosamente.
.Deja que el dolor se vaya. Leie lo haría.
Después de leer en silencio durante un rato, Tizbe alzó la cabeza desde su diván de arpillera.
—Oh, esta parte es magnífica, Maia. Dice: «Valle Largo posee muchos de los rasgos pintorescos de una región fronteriza. Desde vuestro compartimento, no dejéis de observar los pueblecitos rústicos, cada uno con su monótono silo de grano y sus bancos de células solares».
Otra vez aquella palabra,
.pintoresco
. Parecía referirse de forma condescendiente a algo sencillo o atrasado desde el punto de vista de una turista criada en la ciudad.
.Me pregunto si Tizbe también me encuentra pintoresca.
«… entre los poblados y las zonas de cultivo, advertid las extensiones de hierba kuourn nativa, conservadas según reglas ecológicas aún más estrictas que las decretadas por Caria City».
Habían visto muchos oasis, grandes lagos con tallos ondeantes de flores púrpura. El culto Perkinita que gobernaba el valle adoraba a una Madre Stratos cuya ira hacia el abuso del planeta sólo era comparable a su desconfianza hacia el género masculino. Sin embargo, Maia estaba segura de que gran parte de las llanuras estaban fuera de los límites por otro motivo: para impedir la competencia.
Cuando Valle Largo se abrió por primera vez a la colonización, debieron llegar jóvenes vars desde toda Stratos, jóvenes que formaron asociaciones para domeñar la tierra. Afiliaciones que se convirtieron en poderosas alianzas entre clanes cuando las mujeres que tuvieron éxito se asentaron para criar hijas y ganar dinero con las cosechas. Eso, a su vez, implicó trabajar para construir un ferrocarril, para exportar productos e importar suministros, comodidades.
.Y hombres
. A pesar de sus consignas, la utopía Perkinita pronto empezó a parecerse al resto de Stratos. No se puede ir en contra de la biología. Sólo tirar de las leyes, acá y allá.
—¡Oh! Aquí hay una parte buena, Maia. ¿Sabías que hay más de cuarenta y siete especies locales de zahu? Se emplea para todo tipo de cosas. Como…
Un agudo silbato interrumpió por fortuna la nueva retahíla de Tizbe. Era la advertencia de que faltaban diez minutos para la próxima parada. Maia miró el mapa de la pared.
—Pronto llegaremos a Ciudad Barro.
—¿Tan pronto? —preguntó la viajera.
Maia abrió el libro de cuentas, pasando un dedo por los cargamentos del día.
—¿No oyes sonar el silbato? Vamos, tú dicta los números y yo cogeré las cajas.
Mantuvo el dedo sobre el punto hasta que Tizbe se bajó del montón. Entonces Maia corrió al único pasillo que recorría el vagón en toda su longitud, entre altos estantes.
—¿Cuál es el primer número? —preguntó.
Siguió una larga pausa.
—Umm. ¿Es el 4.176?
Maia dio un respingo. Aquélla había sido la última entrada de la parada anterior, hacía sólo una hora.
—¡La siguiente! Empieza donde dice Ciudad Barro a la izquierda.
—¡Oh! ¿Te refieres al 5.396?
—¡Eso es!
Tras coger un cuaderno y un punzón que colgaban de un carril, Maia escrutó los estantes. Encontró la caja correcta, enganchó su cinta de cuero, tensó la cadena, y tiró del paquete, arrastrándolo por el surco hasta donde pudiera bajarlo suavemente junto a la puerta.
—El siguiente.
—Eso debe ser… Mm, veamos… ¿6.178?
Maia suspiró y se puso a buscar. Por fortuna, el burdo sistema de clasificación Musseli no fue demasiado difícil de desentrañar, aunque podría haber sido diseñado para confundir tanto como para clarificar:
—¿Siguiente?
—¿Ya? Me he perdido… ¡Ah! ¿Es 9.254?
Estrictamente hablando, Maia tendría que haber estado atendiendo el libro y su ayudante cargando. Pero Tizbe se había quejado de tener que hacer un trabajo «propio de lúgars y hombre».. No consiguió hacer funcionar la cinta transportadora. Se lastimó una uña. Maia tenía una teoría acerca de aquella criatura. Tizbe debía de ser una var de algún clan de gran ciudad, tan rico y decadente que mimaba incluso a sus veraniegas, besándolas en la frente y enviándolas sin equipo para que sobrevivieran después de su quinto año. Tal vez Tizbe esperaba vivir sólo gracias a las apariencias y a su encanto.
Pero me pregunto por qué me resulta familiar.
A pesar de la ayuda de Tizbe, o tal vez debido a ella, el montón de la puerta no estaba completo cuando sonó el segundo silbato. El motor de la locomotora cambió audiblemente de tono cuando el tren empezó a frenar. Maia aceleró el ritmo. El duro trabajo había encallecido sus manos, pero la áspera cadena le mordía los dedos cada vez que el vehículo se agitaba. El último paquete casi se cayó, pero consiguió bajarlo sin otra cosa que un sonoro golpe.
Sin aliento, Maia abrió la puerta corredera mientras hileras de torres y hornos de ladrillo crecían como termiteros alrededor del tren, envolviéndolo en un aroma de tierra cocida.
—Bienvenidas a Ciudad Barro, centro del condado de Argil —canturreó Tizbe con falso entusiasmo. Durante un rato, todo pareció ser rojo o de color pardo. Montones y cajas de cerámica pasaron de largo en un destello.
Bruscamente, el oloroso distrito de los hornos dio paso al residencial, hileras e hileras de bonitas casas. Allí, en Valle Largo, los matriarcados importantes construían sus ciudadelas cerca de los campos o pastos, dejando las ciudades para los grupos pequeños, a veces llamados despectivamente «microclane».. Desde el tren, Maia vio pasar a una mujer que llevaba de la mano a una niña pequeña, obviamente su hija clónica. La mitad de la población del valle vivía al parecer de aquella forma: mujeres solas, nacidas en invierno pero que llevaban una existencia similar a la de las vars, con trabajos que apenas alcanzaban para pagar las facturas y que les permitían criar a una sola hija de invierno, exactamente igual que habían hecho sus madres, y sus abuelas, y así sucesivamente. Una idéntica casi-yo que heredara y continuase. Una cadena fina pero continua.
Parecía una clase de inmortalidad más simple, menos presuntuosa que los ciclos de vive-o-muere de las grandes casas.
.Podría ser peor
, pensó Maia. De hecho, había algo enormemente íntimo y dulce en la mujer solitaria que caminaba sola con su hija. Desde que sus propios grandes sueños se habían desmoronado, Maia había empezado a pensar en términos más modestos. Las Musseli eran amables con sus empleadas; trataban a varias docenas de mujeres solas casi como miembros plenos de su comunidad. Tal vez, si trabajaba duro en aquel oficio, Maia podría conseguir un contrato a largo plazo. Luego, después de ahorrar para construir una casa…
Incluso después de eso, quedaba el problema de los hombres. O de un hombre. Había que empezar con un parto de invierno. Era raro poder concebir en cualquier otro momento del año, hasta que tuvieras una clónica.
Pero quedarse embarazada en invierno no era tan sencillo como salir a la calle y decir «¡Eh, tú!»…
Bueno, no pienses en eso ahora. Encárgate de las cosas pasito a paso.
El tren se detuvo en la estación de Ciudad Barro con un siseo y un chirrido. Los pasajeros empezaron a bajar.
Dos vagones más atrás se produjeron fuertes sonidos de choque mientras hombres y lúgars se apresuraban a descargar maquinaria pesada de un vagón de plataforma. Más cerca, Maia vio acercarse a la guardagujas Musseli local, carpeta en mano, precediendo a un alto lúgar cargado de paquetes.
.Sonríe
, se dijo Maia.
.Intenta que no parezca que sólo tienes cinco años.
—¿Esto es todo? —preguntó bruscamente la mujer, señalando el montón que había junto a la puerta.
—Sí, señora. Eso es todo.
Mientras Maia entregaba los billetes de descarga, Tizbe se dispuso a bajar murmurando una disculpa. La joven rubia se abrió paso, llevando su bolsa de viaje.
—Creo que voy a echar un vistazo —dijo despreocupadamente.
Maia la llamó.
—¡Es sólo una parada de cuarenta minutos! No te pier…
Se interrumpió cuando Tizbe doblaba una esquina y desaparecía de la vista.
—Si no te importa…
Maia se volvió hacia la guardagujas. Su rostro se ruborizó.
—Lo siento, señora. Estoy lista si usted lo está.
Inclinándose sobre el libro de cuentas, mientras comprobaba cuidadosamente los paquetes, Maia se reprendió por preocuparse por una estúpida muchacha recogida en el camino.
Es sólo otra tonta var. No es asunto mío. Maia, tienes que intentar pensar más como Leie.
A Leie sin duda no le habría importado. Leie habría dicho «buen viaj».. Pero con la guardagujas satisfecha a regañadientes, y faltando diez minutos para la partida, Maia se puso a buscar a su errabunda ayudanta. Había llegado hasta el final del andén sin ver todavía ni rastro de la irritante rubia cuando un silbato sonó en el distrito de los hornos… Otro tren se acercaba a la estación.
Pudo ver a un hombre joven empuñar la palanca que transferiría magnéticamente la locomotora que llegaba a uno de los tres grupos de raíles. Había varias mujeres jóvenes cerca, riendo, asomadas a una pasarela de madera situada ante una casa alta con las cortinas rojas. Al aproximarse, Maia vio que dos de ellas se abrían la blusa y se inclinaban sobre el joven, sacudiendo sus bien proporcionados torsos. El muchacho, ya de por sí arrebolado, enrojecía por momentos. Maia se preguntó por qué.
—¡Ahora no! —murmuró a las mujeres—. ¡Volved dentro y esperad un minuto!
El joven intentaba concentrarse en la llegada del tren, aún a medio kilómetro de distancia, sus aspas chirriando mientras empezaba a frenar. Las mujeres parecían gozar del efecto que causaban. Una señaló sonriente, haciendo que las otras se rieran con ganas. Los tensos pantalones del muchacho apenas ocultaban un duro bulto. Alzó la cabeza, vio que Maia lo observaba, y se volvió con un gemido avergonzado. Aquello no hizo sino aumentar las carcajadas de las lugareñas.